III
Quizás lo ambiguo y lo cotidiano transcurren sobre caminos muy próximos, por muy áspero que esto nos resulte.
Hugo agotó la poca energía mental que tenía a esas horas de la mañana pensando en el encuentro con aquella mujer. Como resultado de tan complicada tarea, a horas tan tempranas, tan solo consiguió pasarse dos calles del lugar al que se dirigía. Por lo que, tras salir de ese “empanamiento” mental transitorio, tuvo que andar sobre sus propios pasos y dirigirse a la oficina de seguros donde trabajaba. Llegar a la puerta principal de aquel edificio victoriano, le hizo reencontrarse con la realidad que le esperaba. Una mesa de trabajo para el sólo, una meta con la que había soñado siempre, y que ahora ya tenía. Sin embargo, conseguir ese sueño había traído consigo una vida lineal, sin muchas más aspiraciones. Tan solo había algo, un resquicio de lo que parecía ser otra aspiración, ser jefe de ventas. Pero a los veintisiete años, esa motivación, era muy débil, significaba algo así como desear algo que esta marcado por el modelo de vida que tenía, pero no lo que realmente quería ser. Una feroz lucha interior, por lo que era y lo que realmente anhelaba, romper las cadenas.
Y para colmo, su actual jefe de ventas, la persona ante la que debía justificar su trabajo, no le pasaba ni una.
Soledad, ese era el nombre de la mujer a la que Hugo debía rendir cuentas cada mañana. Una mujer a la que no se le podía negar lo enérgicamente que cumplía su tarea, se mostraba implacable en cuanto a su responsabilidad. Siempre fría, distante, sabía que cuando se dirigía a él lo hacia en un tono más directo que hacia cualquier otro. Sin embargo, Hugo veía en ella cierto atractivo físico, lástima que ese atisbo de interés hacia Soledad se viera truncado cada vez que ella le dirigía la palabra. Todo indicaba que Hugo no era precisamente ni el hombre de sus sueños, ni cumplía el perfil de vendedor que ella quisiera en su equipo comercial. Además, Hugo sentía la presión del despido tan cerca, que sabia que no tendría oportunidad alguna si cometía algún descalabro en sus cifras de venta. Menos mal que, pese a todo, siempre cumplía con los mínimos requeridos, de esa forma, seguía conservando un empleo que le pagaba el alquiler y poco más.
Pero aquella mañana, Hugo entró en la oficina con un aire distinto, no por una vitalidad inusitada, no es ese el caso. Pero si, por ese aire de sonambulismo que traía desde la conversación con aquella mujer del autobús.
Apenas había llegado a su mesa de trabajo y se había dejado caer sobre aquel sillón de escay barato, Soledad ya estaba acercándose a su posición.
–¡ Hugo, llegas tarde!
–Lo sé. Perdona… es que… los autobuses… –se disculpó Hugo.
–Ya. En fin, tienes que visitar a este cliente. –dijo ella extendiéndole una ficha.
Hugo leyó la ficha mentalmente, y se dio cuenta de que aquel cliente era un auténtico “hueso”. Varón de sesenta y tres años, al que una operadora de telemarketing de la compañía había convencido para recibir información sobre un producto que agrupaba seguro médico y jubilación. Hugo sabia que firmar ese contrato sería muy difícil ya que dada la edad del interesado las cuotas serían altísimas. En definitiva, Soledad, esa mujer que se escondía detrás de aquella mirada fría y directa, lo estaba poniendo, una vez más, a prueba.
–Bien –dijo secamente– lo visitaré esta misma mañana.
–Perfecto –repuso ella y se giró.
Al darse la vuelta, y volver hacia su despacho, Hugo pudo volver a comprobar porque le parecía atractiva. La silueta que dibujaban aquellos perfectos, y bien colocados, glúteos hacían que su vista se fuera con ellos hasta esconderse tras la puerta de su, no muy lejano, despacho.
Ahora sólo tenía ante sí la ficha de aquel vetusto cliente, al que debía convencer de que firmar aquellos papeles le supondría una vejez de lujo jugando al golf, apaciblemente, en la costa levantina.
La dirección de aquel hombre, que se llamaba Florencio, no quedaba muy distante de la oficina, por lo que Hugo decidió ir dando un paseo, tal vez así consiguiera salir del sopor que aún parecía envolverle. Una tímida mirada hacia el despacho de Soledad le hizo comprobar que, tras los cristales, esta se hallaba sumergida en unos papeles que tenía entre sus manos. Por lo que no vio motivo alguno para demorar más la visita a aquel hombre, quién sabe, igual lo convencía y hacía el seguro.
La ciudad estaba allí, esperándolo otra vez con indiferencia. A Hugo le costaba fusionarse con el entorno de las calles. Se sentía extraño, como si estuviera disfrazado por fuera para poder engañarse a sí mismo por dentro. La temprana conversación en el autobús con aquella mujer, era como un reloj de cuco, aparecía en su mente y lo hacia divagar sobre aquellas palabras. Era una sensación similar a las ocasiones, ya tan lejanas en el tiempo, en las solía fumar marihuana con algunos amigos y mantenían largas conversaciones reflexionando sobre la vida y la no-existencia de un dios, sino de un complejo proceso llamado azar.
Cada vez se afianzaba más en una idea que le rondaba en los últimos meses, pese a sensación de neblina mental podía ver, con más claridad que nunca, que su vida agonizaba por los cuatro costados. Por eso sabía que o reaccionaba o acabaría convirtiéndose en uno más del “rebaño” de sufridores que agonizaban día a día tras una imperturbable apariencia de felicidad.
Casi, como fruto de una teletransportación, se dió cuenta de que ya estaba delante del portal número treinta y tres de la calle que le indicaban en la ficha, sólo quedaba llamar al portero automático y que aquel hombre abriera la puerta.
Tras unos segundos de espera, y cuando ya levantaba la mano para una nueva llamada, ese típico ruido sonó y Hugo empujo el pesado portalón de forja antigua. En el cuarto piso le esperaba risueño un anciano con el gesto tan afable como ese que anuncia los caramelos, junto a su supuesto nieto, en televisión.
–Buenos días –musitó Hugo sonriendo– ¿El señor Florencio?
–Sí, soy yo.
–Soy Hugo Martín de la compañía de seguros. –dijo tendiendo su mano– Creo que le han llamado…
–¡Ah!, sí. Pase, pase.
–Gracias.
–Ha sido usted muy rápido, me llamaron ayer.
–Tutéeme, por favor –le dijo Hugo.
–Pues… has sido muy rápido –sonrió de nuevo.
–Era por si se arrepentía –como buen comercial intentaba resultar simpático.
Con una sonrisa de aprobación Florencio lo invitó a sentarse. Aparentemente vivía solo, o por lo menos así lo daba a entender el desorden que cohabitaba en el salón donde se encontraban. Unos mullidos sillones de piel desgastada, de esos que se pusieron de moda en los años ochenta, una estantería repleta de esas añoradas cintas de video VHS, una mesa larga de madera muy oscura y una vitrina con fotos eran toda la decoración, sólo faltaba la típica cabeza de ciervo en las paredes, que sí estaban empapeladas de un rancio color blanco adornado con florecillas, mientras que la altura de los techos daban amplitud. En general se podría decir que la casa era amplia, sin mucha iluminación, algo sombría tal vez. Pero a Hugo le daba la impresión que debió de ser mucho más vistosa años atrás.
–Pues tú dirás… ¿Hugo, verdad?
–Si, Hugo –afirmó-. Bueno don Florencio, no sé exactamente lo que le dirían por teléfono…
–La chica me informó un poco sobre el tema del seguro médico y los planes de jubilación… me dijo que en la visita me contarían más detalles.
–Usted tiene sesenta y tres años ¿correcto? –preguntó Hugo mirando la ficha.
–Así es.
–Lo digo porque a su edad, las cuotas a pagar serán algo elevadas –cometió el gran error del mal vendedor.
–Ya. Eso es porque suponéis que me voy a morir pronto. –sonrió irónicamente.
–¡No por favor! No crea eso. Tan solo es una forma de ajustarnos a la edad legal de jubilación. Eso de la muerte no tiene edad. Además, si me lo permite y sin animo de hacerle la pelota, se lo he preguntado porque aparenta usted menos.
–Hombre pues muchas gracias –dijo Florencio mientras se acomodaba en el sillón de piel desgastada–. Eso de que le echen menos años a uno siempre se recibe de buen grado.
–Es cierto. Se conserva usted muy bien.
–Bueno… digamos que me cuido. Hago cosas para sentirme joven.
Hugo sentía que había caído bien a aquel abuelo de sonrisa cándida, era parte del juego de la venta, ganarse la confianza del cliente. Esto allanaba el camino hacia el objetivo final. Sin embargo, cuando la cosa empezaba a ponerse de cara para sus intereses el timbre sonó y Florencio pareció extrañarse. Se disculpó y se dirigió a la puerta, quedándose Hugo a solas en aquel salón que olía a humedad. Miraba con curiosidad a todos lados intentando ubicarse, intentando averiguar por la decoración que tipo de persona era aquel hombre. Al instante se escuchó abrir la puerta y una susurrante conversación, un sonido vago, casi inaudible. Por lo que no presto mayor atención.
Dejó los papeles que sostenía en la mesita que tenía delante y curioseo entre las revistas que se dejaban ver por el cristal superior. Nada en especial, el típico semanario que regalan los domingos con el periódico, folletos de publicidad y para su sorpresa… una Penthouse. La curiosidad, y la llamativa chica de la portada, hicieron que la cogiera para ojearla.
Una rubia despampanante, como no podía ser de otra forma, copaba toda la primera página. Ropa, la justa. Sólo una pequeña prenda, de un aparente tacto muy suave, que le cubría la zona púbica, sobreimpresionado en sus enhiestos pechos estaba el que debía ser su nombre, Silvia Saint.
Florencio seguía en la puerta hablando con su inesperada visita, su tono de voz era casi inaudible, fuera lo que fuera no quería que Hugo lo escuchase.
Paso las paginas rápidamente, buscando esa parte central de la revista en las que suele haber desplegables, cuando algo calló de entre las páginas a sus piernas. Una foto.
Era una de aquellas fotografías que salían impresas instantáneamente. Al cogerla y observarla se quedo helado. Era un primer plano de un sexo femenino. Sin duda, se trataba de una foto casera, nada profesional.
Hugo sacudió la revista por si caían más fotos. Y así fue. Dos más cayeron. Su sorpresa fue en aumento al verlas. Una mostraba a la propietaria de aquel sexo postrada sobre una mesa de madera oscura a cuatro patas, mientras un hombre al que no se le veía la cara, como a ella, la penetraba desde atrás. La siguiente imagen ofrecía la misma mesa, el mismo hombre por detrás, la misma mujer penetrada y un nuevo invitado que se ocupaba de llenarle la boca a esta última.
Hugo giró su cabeza noventa grados y observó aquella mesa de madera oscura, luego miró la foto y vio que era muy parecida. Otra vez miró a la mesa y vio el papel que adornaba la pared, miró otra vez la foto y vio el mismo papel.
Aquellas fotos se habían hecho, en aquella casa, en aquel salón y en aquella mesa.
El ruido de la puerta al cerrarse sacó a Hugo del estupor en el que se encontraba. Precipitadamente introdujo una fotografía en el bolsillo de su camisa y guardó las otras en la revista que volvió a dejar junto a las otras. Los pasos de Florencio se oían en el largo pasillo, pero no iba solo, unos tacones de mujer lo acompañaban. Ambos se detuvieron a mitad de camino. Hugo escuchó la susurrante voz de Florencio. Luego una puerta sé cerró. Y los pasos volvieron escucharse, esta vez los tacones no lo acompañaban.
–Perdona la espera –dijo Florencio al aparecer en el rancio salón. – He tenido una visita inesperada.
–No se preocupe –lo disculpó Hugo.
–Lo siento pero tengo que atender un asunto urgente…
–Sin problemas, vendré en otro momento –le dijo Hugo al tiempo que guardaba sus papeles.
–De veras que lo siento.
–No pasa nada, de verdad.
Hugo se incorporó y ambos estrecharon sus manos para despedirse. Lo acompañó a lo largo de aquel pasillo en el que había tres puertas, dos al lado derecho y una a la izquierda, en una de ellas había alguien. Casi con toda seguridad una mujer. Duda que se disipó cuando su nariz recibió un perfume intenso pero delicado, afrancesado. Uno de esos que van en un pequeño frasco, como el veneno según dicen. Un perfume que penetraba sin contemplaciones en su cerebro, haciendo que la situación cobrara cierto cariz de morbo. Algo le hacía pensar que la mujer que se escondía tras una de aquellas puertas era la misma que aparecía en las fotografías. Ese olor tan intenso y delicado que suelen llevar las mujeres que están más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, era el olor que hay en la sección de perfumería de esos grandes almacenes donde van las cuarentonas divorciadas o a punto de divorciarse. Delicado e intenso al mismo tiempo, como debería de ser la vida.
Luz. Aire. Necesitaba respirar otra atmósfera para reaccionar y limpiar su olfato, depurar sus sentidos. El rancio salón empapelado todavía estaba en su retina olfativa. Salir al portal y chocarse con la luz de la calle era un anhelo mientras bajaba en el ascensor. El chirrido de la pesada puerta volvió a hacerse notar, al salir quedó quieto un instante. Cerró los ojos y dejó que la luz del sol bañara su cara. Los pitidos de los coches parecían lejanos.
Todo era blanco, un blanco férreo, intangible. Por momentos se tornaba rojizo. La gente pasaba, pero él seguía impasible, absorto, regocijándose en el juego de tonos blanquecinos. Sentía el frenético impulso de correr, correr muy deprisa, huir. Escapar.
Lo habitual hubiera sido intentar concertar alguna visita más, retomar alguna operación e intentar cerrarla, pero Hugo necesitaba otra cosa, necesitaba tomar distancia respecto a su vida y analizar su situación. El perfume que había captado al salir de casa de Florencio le recordó a la conversación en el autobús, esa vida vista en forma de urbanización. Cada vez se sentía más como un adosado cualquiera, indiferente. Necesitaba tomar una decisión, cambiar algunas cosas. Optó, por tanto, por entrar en algún café y tomar algo.
No transcurrieron muchos metros desde el portal que abandonaba hasta la que iba a ser su momentánea guarida. El nombre fue el detonante para decidir que era allí donde debía entrar, “El ahorcado feliz”.
El interior del local era lo suficientemente sugerente como para debatir consigo mismo. El suelo estaba hecho a retazos de baldosas partidas, cada una de un color, una clase y forma diferente. Las paredes empapeladas con periódicos de época, las mesas y las sillas no guardaban relación ni apariencias similares, cada una pertenecía a un estilo distinto. Del techo colgaban enormes lámparas con luz tenue, casi apagada. Y la atmósfera estaba empapada de una melancólica melodía que cabalgaba entre el jazz y el blues.
Un buen café caliente con unas gotitas de coñac, era la bebida ideal para reconfortarse. Hugo se consolaba sorbo tras sorbo y el puzzle de acontecimientos se ordenaba en su mente. Todo lo contrario que aquella atípica cafetería en la que el desorden aparente de elementos, era el orden establecido.
Estaba claro que el estilo de vida que tenía no le gustaba. Debía de imprimir otro ritmo, marcar una pauta a seguir o más bien dejar de marcarse pautas y liberarse, desatar su personalidad y enfrentarse a sus deseos.