IX
Estremécete entre la razón y el deseo
Las calles estaban mojadas, los cristales de los coches llenos de gotas de lluvia. Una pareja anónima se daba el lote en el interior de un vehículo, camuflados tras la cortina que formaban las gotas de agua. Todo parecía ajeno a ellos dos, la noche estaba en perfecta sintonía con la secuencia de acontecimientos.
–¿No tendrás por ahí un “cigarrito de la risa” como el de anoche? –preguntó Hugo.
–¡Vaya!… pensaba que no te acordabas.
–¡Es por refrescar la memoria!–dijo él entre risas.
Soledad buscó en su bolso y extrajo los aliños necesarios.
–Tengo curiosidad por saber a donde me quieres llevar –Hugo le ofrecía uno de sus cigarrillos para la tarea que, a escondidas, comenzaba en el asiento trasero del taxi.
–Gracias, pero eso no es tabaco, es tan flojo que parece que fumas hojas de lechuga liadas.
–Me lo recomendó la chica del estanco.
–Pareces un chico muy obediente –dijo ella mientras partía la punta de uno de sus cigarros, dejando caer todo el tabaco sobre la palma de su mano.
–Por cierto, ¿se puede saber dónde me llevas? –volvió a inquirir él.
–Lo verás cuando lleguemos.
Para sorpresa de Hugo el taxi se adentraba en un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Soledad había dado la dirección al conductor, pero él ni se había dado cuenta.
El coche recorría las laberínticas calles pobladas de naves industriales. Las risas de todo el trayecto se habían disipado ante la curiosidad de Hugo, que permanecía pegado a la ventanilla trasera.
–Aquí es –avisó Soledad.
El coche se detuvo en una calle desierta de aquel enjambre de naves industriales. Ambos bajaron del vehículo. Hugo siguió a Soledad, cuando esta tomó la iniciativa de encaminarse hacia una de aquellas estructuras. Todo parecía tranquilo a su alrededor. Se detuvieron ante una puerta metálica. Soledad pulsó un pequeño interruptor que había en la pared y saludo a la pequeña camarita que tenían justo sobre sus cabezas.
–¿Se puede saber dónde estamos? –había cierta desconfianza en la voz de Hugo.
–Tranquilo, es un buen sitio. Lo pasaremos bien.
Un leve chasquido se escucho y la puerta cedió ante ellos. La excitación latía dentro de Hugo cuando accedieron a una pequeña habitación, donde la luz blanquecina se hacia patente.
Soledad buscaba algo en su bolso, él observaba intrigado. Aquel habitáculo era completamente diáfano, con paredes lisas y blancas que acentuaban la luminosidad fluorescente. No había mobiliario de ningún tipo, ni indicaciones, sin embargo, todo hacía pensar que aquello no era más que un zaguán.
–Aquí está –dijo ella mientras sacaba del bolso algo parecido a una tarjeta de crédito.
Se dirigió hacia un extremo de la habitación y paso el plástico por, lo que parecía, un lector similar al que da acceso a cajeros automáticos. En ese preciso instante, como si de la cueva de “Ali ba-ba” se tratara, una puerta corrediza incrustada en la, antes, estéril pared se abrió.
–Todo esto es un poco raro ¿no? –la cara de Hugo era la pura expresión del desconcierto.
–Tú sígueme –era una orden directa.
La curiosidad volvió a empujarlo.
El blanco intenso de aquella habitación se transformaba en una oscuridad adornada de una anaranjada luz al cruzar, el umbral de la puerta corrediza. Un sonido se sumaba a la situación, una música. Pero no se oía con nitidez, parecía venir de lejos.
Una nueva habitación. Más grande esta vez. Había alguien. Un hombre alto, vestido con un elegante traje chaqueta de tono oscuro, como su piel. Los recibió con una cordial sonrisa, lo que tranquilizó a Hugo.
–Buenas noches señores.
–Buenas noches Omar –saludó ella.
–¿Dejaran sus abrigos? –el ofrecimiento destilaba amabilidad.
–Yo… yo no he traído –contestó Hugo torpemente.
–Yo sí dejaré el mío –dijo ella al tiempo que Omar lo tomaba de sus hombros.
Aquel hombre los invitó, mediante un gentil gesto, a que le siguieran. Avanzados unos pasos se detuvo y se digirió a ella para indicarle que ya conocía el procedimiento, les deseó una feliz velada y luego se marchó despacio. A juzgar por su manera de andar, recto como una vela, y sus excelentes formas, lo ceremonioso de sus gestos y movimientos, podía haber ejercido de mayordomo para cualquier miembro de la realeza, aristocracia, o cualquier otro estamento pseudo-clasista.
Ellos dos se habían quedado ante, lo que parecía, un ascensor. Soledad pulsó un botón y miró a Hugo con una sonrisa pícara. El nerviosismo de este era evidente y eso la divertía aun más. La apertura de las metálicas puertas confirmó que se trataba de un ascensor que, como tantos, era de aspecto frío. Ella introdujo la tarjeta en una ranura. Las puertas se cerraron y se produjo un suave movimiento de descenso, lo que le sorprendió aun más. Fue breve, aparentemente sólo un piso.
Cuando las puertas se abrieron los ojos de Hugo quedaron estáticos, invadidos, sobredimensionados a la exposición. Temerosos.