XVIII
El deseo galopa a lomos de lo incorrecto
Rápidos. Agónicos. Rectilíneos. Así fueron los días posteriores a la fiesta en casa de Pablo.
Hugo seguía sumido en el sopor que le había inundado esa noche. Una noche que no podría olvidar con facilidad. Una noche que lo había marcado para siempre.
Todavía no sabia que había querido decir aquel apareamiento presidido por, el ya no tan afable, Florencio. Inducido por aquella dominante mujer de aspecto tan robustamente delicado. Un acto al que había llegado, prácticamente, de la mano de Soledad.
Ella, que había disfrutado de la velada gozando de los excesos, regalándose a grupos que se formaban en torno a su lánguido, pero eficazmente construido, cuerpo desnudo. Ella, no había variado demasiado su comportamiento en horas de trabajo. Tan sólo cierto aire de complicidad en las miradas, en los gestos. Tímidas excusas cuando Hugo la interfería solicitando audiencia privada para obtener explicaciones, información al menos.
Lejos de impacientarse, se mantuvo tranquilo. Sabía que tarde o temprano Soledad saldría de su mundo interior. Ya la conocía lo suficiente como para saber que debía esperar. Contener las preguntas para cuando ella estuviera lista para responderlas.
Era jueves por la noche, Hugo había pasado gran parte del día trabajando. Intentando acabar con dignidad el cierre de ventas de un mes más.
Dos firmas en un solo día era todo un éxito. Un “plan de ahorro” y un “plan de jubilación”. Soledad no tendría mas remedio que sonreírle a la mañana siguiente.
Recostado en el sofá de casa, con las piernas estiradas sobre la pequeña mesa, comprada en unos grandes almacenes suecos. Cambiando canales convulsivamente, buscando algo más interesante que los tristes teletiendas presentados por actores, cantantes y frikis fracasados. Así se relajaba tras un frenético día de visitas y explicaciones sobre cuanto o como podían ahorrar, sus potenciales clientes, para el día de su jubilación, para ese incierto futuro más allá de los sesenta.
A esas horas, faltando menos de una hora para la madrugada, poco cabía esperar salvo una melancólica y anodina película de clase “b”.
El zumbido del timbre lo hizo saltar en el sofá, poniéndose de pie de manera espontanea. En pocas zancadas se situó en la entrada. Descolgó el telefonillo. La voz surgida del otro lado llego al auricular con la nitidez que brinda el silencio de una calle invernal en plena madrugada. Era Soledad.
Los brazos de Hugo sirvieron de cobijo y recipiente de sus lágrimas.
Nada mas abrir ella se abalanzó a él entre sollozos. Hugo, asustado y preocupado a la vez, se vio abordado por una Soledad frágil e indefensa.
–¿Qué ocurre? –se apresuró a preguntar mientras la abrazaba.
Ella, incapaz de articular verbo alguno, hundía su cara contra el pecho, empapándolo en lágrimas.
Poco a poco se fue serenando. Hugo la acariciaba, secando sus mejillas enrojecidas y bañadas de algún sufrimiento. La llevó hasta el salón. Tras apagar la televisión se sentaron en el sofá. Suavemente apartó algunos mechones de pelo de su rostro, sus ojos brillaban cristalinos por efecto de las lagrimas, parecían dos preciosas, y resplandecientes, gemas verdes.
–¿Qué ha pasado? –preguntó despacio.
–Lee esto –Soledad, algo más repuesta, sacó de su bolso un recorte de periódico y lo extendió hasta Hugo.
Sin decir nada y ávido por averiguar que la había llevado a encontrarse así, leyó en voz alta:
“La pasada madrugada un vehículo marca BMW, conducido por P.d.A.F se estrelló en una solitaria carretera, incendiándose con su ocupante en el interior. El fallecido era hijo de un importante constructor inmobiliario también fallecido en accidente de tráfico, y autor de dos novelas de poco éxito”.
–P.d.A.F –Hugo repitió despacio las iniciales.
–¡Pablo! –las lágrimas afloraron de nuevo-. Es Pablo. Pablo del Amo Freixedó –Soledad intentaba reprimirse.
La cara de Hugo se encogió y estiró en un movimiento reflejo al escuchar el nombre. La miró asombrado y la abrazó para contener otra acometida de llanto, uno nuevo mar de lágrimas, a las que esta vez a punto estuvo de unirse.
Pasados unos minutos, y cuando ella ya había expulsado toda su emoción, Hugo preparó un reconfortante té, que les sirvió de bálsamo para el amargo trago de la situación.
Él había olvidado por completo todas las preguntas que tenía en torno a lo sucedido dos noches atrás. Ahora primaba la actualidad, la triste actualidad.
Soledad estaba desprovista de su habitual solemnidad, sin el escudo de su apariencia impenetrable. Se incorporó, con la taza humeante entre sus manos, y pareció tomar aire.
–En el transcurso de la pasada fiesta, Pablo, me dijo que su hermana, a la que yo conocí durante nuestra relación, estaba en el hospital. Al parecer, había intentado suicidarse. Esta mañana, tras vernos en la oficina, me decidí a hacerle una visita. Nos hicimos buenas amigas, más allá de mi ruptura con Pablo. Cuando fui a verla, la encontré despierta, muy animada. El médico le había dicho que mañana podría recibir el alta. Ya en ese momento estaba extrañada porque su hermano no contestaba a sus llamadas, quería pedirle que le trajera algo de ropa para su inminente salida del hospital. Ante la posibilidad de que hubiera salido de la ciudad, o estuviera ilocalizable prolongadamente, me dió unas llaves de su apartamento y me pidió que le llevara yo la ropa para mañana. También me ofrecí para acercarme a casa de su hermano e intentar avisarlo del alta de su hermana. Después de comer he ido a su apartamento, en la dirección que ella me había indicado. Me he limitado a seguir sus instrucciones, en el único dormitorio, en el armario. Estaba cogiendo unos pantalones, una blusa cómoda, lo que ella me había dicho. Entonces he visto un sobre del que asomaba la esquinita de una foto. No me preguntes por qué, pero la curiosidad me ha podido. He cogido el sobre y he sacado la foto que asomaba y dos más.
–¿Qué se veía en ellas? –Hugo dió un respingo en el sofá.
–Era ella Hugo. Era la hermana de Pablo. Estaba… –dudó-. Era una fiesta parecida a la nuestra de la otra noche. Ella estaba en el centro, rodeada de seis hombres.
Hugo se levantó del sofá de un salto. Corrió a su nuevo punto de lectura. Buscó entre las páginas de “El Decameron”, sacó una foto y la llevó hasta ella.
–Mira esta foto ¿algo en ella te es familiar?
–Esa mujer… –tomó la foto soltando la taza de sus manos-. ¡El papel de la pared!. Ese papel salía en la foto que he visto esta tarde. Y la mujer…, creo que es ella. La hermana de Pablo –miró a Hugo- ¿De dónde la has sacado?
–La encontré, por casualidad, en casa del viejo. Cuando fui a visitarlo para ofrecerle los seguros. Y añadió: – Por cierto… ¿Por qué me diste su expediente para visitarlo?
–No me fijé ni en el nombre, fue el azar. Yo tampoco lo conocía.
Soledad quedó en silencio. Pensando. Su aspecto comenzaba a retomar el vigor habitual. Su mirada parecía agudizarse al tiempo que hilvanaba algo en su cabeza.
–Aquí hay algo extraño Hugo –retomó la narración de lo acontecido ese día: –Tras ver las fotos y coger la ropa indicada, fui hasta casa de Pablo. Tenía la esperanza de que estuviera allí, escribiendo, y que por eso no hubiera querido atender el teléfono. Cuando estaba aparcando frente a su casa, vi salir de ella a Florencio pero el no me vio a mí. No le di mayor importancia. Espere a que se alejara en su coche. Supuse que salía de ver a Pablo. Pero los acontecimientos demuestran que no ha sido así. He estado llamando insistentemente, he esperado diez eternos minutos. He intentado ojear desde el muro algún movimiento en el interior. Nada. En ese momento pensé que Pablo no quería más visitas tras la de Florencio–. Y prosiguió: – Más tarde, al llegar a mi casa, leí el periódico por Internet. Vi esta noticia que acabas de leer y comprendí por qué Pablo no contestaba ni al teléfono, ni a la puerta de su casa.
–¿Entonces que hacia Florencio allí? –volvió a sentarse en el sofá, junto a ella.
–Esa es la pregunta que me ha traído hasta aquí.
–¿Has hablado ya con su hermana?
–No –bajó la cabeza-. No se como contárselo, ella estaba preocupada por él. Además, Pablo era su única familia.
–Pues si no lo haces pronto será la policía quien se lo notifique en el mismo hospital.
–Antes debemos hacer algo –Soledad levantó la vista, buscando los ojos de Hugo.