I
La Pereza
El sol levanta sus telas como de costumbre descolgando el decorado de otro día cuyo fin estará marcado por el asedio lunar.
El perchero proyecta una tenue pero infranqueable sombra que sigilosa avanza por la pared, de sus escuálidos brazos de madera no cuelgan más que intermitentes manchas de felicidad y alguna camiseta de algodón desgastado.
Como cada mañana la luz entraba por la ventana rozando con sutileza los párpados de Hugo. Con los ojos cerrados puede soñar, adentrarse en una onírica felicidad. Pero todos sus sueños acaban truncados, ya sea durmiendo o despierto.
Hugo se incorpora sobre el borde de la cama y al poner el pie en el suelo siente como el frío penetra desde la planta conectando su cerebro en “servicios mínimos”. Sus jóvenes manos agitan el pelo revuelto y movilizan levemente los músculos de la cara aun estáticos tras un profundo sueño.
La soledad de su apartamento era la habitual un lunes por la mañana, aunque también se podría decir que era la misma fuera el día de la semana que fuera, sin más ecos que los de sus bostezos.
Los primeros pasos hacia el baño, con los ojos aun semicerrados, siempre constituían toda una hazaña, golpearse con ese perchero que siempre despertaba antes que él era la liturgia de cada mañana. Sin embargo ahí seguía proyectando su sombra afilada.
Al entrar al baño va directamente al lavabo y abre el grifo del agua fría. Sin dudarlo un instante introduce sus manos bajo el torrente de realidad que le supone el hielo líquido. Cuando su cara recibe la tempestad que se recogía en sus manos, su cerebro “abre la persiana” definitivamente. Es entonces cuando se da cuenta, una vez más, de que sigue habiendo sólo un cepillo de dientes en el vaso.
Una leve sonrisa de complicidad consigo mismo, le hace autoconvencerse que no queda más remedio que avanzar un día más en su rutina: afeitarse, vestirse, desayunar… .
Hugo, que jamás había destacado en nada, salvo en pasar desapercibido, en ocasiones tenía la sensación de que su infancia y juventud habían atravesado su existencia como un relámpago. Su época universitaria era ya poco más que un recuerdo nostálgico. Como hecho destacable siempre se atribuía el merito, no desmerecido, de haber conseguido independizarse a la temprana edad de 24 años, una vez que comenzó sus andanzas laborales. Todo le hacía pensar que su gran momento estaba por llegar, joven, soltero, un trabajo que no le gustaba pero estable… Sin embargo, todo fue cambiando casi sin darse cuenta. Los amigos que parecían para siempre se alejaron poco a poco, como el rumor de las olas. La familia se desintegró tras haber muerto ambos progenitores y dispersarse sus hermanos, con los que mantenía el contacto justo. Y para colmo las emociones de la vida independiente y de soltería seguían haciéndose esperar. Quién le iba a decir lo que estaba a punto de pasarle.
Un solitario, pero humeante café es el desayuno que Hugo acostumbra a tomar cada mañana mientras ve las primeras noticias en televisión. Cada vez que da un sorbo, se adentra en la negritud del contenido de la taza que tapa su campo de visión. La resignación lo empuja a salir.
La ciudad ya latía ajena a su presencia, la marabunta de coches, el ir y venir de viandantes, cada uno ignorante del otro y todos indiferentes entre sí, casi todos con el denominador común de las caras de sueño. Cogió el autobús de cada mañana, el chófer ni lo miraba. Hugo sentía curiosidad por saber cómo era el lado izquierdo de la cara de aquel hombre, llevaba meses viendo solamente su perfil derecho.
Oteando hacia la parte posterior quedaba un asiento libre, aceleró levemente el paso, en el breve transcurrir por el pasillo pudo observar las caras de cuantos ya estaban sentados. Todos tenían gestos somnolientos, como perdidos, unos mirando por la ventana pero siempre a un punto fijo, otros mirando hacia delante, pero sin advertir el trasiego de vehículos ni el movimiento de los espontáneos viandantes que, como él, subían y bajaban del autobús. Cuando llegó a la altura del asiento que había elegido pudo comprobar con sorpresa que no era uno, sino dos los asientos libres. La primera decisión del día: ¿Asiento de pasillo o de ventanilla?. Tras un brevísimo titubeo se decidió por la posibilidad de ir ojeando las calles. Al sentarse giró su cuello unos grados a la izquierda, su mirada se perdió en el exterior, al igual que los otros pasajeros de ventanilla.
Su mente permanecía así en blanco, sólo algunos flashes temporales irrumpían en su pensamiento, demasiado breves. Tenía la impresión de sentir fogonazos de luz en su cabeza. Uno de ellos se detuvo un instante, se veía entrando a su oficina, las mismas caras otra vez, el típico trámite en el que le entregaban los expedientes de visitas diarias. El sonido de las puertas sonó en su cabeza desplazando sus triviales pensamientos, durante una fracción de segundo su mirada cambió de rumbo al mirar hacia el conductor. Alguien subía. Hugo se sintió expectante, al fin y al cabo, quedaba solo un asiento libre y estaba junto a él.
Una mujer irrumpió en la escena “picando” su bonobús. Parecía tener unos cuarenta años, quizá poco más, su piel tenia un tono dorado con un brillo especial, su perfil izquierdo daba señas de lo que sería el derecho. Una vez acabado él tramite, se giró, quedando quieta un instante. Buscaba un sitio para sentarse, Hugo la revisaba de arriba abajo con la mirada. Tenía unos ojos aparentemente verdes, pero la distancia no le dejaba verlos con claridad, su rostro contenía una belleza que colgaba de unas pequeñas arrugas junto a las cejas. Todo ello envuelto de una melena castaña, casi rubia, que llegaba hasta los hombros.
Cuando ella comenzó el camino hacia el único asiento libre, Hugo pudo apreciar el resto de su cuerpo. Sus caderas recordaban a las que habrían sido veinte años atrás, pero su pecho se insinuaba, sin pereza por la edad, tras el escote de su camisa.
Hugo tragó saliva y giró su cabeza nuevamente a la izquierda. Cuando ella llegó a su altura, el ya tenia la mirada nuevamente perdida en el exterior. Entonces notó que alguien se sentaba junto a él y escuchó:
–Buenos días.
–Buenos días –su voz casi fue inaudible para ella–. Buenos días –repuso en tono ligeramente más alto.
Otra vez el silencio. Él estaba relajado, mirando por la ventana. Ella también miraba por la misma ventana, luego hacia delante, y también al otro lado del pasillo. Hugo percibió que su acompañante era la única persona del autobús que parecía tener vida.
Él hacía ademanes mentales de entablar una conversación, algo había hecho que estuviera más despierto, casi con toda probabilidad la relación efecto-causa se debía a la inhalación del perfume que parecía emanar de sus perfectamente encontrados senos.
–Parece que todo el mundo duerme en este autobús.
–Si… es que las primeras horas de la mañana siempre son difíciles. –contestó Hugo.
–Lo que sucede es que la mayoría de esta gente ha empezado el día hace unos minutos, como mucho hace una hora –aclaró ella mientras cruzaba sus piernas con sutil elegancia.
–Bueno… no se… supongo que es relativamente normal –la duda volaba entre cada palabra de la frase.
Hugo dirigió su vista al espejo retrovisor del vehículo y, por primera vez, veía los dos ojos del chófer
–Tal vez sea normal –dijo ella extrañada-. En ese caso, la rara debo ser yo.
–¿Rara? ¿Por qué? –la curiosidad trepaba en su pregunta.
–Bueno… pues… como le digo, la mayoría de la gente de este autobús empiezan el día ahora. –hizo una pausa para humedecer sus labios- Sin embargo, yo lo estoy terminando.
–¿Terminándolo? –Hugo giró su cabeza, mirándola directamente.Y añadió: –¿Trabaja usted de noche?
Una leve sonrisa hizo que los signos faciales de aquella mujer ganaran en atractivo.
–No. Lo que quiero decir es que todo el mundo en este autobús parece inmerso en la rutina. Como si vivieran por inercia. Yo me cansé de todo eso.
–¿Cambió de vida? –preguntó Hugo.
–Completamente. Yo también era así antes –ella reviso con la vista todo el autobús-, pero… tuve mi oportunidad. Y no la dejé pasar.
–Entiendo.
–Verás, imagínate una urbanización llena de chalets adosados, todos iguales, todos pegados pared con pared, las mismas fachadas…, la gente que va en este autobús es así. Todos cortados por el mismo patrón, todos sumergidos en la misma indolencia: hipoteca, hijos, trabajo a las ocho de la mañana, vuelta a casa y al día siguiente otra vez a empezar… yo era así antes. Era uno más de esos chalets adosados en esa urbanización creada a base de retazos de infelicidad controlada, sin embargo, ahora he cambiado esa urbanización por una especie de jardín del edén.
Hugo desvió su mirada hacia la ventana del autobús, perdiéndose en el abismo de fotogramas cotidianos que pasaban ante sí. Las palabras que acababa de escuchar todavía sonaban con eco en su cabeza. Le costaba creer la facilidad con la que aquella mujer le había mostrado algo tan profundo sin apenas conocerlo, al menos eso creía él.
Sin apenas darse cuenta los minutos habían transcurrido de manera inusual, su parada estaba a unos segundos de distancia.
–Bueno… tengo que… tengo que bajarme aquí.
Ella sólo lo miró.
Hugo se incorporó y pasó por delante de sus piernas, que ahora se descruzaban para darle más espacio. Al pasar por delante de ella notó el suave roce de sus rodillas en la parte posterior de las suyas, a lo que su pecho respondió con cierto grado de presión.
Se sujetó a la barra que había junto a la puerta. El autobús frenó suavemente y el sistema de apertura de las puertas emitió su acostumbrado sonido, despertándolo de su pequeño trance. Salió a la calle y un soplo de aire fresco lo hizo reaccionar de forma casi definitiva.