XIX

El mordisco a la manzana del pecado.

Carla estaba de pie, junto a la ventana. Observando como las nubes comenzaban a cerrar la escena del día. Su pulso era firme mientras su corazón se debatía con sus pensamientos.

El deseo de quitarse la vida nació en ella nada más comenzar toda aquella sórdida situación. Su hermano, por quién siempre había sentido una repulsiva pero irrefrenable atracción la indujo a introducirse en aquella extraña sociedad Tong. Ella nunca había dado importancia a los constantes, y últimamente perennes, trastornos de personalidad que su hermano padecía. Además, Carla, necesitaba hacer algo tras su divorcio, y aquella propuesta la sedujo desde el principio, sólo dudó tras la ceremonia de iniciación a la que fue sometida. Nunca la olvidaría. Ese sería el principal impulsor de su deseo de desaparecer para siempre.

Aquella tarde la marcó. Fue en casa de Florencio, el gran maestro de la sociedad a la que sibilinamente su hermano la había arrastrado. Era primera ocasión en la que veía al viejo, su propio hermano le hizo de cicerón, pero sin desvelar en ningún momento su parentesco. Las normas no decían nada en contra, pero Pablo pensó que así sería más morboso. El viejo no sospechó, confiaba en Pablo y se dejó arrastar por la belleza de Carla.

Nada más llegar la introdujeron en una habitación y le vendaron los ojos. Ella estaba tranquila, su hermano ya le había contado lo que podía sucederle y él estaba allí con ella, pero ni él mismo imaginaba lo que en realidad iba a ocurrir.

Con los ojos vendados, se dejó llevar hasta la cama guiada por los brazos de Florencio. La sentó en el borde del colchón y suavemente empujó sus hombros hasta recostarla por completo. La dejó así y salió de la habitación. Instantes después la puerta se volvió a abrir. No sabía cuántos, ni quiénes eran, un  grupo de personas parecía haberse situado en torno a la cama, suponía que el viejo estaba entre ellos y lo confirmó cuando escuchó su voz tranquilizándola, al tiempo que tomaba sus manos para atarlas con un pañuelo de tacto suave. Seguidamente percibió como una bola lisa intentaba hacerse hueco entre sus labios, con toda seguridad debía de ser de plástico, su lengua no fue capaz de detectar en ella ningún tipo de sabor, y finalmente taponó por completo su boca. Sobre sus mejillas se tensaron dos hilos o gomas que sujetaban su mordaza impidiéndole emitir cualquier sonido. La situación aunque violenta para ser un comienzo no dejó de resultarle pavorosa y erótica.

El chasquido de unas tijeras abriéndose y cerrándose la hicieron  inquietarse, pero eso sólo fue hasta que notó como su vestido se rompía suavemente. El frío metal acarició su abdomen camino de su pecho que comenzaba a respirar ahogadamente. La ropa interior corrió la misma suerte, quedándose completamente desnuda. Carla apenas podía pensar, un torrente de sensaciones nunca vividas la recorría desde los pies a la cabeza. Una excitación nueva, inexistente hasta llegar allí, a ese preciso instante.

Nadie hablaba, nadie salvo Florencio generaba sonidos que ella pudiera identificar, seguía sin saber cuántos ni quiénes eran, pero intuía que su hermano estaba entre ellos y esa idea no terminaba de gustarle.

Sintió que alguien se sentaba sobre la cama, y una mano comenzó a recorrer su cuerpo, lentamente. Dibujando su ombligo, rodeando sus pechos, rozando sutilmente sus pezones… Alguien más se dejaba caer sobre la cama, unos dedos frescos y húmedos resbalaron más allá de su pubis. Carla, que intentaba contenerse, estaba quieta, sin mostrar complacencia, con la cabeza recta.

Una mano desconocida se presentaba en la parte posterior de la oreja, liberando la goma que mantenía la bola de plástico en su boca, y antes de que pudiera dar las gracias un anónimo sexo masculino se deslizaba entre sus labios. Aquella mano que antes la liberaba de su mordaza ahora la empujaba desde la nuca hacia arriba, guiando su cabeza contra una polla que ahora entraba y salía de su boca.

Alguien la empujó para darle la vuelta.

Alguien la tomó por la cintura, tiró de ella para arriba y la obligó a clavar las rodillas en la cama.

Alguien, situado detrás de ella, la penetró.

Alguien, situado delante de ella, tomó su cabeza entre las manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en la boca.

La penetraron por turnos, a intervalos regulares, de forma ordenada.

Carla se dejó ir. Ya estaba demasiado lejos cuando tras la tela negra que cubría sus ojos notó lo que parecía el flash de una fotografía. Una incontenible lascivia se apoderó de ella y la condujo hacia el estallido definitivo de todos sus sentidos que fueron acompañados por el derroche de acometidas finales de sus dos acompañantes. Después toda presión se disolvió por completo, incluso el vendaje que la cegaba le fue arrebatado, pero no abrió los ojos, no podía hacerlo. Hubiera deseado irse de allí  sin abrirlos, salir a ciegas, o acurrucarse en una esquina y esperar a que todo el mundo se fuera. Eso habría sido lo mejor.

Pero no fue capaz. La curiosidad le pudo. Abrió los ojos y levantó ligeramente la cabeza.

Su hermano, sus rasgos aún distorsionados por las huellas del placer, la observaba con una sonrisa en la cara.

 

El recuerdo de aquello se había instalado en ella y la hacía debatirse entre sentimientos encontrados. Aquel tibio intento de quitarse la vida la había llevado a aquella habitación de hospital. Allí, pegada a la ventana, su pulso crepitaba ahora por momentos. La sola imagen de Florencio le provocaba nauseas. Lo odiaba. Todo lo que vino después de aquella tarde fue una suerte de fiestas y encuentros en los que había “regalado” su cuerpo y su alma a todos cuantos el viejo quiso. Se sentía sucia. Dulcemente sucia.

El gotero al que permanecía conectada manaba sus últimas gotas de suero, mientras permanecía erguida junto a la ventana. Carla ya había decidido otra forma de redimir su culpa. De limpiar sus pecados.