XV

La sal, el azúcar, lo dulce, lo salado…

 

La oscuridad de la noche parecía un eco del misterio que rodeaba a la fiesta a la que acudían.

El pequeño vehículo de Soledad se adentraba en una urbanización plagada de preciosos alcornoques que flanqueaban las calles en ambos costados, formando pasillos de verdes cumbres. Alguna pequeña palmera moteaba el paisaje, acompañada de filas de clónicos chalets adosados.

Por un momento, Hugo, temió no estar a la altura de lo que se le venia encima, sobretodo, al ver el elegante vestido de noche que lucia ella. Un traje negro, de un aparente tacto parecido al raso, muy ajustado en la cintura, esa preciosa cintura. Bastante más suelto cuando le llegaba más allá de las nacaradas rodillas. Él tan solo cubría su vestimenta desenfadada gracias a una americana de fina pana de color negro.

Pronto las casitas comenzaron a diferir en sus formas, tomando cada una personalidad propia, probablemente la misma de quienes vivían en su interior.

Soledad estaba aparcando ante la única, de aquellas construcciones, que llamaba la atención. Primero, por sus elegantes formas cuadradas y por la pizarra oscura de su fachada. Y segundo, por la gran cantidad de coches de las inmediaciones.

–Aquí es –espetó ella nada mas parar el coche.

–Lo imaginaba –contestó sin dejar de mirar la fachada. Y añadió: ¿De quién es?

–No sé si decírtelo… –respondió divertida–, ¿y si te pones celoso?

–¿Pablo? –fue el primer y único nombre que vino a su cabeza.

–¡Exacto! –contestó riendo a carcajadas.

–Vaya. Parece que lo de escribir no le va tan mal –dijo con asombro.

–Eso habría querido él, comprar esta casa con el dinero de sus libros –aclaró ella mientras salía a la calle, movimiento que imitó Hugo.

–¿Entonces? –preguntó él por encima del coche.

–Su padre era un gran empresario del tema inmobiliario. Él y su madre murieron hace unos años en un accidente de tráfico, le dejaron un montón de pasta.

–¿Mucho?

–La suficiente para vivir así e intentar ser escritor.

Mientras se aproximaban al muro de la entrada, el silencio de la noche los volvía a arropar. Nuevamente era ella quien le abría, ahora sin elementos extraños, el camino.

 

Pablo salió a recibirlos al estrecho pasillo creado con arbustos bien cuidados. Su marcada sonrisa, la misma de la otra noche, lo lleno de tranquilidad. Besó las mejillas de Soledad y estrechó la mano de Hugo invitándolos a pasar al interior.

Tras un acogedor zaguán, se hallaba un espacio abierto que abarcaba, lo que parecía, un enorme salón. Sobre sus cabezas un techo muy alto. En el extremo izquierdo de la sala unas escaleras conducían al segundo piso desde el que se podía divisar todo el salón.

Un notable número de personas charlaban animadamente en diversos corrillos. Se podía distinguir casi el mismo porcentaje de mujeres que de hombres, aunque los ojos de Hugo creían advertir mayor carga de testosterona. Como telón de fondo musical se podía escuchar una melodía suave, nada especial, como de esas que se escuchan en las salas de espera.

–Bonita casa –dijo Hugo dirigiendo, ahora, su mirada hacia las alturas.

–Me alegro de que te guste –respondió complacido–. Ahora también es tu casa.

–Eso quisiera yo –resopló.

Pablo no pudo contener una carcajada y dijo:

–Pasad. Os pondré una copa.

Ella avanzaba a la diestra de Hugo, con su habitual porte, escurriéndose de las miradas, como el jabón entre las manos. Algunas caras le eran conocidas a Soledad, y saludaba levemente, moviendo su cabeza. Hugo, en cambio, se sentía como un invitado en toda la extensión de la palabra.

–¿Conoces a esta gente? –preguntó él.

–Solo de vista, de alguna otra fiesta. Aquel grupo del fondo –señaló con su cabeza a un lado– si me es conocido,  pero no tengo ganas de saludarlos.

Los dispersos grupúsculos de gente permanecían ajenos a su presencia, incluso aquel al que se había referido Soledad, todos parecían ensimismados en sus conversaciones.

Había cierto toque de una elegancia algo rancia en las vestimentas, aunque nadie parecía cumplir con el protocolo de la pajarita. Cosa que alivio a Hugo. Solo las mujeres parecían ir de forma distinta, más “decoradas”.

Una mesa en la esquina más opuesta a su situación, contenía un amplio surtido de canapés y aperitivos fríos. Junto a la misma se encontraba Pablo, de espaldas, que pronto se volvió sujetando dos copas de champagne.

–Aquí tenéis.

–Gracias –agradeció ella.

–¡Bueno! –exclamó Hugo– ¿Y qué celebramos?

Pablo y Soledad se miraron cómplices.

–¿No le has dicho nada todavía? –Pablo bebió de su copa.

El giro de la situación le era familiar a Hugo. Unas noches antes todo había comenzado así, con una presumible  conversación a tres en la que se optó por excluirlo momentáneamente.

–¡Un momento! No hagáis lo de la otra noche –cayó en la cuenta– dejaros los secretos y los misterios y contarme de que va todo esto.

–Tranquilo Hugo –le dijo Pablo posando la mano sobre su hombro–. Estas entre amigos. Puede que la otra noche –retiró la mano– te vieras envuelto en una situación nueva, distinta para ti. Pero creo que no lo pasaste mal del todo.

Soledad tenía una sonrisa en su boca, bajo la mirada hasta encontrarse con el contenido de la copa. Él no tuvo más opción que poner cara de circunstancias y dijo:

–La verdad es que lo pase muy bien. Me gustó. Me gustó mucho.

–Si es así –dijo Pablo- estás en la fiesta perfecta. Acompañadme, quiero presentaros a alguien. Especialmente a ti –se dirigió a ella.

Tras los pasos de Pablo cruzaron la amplia sala hasta llegar a la inmensa cristalera que formaba la pared desde la que se accedía a un, no menos, amplio jardín iluminado por luces tenues a la vez que intensas. Desprendían luz verde, cándida, parecía brotar del mismísimo suelo. La calidad y el esmero con el que había sido creado aquel espacio era palpable visual y olorosamente.

Olía a húmedo. Frescor. Una suave fragancia de azahar, tintada de cierto sabor canela.

Allí, en el exterior, y pese al frió que arreciaba, un reducido grupo de personas atendían a las palabras de un hombre que parecía mayor. El ligero gesto encorvado y las canas, que poblaban su cabeza, así lo evidenciaban.

Pablo les invitó a esperar el momento adecuado. El hombre estaba contando algo, al parecer interesante, a su improvisada audiencia. Debió de ser algo divertido pues al término de la historia, los allí congregados rompieron en risas, cada una en diferentes tonalidades.

Pablo se acercó desde atrás al exitoso contertulio y tocó su hombro. Se giró. Hugo no pudo ocultar su sorpresa. Aquel hombre era Florencio.

 

–Que agradable sorpresa joven –fue la primera frase de Florencio.

–¿Os conocéis? –Pablo estaba sorprendido.

–Más o menos –el abuelo ya lucía esa sonrisa de anuncio de caramelos.

–Hace unos días lo visite por motivos de trabajo.

Soledad levantó sus cejas ante la casualidad.

–Pero a la señorita no la conozco.

–Soledad –intervino Pablo– te presento a Don Florencio.

Ella se acercó para besarlo cariñosamente, a lo que el viejo respondió acogiéndola con sus brazos.

La cara que se le había quedado a Hugo era todo un poema. ¿Qué hacia allí?, pensaba.

–Es un placer conocerle personalmente. Le había visto en alguna ocasión, pero nunca nos habían presentado.

–Me dejo ver poco. Estoy algo mayor –contestó Florencio riendo modestamente.

Hugo no sabía si dejar claro manifiesto de su desconcierto. Soledad parecía conocerlo aunque solo fuera de vista.

–Tienes un bonito jardín Pablo –el viejo quiso agradar a su anfitrión.

–Lo cuido yo personalmente. Es mi pequeño refugio, una especie de templo sagrado para mi –contestó orgulloso–. ¿Veis aquello de allí? donde están las flores rojas –señaló.

–¡Es precioso! –exclamó Soledad.

–¿Qué es? –preguntó Hugo saliendo de su mutismo.

–Es un Flamboyant. Lo plante al poco tiempo de instalarme aquí. Es un árbol nativo de Madagascar, me gusta por su rojo intenso.

–Precioso, sí señor –Florencio admiraba con las manos cruzadas hacia atrás.

–¿Y esa tan bonita? –Soledad avanzó unos pasos.

–¿Te gusta? –el grupo se desplazó tras ella-. Es una “pata de vaca” o lo que es lo mismo un “árbol orquídea”. No esta en su mejor momento –aclaró- florece en abril o mayo. De hecho esta no es buena época para mi pequeño templo, tan solo las que cultivo en interior y alguna más, aquí afuera, como aquella “palmera de Fiji” resisten con dignidad.

–Un estupendo hobby –Florencio rodeaba la palmera señalada.

–¡Tenga cuidado! –advirtió Pablo apresuradamente–. Hay un agujero considerable en esa zona. Estoy preparando esa parte para plantar –se explicó.

–¿Qué será esta vez? –ahora era Hugo quien preguntaba.

–Un árbol de Siris.

–¿Cómo es? –Soledad sentía curiosidad.

–Es una especie que llega a alcanzar los diez metros de altura. Crece bastante rápido si se planta y abona en condiciones. Y para mi tiene un significado especial.

–¿Y ese agujero es para la semilla? –Hugo parecía perplejo.

–Me lo traerán mañana de un vivero. Algo crecido. Yo sólo he de plantarlo aquí y abonarlo.

Todos asintieron con la cabeza, sabedores del amor que Pablo parecía profesar por su jardín y sus frondosos inquilinos.

Hugo deseaba con urgencia algo de intimidad con Soledad para interrogarla acerca de Florencio, sobre todo para averiguar de que lo conocía ella. Le parecía tremendamente extraño que le diera, precisamente ese expediente, con ese nombre, el de Florencio que ella parecía conocer.

–Tenéis que disculparme –avisó Florencio-. Tengo unos asuntos que me requieren.

–Nos veremos más tarde –lo despidió Pablo.

Florencio se alejó volviendo al interior de la casa.

Soledad dio síntomas de tener algo de frío, por lo que optaron por seguir los pasos del viejo. Ya dentro del enorme salón, ella fue literalmente arrancada del lado de Hugo. Ese grupo de gente que la conocía, la había localizado y raptado. La saludaban animosamente y ella respondía con una diplomática sonrisa. Parecía que le preguntaban, con disimulada curiosidad, por su acompañante. Él, lejos de acercarse al grupo, se retiró despacio hasta la mesa de los canapés. Donde saboreó algunos de ellos sin perderla de vista, al fin y al cabo, ella constituía su única referencia con aquella especie de micro-sociedad en la que, sin darse cuenta, había entrado de puntillas.

Pablo, pululaba por la casa atendiendo a los invitados, algo inquieto. Soledad, en cambio, parecía haberse adaptado al medio que la rodeaba y de vez en cuando buscaba con su mirada a Hugo, haciéndole gestos para que la acompañara en su nuevo circulo. Pero este, no se daba por aludido y se mantenía distante masticando con aire cansino los rollitos de salmón y tomando sorbos de su copa de champagne.

La presencia de Florencio en la fiesta lo había dejado dentro de un marco demasiado enigmático. Y la forma en la que Pablo lo había presentado, como si de alguien importante se tratara, lo había dejado aun más despistado. Pero, ¿dónde estaba ahora? No había el menor rastro de él en la sala. Hugo pensaba, que tal vez, esos asuntos que lo requerían estaban fuera de la casa, que había abandonado la fiesta prematuramente.

–¿Qué tal los canapés? –el omnipresente Pablo sacaba así a Hugo de sus pensamientos.

–Eh… –se vio sorprendido–. Muy buenos. Está todo estupendo.

–Soledad te ha dejado solo –afirmó.

–Sí. No sabía que conociera a tanta de esta gente.

–Es muy apreciada por todo el grupo –Pablo relleno ambas copas.

–¿El grupo? –esa expresión llamó su atención.

–Creo que Soledad debe tener una conversación contigo.

–¿Por qué no me adelantas algo?

–Sólo te puedo decir que las cosas no siempre son lo que parecen –lo miró fijamente–. Siempre hay dos caminos para llegar al bosque.

–No te entiendo.

–Hugo –hizo una pausa para beber–. No me corresponde, precisamente a mí, contarte nada. Ella te ha traído. Sólo ella debe hacerlo. Son las normas.