7
TEATRO DE MARIONETAS

Todo había empezado un día en el que estaba practicando y no recordé sacarme el móvil del bolsillo de la chaqueta. Noté incluso que la luz fantasma a la que acababa de dar forma era más intensa, pero tan sólo llevaba dos días haciendo hechizos decentes, así que no le di importancia. Fue más tarde, cuando traté de llamar a Lesley, cuando vi que el móvil se había averiado. Al abrirlo, encontré en su interior la misma arenilla que había visto en la casa de los vampiros. Lo llevé al laboratorio y le extraje el microprocesador. Cuando lo hube sacado, volvió a salir la misma arena fina de su receptáculo de plástico. Los pines de oro estaban en perfecto estado, y también los contactos, pero el silicio del chip se había desintegrado. Los armarios del laboratorio olían a madera de sándalo y estaban repletos de una asombrosa variedad de instrumentos antiguos. Entre éstos se hallaba el microscopio Charles Perry. Todo estaba ordenado con tal precisión y esmero que se notaba que no era un estudiante quien los había tenido a su cargo. Gracias al microscopio, averigüé que el polvillo en cuestión estaba compuesto en su mayor parte por silicio, con unas pocas impurezas que me pareció que debían de ser germanio o arsénico de galio. El chip que se encargaba de la conversión a radiofrecuencia parecía intacto, pero había sufrido daños microscópicos por toda su superficie. Las pautas que seguían me hicieron pensar en el cerebro de Coopertown. «Este móvil está tocado por la magia», pensé. Me quedó claro que no podría hacer magia mientras llevara el móvil encima, ni cuando estuviera cerca de un ordenador, ni de un iPod, ni de la mayoría de los aparatos útiles que se han inventado desde que nací. No era de extrañar que Nightingale condujese un Jaguar de 1967. La pregunta era: ¿hasta dónde alcanzaban los efectos de la magia? Me estaba planteando llevar a cabo algunos experimentos para descubrirlo, cuando Nightingale me distrajo con la siguiente forma.
Nos sentamos en extremos opuestos del banco de laboratorio y Nightingale colocó un objeto entre ambos. Era una manzana pequeña. «Impello», dijo, y la manzana se elevó en el aire. Se quedó allí, con un leve movimiento rotatorio, mientras yo trataba de ver los cables, varas o cualquier otro artilugio que se me pudiera ocurrir. La empujé con el dedo, pero parecía que se encontrara dentro de un objeto sólido.
—¿Has visto suficiente?
Asentí, y Nightingale me trajo un cesto de manzanas. Un cesto de mimbre con asas y cubierto con una servilleta a cuadros, cómo no. Colocó una segunda manzana delante de mí y no fue necesario que me explicara el paso siguiente. Hizo levitar la manzana, yo escuché la forma, me concentré en mi propia manzana y dije: «Impello».
No ocurrió nada y no me sorprendí por ello.
—Será cada vez más fácil —dijo Nightingale—. Sólo que en este caso los progresos van a ser más lentos.
Miré el cesto.
—¿Por qué hay tantas manzanas?
—Porque tienen tendencia a explotar —dijo Nightingale.
A la mañana siguiente, salí y compré tres juegos de gafas protectoras y un delantal de laboratorio. Nightingale no había bromeado con lo de las frutas explosivas, y me pasé la tarde oliendo a zumo de manzana y la noche sacando las pepitas que se me habían quedado pegadas a la ropa. Le pregunté a Nightingale por qué no practicábamos con algo más resistente, como por ejemplo cojinetes, pero me dijo que la magia exigía delicadeza y control desde el comienzo.
—Los jóvenes siempre estáis tentados de emplear la fuerza bruta —había dicho Nightingale—. Es como si aprendieras a disparar un rifle: dado que es un instrumento peligroso de por sí, hay que enseñaros a emplearlo con precaución, con precisión y con rapidez… por ese orden.
Empleamos un montón de manzanas en aquella primera sesión. Yo las levantaba en el aire, pero, antes o después… ¡chof! Al principio era divertido, pero en seguida me aburrió. Después de una semana practicando, había logrado que nueve de cada diez manzanas levitaran sin explotar. Pero no me sentía un mago feliz.
Lo que me preocupaba era el origen de ese poder. Nunca había sido muy bueno en electricidad, y por eso no sabía cuánta se necesitaba para encender una luz fantasma. Pero hacer levitar una manzana contra la gravedad de la Tierra… ésa venía a ser la definición estándar de un newton de fuerza, y así, en teoría, debía de consumir un julio de energía por segundo. Las leyes de la termodinámica son muy estrictas en todo lo que tiene que ver con estas cuestiones, y dicen que nunca se obtiene nada a partir de nada. Y, por lo tanto, ese julio tenía que venir de alguna parte… pero ¿de dónde?, ¿de mi cerebro?
—Así que esto es como la parapsicología —dijo Lesley durante una de sus periódicas visitas a la cochera.
Oficialmente acudía a intercambiar información sobre el caso, pero, en realidad, venía por el televisor de pantalla grande, la comida que encargaba a domicilio y la tensión sexual no resuelta. Además, no había ocurrido nada digno de nuestra atención, salvo un par de casos no confirmados a la misma hora en que tuvo lugar el asalto en Neal Street.
—Como el tío ese de la tele que mueve objetos con la mente —me dijo.
—Yo no tengo la sensación de mover cosas con la mente —dije—. Es más bien como si empleara la mente para crear configuraciones que luego afectan a los objetos y tienen efectos en otros lugares. ¿Sabes lo que es un theremín?
—Es ese instrumento musical raro, como de ciencia ficción, que lleva una antena —explicó—. ¿No?
—Sí, más o menos —afirmé yo—. El caso es que se trata del único instrumento musical que no tienes que tocar con el cuerpo. Sólo hay que trazar figuras con las manos y se produce un sonido. Esas figuras son totalmente abstractas, así que tienes que aprender a relacionarlas con una nota determinada para poder interpretar una melodía.
—¿Y qué dice Nightingale?
—Dice que si no me distrajera tanto no se me quedarían tantos trocitos de manzana en la ropa.
A finales de marzo, adelantamos sesenta minutos los relojes para el inicio del horario de verano del Reino Unido. Me levanté tarde y tuve la sensación de que la Locura estaba extrañamente vacía. Las sillas de la sala de desayuno aún estaban guardadas bajo las mesas y no había nada en el bufé. Encontré a Nightingale leyendo el Daily Telegraph en uno de los mullidos sillones de la galería del primer piso.
—Es que hoy es el día del cambio de horario —dijo—. Molly tiene dos días libres al año.
—¿Y adónde se marcha?
Nightingale señaló a la buhardilla.
—Creo que se queda en su habitación.
—¿Vamos a salir con el coche? —pregunté.
Nightingale se había puesto la chaqueta deportiva sobre un suéter Arran color crema. Los guantes de conducir y las llaves del Jaguar estaban sobre una mesa cercana.
—Depende —dijo—. ¿Crees que sabes dónde se encontrará hoy el Anciano del Támesis?
—En Trewsbury Mead —contesté—. Debió de ir allí durante el equinoccio de primavera, que fue la semana pasada, y se quedará hasta el Día de los Tontos.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Nightingale.
—Allí es donde nace el río —dije—. ¿Adónde va a ir cuando la naturaleza renace en primavera?
Nightingale sonrió.
—Conozco un bar para camioneros muy agradable en la M4. Podríamos desayunar allí.
Trewsbury Mead, a primera hora de la tarde, bajo un cielo azul y polvoriento. Según la información proporcionada por la agencia nacional de cartografía del Reino Unido, es el lugar donde empieza el Támesis, a ciento treinta kilómetros en línea recta al oeste de Londres. Más al norte se encuentra un lugar en el que parece que hubo, o bien una fortificación de la Edad del Hierro, o bien un campamento romano, a la espera de aparecer en un episodio de Time Team[7] en el que se revele su verdadera naturaleza. Lo que en realidad se encuentra es un campo enlodado con una piedra que marca el lugar exacto, y la posibilidad de ver agua si el invierno ha sido particularmente húmedo. Se llega hasta allí por una carretera secundaria que pasa a ser de grava una vez se terminan los edificios residenciales para las que se trazó. La orilla del río está delimitada por una densa arboleda. Las fuentes del Támesis se encuentran más allá.
Y más allá, en el campo, se encontraba la corte del Anciano del Río. Lo oímos antes de verlo: el estruendo de los generadores diésel, sonidos metálicos, el ritmo sordo de la línea de bajo, los gritos de la megafonía, los chillidos de muchachas, los neones que se vislumbraban por encima de los árboles y todas las emociones asociadas a una feria ambulante. De pronto, me acordé de un día de fiesta en el que mi padre me llevaba de una mano, y yo sujetaba con la otra un precioso puñado de monedas de una libra. Nunca eran suficientes, y se esfumaban en seguida.
Dejamos el Jaguar a un lado de la carretera e hicimos el resto del camino a pie. Los árboles no cubrían la parte de arriba de la noria ni esa otra atracción en la que te lanzan por los aires sujeto con una cuerda y a la que nunca le he encontrado la gracia. El camino atravesaba el lecho de un río sobre una alcantarilla moderna de cemento, por donde se notaba que habían pasado pesados camiones recientemente. Por unos instantes anduvimos a la sombra de los árboles.
La primera hilera de caravanas aparcadas empezó tan pronto como volvimos a estar bajo la luz del sol. La mayoría eran anticuadas, con joroba en el techo y portezuelas y ventanillas miserables. Unas pocas eran modernas, con diseño aerodinámico y franjas pintadas a lo largo sobre la capota. Llegué a ver, entre la maraña de bombonas de butano marca Calor, tumbonas, obenques y rottweilers dormidos, el toldo de un carromato gitano de madera. Hasta entonces había pensado que los construían tan sólo para los turistas. Aunque las caravanas parecían estar aparcadas al azar, me di cuenta, con estupefacción, de que estaban distribuidas de acuerdo con un plan, una estructura profunda que apenas si entraba en los límites de la percepción. Era evidente la existencia de un perímetro y no cabían dudas sobre el hombre de constitución robusta que vigilaba apostado junto a la puerta de su caravana.
El hombre tenía abundante cabello negro, peinado en copete con brillantina, y unas patillas largas que habían estado de moda cuando mi padre tocaba con Ted Heath a finales de los cincuenta. Tenía una escopeta de calibre doce totalmente ilegal apoyada en el costado de la caravana.
—Por la tarde —dijo Nightingale, y pasó de largo frente a él.
El hombre asintió.
—Por la tarde —repitió.
—Tenemos buen tiempo —continuó Nightingale.
—Soy del mismo parecer —dijo el hombre con un acento que debía de ser irlandés, o galés, no estoy seguro, pero indudablemente céltico.
Sentí que se me erizaban los cabellos de la nuca. Los policías de Londres no se meten en un campamento de vagabundos si no es con un furgón repleto de antidisturbios listos para intervenir. De otro modo, los vagabundos se lo tomarían como una falta de respeto.
Las caravanas formaban un semicírculo en torno a la feria propiamente dicha. Allí, las grandes bestias del mundo de las atracciones rugían y bramaban y aullaban I Feel Good, de James Brown. Todos los policías sabemos que las ferias ambulantes de Gran Bretaña se hallan bajo el control de los showmen, una serie de familias emparentadas entre sí con tal espíritu de clan que se han constituido oficialmente en grupo étnico. Sus apellidos estaban pintados sobre los camiones generadores y en lo alto de las vallas desmontables. Conté, por lo menos, seis nombres distintos en seis atracciones distintas, y otra media docena mientras caminábamos por la feria. Parecía que cada una de las familias se hubiera traído su propia atracción a la feria de Trewsbury Mead.
Unas muchachas flacas pasaron corriendo por nuestro lado entre risas y cabelleras pelirrojas. Sus hermanas mayores se exhibían en minúsculos shorts blancos, tops de bikini y botas de tacón alto, y observaban a los chicos mayores por entre sus pestañas Max Factor y el humo de sus cigarrillos. Los muchachos trataban de disimular su nerviosismo haciéndose los machitos o subiendo a las atracciones con fingida indiferencia. Sus madres trabajaban en cabinas decoradas con retratos mal hechos de las estrellas de cine de la década anterior y engalanadas con banderas y con advertencias de seguridad. No parecía que nadie tuviera que pagar por las atracciones ni por el algodón de azúcar. Tal vez por eso estaban tan alegres los niños.
La feria propiamente dicha constituía un segundo semicírculo y en su centro había un corral de madera desbastada como los que suelen aparecer en las películas del Oeste y, en el centro de éste, la fuente del poderoso río Támesis. Me pareció un estanque pequeño con patos. Y de pie junto a la cerca se hallaba el Anciano del Río en persona.
En otro tiempo había habido una estatua del Padre Támesis en el Mead. Ahora se encuentra en el trecho de río que pasa por Lechlade, donde la presencia de agua es más constante. Representa al Padre Támesis como un anciano musculoso con una barba a lo William Blake, reclinado sobre un pedestal con una pala al hombro, y cajas y fardos a sus pies: los frutos de la industria y el comercio. Hasta yo soy capaz de reconocer los productos de una mentalidad imperial, así que no esperaba que fuese una representación fiel. Pero, aun así, habría esperado una figura más imponente que la del hombre de la cerca.
Era bajo y tenía la cara chupada, dominada por una nariz picuda y una frente salida. Se veía viejo, de setenta y pico por lo menos, pero tenía cierto vigor nervudo en la manera de moverse, y sus ojos eran grises y brillantes. Vestía un traje cruzado de color negro grisáceo, pasado de moda. Llevaba la chaqueta desabrochada y dejaba a la vista un chaleco de terciopelo rojo, un reloj de latón con cadenilla y un pañuelo de bolsillo plegado, de color amarillo claro como el de un narciso en primavera. Tenía encasquetado en la cabeza un sombrero Homburg estropeado, bajo el que asomaban mechones de cabello blanco, y un cigarrillo le colgaba de los labios. Estaba de pie, apoyado en la cerca, con un pie sobre el travesaño más bajo, y le hablaba entre dientes a un compinche, uno de los varios ancianos sospechosamente vigorosos que compartían la valla con él, que hacían gestos en dirección a la charca o tomaban largas caladas de sus cigarros.
Levantó la mirada cuando nos acercamos. Antes de darse cuenta de mi presencia, vio a Nightingale y frunció el ceño. Sentí que la fuerza de su personalidad me arrastraba: me llegó un eco a cerveza y partidas en la bolera, olor a estiércol de caballo y veladas en el pub hasta bien entrada la noche, el calor del hogar y mujeres sin complicaciones. Por suerte, había practicado con Mamá Támesis y me había preparado mentalmente durante el trayecto, porque, si no, habría ido directo hacia él y le habría ofrecido todo lo que llevaba en la cartera. Padre Támesis me guiñó el ojo y volcó toda su atención hacia Nightingale.
Padre Támesis gritó un saludo en un idioma que habría podido ser skelta, o galés, o incluso el genuino gaélico anterior a la llegada de los romanos. Nightingale le respondió en la misma lengua y yo me pregunté si también tendría que aprenderla. Los compinches del anciano hicieron sitio junto a la cerca… pero noté que se lo hacían a una sola persona. Nightingale se acercó al Padre Támesis y ambos se estrecharon la mano. Por su estatura y su traje elegante, Nightingale parecía el señor de la mansión que baja a charlar con los plebeyos. Pero la manera como Padre Támesis le dio la mano no expresaba ninguna deferencia.
Padre Támesis llevó casi todo el peso de la conversación. Daba énfasis a sus palabras con giros y torsiones de los dedos. Nightingale se apoyó deliberadamente en la valla para disimular la diferencia de estatura, y noté que asentía y se reía entre dientes en los momentos oportunos.
Se me ocurrió acercarme para entender mejor lo que decían, pero, entonces, uno de los hombres más jóvenes que se hallaban en la cerca me miró a los ojos. Era más alto y robusto que Padre Támesis, pero tenía los mismos brazos nervudos y el mismo rostro alargado.
—No te molestes —dijo—. Van a necesitar como mínimo media hora para los cumplidos. —Me tendió una mano grande y encallecida—. Me llamo Oxley.
—Peter Grant —dije yo.
—Ven, te presentaré a mi esposa.
La esposa era una mujer bonita de cara redonda y ojos negros y llamativos. Nos recibió en el umbral de una modesta caravana de los años sesenta, aparcada en su propio y reducido espacio a la izquierda de la feria.
—Mi mujer, Isis —dijo Oxley, y después a ella—: Te presento a Peter, el nuevo aprendiz.
Me dio la mano. Su piel era cálida y tenía la misma perfección irreal que ya había notado en Beverley y en Molly.
—Mucho gusto —me dijo. Hablaba con un acento al más puro estilo Jane Austen.
Nos sentamos en sillas plegables, en torno a una mesa de juego con tablero de linóleo agrietado. La adornaba un único narciso puesto en un jarrón estrecho de cristal estriado.
—¿Te apetece un té? —preguntó Isis, y, al darse cuenta de que yo dudaba, me dijo—: Yo, Anna Maria de Burgh Coppinger Isis, juro solemnemente por la vida de mi esposo —a Oxley se le escapó una risilla al oírlo— y por las posibilidades futuras del equipo de remeros de Oxford, que nada de lo que tomes en mi casa supondrá para ti ningún tipo de obligación. —Se puso los dedos sobre el corazón y me sonrió como una niña pequeña.
—Gracias —dije—. Sí, un té me vendría bien.
—Me doy cuenta de que te estás preguntando cómo nos conocimos —indicó Oxley.
Yo me di cuenta de que le apetecía contarme esa historia.
—Me imagino que ella se cayó al río —expuse.
—Imaginas mal, señor —señaló Oxley—. En esos tiempos yo sentía una gran afición por el teatro, y a menudo me maqueaba y acudía a Westminster para el espectáculo nocturno. Entonces era como un pavo real, y me complazco en pensar que atraje muchas miradas de admiración.
—Tal era entonces cuando pasaba por el mercado de reses —aclaró Isis, que venía con el té.
Las tazas y la tetera eran de porcelana moderna: un diseño sobrio con un elegante borde de platino. Me di cuenta de que no tenía ni la más mínima muesca. Me asaltó la sospecha de que me trataban como a un VIP y me pregunté por qué.
—Puse los ojos en Isis por primera vez en el antiguo Theatre Royal de Drury Lane, el nuevo, que ardió poco más tarde. Yo frecuentaba el gallinero y ella se sentaba en un palco junto a su querida amiga Anne. Me hirió el amor, pero ¡ay de mí!, Isis tenía ya un amante. —Calló un momento, suficiente para servir el té—. Aunque ese hombre se llevó un tremendo desengaño, te lo aseguro.
—Calla, amor mío —dijo Isis—. Eso no incumbe a este joven.
Agarré la taza de té. El líquido tenía un color muy pálido y reconocí el aroma del Earl Grey. Me llevé la taza a los labios y dudé, pero la confianza tiene que empezar en algún momento, así que me tomé un trago con resolución. Sí, era un té muy bueno.
—Pero soy como el río —dijo Oxley—. Me muevo pero siempre estoy ahí.
—Menos cuando hay sequía —replicó Isis al tiempo que me ofrecía una porción de bizcocho Battenberg.
—Siempre estoy acechando bajo la superficie —explicó Oxley—, incluso entonces ya lo hacía. Su amigo tenía una casa con mucho encanto en Strawberry Hill, un lugar bello. En esos tiempos no estaba circundado por casas adosadas de falso estilo Tudor. Si has visto ese lugar, sabrás que está edificado como un castillo, y mi Isis era una princesa cautiva en su torre más alta.
—Más bien había ido allí a pasar un largo fin de semana con una amistad —explicó Isis.
—La ocasión se me presentó cierto día en el que ofrecieron un gran baile de máscaras en el castillo —dijo Oxley—. Vestido con mis mejores atavíos, astutamente ocultos mis rasgos bajo una máscara de cisne, me colé por la puerta de la casa del comerciante y al poco me mezclé con las gentes de alta alcurnia que se hallaban dentro.
Pensé que, si tenían intención de capturarme, les bastaría con el té, así que no tendría problemas adicionales por comerme el bizcocho. Era comprado y tenía un sabor muy dulce.
—Fue un gran baile —dijo Oxley—. Señores y señoras y gentilhombres, arreglados todos ellos con vestidos Josefina y chalecos de terciopelo, y todos ellos con malos pensamientos que ocultaban tras la máscara. Y la más malvada de todos era mi Isis, aunque llevase la máscara de la reina de Egipto.
—Yo era Isis —aseveró Isis—. Como tú bien sabes.
—Así que me avancé con bravura y marqué su tarjeta para todos los bailes —dijo Oxley.
—Lo cual fue un atrevimiento y una afrenta —sentenció Isis.
—Te salvé de la patanería de gran número de pretendientes —observó Oxley.
Isis se cubrió la mejilla con la mano.
—Lo cual no puedo negar.
—Lo que siempre hay que tener en cuenta en las mascaradas es que al final de la noche hay que descubrirse el rostro —dijo Oxley—. Por lo menos si se encuentra uno entre gentilhombres. Pero yo había pensado…
—El que piense siempre es motivo de preocupación —aseguró Isis.
—¿Por qué tenía que terminar la mascarada? —preguntó Oxley—. Y, así como el hijo sucede al padre, permití que la acción sucediera al pensamiento y agarré a mi amada Isis, cargué a hombros con ella y me eché a correr a campo traviesa en dirección a Chertsey.
—Oxley —recalcó Isis—, este pobre muchacho es agente de la ley. No puedes contarle que me raptaste. Su honor le obligaría a arrestarte. —Me miró—. Te aseguro que estuve de acuerdo —dijo—. Me había casado dos veces y había sido madre, y sabía muy bien lo que quería.
—Es verdad que se reveló como una mujer experimentada —dijo y, para mi incomodidad, me guiñó el ojo.
—Nadie habría dicho que en otro tiempo fue tonsurado —dijo Isis.
—Fui un malísimo monje —dijo—. Pero aquélla era otra vida. —Dio unos golpecitos sobre la mesa—. Ahora que te hemos dado de comer y de beber, y te hemos aburrido hasta el hastío, ¿por qué no hablamos de cosas serias? ¿Qué es lo que quiere la Gran Señora?
—Tenéis que entender que mi papel es estrictamente el de un mediador —aclaré.
En realidad, cuando estaba en Hendon había seguido un cursillo sobre resolución de conflictos, y el truco consiste siempre en subrayar tu propia neutralidad al mismo tiempo que haces creer a ambos bandos que les favoreces en secreto. Habíamos hecho ejercicios de simulación y… era una de las pocas cosas en las que superaba a Lesley.
—Mamá Támesis tiene la sensación de que queréis expandiros más abajo de la esclusa de Teddington.
—Hay un solo río —dijo Oxley—. Y el Anciano del Río es él.
—Ella dice que abandonó la zona de mareas en 1858 —expliqué—. Más exactamente, durante el Gran Hedor (fijaos en las mayúsculas), cuando las cloacas vertieron tal cantidad de porquería en el Támesis y Londres se vio asediada por un hedor tan fuerte que hasta el Parlamento se planteó su propio traslado a Oxford.
—Durante aquel verano, todos los que podían marcharse de Londres se marcharon —dijo Oxley—. No era lugar para hombres ni bestias.
—Mamá Támesis dice que no regresó —respondí—. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto —afirmó Oxley—. Y, a decir verdad, el Anciano no ha amado nunca esta ciudad. No la ha amado desde que la ciudad mató a sus hijos.
—¿Qué hijos eran ésos?
—Sabes muy bien quiénes son —dijo Oxley—. Estaban Ty, y Fleet, y Effra. Todos ellos se ahogaron en una inundación de porquería y suciedad y, al final, ese hijoputa espabilado de Bazalgette les dio el golpe de gracia. Fue él quien construyó las cloacas. Yo lo conocí, ¿sabes?, un hombre imponente, con las patillas más impresionantes que se hayan visto desde los tiempos de William Gladstone. Le arreé una patada en el culo por hijoputa y asesino.
—¿Piensas que mató a los ríos?
—No —respondió Oxley—. Pero él los enterró. Tengo que reconocerles cierto mérito a las hijas de la Gran Señora, porque, sin duda alguna, deben de ser más duras que mis hermanos.
—Si no quiere la ciudad, ¿por qué trata de avanzar río abajo? —pregunté.
—Algunos de nosotros aún sentimos nostalgia por las luces brillantes —dijo Oxley, y le sonrió a su mujer.
—Yo me atrevería a decir que me gustaría ir de nuevo al teatro —dijo ella.
Oxley me llenó de nuevo la taza. En algún lugar, a mis espaldas, una voz chirriante gritó por megafonía:
—Que empiece la fiesta.
Se seguía oyendo la voz de James Brown: «I feel nice, like sugar and spice».
—¿Y queréis luchar contra las hijas de Mamá Támesis por ese privilegio?
—¿Piensas que tenemos algún motivo para temerlas? —preguntó Oxley.
—No creo que merezca la pena correr el riesgo —dije—. Además, estoy seguro de que se podría llegar a un acuerdo.
—¿Una excursión en autocar, quizá? —preguntó Oxley—. ¿Tendremos que llevar pasaporte?
Aunque tal vez estéis convencidos de lo contrario, a la mayoría de la gente no le gusta pelear, sobre todo cuando la victoria no es clara. Una turba hará pedazos a un solo individuo, un hombre con una pistola y una noble causa matará con placer a mujeres y niños en cantidad. Pero arriesgarse a una pelea de desenlace incierto… no es tan fácil. Por eso vemos a esos jóvenes cabreados que hacen el número de «ni-se-os-ocurra-agarrarme» con la desesperada esperanza de que alguien los quiera lo suficiente como para agarrarles. Todo el mundo se alegra cuando llega la policía, porque tendremos que salvarles, tanto si quieren como si no.
Oxley no era un joven cabreado, pero me di cuenta de que estaba igualmente interesado en encontrar a alguien que lo agarrase. ¿O tal vez era su padre quién tenía ese interés?
—Tu padre… —dije—, ¿qué es lo que quiere en realidad?
—Lo que quiere todo padre —dijo Oxley—. El respeto de sus hijos.
Estuve a punto de decirle que no todos los padres se merecen respeto, pero me las arreglé para mantener el pico cerrado y, además, no todo el mundo ha tenido un padre como el mío.
—Estaría muy bien si todos nos tranquilizáramos un poco —dije—. Sólo hay que mantener la calma mientras el inspector y yo buscamos una solución.
Oxley levantó los ojos.
—Es primavera —dijo—. Hay muchas distracciones más arriba de Richmond.
—Es la época en la que nacen los corderos —dije—. Y no sólo eso.
—No eres lo que yo esperaba —soltó Oxley.
—¿Qué era lo que esperabas?
—Esperaba que Nightingale eligiese a una persona que se le pareciera más —expuso Oxley—. ¿De clase alta?
—Una persona sólida —dijo Isis, adelantándose a su marido—. Trabajadora.
—Mientras que tú —dijo Oxley— eres un hombre astuto.
—Mucho más parecido a los magos que conocíamos antes —dijo Isis.
—¿Y eso es bueno? —pregunté.
Oxley e Isis se rieron.
—No lo sé —dijo Oxley—. Pero será interesante descubrirlo.
Me resultó extrañamente difícil salir de la feria. Las piernas me pesaban, como si hubiera estado caminando dentro de una piscina. Sólo cuando llegamos al Jaguar y los sonidos de la feria se perdieron en la lejanía, tuve la sensación de haber escapado.
—¿Qué me ha sucedido? —le pregunté a Nightingale mientras subíamos al coche.
—Seducere —dijo—. La compulsión, o, si prefieres decirlo con una palabra de origen escocés, el glamour. Según Bartholomew, un gran número de criaturas sobrenaturales lo practica a modo de autodefensa.
—¿Y cuándo aprenderé yo a hacer lo mismo? —pregunté.
—Dentro de unos diez años —contestó—. Contando con que avances rápido.
Mientras regresábamos por Cirencester en dirección a la M4, le conté a Nightingale mi encuentro con Oxley.
—Es el ayudante del Anciano, ¿verdad que sí? —pregunté.
—Si quieres decir su consiliarius, su consejero —dijo Nightingale—, entonces, sí. Probablemente es el segundo más importante del campamento.
—Usted sabía ya que había hablado conmigo, ¿no?
Nightingale se detuvo para ver cómo estaba el tráfico antes de entrar en la carretera principal.
—Él se encarga de presionar para conseguir una posición más ventajosa —confirmó—. Te ha dado el bizcocho Battenberg, ¿verdad?
—¿Tendría que haberlo rechazado?
—No —dijo Nightingale—. No creo que trate de aprisionarte mientras te halles bajo mi protección, pero no podemos guiarnos siempre por el sentido común cuando tratamos con esa gente. No tiene ningún sentido que el Anciano, así de pronto, trate de asaltar el curso bajo del río. Ahora que has hablado con los dos… ¿qué es lo que piensas?
—Ambos gozan de genuino poder —dije—. Pero la sensación que transmiten es distinta. Es evidente que el de ella procede del mar, del puerto y todo eso. El de él procede de la tierra, y del clima, y de los leprechauns, y los cristales, creo yo.
—Así se explicaría por qué la frontera entre ambos se halla en la esclusa de Teddington —señaló.
Teddington está en el límite del curso afectado por las mareas, de la parte del Támesis que se encuentra bajo la administración directa del puerto de Londres… dije que no me parecía una coincidencia.
—¿Estoy en lo cierto? —pregunté.
—Creo que sí —dijo—. Es posible que siempre haya habido una separación entre el trecho de río afectado por las mareas y el trecho superior. Tal vez ése fuera el motivo por el que Padre Támesis tuvo tan poca dificultad en abandonar la ciudad.
—Oxley apuntó la posibilidad de que el Anciano no quiera saber nada de la ciudad —expliqué—. Que tan sólo quiera que le muestren respeto.
—Tal vez quedaría satisfecho con una ceremonia —dijo Nightingale—. Con un voto feudal, quizá.
—¿Qué es eso?
—Un juramento de lealtad feudal —indicó Nightingale—. El vasallo jura lealtad y obediencia a su señor, y el señor le da su palabra de que lo protegerá. Así es como se organizaban las sociedades medievales.
—Todo esto se va a poner medieval de verdad si tratamos de obligar a Mamá Támesis a jurarle lealtad y obediencia a alguien —opiné—. Y todavía más si ese alguien es Padre Támesis.
—¿Estás seguro? —preguntó Nightingale—. Sería un acto puramente simbólico.
—¿Simbólico? Todavía peor —respondí—. Lo entenderá como una humillación gratuita. Se ve a sí misma como la dueña de la ciudad más grande de la Tierra y no piensa rebajarse frente a nadie. Y todavía menos frente a un palurdo que vive en una caravana.
—Qué lástima que no podamos casarlos —dijo Nightingale.
Ambos nos reímos de buena gana y dejamos atrás Swindon.
Tan pronto como estuvimos en la M4, le pregunté a Nightingale de qué había hablado con el Anciano.
—Mi contribución a la conversación ha sido, en el mejor de los casos, superficial —dijo Nightingale—. En buena medida, he hablado de cuestiones técnicas: sobreexplotación de las aguas subterráneas, ciclos de demora en los acuíferos y coeficientes de cuencas hidrográficas agregadas. Parece ser que todos esos factores van a afectar la manera en que el agua bajará durante este verano.
—Si pudiera retroceder doscientos años y tener la misma conversación —dije—, ¿de qué me habría hablado entonces el Anciano?
—De las flores que florecían —dijo Nightingale—. De la clase de invierno que habíamos tenido… del vuelo de los pájaros en una mañana de primavera.
—¿Habría sido el mismo Anciano?
—No lo sé —contestó Nightingale—. Era el mismo en 1914, eso sí te lo puedo decir.
—¿Y cómo lo sabe?
Nightingale vaciló, y luego dijo:
—No soy tan joven como parezco.
Mi teléfono sonó. Me habría gustado ignorarlo, pero la canción que se activó era That’s Not My Name, y eso quería decir que la que me llamaba era Lesley. Le respondí y me preguntó dónde diablos nos habíamos metido. Le dije que estábamos pasando por Reading.
—Ha habido otro —dijo.
—¿Muy grave?
—Grave de verdad —informó.
Puse la luz de emergencia sobre la capota, Nightingale aceleró y nos lanzamos a casi doscientos kilómetros por hora en dirección al centro de Londres mientras el sol se ponía a nuestras espaldas.
Había tres coches de bomberos aparcados en Charing Cross Road y el tráfico se había detenido hasta Parliament Square y Euston Road. Llegamos a St. Martin’s Court y sentimos el olor del humo, y oímos el parloteo y los gritos de las radios de emergencia. Lesley nos salió al encuentro cuando llegábamos al cordón policial y nos dio trajes antisépticos. Mientras nos cambiábamos, vi que la mitad de la entrada del J. Sheekey se había quemado y que los equipos forenses habían plantado tres tiendas en el callejón. Tres cuerpos, por lo menos.
—¿Cuánta gente hay dentro? —preguntó Nightingale.
—No queda nadie —dijo Lesley—. Todos se marcharon por las salidas de emergencia… sólo tienen heridas leves.
—Menos mal —dijo Nightingale—. ¿Estás segura de que este caso nos compete?
Lesley asintió con la cabeza y nos llevó hasta la primera tienda. Una vez dentro, vimos que el doctor Walid había llegado antes que nosotros y se había agachado junto al cadáver de un hombre envuelto en la característica túnica de color azafrán de los devotos de Hare Krishna. El cuerpo estaba echado de espaldas en el mismo sitio donde había caído, con las piernas rectas y los brazos abiertos como si hubiera participado en uno de esos ejercicios para fomentar la confianza en los que te dejas caer hacia atrás, con la diferencia de que nadie había detenido su caída. Su rostro era la misma ruina sanguinolenta que habíamos visto antes en Coopertown y en el mensajero.
La pregunta se respondía por sí misma.
—Y esto no es lo peor —dijo Lesley, y señaló a la segunda tienda.
En ésta había dos cuerpos. El primero pertenecía a un hombre de piel oscura vestido con una levita negra. Tenía el cabello hecho manojos y acartonado por la sangre seca. Le habían asestado un golpe lo bastante fuerte como para agrietarle el cráneo y dejar al descubierto una parte de su cerebro. El segundo cuerpo era de otro devoto de Krishna. Un buen samaritano que pasaba por allí le había puesto de lado para ver si así se recuperaba, pero, como la cara le había reventado, no le había servido de nada.
Sentí un pálpito sordo en los oídos y noté que me faltaba el aliento. La sangre, probablemente por el golpe que le había dado el otro hombre, se había derramado sobre la túnica del devoto y había teñido con formas diversas la tela anaranjada. El interior de la tienda de los forenses era asfixiante y empecé a sudar bajo el traje antiséptico. Nightingale hizo una pregunta, pero no me enteré de la respuesta de Lesley. Salí de la tienda, me subió el vómito a la boca, me lo volví a tragar y tropecé con la cinta del cordón policial y, con gran sorpresa por mi parte, logré evitar que el bizcocho Battenberg volviera a subirme hasta arriba.
Me limpié la boca con la fría manga de plástico del traje antiséptico y me apoyé contra la pared. Frente a mí había un cartel del Teatro Noël Coward en el que se anunciaba una farsa titulada: Down With Kickers!
Las dos víctimas con el rostro a medio despegar significaban que la «posesión» había afectado a dos personas al mismo tiempo. Todavía faltaba una tienda. Me pregunté si podía ser peor.
Una pregunta estúpida.
El cuarto de los cuerpos estaba sentado, con las piernas cruzadas, pero como un niño, no como un yogui, por mucho que las manos reposaran sobre las rodillas con las palmas vueltas hacia arriba. Tenía las ropas empapadas en sangre, y los hombros y los brazos cubiertos de jirones de piel sanguinolentos. Su cabeza había desaparecido. En lugar del cuello le había quedado un muñón de carnes desgarradas. Vislumbré un reflejo blanquecino entre los restos de músculo… me imaginé que debía de ser la columna vertebral.
Seawoll nos había esperado en la tienda. Gruñó cuando Lesley nos hizo pasar.
—Aquí hay alguien que se cachondea de nosotros.
—Esto se está agravando —dije.
Nightingale me lanzó una mirada penetrante, pero no me dijo nada.
—Pero ¿qué es lo que se agrava? —preguntó Lesley—. ¿Y cómo es que no podéis detenerlo?
—Porque no sabemos de qué se trata, agente —dijo Nightingale con frialdad.
Había un gran número de testigos y sospechosos, y de personas que colaboraban con la policía en su investigación. Nos separamos en parejas a fin de interrogarlos lo más rápido posible. Yo trabajé con Seawoll, mientras que Nightingale lo hizo con Lesley. Así habría siempre alguien que pudiera reconocer un vestigium si éste le golpeaba en la cara. La sargento Stephanopoulos se encargaba de reunir las pruebas materiales y examinar las grabaciones de las cámaras de videovigilancia.
En cierta manera, podía considerarse un privilegio ver trabajar a Seawoll. Era mucho menos intimidatorio con los sospechosos que con sus colegas de profesión. Las técnicas que empleaba en el interrogatorio eran suaves… no se hacía el simpático, siempre era formal, pero nunca levantaba la voz. Yo tomaba notas.
La secuencia de acontecimientos, tal como la reconstruimos, nos resultaba desoladoramente familiar, pero se había producido a una escala mucho mayor que en los casos precedentes. Todo había sucedido en una agradable tarde de domingo primaveral y St. Martin’s Court estaba bastante lleno. El Close es un callejón peatonal en el que se encuentran tres entradas de artistas distintas, la puerta trasera del Brown y el célebre J. Sheekey’s Oyster Bar. Es el bar donde la gente del teatro va a tomarse un café y a fumarse un buen cigarro entre representaciones. El J. Sheekey tiene una gran importancia en la cultura teatral, y no es de extrañar, porque sirve comidas a altas horas de la noche a poca distancia de los teatros más famosos del West End. Cuenta con porteros uniformados que visten chisteras y levitas negras, y fueron éstos los que empezaron el problema de aquella tarde.
A las dos y cuarenta y cinco, más o menos al mismo tiempo que yo tomaba el té con Oxley e Isis, seis miembros de la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna entraron en el Close desde Charing Cross Road. Era un recorrido habitual para los bhaktas, los devotos que aspiran a elevarse hasta el dios, en su camino desde Leicester Square hasta Covent Garden. Los guiaba Michael Smith —confirmamos su identidad mediante las huellas digitales—, adicto al crack, alcohólico, ladrón de coches y sospechoso de violación ya reformado. Había llevado una vida irreprochable desde que, varios meses antes, se había unido al movimiento. ISKCON —porque a la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna le gusta que se les conozca por sus siglas en inglés— sabe muy bien que la línea entre llamar la atención y provocar la hostilidad activa de los transeúntes es muy delgada. Su objetivo es que los cantos y danzas en el espacio público atraigan a potenciales conversos al movimiento sin provocar confrontaciones. Así, el «tiempo de permanencia» en cada uno de los lugares por donde pasan tiene que calcularse cuidadosamente para evitar problemas. Michael Smith tenía un don especial para calcular el máximo que podían permitirse los devotos, y por eso aquella tarde él guiaba a la hilera de color azafrán.
Y por eso —según Willard Jones, antiguo socorrista de Llandudno y afortunado superviviente— todo el mundo se había sorprendido cuando se detuvieron frente a J. Sheekey’s y Michael Smith les dijo que hicieran ruido. De todas maneras, habían salido a la calle para hacer ruido y llamar la atención, así que se pusieron a ello.
—Un ruido armonioso —dijo Willard Jones—. En esta era de materialismo e hipocresía, no existe una forma de realización espiritual tan efectiva como el canto del maha-mantra. Es como el genuino grito de un niño que llama a su madre…
Siguió hablando en la misma línea durante un buen rato. Lo que no resultó nada armonioso fue el cencerro, que, según nos dijo Willard Jones, era un auténtico cencerro; lo sabía porque su padre y sus hermanos eran auténticos granjeros arruinados de las colinas galesas.
—Si alguna vez en su vida han oído un cencerro —dijo Jones—, sabrán que no se concibieron para emitir un sonido armonioso.
Hacia las dos cincuenta, Michael Smith había sacado un enorme cencerro que hasta ese momento había llevado oculto y había empezado a hacerlo sonar con vigorosos movimientos del brazo. El portero uniformado que estaba de guardia ese día era nativo de Gurcan Temiz, residente en Tottenham, vía Ankara. Como típico londinense que era, Gurcan tenía un generoso umbral de tolerancia para con las ocasionales faltas de consideración. Después de todo, quien vive en una gran ciudad no puede quejarse de que la gran ciudad sea una gran ciudad. Pero incluso esa tolerancia tiene un límite, y ese límite se llama «se-están-cachondeando-de-mí». Y hacer sonar un cencerro de grandes dimensiones frente al restaurante y molestar a los clientes constituía, sin duda alguna, un acto de cachondeo, así que Gurcan se adelantó para recriminarle sus acciones a Michael Smith. Este último le golpeó repetidamente con el cencerro en la cabeza y en los hombros. Según el doctor Walid, el último golpe fue el que lo mató. En cuanto Gurcan Temiz estuvo en el suelo, otros dos devotos, a saber, Henry MacIlvoy, empadronado en Wellington, Nueva Zelanda, y William Cattrington, empadronado en Hemel, Hampstead, se arrojaron sobre la víctima y se pusieron a arrearle puntapiés. No provocaron los daños que en otro caso podrían haber causado, puesto que los dos devotos calzaban sandalias blandas de plástico.
En ese mismo momento, un ingenio explosivo estalló tras la barra del J. Sheekey’s. La clientela, pese a consistir en una mezcla de gentes del teatro y turistas, evacuó el local de manera ordenada, pero también con rapidez. Los que lo abandonaron por las salidas de incendios de la parte de atrás se dispersaron por Cecil Court; los que atravesaron la puerta de entrada pasaron junto a los cadáveres de Gurcan Temiz, Henry MacIlvoy y William Cattrington, pues para entonces ya estaban todos muertos. Casi todos los que se marcharon por allí se dieron cuenta de la presencia de cadáveres y de sangre, pero fueron muy imprecisos acerca de los detalles. Tan sólo Willard Jones llegó a ver bien lo que le había sucedido a Michael Smith.
—De pronto se sentó en el suelo —dijo Jones—. Y entonces la cabeza le estalló.
Hay un par de factores terrenales que pueden hacerte estallar la cabeza, como, por ejemplo, un disparo de rifle de gran potencia. A la Brigada de Homicidios le llevó algún tiempo descartar esa posibilidad en el curso de la investigación. Entretanto, averigüé el motivo de la explosión que había tenido lugar dentro del J. Sheekey’s, y nos fue muy bien que lo averiguara, porque en ese momento la Brigada Antiterrorista y el MI5 habían empezado a meter las narices en el caso, y eso no nos interesaba.
Encontré la respuesta gracias a los experimentos que había iniciado, medio en secreto, después de que se me averiara el teléfono. Yo no tenía ninguna intención de emplear el portátil, ni ningún otro teléfono como conejillo de indias, así que fui de visita a Ordenadores para África, una ONG que repara ordenadores en mal estado y los envía al Tercer Mundo, y salí de allí con una bolsa llena de chips y una placa base. Sospecho que procedían de una Atari ST. Utilicé cinta adhesiva protectora para sujetar los chips sobre el banco en intervalos de veinte centímetros y, en cuanto estuvieron todos en su lugar, abrí la mano y proyecté una luz fantasma. El truco de las investigaciones científicas consiste en ir repitiendo un mismo experimento sin cambiar más de una variante cada vez, pero en este caso tuve la sensación de que controlaba la producción de luces fantasma hasta el punto de poder producirlas siempre con la misma intensidad. Durante un día entero, no hice otra cosa que conjurar luces y luego observar con el microscopio los daños que habían sufrido los chips. No me sirvió para nada, salvo para cabrear a Nightingale. Me dijo que si me sobraba tanto tiempo tenía que poder explicarle la diferencia entre las preposiciones de acusativo y las de ablativo.
Entonces me distrajo al enseñarme mi primer adjectivum, que es una forma que cambia un aspecto de otra forma. Ese adjectivum se llamaba iactus, que, combinado con el impello, tenía que permitirme —al menos en teoría— desplazar una manzana en una determinada dirección. Al cabo de dos semanas de hacer explotar manzanas logré que una de ellas volara de un extremo al otro del laboratorio con razonable precisión. Nightingale me dijo que la fase siguiente consistiría en capturar objetos que otro me arrojara a mí, y así volvimos a empezar con las manzanas explosivas, y fue entonces cuando se adelantaron los relojes y fuimos a presentarle nuestros respetos al Padre Támesis.
Después, en la sala de interrogatorios, mientras Seawoll determinaba poco a poco los hechos a partir de las declaraciones de Willard Jones, fue cuando tuve la iluminación. Resulta que la magia se parece a la ciencia en que con frecuencia lo único que hay que hacer es darse cuenta de lo que es obvio. Igual que Galileo descubrió que los objetos sometidos a la fuerza de la gravedad se aceleraban al mismo ritmo independientemente de su peso, me di cuenta de que la gran diferencia entre mi móvil y los diversos microchips con los que había experimentado consistía en que el móvil estaba conectado a la batería en el momento de freírse.
Me pareció que conectar la colección entera de microchips a una batería iba a ser demasiado complicado y me llevaría demasiado tiempo, pero, por suerte, hoy en día se pueden comprar diez calculadoras genéricas por menos de cinco libras… siempre que uno sepa dónde ir. Sólo tuve que colocarlas en lugares diversos, encender la luz fantasma durante cinco segundos exactos y luego observarlas con el microscopio. La que había dejado bajo mi propia mano estaba calcinada, y los daños iban disminuyendo en un radio de dos metros. ¿Acaso mi cuerpo emitía una energía residual que dañaba los aparatos electrónicos? ¿O era yo quien había absorbido la energía de las calculadoras y había provocado con ello los daños? ¿Y por qué eran los chips los más afectados, y no el resto de los componentes? Lo más importante: a pesar de las cuestiones no resueltas, había quedado claro que podía llevar encima el móvil y hacer magia… siempre que antes le sacase la batería.
—Pero ¿qué significa todo eso? —me preguntó Lesley.
Tomé otro trago de la Beck y agité la botella frente al televisor.
—Significa que he logrado entender cómo empezó el incendio.
A la mañana siguiente, Lesley me envió por correo electrónico el informe sobre el incendio, y, después de leerlo, busqué un minorista que pudiera venderme una caja registradora idéntica a la del J. Sheekey’s Oyster Bar. Como Nightingale había establecido la norma de que «No se aceptan visitas en la Locura con la excepción de las cocheras», tuve que cargar con el maldito trasto desde la puerta de la tienda hasta mi laboratorio. Molly me vio pasar tambaleante y se cubrió los labios con la mano para disimular su sonrisa. Me imaginé que, dada la situación, Lesley no contaría como visita, pero cuando la llamé para que asistiera a la demostración me respondió que estaba ocupada haciéndole recados a Seawoll. Tan pronto como todo estuvo en su sitio, le pedí a Molly que le pidiera a Nightingale que acudiese al laboratorio.
Despejé una zona en un rincón alejado de todas las conducciones de gas, monté la caja registradora sobre un carrito y la enchufé. Al llegar Nightingale, le entregué una bata de laboratorio y unas gafas protectoras, y le pedí que se quedara sobre una marca a seis metros de la caja. Entonces, antes de hacer nada más, le saqué la batería al teléfono móvil.
—¿Y cuál es el propósito exacto de todo esto? —preguntó Nightingale.
—Si observa usted mis movimientos —dije—, dentro de muy poco lo verá.
—Si tú lo dices, Peter… —contestó, y se cruzó de brazos—. ¿Quieres que también me ponga un casco?
—Probablemente no será necesario, señor —dije—. Voy a contar hacia atrás desde tres y, cuando llegue a cero, le rogaría que empleara el hechizo más potente que pueda hacer sin provocar destrozos.
—¿El más potente? —preguntó Nightingale—. ¿Estás seguro de lo que me pides?
—Sí, señor —afirmé—. ¿Está usted a punto?
—Si tú también lo estás, sí.
Conté hacia atrás y, al llegar a cero, Nightingale hizo explotar el laboratorio… ésa fue, por lo menos, la impresión que me llevé en un primer momento. Una bola de fuego abrasador, como una luz fantasma que hubiera salido terriblemente mal, tomó forma sobre la mano extendida de Nightingale. Me envolvió una oleada de calor y olí a cabello chamuscado. Estuve a punto de arrojarme tras un banco, pero entonces me di cuenta de que el calor no era físico. No podía serlo, porque, si no, el cuerpo de Nightingale habría ardido. Todo el calor quedaba contenido de algún modo en la esfera que se hallaba sobre su mano… lo que yo sentía eran vestigia a gran escala.
Nightingale me miró y enarcó una ceja sin alterarse.
—¿Durante cuánto tiempo quieres que lo mantenga?
—No lo sé —respondí—. ¿Durante cuánto tiempo puede usted mantenerlo?
Nightingale se rió. Vislumbré movimiento con el rabillo del ojo y, al volverme, vi a Molly en la puerta. Los ojos le brillaban porque el fuego se reflejaba en ellos. Miraba fijamente a Nightingale.
Me volví en el mismo momento en el que estallaba la caja registradora. La tapa saltó por los aires y una lluvia de plástico quemado se expandió como un surtidor, el humo negro subió en forma de volutas y se extendió por el techo. Molly chilló con delectación y yo me acerqué corriendo con el extintor y rocié CO2 a la caja registradora hasta que el fuego se apagó. Nightingale hizo que se desvaneciese su esfera de muerte llameante y activó unos extractores de cuya presencia en el laboratorio ni siquiera me había dado cuenta.
—¿Por qué ha explotado? —preguntó.
—La rápida avería de los componentes libera un gas explosivo. Hidrógeno, o algo así —dije—. Recuerde que no pasé del aprobado en química. El gas se mezcla con el aire que se encuentra dentro del aparato, se produce una chispa eléctrica y, ¡bum! La pregunta a la que tendría usted que responderme es: ¿al hacer un hechizo, succionamos la magia que se encuentra dentro de un objeto, o, por el contrario, somos nosotros quienes ponemos la magia en dicho objeto?
La respuesta fue, obviamente, que hacíamos ambas cosas.
—Ésa es una cuestión que no se suele tratar hasta que el pupilo ha dominado la forma primaria —dijo Nightingale.
La magia, tal como la entendía Nightingale, era generada por la vida. Un mago podía trabajar con su propia magia, o con magia que había almacenado por medio de un conjuro. Su explicación me interesó, pero no me pareció que permitiera comprender las explosiones de las cajas registradoras. Sin embargo, la vida se protegía a sí misma y, cuanto más compleja era, más magia generaba, pero, al mismo tiempo, más difícil era extraerle dicha magia.
—Es imposible extraer magia de un ser humano —dijo Nightingale—. E incluso de un perro.
—Los vampiros —dije— succionaron la vida de todos los que se encontraban en la casa, ¿verdad?
—Es evidente que los vampiros practican ese tipo de parasitismo, pero no sabemos cómo lo hacen —dijo Nightingale—. Tampoco sabemos qué medios emplean las gentes como tu amiga Beverley Brook para absorber la energía de su entorno.
—La casa de los vampiros es el primer sitio donde noté ese efecto que sufren los microchips —dije.
—Las máquinas se parecen cada vez más a los hombres —dijo Nightingale—. Me imagino que, como lógica consecuencia, han empezado a producir magia propia. No acabo de entender para qué nos sirve todo esto.
Me esforcé por no hacer una mueca al oír su cháchara pseudocientífica y pensé que no era momento de entrar en esa materia.
—En primer lugar —expliqué—, nos sirve porque ahora sabemos que el causante de todo esto absorbe enormes cantidades de energía y, en segundo lugar, porque apunta a otras direcciones en las que tenemos que investigar.
No podía decirse que estuviéramos descubriendo gran cosa. Entretanto, la Brigada de Homicidios de Seawoll tuvo que tomar a su cargo un apuñalamiento particularmente absurdo en un pub de Piccadilly Circus. Fui a echar una ojeada, pero no había vestigia y, en cambio, el crimen tenía un móvil que no por tonto era menos plausible.
—Su novia le engañaba —me explicó Lesley una noche que vino a ver un DVD. Primer chico conoce chica, chica se acuesta con segundo chico, primer chico le clava un navajazo a segundo chico y se da a la fuga—. Pensamos que está escondido en Walthamstow —dijo—. Son muchos los que dirían que estar allí ya es castigo suficiente.
Los asesinatos que tuvieron lugar frente al J. Sheekey’s se le imputaron a Michael Smith. En teoría, había disparado a tres personas a la cabeza con un arma ilegal y luego se había suicidado con la misma arma. Los medios de comunicación habrían puesto más interés en el asunto si no hubieran pillado a una estrella de seriales televisivos follando con un futbolista igualmente famoso en los baños de una discoteca de Mayfair. El escándalo consiguiente dejó en un segundo plano el resto de noticias durante un par de semanas y, en opinión de Lesley, fue demasiado oportuno como para tratarse de una coincidencia.
Me pasé todo abril practicando con la forma, estudiando latín y perfeccionando los experimentos en busca de nuevas maneras de averiar microchips. Todas las tardes sacaba a Toby a pasear por la zona de Covent Garden y Cambridge Circus para ver si alguno de los dos husmeaba algo, pero no encontramos nada. Llamé en un par de ocasiones a Beverley Brook, pero me dijo que su madre le había prohibido salir conmigo mientras yo no avanzara en mis gestiones con Padre Támesis.
Mayo empezó como es típico cuando hay un puente: con dos días de lluvia y tres de llovizna, hasta que al domingo siguiente amaneció un sol claro y brillante. Es en días como ésos cuando los hombres jóvenes piensan en el amor, los helados y los números de Punch y Judy[8].
Era el día de la Feria de Mayo en Covent Garden, cuando se celebra la primera representación conocida de Punch y Judy con un concierto de instrumentos de metal, una misa especial con marionetas en la iglesia de los Actores y todos los espectáculos de Punch y Judy que puedan caber en el recinto. Durante mi período de pruebas en Charing Cross, había trabajado siempre en esa fecha en el control de aglomeraciones, así que llamé a Lesley y le pregunté si quería conocer la feria desde un punto de vista civil. Compramos helados y coca-colas en la Tesco Metro y fuimos esquivando turistas hasta llegar al pórtico frontal de la iglesia. Habían instalado un único teatrillo a menos de medio metro del lugar donde le habían arrancado la cabeza al pobre William Skirmish.
—Hace ya cuatro meses —dije en voz alta.
—Yo no me he aburrido —dijo Lesley.
—Porque tú no has tenido que estudiar latín —aclaré.
Habían puesto esteras en el suelo para que los niños se sentaran mientras los adultos nos quedábamos atrás. Un hombre vestido de bufón se adelantó y se puso a animar al público. Explicó que a lo largo de los años había habido muchas versiones del espectáculo de Punch y Judy, pero que ese día, para nuestra edificación y solaz, el renombrado profesor Phillip Pointer representaría La comedia trágica o tragedia cómica de Punch y Judy, tal como Giovanni Piccini se la había contado a John Payne Collier en 1827.
La historia empezó con una escena en la que el perro Toby le mordía la nariz a Punch.
