II
El epitafio del miedo es allá donde crece la infértil rama de la abominable felicidad.
La sensación aciaga de romper con un miedo crónico y acercarse cada vez más a las entrañas de la felicidad, esa herida es la que Carla le estaba haciendo a su existencia, a su vida. Desde hacía poco más de un mes tomaba con bastante asiduidad aquel madrugador autobús. Sin embargo, no lo hacía en las mismas circunstancias que el resto de pasajeros.
Quién le iba a decir a Carla que a los cuarenta y ocho años sus maltratadas manos aún conservarían la tersura de antaño. Su rostro estaba enmarcado con unas cortantes, pero angulosas facciones, en las cuales el trasiego de los años no había dejado demasiada huella, sus labios tenían el tono de la fruta madura, su nariz trepaba con timidez el perfil de su cara, y aquellos ojos del color de la marihuana eran la azotea perfecta para un marco completado con una melena castaña que se descolgaba casi hasta los hombros.
La noche había llegado a su fin para ella, y el sol que ya campaba a sus anchas era síntoma de que debía ir a dormir. Hacía poco tiempo podía haber tomado aquel mismo autobús aunque, eso sí, con otro punto de origen y con otro final. Pero por cuestiones del azar o, como otros lo llaman, del destino su vida había sufrido un cambio lo suficientemente considerable como para alterar de esa forma sus horas de sueño.
Hacía seis meses su concepto de existencia había empezado a tambalearse.
Una tarde como otra cualquiera, tras terminar su trabajo, como vendedora de cosméticos a domicilio, se encendió un cigarro y entró en el primer bar que se tropezó. Como compañero de tertulia no llevaba más que un bolso, cuyo color negro hacia juego con su pelo. Sus caderas no eran chivatas de su edad.
Como quien se sienta en el banco de un parque a dar de comer a las palomas, ella se sentó junto a la barra, iniciando una breve conversación con el camarero para dar de comer a su soledad. Un café con leche fue la excusa.
Hurgando en el bolso, quien sabe si buscando su felicidad, se tropezó con la pitillera. El cigarro que fumaba antes de entrar estaba aplastado en el cenicero que tenía delante, y aun teniendo todavía síntomas de vida, sacó otro de la pitillera y lo encendió.
En aquel momento su mirada perdida hacía pensar que su mente había salido a dar una vuelta por el pasado, pero su cuerpo seguía siendo el propietario eventual de aquella parcela de intimidad que ella misma había construido junto a la barra.
–Aquí tiene, un cortadito.
–Gracias.
Pausadamente rompió el sobre de azúcar y lo echó casi por completo sobre el café con leche. Como solía hacer, terminó de rasgar el sobre introduciendo en él su dedo índice, esperando encontrar en lo más profundo de los abismos el edulcorante que todavía quedaba. Unos cuantos gránulos cambiaron el sobre por la yema de aquel dedo, viajando hasta una lengua sedienta de compañeras.
Ella no lo sabía en aquel momento, pero inconscientemente deseaba que alguien atropellara su soledad, que alguien se acercara y le preguntara si el taburete de al lado estaba ocupado, que alguien derrumbara sin preguntar el muro infranqueable que, sin saber el cómo ni el porqué, había en torno a ella.
Si su ex marido la hubiese visto meter el dedo en el sobre de azúcar, le habría lanzado algún improperio de los que solía. Si por lo menos en esos diez años de frágil convivencia hubiera tenido algún hijo, tendría algún vínculo con la vida que llevaba, sin embargo, ni eso le quedaba de su matrimonio. Tan solo recuerdos pasados por agua, impuntuales momentos de felicidad y un sinfín de fingidos orgasmos.
La música sonaba de manera lejana, y ahí estaba Carla sin saber que hacer con su existencia, sosteniendo un cigarrillo en una mano y los recuerdos en la otra. Su mirada estaba ausente, sin rumbo definido. Pero de repente una imagen, una silueta, algo irrumpe en su mente atravesando el túnel de sus ojos. Tras la barra se encontraba lo que martilleantemente había asaltado su parsimoniosa existencia.
Carla se debatía entre el miedo y el deseo, lo prohibido y el morbo que le provocaba asaltar esa prohibición. Por su mente comenzó a pasearse una idea: “nadie te espera en casa, además ni te acuerdas de la última vez… ¡llámalo!”.
La saliva empezó a acumularse en su boca. Sentía como la temperatura de su cuerpo subía hasta sus mejillas, por lo que soltó un botón de su camisa, dejando libremente la sensualidad de su escote rivalizando con la tumultuosidad de sus senos, ligeramente ruborizados ante la situación.
Tan sólo los primeros instantes se tradujeron en duda, poco después la situación quedó solventada. Se había decidido, lo iba a hacer. Sólo quedaba aguardar el momento.
–¡Perdone! –dijo Carla atropelladamente dirigiéndose al camarero- Me sirve… –titubeó – un… “Jack Daniels”, por favor.
–¿Un hielo o dos?
–Uno, gracias –ya estaba hecho, no había duda-.
La sugerente botella, se encontraba en un estante de cristal, tras la barra. Suntuosa, derrochadora de atracción.
Un inquietante pavor había invadido su cuerpo, apoderándose de sus sentidos. Para ella aquello constituía lo más excitante de los últimos meses. Deseaba aquella copa como un febril adolescente anhela su primer encuentro sexual.
Desde la distancia observaba cada movimiento del camarero, cómo el hielo golpeaba el fondo del vaso, cómo la botella de su inesperado, aunque ansiado, “Jack” viajaba desde su cárcel de cristal para rociar el hielo, apropiándose del frío retenido en aquel pequeño glaciar.
Temerosa, a la vez que crepitante, tomó el vaso como la joven que por primera vez estrecha con su mano un miembro masculino. Poco a poco lo llevó a su boca, hasta que el borde de cristal reposó sobre la comisura de sus labios, inclinándose y derramándose sobre su garganta. No recordaba lo que era un orgasmo, ni tan siquiera si alguna vez lo había tenido, pero aquella sensación le resultó muy parecida a lo que tantas veces contaban en la peluquería durante inacabables conversaciones de sexo menopáusico.
Satisfecha dejó el vaso sobre la barra. Una y otra vez repite el proceso hasta tropezarse con lo que quedaba del hielo, a través del fondo de cristal la luz que sale del techo difuminándose en cuatro direcciones.
El ritual había concluido, su soledad se había visto saciada por un amante fermentado que había sabido satisfacerla como ningún otro. Un encuentro esporádico, sin compromisos… quizá repetible. Pidió la cuenta y pensó en volver a su refugio, a sus cuatro paredes, a su cárcel de sueños alterados.
Volvió sobre sus pasos y abrió la puerta hacia el mundo exterior, hacia la realidad. Las agujas de su reloj volvieron a ponerse en marcha.
Se detuvo un instante, el oscuro manto ya dejaba caer sus fauces de espeso negror, una gota de agua cayo en su nariz y se deslizó sigilosa hasta sus labios que se liberaron el uno del otro para dejar paso a la lengua, que saboreó aquella agua de lluvia. Otra gota llegó hasta su frente, al instante sintió varias al mismo tiempo. Ya no atinó a saber el punto exacto de impacto. Toda su cara recibía impasible el llanto del cielo. Bajó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente llevando, por fin, aire fresco al interior de sus pulmones. Abrió de nuevo los ojos y observó cómo el asfalto aguantaba sin rechistar la lluvia. Miró nuevamente a un cielo cada vez más ennegrecido, sintió cómo el calor del whisky recorría sus venas. Y supo que su vida tenía que cambiar. Abrochó el botón de su camisa, que antes le estorbaba, y comenzó a caminar escuchando cómo sus tacones golpeaban con despecho el pavimento de la calle.
Esa fue la tarde en la que se había iniciado la metamorfosis en la vida de Carla. Ahora tomaba aquel autobús, para ir de vuelta a casa. La noche había sido larga, agotadora. Y cuando parecía que su próxima conversación sería con la ducha que le esperaba, se encontró con Hugo.
Carla se fijó en su mirada, estaba ausente. Perdida entre la multitud del exterior, ajena a su realidad física en aquel asiento. Aquella mirada le resultó familiar.
Hacía meses se hubiera estado calladita, claro que hacía meses ese autobús la llevaría a cualquier otro sitio, en lugar de llevarla de una fiesta privada a casa. No dudó mucho en iniciar una breve, aunque interesante conversación, que finalizó cuando aquel chico llegó a su punto de destino. El único contacto físico fue al pasar por delante de ella y rozar con suavidad las rodillas de Carla.
Cuando se bajó del autobús quiso volver a ver por última vez aquella mirada, pero él no se giró.
Ahora era Carla la que proyectaba sus ojos a través de los cristales, y al instante recordó, le vino como un flash a la cabeza, recordó aquella mirada. Se trataba de la misma que tenía ella la tarde en la que su vida empezó a cambiar.