13
EL PUENTE DE LONDRES

No es nada fácil maniobrar con un camión articulado sobre Wapping Wall, así que contraté a un hombre de mediana edad llamado Brian para que lo hiciese por mí. Brian era un hombre calvo, barrigón y malhablado. Lo único que le faltaba para corresponderse plenamente con el estereotipo era la chocolatina Yorkie y el ejemplar enrollado del Sun. Pero no le había contratado por su erudición y nos llevó hasta la casa de Mamá Támesis sin tener que someternos a las reclamaciones de ninguna compañía de seguros.
Aparcamos medio enfrente del bloque de apartamentos de Mamá Támesis y medio enfrente del Prospect of Whitby. El personal de este último debió de pensar que les llevábamos una entrega inesperada, porque salieron nada más vernos. Tuve que decirles que íbamos por una fiesta privada y, por extraño que parezca, no se sorprendieron. Le pedí a Brian que esperase, cogí la caja de muestras que llevábamos en la cabina y anduve con paso vacilante hasta la puerta de entrada. La dejé en el suelo y llamé al timbre. En esta ocasión me abrió la misma señora de raza blanca que había visto antes entre las amigas de Mamá Támesis. Vestía un conjunto diferente, pero igualmente bonito, también con perlas. Llevaba una niña negra pegada a la cadera.
—Ah, agente Grant —dijo—. Qué alegría volver a verle.
—A ver si lo adivino —dije—. Usted debe de ser Lea.
—En efecto —dijo Lea—. Me gustan los jóvenes inteligentes.
El río Lea nace en las Chilterns, al noroeste de Londres, y bordea la ciudad por arriba antes de girar a la derecha y bajar por el Lea Valley hasta desembocar en el Támesis. Es el menos urbanizado de los ríos de Londres y también el más grande, y por ello sobrevivió al Gran Hedor. Lea debió de ser uno de los genii locorum de la generación de Oxley, si no anteriores.
Le hice una mueca a la niña, que parecía una cría de parvulario, y entonces ella me hizo una mueca a mí.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Se llama Brent —dijo Lea—. Es la más pequeña.
—Hola, Brent —saludé.
Tenía la piel más clara que sus hermanas, con ojos marrones que un mentiroso de buena laya habría llamado castaños, pero el aire belicoso de su rostro era inconfundible. Vestía una versión en miniatura del uniforme rojo que se pone la selección inglesa cuando juega en campo contrario. Probablemente sería el número 11.
—Tienes un olor curioso —dijo Brent.
—Es que es un mago —le dijo Lea.
Brent se soltó de la mano de Lea y me agarró la mía.
—Ven conmigo —me dijo, y trató de llevarme por la puerta. Era sorprendentemente fuerte y tuve que apuntalarme en el suelo para que no me arrastrara.
—Tengo que ir por mi caja —le dije.
—No te preocupes, yo me encargo de eso —dijo Lea.
Dejé que Brent me guiara por el largo y frío pasillo que conducía al apartamento de Mamá Támesis. Oí a mis espaldas que Lea llamaba a tío Administrador y le preguntaba si sería tan amable de llevar la caja al apartamento de la Mamá.
De acuerdo con el doctor Polidori, los genii locorum «se comportan como si los imperativos de los ritos sociales fuesen tan importantes para ellos como la comida y la bebida lo son para el hombre», y afirmaba también que «se adelantan a los encuentros con milagrosa facilidad, por lo que siempre están vestidos para la ocasión, y si se les sorprende, o de algún modo se les impide proceder como desean, entonces muestran signos de gran aflicción». Como escribió a finales del siglo XVIII, en principio lo daremos por bueno.
Me aguardaban en el salón del trono, y en esta ocasión vi muy bien que se trataba de un salón del trono: el tiesto con el mangle resguardaba el sagrado sillón giratorio marca World of Leather. Allí se sentaba Mamá Támesis, resplandeciente en su encaje austriaco con una toca de cuentas portuguesas azules y blancas. A sus espaldas se erguían sus siervos con lappas y pañuelos para la cabeza teñidos mediante la técnica batik, y a derecha e izquierda, formando un pasillo por el que tendría que avanzar, se encontraban sus hijas. Entre las que se hallaban a la izquierda reconocí a Tyburn y a Fleet, junto a un par de muchachas adolescentes con trenzas y jerséis de Cachemira. Beverley estaba a la derecha y la veía poco vestida: llevaba unos pantalones muy cortos de Lycra y una sudadera de color púrpura. Cuando estuvo segura de que la miraba, entornó los ojos. A su lado estaba una mujer sorprendentemente alta y esbelta con cara zorruna, extensiones de color azul eléctrico y rubio, y uñas muy largas, pintadas de color verde, dorado y negro. Me imaginé que debía de tratarse de Effra, el otro río subterráneo, que claramente practicaba el pluriempleo como diosa del mercado de Brixton. Observé que los ríos del norte de Londres estaban a la izquierda y los del sur de Londres a la derecha.
Brent me soltó la mano, le hizo una reverencia a Mamá Támesis y después estropeó el efecto al echar a correr y arrojarse sobre el regazo de su madre. Hubo una breve pausa en la ceremonia, porque la chiquilla dio vueltas sobre sí misma hasta encontrar una posición cómoda.
Mamá Támesis se volvió hacia mí y la fuerza de su mirada me arrastró hacia su trono. Tuve que contener un fuerte impulso de arrojarme a sus rodillas y golpearme la cabeza contra la alfombra.
—Agente Peter —dijo Mamá Támesis—. ¡Cuánto me alegro de verte!
—Yo me alegro de estar aquí. Como muestra de respeto, te he traído un obsequio —dije, con la esperanza de que llegase antes de que se me acabaran las palabras de cortesía.
Oí un picaporte que se abría a mis espaldas y tío Administrador llegó con la caja. Era un hombre blanco y rechoncho, con el pelo rapado al número dos y un tatuaje de las SS descolorido en el cuello. Dejó la caja a los pies de Mamá Támesis, bajó la cabeza con respeto y, tras mirarme a mí con la compasión pintada en el rostro, se marchó sin decir palabra.
Una de las amigas se acercó para sacar una botella de la caja y se la enseñó a Mamá Támesis.
—Es cerveza Star —dijo. El producto principal de Nigerian Breweries PLC. En el Reino Unido se puede conseguir a través de un buen proveedor, y en grandes cantidades, si tu madre conoce a alguien que conoce a alguien a quien le deben un favor.
—¿Cuánta ha traído? —preguntó Fleet.
—Un camión lleno —dijo Lea.
—¿Y el camión es muy grande? —preguntó Mamá Támesis sin apartar los ojos de mí.
—Sí, muy grande —contestó Brent.
—¿Y sólo ha traído Star? —preguntó Mamá Támesis.
—También he traído Gulder —dije—. Un poquito de Red Stripe para que haya más variedad, un par de cajas de Bacardi, un poco de Appleton, Cointreau y unas pocas botellas de Bailey’s. —Me había gastado todos mis ahorros en ello, pero, como suele decir mi madre, todo lo que merece la pena se tiene que pagar.
—Es un estupendo regalo —agradeció Mamá Támesis.
—¿No lo dirás en serio? —exclamó Tyburn.
—No te preocupes, Ty —dije—. También he traído un par de botellas de Perrier para ti.
Alguien se rió por lo bajines… probablemente fue Beverley.
—¿Y qué puedo hacer por ti? —preguntó Mamá Támesis.
—Un favor muy pequeño —dije—. Una de tus hijas piensa que tiene derecho a entrometerse en los asuntos de la Locura. Tan sólo pido que deje de hacerlo y permita que las autoridades competentes realicen su labor.
—Las autoridades competentes —masculló Tyburn.
Mamá Támesis volvió los ojos hacia Tyburn, que dio un paso hacia el trono.
—¿Crees que tienes derecho a entrometerte en estas cuestiones? —preguntó.
—Mamá —dijo Tyburn—, la Locura es una reliquia, una ocurrencia que tuvieron en época victoriana los mismos que montaron el tinglado del Bastón Negro[13] y del lord alcalde. Todas esas antiguallas están muy bien para la industria turística, pero no es manera de administrar una ciudad moderna.
—Esa decisión no te corresponde a ti —afirmé.
—¿Y crees que a ti sí?
—Yo sé que sí —dije—. Es mi deber, mi obligación… mi decisión.
—Y me pides…
—Yo no te pido nada —repliqué, y ahí terminaron las cortesías—. Mira, Tyburn, si tienes ganas de joderme, lo mejor será que sepas con quién te has metido.
Tyburn dio un paso hacia atrás y volvió a su puesto.
—Sabemos quién eres —dijo—. Tu padre es un músico fracasado y tu madre friega oficinas para sobrevivir. Te criaste en un apartamento de protección oficial, estudiaste en la escuela pública del barrio y no sacaste las notas que necesitabas…
—Soy agente de policía —dije—, y, por lo tanto, representante de la Ley. También soy aprendiz, y como tal soy guardián de la llama sagrada, pero, por encima de todo, soy un hombre libre de Londres y por tanto soy Príncipe de la Ciudad. —Señalé a Tyburn con el dedo—. Eso no lo superas ni con las mejores notas en Oxford.
—¿Eso crees? —dijo ella.
—Basta —dijo Mamá Támesis—. Déjale entrar en su casa.
—No es su casa —dijo Tyburn.
—Haz lo que te digo —insistió Mamá Támesis.
—Pero, mamá…
—¡Tyburn!
Tyburn parecía acongojada, y por un momento sentí genuina lástima por ella, porque ninguno de nosotros llega a crecer lo suficiente como para que nuestras madres piensen que no pueden darnos órdenes. Se sacó un Nokia extraplano del bolsillo y marcó un número sin dejar de mirarme a los ojos.
—Sylvia —dijo—. ¿Podrías ponerme con el comisario? Bien. ¿Podríamos hablar un momento?
Luego, tras haberse explicado, dio media vuelta y abandonó la sala. Logré reprimir la tentación de recrearme en mi victoria, pero observé a Beverley para ver si la había impresionado. Beverley me miró con una estudiada indiferencia que me produjo el mismo efecto que si me hubiera lanzado un beso.
—Peter —dijo Mamá Támesis, y me mandó que me acercara a su silla.
Me dio a entender que quería decirme algo en privado. Traté de inclinarme con toda la dignidad de la que fui capaz, pero, para gran diversión de Brent, acabé por ponerme de rodillas frente a ella. Mamá Támesis se inclinó hacia mí y me rozó la frente con los labios.
Por un instante fue como si estuviera en pie sobre las compuertas centrales de la Barrera del Támesis y mirase hacia el este, más allá de la desembocadura del río. Sentía las torres de Canary Wharf irguiéndose triunfantes a mi espalda, y, más allá de éste, las dársenas, la White Tower y todos los puentes, campanarios y casas de la ciudad de Londres. Pero, más adelante, en el horizonte, sentía el principio de la tormenta, la fatal combinación de mareas altas, calentamiento global y deficiente planificación, a la espera; dispuesta a erigir una pared de agua de diez metros y lanzarla río arriba, y derribar los puentes, las torres y todo lo demás.
—Así pues, entiendes —dijo Mamá Támesis— dónde reside el verdadero poder.
—Sí, Mamá —dije.
—Espero que soluciones mi disputa con el Anciano —dijo.
—Haré cuanto pueda —dije yo.
—Buen muchacho —dijo Mamá Támesis—. Y, por tus buenas maneras, te voy a hacer un último regalo. —Agachó la cabeza y me susurró un nombre al oído—: Tiberio Claudio Verica.
Cuando llegué a Russell Square, los paracaidistas ya se habían marchado. Volvía a hacerme cargo de la Locura, y ahora yo era el responsable de ella. Tan buen punto crucé el umbral, Toby se me arrojó a los tobillos. Jadeaba y se revolcaba con afecto, aunque, al darse cuenta de que no le traía nada para comer, perdió todo interés y se marchó. Molly me aguardaba al pie de las escaleras occidentales. Le dije que Nightingale estaba consciente y luego le mentí y le dije que había preguntado cómo estaba ella. Le dije lo que pensaba hacer y dio un paso atrás.
—Me voy a mi habitación para recoger unas cosas —dije—. Volveré a bajar dentro de media hora.
Al llegar a mi habitación, saqué los apuntes de latín y repasé los nombres romanos. Había aprendido que a menudo tienen tres partes: praenomen, nomen y cognomen, y que si lograba leer mi propia letra podría conseguir gracias a ellos mucha información sobre la persona que los llevaba. Verica no era un nombre latino; yo sospechaba que sería británico, y que Tiberio Claudio eran los dos primeros nombres de Tiberio Claudio César Augusto Germánico, también conocido como emperador Claudio, el que estaba al mando cuando los romanos conquistaron Bretaña. Siempre que le era posible, el Imperio se ganaba a las élites locales. Siempre es más fácil ponerle el talón encima a un país si antes mandas una invitación para una cena romántica. Uno de los sobornos que ofrecían era la ciudadanía romana, y muchos de los que aceptaron la oferta se quedaron con el nombre anterior y le antepusieron el praenomen y el nomen de sus promotores, en este caso el emperador. Así, a juzgar por su nombre, Tiberio Claudio Verica había sido un aristócrata de la Bretaña que vivía en la ciudad en la época de su fundación.
Y eso no significaba nada o, por lo menos, yo no veía manera de que significase algo. Tenía prevista una conversación con Mamá Támesis sobre ese asunto, contando con que sobreviviese a la siguiente hora. Pero en ese momento tenía problemas más inmediatos que resolver.
En 1861, William Booth abandonó a los metodistas de Liverpool y se dirigió a Londres. Una vez allí, en el marco de la magnífica tradición de reinvención metropolitana, fundó su propia iglesia y llevó a Cristo, el pan y el trabajo social a los aborígenes paganos del este de Londres. En 1878 declaró que estaba harto de que le llamasen voluntario y que si no se le consideraba soldado regular en el Ejército de Cristo prefería no ser nada; así nació el Ejército de Salvación. Pero no hay ejército, por puros que sean sus motivos, que ocupe un país extranjero sin hallar resistencia, y dicha resistencia tomó la forma del Ejército del Esqueleto. Nutrido por la ginebra, la terquedad y los gruñidos de resentimiento de unos hombres que no sólo pertenecían a la clase obrera victoriana, sino que, como si eso no hubiera sido desgracia suficiente, encima tenían que sufrir las prédicas de una cuadrilla de norteños, el Ejército del Esqueleto reventaba las asambleas del Ejército de Salvación, interrumpía sus marchas y atacaba a sus oficiales. El emblema del Ejército del Esqueleto era un esqueleto blanco sobre fondo negro, una enseña que ostentaban los calaveras avispados desde Worthing hasta Bethnal Green. Había visto una de dichas insignias sobre el cuerpo espectral de Nicholas Wallpenny, hombre apropiado para el Ejército del Esqueleto si alguna vez lo hubo, y era su insignia la que había encontrado en el cementerio de la iglesia de los Actores. Nightingale me había dicho que iba a necesitar un espíritu guía y, a falta de osos y coyotes totémicos, y otros animales por el estilo, tendría que conformarme con un londinense de pura cepa que ejercía de ladrón.
La insignia se encontraba donde la había dejado, en la caja de plástico donde guardaba los recortes de papel. La saqué y la sostuve en la palma de la mano. No era más que una baratija, hecha con peltre y latón. Al cerrar la mano en torno a ella, sentí fugazmente el sabor de la ginebra, ecos de canciones antiguas y una punzada de resentimiento.
Si lo que tenía que emprender era un viaje espiritual, no iba a necesitar nada más, y ya lo había retrasado demasiado. Bajé de mala gana las escaleras, y fui hasta donde me aguardaba Molly, en el salón principal. Estaba de pie, con la cabeza gacha. Sus cabellos eran una cortina negra que le cubría el rostro, y tenía las manos entrelazadas frente a su propio cuerpo.
—Yo tampoco quiero hacerlo —dije.
Levantó la cabeza y por primera vez me miró directamente a los ojos.
—Hazlo —dije.
Se movió tan rápido que no lo vi. Se arrojó contra mí. Uno de sus brazos me rodeó los hombros y me agarró por la nuca, y el otro me sujetó por la cintura. Sentí que estrujaba sus senos contra mi pecho, que sus muslos se agarraban con fuerza en torno a mi pierna. Metió el rostro bajo mi mentón y sentí sus labios en la garganta. El miedo se adueñó de mí: traté de liberarme, pero se aferró a mí con más fuerza que una amante. Noté que sus dientes me herían en el cuello y luego sentí dolor, que curiosamente parecía de un golpe más que de un corte. La sentí tragar cuando me succionó la sangre, pero también sentí la conexión con las baldosas que tenía bajo los pies y los ladrillos de las paredes, la arcilla amarilla londinense, y entonces me caí de espaldas bajo la luz del día y el olor a trementina.
No se parecía en nada a una realidad virtual, ni a lo que te imaginarías que es un holograma; era como respirar vestigia, como nadar en piedra. Me vi a mí mismo en la memoria del mismísimo salón principal de la Locura.
Lo había conseguido… estaba dentro.
El salón se veía más o menos igual que antes, pero los colores habían cambiado, tenían tonos casi sepia y oía un pitido en los oídos parecido al que escuchamos después de haber nadado en aguas profundas. No veía a Molly, pero sí que vislumbré la imagen de Nightingale o, por lo menos, la impresión de Nightingale en la memoria de la piedra. Subía fatigado por las escaleras. Abrí la mano y me aseguré de que todavía tenía la insignia del esqueleto. Aún estaba allí, y cuando cerré la mano en torno a ella me arrastró con mucha suavidad hacia el sur. Me volví y anduve hacia la puerta lateral de Bedford Place, pero, al caminar por el salón, me di cuenta, de pronto, de que una inmensa negrura se hallaba bajo mis pies. Era como si las baldosas negras y blancas se hubieran vuelto transparentes, y a través de ellas atisbara un terrible abismo, oscuro, sin fondo, y frío. Traté de caminar más rápido, pero era como intentar moverse contra un violento viento. Tuve que inclinar el cuerpo hacia delante y empujar con fuerza para avanzar.
Después de haber conseguido llegar, con estudiados giros, a los estrechos alojamientos de los sirvientes bajo la escalera oriental, me pregunté si en el reino de los espectros no podría atravesar paredes. Tras darme un par de golpes en la cabeza, abrí la puerta como una persona normal.
Me encontré en los años treinta y el hedor de los caballos me asaltó. Supe que eran los años treinta por los trajes cruzados y los sombreros de gánster. Los coches no eran más que sombras, pero los caballos eran sólidos y olían a sudor y a estiércol. Había personas que caminaban sobre el suelo; parecían totalmente normales, salvo por su mirada ausente. A modo de experimento, me puse enfrente de un hombre, pero me esquivó como si yo hubiera sido un obstáculo familiar y sin importancia. Un agudo dolor en el cuello me recordó que no había ido hasta allí a hacer turismo.
Permití que la insignia del esqueleto me guiara por Bedford Place hasta Bloomsbury Square. En lo alto, el cielo parecía extrañamente indefinido, en un determinado momento azul, nublado al siguiente, y luego cubierto de humo de carbón. Al mismo tiempo que caminaba, la ropa de los transeúntes cambiaba, los coches fantasma se desvanecían, e incluso el perfil de los edificios se modificaba. Si lo había entendido bien, la insignia de Nicholas Wallpenny no me llevaría tan sólo a su guarida en Covent Garden, sino al momento en el tiempo en el que se había instalado en ella.
El libro más reciente que había encontrado sobre esa materia se remontaba a 1936, y lo había escrito un tío que se llamaba Lucius Brock. Había especulado con que los vestigia se acumulaban en capas como los yacimientos arqueológicos y que los diferentes espíritus ocupaban capas distintas. Iba a encontrarme con Wallpenny a finales de la era victoriana y él me guiaría hasta Henry Pyke a finales del siglo XVIII, y Pyke, tanto si quería como si no, iba a revelarme el lugar donde estaba enterrado.
Había llegado al final de Drury Lane cuando la era victoriana me provocó unas arcadas que me hicieron caer de rodillas. Me había acostumbrado al olor a mierda de caballo, pero entrar en los años 1870 fue como meter la cabeza en un pozo repleto de excrementos humanos. Tal vez fuera por culpa de los vestigia, pero eran lo bastante fuertes como para hacerme arrojar mi imaginaria comida del mediodía a la repugnante cloaca. Saboreé sangre en la boca y me di cuenta de que parte de esa sangre era mía. Sin duda alguna, servía para alimentar a la mierda esotérica que Molly me había puesto para que estuviera allí.
Bow Street estaba abarrotada de grandes carretas y carromatos muy altos, tirados por caballos tan grandes como automóviles familiares de un tamaño decente. Era Covent Garden en todo su esplendor, y contaba con que la insignia del esqueleto de Wallpenny me guiara por Russell Street hasta la plaza, pero, en cambio, me llevó por la derecha, por Bow Street, en dirección a la Royal Opera House. Entonces las carretas cambiaron de forma y me di cuenta de que había retrocedido demasiado en el tiempo y algo había salido mal con el plan A.
Como si las hubieran sacado de allí para dar comienzo a la escena siguiente, las pesadas carretas habían desaparecido del exterior de la Opera House. El cielo se oscureció y se hizo de noche, y la calle quedó alumbrada tan sólo por antorchas y lámparas de aceite. Las imágenes fugaces de carruajes sobredorados pasaban por mi lado, al mismo tiempo que señoras y caballeros perfumados y con peluca caminaban arriba y abajo por las escaleras del antiguo Theatre Royal. Un grupo de tres hombres me llamó la atención. Parecían más sólidos que el resto de figuras, más densos y más reales. Uno de ellos era un hombre mayor y corpulento, con una gran peluca, que caminaba con dificultad, con la ayuda de un bastón. Debía de ser Charles Macklin. La luz persistía en torno a su cuerpo, como si se le hubiera elegido para un primer plano. No se ofrece ningún premio para quien averigüe quién lo eligió.
Me imaginé que estaba a punto de contemplar una representación del infame asesinato de Henry Pyke a manos del cobarde Charles Macklin y, en ese precioso momento, entró Henry Pyke con un abrigo de terciopelo, presa de una fuerte emoción, con la peluca mal puesta y un bastón demasiado grande en la mano.
Sólo que su rostro no me resultó desconocido. Lo había visto por primera vez una fría madrugada de enero y se me había presentado como Nicholas Wallpenny, del distrito de Covent Garden. Pero no, no era Nicholas Wallpenny, era Henry Pyke. Siempre había sido Henry Pyke, desde el primer momento, desde que nos habíamos conocido en el pórtico de la iglesia de los Actores, donde había sacado el máximo partido de su animada manera de hablar de londinense de pura cepa. Bueno, por lo menos eso explicaba que Wallpenny no se mostrara en presencia de Nightingale. También significaba que la escena en la iglesia que me había llevado a la excavación impromptu de un importante lugar de Londres no había sido más que eso: una escena, una representación.
—¡Auxilio, auxilio! —gritó uno de los compañeros de Macklin—. ¡Un asesinato!
Algunas cosas son universales: las aves tienen que volar, los peces tienen que nadar, los imbéciles y los policías tienen que acudir donde hay problemas. Eché a correr y logré reprimir el impulso de gritar «¡Eh!», y, como resultado, logré acercarme a dos metros de distancia antes de que Henry Pyke me viera. Le arranqué una muy satisfactoria expresión «¡Puta mierda!», y luego su rostro se transformó. Se convirtió en la ridícula caricatura con perfil de media luna que había conocido como señor Punch, espíritu de la violencia y la rebeldía.
—¿Sabes? —chilló—, no eres tan imbécil como pareces.
Protocolo estándar para enfrentarse a hijoputas zumbados: hacerles hablar, acercarse, agarrarles en el momento en el que no te miren.
—¿Así que te hacías pasar por Nicholas Wallpenny?
—No —dijo el señor Punch—. Dejé que fuera Henry Pyke quien montara el engaño. El pobre diablo vive para representar personajes, es lo único que quiso hacer durante toda su vida.
—Pero resulta que está muerto —dije.
—Ya lo sé —dijo el señor Punch—. ¿Verdad que este universo es maravilloso?
—¿Y dónde está Henry ahora?
—Está en la cabeza de tu chica y tiene comercio carnal con su cerebro —dijo el señor Punch, y luego echó para atrás la cabeza y profirió una risa estridente.
Me arrojé sobre él, pero el cabrón era muy escurridizo, giró sobre un talón y se marchó corriendo por uno de los callejones que salían a Drury Lane.
Eché a correr tras él, y fue casi como sentir el espíritu de todos los cazadores de ladrones que ha habido en Londres fluyendo en mi interior, tratad de imaginarlo… Ambos corríamos frente al Tribunal de Bow Street, y no perseguirlo habría sido como dejar de respirar.
Salí a la carrera del callejón y me encontré con Drury Lane en invierno, con los pedestres inmersos en el anonimato, y los caballos y los hombres que llevaban los palanquines despidieron vaho. Inmersa en el frío y la nieve, la ciudad olía a limpieza y frescura, y estaba a punto de librarse de un molesto espíritu revenant. La primavera empezó con un movimiento ligero e intermitente, y el señor Punch me guió por lúgubres callejas laterales que yo sabía que habían dejado de existir, hasta que por fin llegamos a St. Clemens, recién construida, y a Fleet Street. El gran incendio de Londres pasó con demasiada rapidez como para que me enterara, tan sólo un soplo de aire caliente, como si hubiera salido de un horno abierto. Primero, St. Paul dominaba Fleet Street con su altura; pero de pronto, la cúpula cedió su lugar a la torre cuadrada normanda de la antigua catedral. Para un londinense como yo, aquella nueva visión era una herejía. Como encontrar de pronto a un extraño en tu lecho. La propia calle era más angosta y estaba abarrotada de casas de entramado de madera, de fachada estrecha con los pisos de arriba que sobresalían. Habíamos llegado hasta los tiempos de Shakespeare y tengo que decir que no olían ni de lejos tan mal como el siglo XIX. El señor Punch corría para salvar su vida de ultratumba, pero faltaba poco para que le diese alcance.
Por otra parte, Londres se encogía. Se abrían huecos en los edificios a lado y lado. Vi prados verdes con henares y rebaños de vacas. El paisaje se desdibujaba a mi alrededor. Más adelante apareció el río Fleet, y de pronto pasé a la carrera por un puente de piedra, mientras que al otro lado del valle había unas murallas, las antiguas murallas de Londres. A duras penas había logrado sobrepasar Ludgate cuando las puertas de verdad se irguieron de nuevo y me cerraron el paso. La catedral antigua había desaparecido hacía tiempo; habíamos dejado atrás a los anglosajones y lo que los historiadores petulantes llaman el período subromano y volvía a practicarse el paganismo.
Si hubiera pensado en lo que hacía, probablemente me habría detenido, habría mirado a mi alrededor y me habría hecho algunas preguntas importantes sobre la vida en Londinium, pero no lo hice, porque fue entonces cuando logré cubrir los dos metros que aún me separaban del señor Punch y derribé al difunto malnacido con un placaje de rugby.
—Señor Punch —le dije—, queda usted arrestado.
—Cabrón —me dijo—. Cabrón negro irlandés hijoputa.
—Así no va a hacer usted amigos, señor Punch —le dije. Le puse en pie, con ambos brazos sujetos tras la espalda, de manera que no podría ir a ninguna parte sin que, por lo menos, le rompiera uno de los codos.
Dejó de forcejear y volvió la cabeza hasta que alcanzó a verme con un ojo.
—Entonces, poli —dijo—, ¿qué vas a hacer conmigo?
Era una buena pregunta, y sentí un dolor súbito y salvaje en la garganta que hizo que me diera cuenta de que se me acababa el tiempo.
—Vamos a ver lo que decide el juez de la horca —dije.
—¿De Veil? —preguntó el señor Punch—. Sí, por favor, estoy seguro de que será delicioso.
«Revenant, espíritu de la violencia y la rebeldía —pensé—, ¡idiota!». Punch devoraba espectros. Tenía que encontrar algo más fuerte. Brock había escrito que los genii locorum, los dioses y espíritus atados a los lugares, eran más fuertes que los fantasmas. ¿Existiría un dios de la justicia? ¿Y dónde lo encontraría… o la encontraría? Entonces me acordé: en lo alto de la cúpula del Old Bailey se yergue la estatua de una mujer. Sostiene con una mano una espada y una balanza. Yo desconocía si existía una diosa de la justicia, pero habría apostado a que el señor Punch sí lo sabría.
—¿Por qué no vamos y le preguntamos a esa muchacha tan simpática del Old Bailey? —dije.
Se puso tenso y llegué a la conclusión de que mi apuesta había sido correcta. Forcejeó de nuevo y echó la cabeza para atrás. Trataba de encontrarme el mentón, pero digamos que eso no es nada nuevo para un policía, así que levanté la cabeza para que no pudiese alcanzarlo.
—Esta vez irás al patíbulo —le dije.
El señor Punch se quedó inerte —pensé que lo había derrotado—, pero entonces empezó a temblar entre mis brazos. En un primer momento me pareció que se había puesto a llorar, y luego me di cuenta de que se reía.
—Te va a resultar un poquito difícil —me dijo—. Creo que te has quedado sin ciudad.
Miré a mi alrededor y vi que tenía razón. Habíamos ido demasiado lejos y ya no quedaba nada de Londres, salvo cabañas y la empalizada de madera del campamento romano más al norte. No había edificaciones de piedra, nada, salvo el olor a madera recién cortada que se desprendía de los tablones de roble y la brea caliente. Sólo había quedado una cosa: el puente. Se encontraba a menos de cien metros de distancia y estaba construido con tablones. Parecía, más bien, un muelle de pesca que se hubiese formado una idea equivocada de su propia categoría y en un momento de entusiasmo se hubiera plantado sobre el río.
Vi a un buen número de gente al otro lado. La luz del sol se reflejaba en el armamento metálico de una hilera de legionarios en formación. Detrás de ellos había un grupo de civiles que vestían togas de una blancura deslumbrante, propias de una ocasión especial, y contemplaban a un par de docenas de hombres, mujeres y niños ataviados con los pantalones de los bárbaros y torques de latón.
De pronto me di cuenta de que era eso lo que había tratado de decirme Mamá Támesis.
Creo que el señor Punch también lo comprendió, porque no dejó de forcejear mientras lo arrastraba por el puente y lo llevaba hasta las autoridades togadas. Eran ecos del pasado, recuerdos atrapados en la urdimbre de la ciudad. No reaccionaron cuando arrojé a Punch a sus pies. Estaba en quinto curso de la escuela Primaria cuando estudiamos historia romana y no aprendimos muchas fechas, pero sí que hicimos un montón de trabajos en grupo sobre la vida en la Bretaña romana. Y así reconocí al sacerdote oficiante por la estola con franja púrpura que le cubría la cabeza. También reconocí su cara, aunque parecía mucho más joven que cuando lo había visto en carne y hueso. Además, llevaba el rostro afeitado y el cabello negro le caía sobre los hombros. Pero era el mismo que había visto apoyado en una cerca junto a las fuentes del Támesis. Era el espíritu del Anciano del Río en su juventud.
De pronto entendí muchas cosas.
—Tiberio Claudio Verica —grité.
Como un hombre ensimismado que vuelve a la realidad, el sacerdote volvió los ojos hacia mí. Al verme, sonrió con deleite.
—Tú debes de ser el regalo que me mandan los dioses —dijo.
—Ayúdame, Padre Támesis —le dije yo.
Verica arrancó un pilum de la mano del legionario más cercano —el soldado no reaccionó— y me lo dio a mí. Aspiré el aroma de la madera de haya recién cortada y del hierro húmedo. Sabía lo que tenía que hacer. Apunté hacia abajo con la pesada lanza y vacilé. Punch chilló y bramó con su voz extraña y aflautada, su agudísima voz.
—¿No será una pena para tu pequeña y bonita Lesley? ¿Aún la querrás cuando se le haya caído la cara?
«No es una persona», me dije a mí mismo, y clavé el pilum en el pecho del señor Punch. No brotó sangre, pero sentí el choque al perforarle la piel, el músculo y, al fin, los tablones de madera del puente. El espíritu revenant de la violencia y la rebeldía había quedado clavado como una mariposa en un expositorio.
Y luego dicen que los sistemas de enseñanza modernos son una pérdida de tiempo.
—Le había pedido al río que nos proporcionara un sacrificio —dijo Tiberio Claudio Verica—, y nos ha proporcionado un sacrificio.
—Yo creía que los romanos no aprobaban el sacrificio humano —dije.
Verica se rió.
—Los romanos todavía no han llegado —dijo.
Miré a mi alrededor. Era verdad. Aún no había ni traza de Londres… ni del puente. Por un instante, me quedé suspendido en el vacío como un personaje de dibujos animados, y luego me caí al río. El agua del Támesis era fría y saludable como la de un arroyo de montaña.
Al levantarme, me sentía espantosamente húmedo y pegajoso. Tenía el pecho sucio de sangre y me había meado encima, probablemente cuando ella me mordió. Me sentía vacío y exhausto y entumecido. Me apetecía acurrucarme e imaginar que nada de todo aquello había ocurrido de verdad.
—Esto —me dije— no arraigará como herramienta para la investigación histórica.
Alguien vomitaba, pero, sorprendentemente, no era yo. Molly estaba en cuclillas, con el rostro vuelto y oculto por el cabello, y vomitaba sangre sobre las baldosas que ella misma limpiaba con tanto esmero. Pensé que era mi sangre y logré ponerme en pie. La cabeza se me iba, pero no me caí. Debía de ser una buena señal. Di un paso hacia Molly para ver si se encontraba bien, pero levantó el brazo hacia mí, con la palma de la mano abierta, e hizo violentos gestos de rechazo y tuve que retroceder.
Acabé sentado una vez más, y no recordaba haber querido sentarme. Me faltaba el aliento y me sentía el pulso acelerado en la garganta… todos los síntomas de la pérdida de sangre. Llegué a la conclusión de que sería buena idea descansar un poco y me eché sobre las frías baldosas. Me iría bien para que no se me interrumpiera el flujo de sangre hasta el cerebro. Es sorprendente lo cómoda que puede ser una superficie dura si se está lo bastante cansado.
El frufrú de las sedas tuvo como efecto que volviera la cabeza. Molly aún estaba en cuclillas. Se había apartado del liso charco de sangre vomitada y venía hacia mí. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y enseñaba los dientes. Estaba a punto de decirle que me encontraba bien, de verdad, y que no necesitaba su ayuda, cuando me di cuenta de que seguramente Molly no tenía intención de ayudarme.
Con un movimiento que resultó turbador por lo mucho que me recordó al de una araña, Molly levantó un brazo en alto y luego lo bajó bruscamente, y dio una manotada sobre las baldosas que tenía delante de la cara. El brazo se tensó y arrastró a Molly unos centímetros más hacia mí. La miré a los ojos y vi que eran negros del todo, sin blanco, y que estaban preñados de hambre y desesperación.
—Molly —le dije—, de verdad creo que esto no es buena idea.
Inclinó la cabeza hacia el otro lado e hizo un sonido que era medio gorgoteo y medio silbido, a medio camino entre risa y sollozo. Me senté y me encontré con que no veía bien y estaba aturdido, y tuve que combatir el impulso que me urgía a tenderme de nuevo.
—Ahora mismo ya te parece que tienes problemas —dije—. Imagínate lo que podría pasar si Nightingale se enterara de que me has devorado como cena.
El nombre de Nightingale la hizo detenerse, pero tan sólo un instante. Luego agitó la otra mano en alto y golpeó el suelo al lado de mi pierna. Me arrastré como pude y logré alejarme de ella un metro más.
Parecía que sólo hubiese logrado irritarla más y la contemplé mientras recogía las piernas bajo el torso. Recordé la velocidad con la que se había movido cuando me mordió por primera vez y me di cuenta de que en realidad ni siquiera había visto cómo se acercaba. Con todo, no me iba a quedar quieto, ni permitiría que acabase conmigo sin luchar. Empecé a configurar una bola de fuego, pero, de pronto, la forma se me desdibujó y no logré imaginarla.
Molly resopló y torció la cabeza hacia un lado, como si su cuello se hubiera vuelto flexible como el de una serpiente. Vi que la tensión crecía en la curva de su espalda y que sus hombros se encorvaban. Creo que se dio cuenta de que trataba de hacer magia y pensó que no podía concederme ninguna oportunidad de salirme con la mía. Abrió demasiado la boca y me enseñó demasiados dientes puntiagudos, y el pequeño mamífero chillón que se encuentra entre mis antepasados hizo que mis piernas se debatieran en un frenético intento por alejarse de ella.
Una figura parda que olía a alfombra mojada pasó por mi lado a toda velocidad y se detuvo, y sus zarpas derraparon sobre las baldosas entre Molly y yo. Era Toby, en su plena y primaria versión «Círculo-en-torno-a-la-hoguera-de-acampada», «Mejor-amigo-del-hombre», «Ah-es-que-para-eso-lo-domesticamos», y le ladraba a Molly con tanta fuerza que las patas delanteras se le levantaban del suelo.
A decir verdad, lo más probable es que Molly hubiese podido acercarse a él y arrancarle el hocico de un mordisco, pero, en cambio, se echó para atrás. Luego volvió a inclinarse hacia delante y silbó. En esta ocasión, Toby se estremeció, pero aguantó en su lugar, en honor a la larga tradición de perros pequeños y camorristas que son demasiado imbéciles como para saber cuándo les conviene huir. Molly se irguió sobre sus ancas, con la viva imagen de la ira pintada en el rostro, y entonces, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, se derrumbó y quedó de rodillas. El cabello le cayó frente a la cara y le ocultó el rostro, y le temblaron los hombros. Tal vez sollozara.
Logré ponerme en pie y anduve, tambaleante, hasta la puerta de atrás. Pensé que lo mejor sería que me alejase para evitar tentaciones. Toby corrió detrás de mí meneando el rabo. Choqué contra la jamba de la puerta y salí al aire libre, y me encontré bajo la luz del sol, frente a la escalera de hierro forjado por la que se subía al piso de arriba de las cocheras. Contemplé la escalera y pensé que habría sido preferible instalar un ascensor, o por lo menos conseguir un perro más grande.
Me di cuenta de que había algún otro problema cuando Toby no quiso subir por las escaleras.
—Espera, muchacho —le dije, y él, muy obediente, se sentó en el rellano y dejó que fuese yo quien me hiciera el héroe.
Pensé en marcharme, pero estaba demasiado maltrecho y, además, aquél era mi espacio, con mi televisión de pantalla plana, y quería recobrarlo.
Me quedé a un lado de la puerta y la abrí de una patada, y luego me asomé con cautela al umbral para ver quién había dentro. Era Lesley, que me aguardaba sentada en la chaise longue. Tenía el bastón de Nightingale sobre las rodillas y miraba al vacío. Se volvió cuando entré.
—Me has matado —dijo.
—¿No podrías regresar al sitio de dónde viniste?
—Sin mi amigo, no —dijo—. No sin el señor Punch. Me has asesinado.
Me dejé caer sobre el sillón.
—Llevas doscientos años muerto, Henry —dije—. Estoy convencido de que no se puede asesinar a alguien que ya ha muerto. —Pensé que, si se pudiera, la Policía Metropolitana habría sacado ya un formulario para presentar la denuncia.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo —dijo Lesley—. Aunque tengo que decir que he fracasado a ambos lados del velo de la muerte.
—No lo sé —dije—. Me tenías bien engañado.
Lesley se volvió y me miró.
—Sí, ¿verdad? —dijo.
Vi que tenía unas finas y pálidas estrías en torno al puente de la nariz causadas por el estiramiento de la piel, y que algunos vasos sanguíneos se le habían reventado alrededor de la boca y su delicado rastro le subía por las mejillas cual vid de invierno. Incluso la manera como hablaba era distinta: como tenía los dientes rotos y no vocalizaba bien, Henry Pyke debía mantenerle la boca cerrada para ocultar los daños. Tuve que contener la ira que me hervía en el pecho, porque me hallaba en plena operación de rescate de rehenes, y la primera norma que sigue quien negocia para liberar a unos rehenes es mantener la distancia emocional. O tal vez la norma sea: «No mates al secuestrador hasta que los rehenes estén a salvo». Era una cosa o la otra.
—Al mirar atrás —dije—, resulta todavía más notable que no te delataras ni una sola vez.
—¿No sospechaste en ningún momento? —preguntó Lesley alegremente.
—No —dije—. Me pareciste totalmente convincente.
—Hacer un papel de mujer siempre es un desafío —dijo Lesley—. Y el de una mujer moderna lo es por partida doble.
—Qué lástima que tenga que morir —dije.
—Quiero que sepas que yo fui el primer sorprendido al ocupar este cuerpo —dijo Lesley—. Le echo la culpa a ese italiano, Piccini, miembro de una raza apasionada. Tienen que incorporar la lujuria en todas sus empresas… incluso en sus obras religiosas.
Asentí con la cabeza y fingí interés. Aunque los aparatos estuvieran enchufados, las luces del televisor y del DVD estaban apagadas. Lesley llevaba allí sentada el tiempo suficiente para haber vaciado todos mis aparatos electrónicos, y si hubiera terminado de consumirlos le habría llegado el turno a su propio cerebro. Tenía que sacarle de la cabeza los últimos restos de Henry Pyke.
—Así funcionan las obras de teatro —dijo Lesley—. Las escenas y los actos están mucho más ordenados que en este monótono mundo. Si no tenemos cuidado, puede ser que nos arrastre el genio del personaje. Así, Pulcinella nos engañó a los dos.
—Entonces, ¿tú preferías que Lesley siguiera con vida? —pregunté.
—¿Aún sería posible? —preguntó ella.
—Sólo si tú estás de acuerdo.
Lesley se acercó a mí y me dio la mano.
—Sí, claro que sí, muchacho —dijo—. No podemos tolerar que se diga que Henry Pyke fue tan descortés como para hacerle sufrir su propio y triste destino a una inocente.
Me pregunté lo que habría dicho si hubiese tenido alguna idea del rastro de muerte y dolor que había ido dejando a su paso. Tal vez actuara de una manera propia de espectros; tal vez el mundo de los vivos fuera como un sueño para los muertos y no se lo tomaran muy en serio.
—Entonces déjame que llame al médico —dije.
—¿Entiendo que hablas del mahometano escocés?
—El doctor Walid —aclaré.
—¿Crees que podría salvarla? —preguntó Lesley.
—Creo que sí —dije.
—Pues entonces, llámale sin falta —pidió Lesley.
Salí a la escalera, volví a ponerle batería al móvil y llamé al doctor Walid, que me dijo que llegaría en diez minutos. Me dio instrucciones sobre lo que podía hacer mientras tanto. Cuando volví a entrar, Lesley parecía expectante.
—¿Puedo quedarme con el bastón de Nightingale? —pregunté.
Lesley asintió y me entregó el bastón de puño de plata. Puse la mano sobre el puño, como me había aconsejado el doctor Walid, pero no encontré nada, tan sólo el frío del metal. El bastón había perdido toda su magia.
—No nos queda mucho tiempo —dije.
Sobre el respaldo de la chaise longue había una sábana relativamente limpia que yo le había puesto para resguardarlo del polvo. La recogí.
—¿De verdad? —preguntó Lesley—. ¡Ay!, porque, a medida que pasan las horas, mayor es mi renuencia a marcharme.
Empecé a rasgar la sábana en tiras anchas.
—¿Podría hablar directamente con Lesley? —le pregunté.
—Por supuesto, mi querido muchacho —respondió Lesley.
—¿Estás bien?
No se produjo ninguna transformación exterior que pudiera ver.
—Ja —dijo ella, y por el tono de su voz estuve seguro de que se trataba de la verdadera Lesley—. Qué pregunta más imbécil. Ha ocurrido, ¿no?, lo noto…
Levantó la mano a la altura del rostro, pero yo se la agarré y, suavemente, le hice bajarla.
—Dentro de poco estarás bien —le confirmé.
—No sabes mentir —dijo—. Por eso siempre tenía que hablar yo.
—Es que tú tenías un talento natural —le dije.
—No era talento —replicó Lesley—. Era el resultado de trabajar duro.
—Es que tenías como un talento natural para trabajar duro —expliqué.
—Cabrón —me increpó—. No recuerdo que me dijeran nada de que se me podía caer la cara cuando me alisté.
—¿Seguro que no? —le pregunté—. ¿No te acuerdas del careto del inspector Neblett? Puede que a él le sucediera lo mismo.
—Dime que dentro de poco voy a estar bien.
—Dentro de poco estarás bien —dije—. Te voy a sostener la cara con esto. —Le enseñé la sábana hecha jirones.
—Ah, caramba, ya me siento mejor —exclamó—. ¿Me prometes que te quedarás a mi lado, pase lo que pase?
—Te lo prometo —dije.
Y, siguiendo las instrucciones de Walid, empecé a enrollarle un jirón de tela muy prieto en torno a la cabeza. Murmuró algo y le aseguré que le cortaría un agujero para la boca en cuanto hubiese terminado. Até la tira de la misma manera en que una de las hermanas de mi madre me había enseñado a sujetar un pañuelo en torno a la cabeza.
—Qué bien —dijo Lesley, una vez le hube cortado el agujero que le había prometido—. Ahora soy la mujer invisible. —Para asegurar mi obra, le anudé todos los jirones tras la nuca para que no perdieran tensión. Encontré una botella de Evian al lado de la chaise longue y la utilicé para empapar los improvisados vendajes.
—¿Ahora intentas ahogarme? —preguntó Lesley.
—El doctor Walid me dijo que lo hiciese —respondí. No le expliqué que lo hacía para impedir que el vendaje se le pegase a las heridas.
—Está fría —me dijo.
—Lo siento —dije yo—, ahora voy a tener que pedirle a Henry que regrese.
Henry Pyke regresó de buena gana.
—¿Qué tengo que hacer ahora?
Me aclaré la mente y abrí la mano, y dije la palabra: «Lux». Una luz fantasma cobró forma sobre la palma de mi mano.
—Ésta es la luz que te llevará a tu lugar en la historia —dije—. Dame la mano. —No se decidía—. No te preocupes, no te va a quemar.
La mano de Lesley estrechó la mía, la luz se filtró por entre sus dedos. Yo no sabía cuánto tiempo iba a durar mi magia. Ni siquiera sabía si Molly, al chuparme la sangre, me había dejado mucha. A veces no nos queda otro remedio que contentarnos con esperar lo mejor.
—Escúchame, Henry —le dije—. Éste es tu momento, tu gloriosa salida de escena. Las luces se apagan, tu voz calla, pero lo último que el público verá es el rostro de Lesley. Aférrate a la imagen de su rostro.
—No quiero irme —dijo Henry Pyke.
—Tienes que irte —dije—. Eso es lo que distingue a los grandes actores… saber con precisión en qué momento tiene que abandonar la escena.
—Qué sabio eres, Peter —dijo Henry Pyke—. Ésa es la verdadera marca del genio, saber entregarse al público, pero, al mismo tiempo, preservar la vida privada, el espacio secreto, lo que nadie puede conocer…
—Para que así luego quieran ver más —dije, esforzándome por que mi desesperación no se reflejara en mi voz.
—Sí —dijo Pyke—, para que así luego quieran ver más.
Y el cretino bocazas salió de escena.
Oí fuertes pisadas sobre la escalera de hierro. El doctor Walid y la caballería habían llegado. Al instante florecieron manchas rojas sobre las telas blancas que cubrían el rostro de Lesley. Oí que gorgoteaba y se asfixiaba al tratar de respirar. Una mano grande se posó sobre mi hombro y, sin más ceremonias, me sacó de en medio.
Me dejé caer al suelo… pensé que por fin podría dormir.
