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A ORILLAS DEL RÍO

Hay ciertas cosas que nadie quiere hacer diez minutos después de despertarse, y una de ellas es circular por la Great West Road a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera a las tres de la madrugada, con la luz y la sirena puestas para apartar a los transeúntes y la calle tan vacía como pueda llegar a estarlo una calle londinense. Yo me aferraba a la correa de la puerta y trataba de no acordarme de que el Jaguar, a pesar de sus notables cualidades —el estilo y el acabado de un coche de época— carecía de airbag y de todos los sistemas de seguridad de los coches modernos.
—¿Has logrado hacer funcionar la radio? —preguntó Nightingale.
En algún momento, alguien había instalado una radio moderna en el Jaguar. Nightingale reconocía de buena gana que no sabía utilizarla. Yo había logrado encenderla, pero entonces me distraje, porque Nightingale tomó la rotonda de Hogarth a tal velocidad que la cabeza se me fue contra la ventanilla. Aproveché un trecho de carretera sin apenas curvas para sintonizar la frecuencia de la comisaría del distrito de Richmond. Nightingale me había dicho que el problema se había producido en esa zona. Captamos el final de una explicación en el tono de voz ligeramente estrangulado de la persona que trata de fingir que no siente pánico. Decía no sé qué sobre ocas.
«Tango Whiskey Uno a Tango Whiskey Tres: ¿Pueden repetir?».
TW-1 era la inspectora de servicio en Richmond, hablando desde la sala de mando local, mientras que TW-3 debía de ser uno de los vehículos de intervención inmediata.
«Tango Whiskey Tres a Tango Whiskey Uno: estamos en el White Swan y sufrimos el ataque de las malditas ocas».
—¿El White Swan? —pregunté.
—Es un pub de Twickenham —dijo Nightingale—. Cerca del puente de Eel Pie Island.
Yo sabía que el Eel Pie Island era una serie de embarcaderos y casas construidos sobre una pequeña isla de apenas quinientos metros de largo en el río. En cierta ocasión, los Rolling Stones habían tocado allí. También había tocado mi padre. Por eso conocía el lugar.
—¿Y las ocas? —pregunté.
—Son mejores guardianas que los perros —dijo Nightingale—. Si no te lo crees, pregúntaselo a los antiguos romanos.
TW-1 no sentía ningún interés por las ocas; quería información sobre el delito. Veinte minutos antes habían recibido varias llamadas en el 999. Habían informado de disturbios y posibles enfrentamientos entre grupos de jóvenes. A juzgar por mi experiencia, podíamos encontrarnos con cualquier cosa: desde una despedida de soltera que se hubiera desmadrado hasta una jauría de zorros que se hubiera puesto a derribar cubos de basura.
TW-3 informó haber visto a un grupo de IC1 de sexo masculino, vestidos con pantalones vaqueros y cazadoras estilo donkey, peleando contra un grupo indeterminado de IC3 de sexo femenino en Riverside Road. Por si no lo sabíais, IC1 es el código de identificación para referirse a los blancos, e IC3 son los negros. Yo oscilo entre IC3 e IC6… me suelen clasificar como árabe o norteafricano. Depende de si he tomado mucho el sol. Los enfrentamientos entre negros y blancos no eran habituales, pero tampoco imposibles. En cambio, nunca había oído hablar de una pelea entre un grupo de chicos y otro de chicas, y TW-1 tampoco, por lo que pidió aclaraciones.
«De sexo femenino —informó TW-3—. De sexo femenino, sin duda alguna, y además hay una que está desnuda».
—Me lo temía —dijo Nightingale.
—¿Qué es lo que se temía?
El Jaguar se lanzó a toda pastilla por el puente de Chiswick y el paisaje se desdibujó a nuestro alrededor. Más arriba de Chiswick, el Támesis traza un bucle hacia el norte en torno a los jardines de Kew, y nosotros cortábamos en dirección al puente de Richmond.
—Cerca de ahí hay un santuario importante —dijo Nightingale—. A mí me parece que los muchachos debían de ir por él.
—¿Y las chicas lo defienden?
—Algo por el estilo —respondió Nightingale.
Era un conductor soberbio. Alcanzaba un grado de concentración que siempre me reconforta cuando circulamos a alta velocidad. Pero, con todo, también tenía que contenerse cuando se metía por calles estrechas. El centro de Richmond se había edificado de acuerdo con el mismo modelo que Londres, en tiempos en los que la planificación urbana era algo que sólo les ocurría a los demás.
«Tango Whiskey Cuatro a Tango Whiskey Uno: me encuentro en Church Lane, junto al río, y he localizado a cinco o seis IC1 de sexo masculino que se suben a una embarcación… para iniciar una persecución».
TW-4 debía de ser el segundo vehículo de intervención inmediata de Richmond. Por tanto, todos los vehículos disponibles habían entrado en liza.
TW-3 informó de que no se veía ni rastro de las IC3 de sexo femenino, ni desnudas ni vestidas, pero que sí habían divisado una embarcación que navegaba hacia la orilla opuesta.
—Llámales y diles que estamos a punto de llegar —ordenó Nightingale.
—¿Cuál es nuestro código de llamada? —pregunté.
—Zulú Uno —me dijo.
Abrí el micrófono.
—Zulú Uno a Tango Whiskey Uno: responda.
Hubo unos momentos de pausa mientras TW-1 lo digería. Me pregunté si la inspectora de servicio sabría quiénes éramos.
«Tango Whiskey Uno a Zulú Uno: recibido». La inspectora hablaba con voz inexpresiva, neutral. Estaba claro que sí sabía quiénes éramos. «Tengan en cuenta que los sospechosos parecen haber atravesado el río y podrían encontrarse en la orilla meridional».
Traté de confirmar la recepción, pero se me ahogó la voz cuando me di cuenta de que Nightingale se había metido contra dirección por George Street, que es una calle de dirección única. Se supone que no hay que hacerlo ni siquiera cuando se circula con luz y sirena. Entre otros motivos, por el riesgo de pegársela contra una de esas máquinas que pesan tanto y que se inventaron para limpiar las calles durante la noche. Apoyé bien las piernas en el fondo del coche cuando nuestros faros delanteros iluminaron un corazón de san Valentín de dos metros de alto y color cereza en la ventana de una Boots.
TW-3 nos llamó: «Tengan en cuenta que la embarcación sospechosa se ha incendiado, veo a varias personas que saltan por la borda».
Nightingale pisó el acelerador, pero, por suerte, doblamos una esquina y volvimos a circular en la dirección correcta. El puente de Richmond nos quedaba a la derecha, pero Nightingale cortó por la pequeña rotonda y siguió por la calle que bordeaba el Támesis. Oímos que TW-1 llamaba a la lancha de la Brigada de Incendios de Londres… tardaría, como mínimo, veinte minutos en llegar.
Nightingale metió el Jaguar por una salida a la derecha que yo ni siquiera había visto y de pronto circulamos en la más absoluta negrura, traqueteando sobre la grava que rebotaba contra el fondo del chasis. Un súbito viraje a la izquierda y nos encontramos al borde del agua, y seguimos adelante por la orilla del río por donde éste se curvaba de nuevo hacia el norte. En la orilla opuesta había una hilera de pequeños yates de motor amarrados a los embarcaderos, y un poco más lejos alcancé a ver llamas amarillas: la embarcación en llamas. No era una embarcación moderna para salidas de placer. Parecía más bien una de esas típicas barcazas de media eslora que suelen pertenecer a empresarios del ramo de la homeopatía, siempre con las bordas pintadas a mano y un gato dormido sobre la cabina. No se veía al gato por ninguna parte, pero, por si había habido alguno, le deseé que supiera nadar, porque la embarcación ardía de un extremo a otro.
—Allí —dijo Nightingale.
Miré adelante y vi varias figuras a las que apenas alcanzaban a iluminar nuestros faros. Se lo comuniqué a TW-1:
—Confirmamos la presencia de sospechosos en la orilla sur… ¿dónde diablos estamos?
—Donde el ferry de Hammerton —dijo Nightingale, y lo repetí al micrófono.
Nightingale frenó el Jaguar y nos detuvimos frente a la embarcación en llamas. Llevábamos linternas en la guantera, aberraciones vulcanizadas con anticuadas bombillas de filamento. El peso que me hizo sentir en la mano me dio cierta tranquilidad cuando me adentré con Nightingale en las sombras.
Iluminé el sendero con la linterna, pero los sospechosos —si es que de verdad lo eran— se habían largado. Nightingale parecía más interesado en el río que en el sendero. Inspeccioné con la linterna las aguas que circundaban la barcaza. Vi que la embarcación avanzaba lentamente río abajo, arrastrada por la corriente, pero no había nadie en el agua.
—¿No deberíamos asegurarnos de que no haya quedado nadie a bordo? —pregunté.
—Más vale que no quedara nadie —contestó Nightingale con voz fuerte, como si le hablara al río, y no a mí—. Y quiero que apaguen ese fuego ahora mismo —dijo.
Oí una risilla en la oscuridad. Iluminé con la linterna el lugar de donde me pareció que procedía, pero no vi nada, salvo las embarcaciones amarradas en la otra orilla. Me volví, y me encontré con que la embarcación en llamas descendía al fondo del río, como si alguien la hubiese agarrado por debajo y la hubiera arrastrado bajo la superficie. Las últimas llamas se extinguieron, y entonces, como si alguien hubiera soltado un pato de goma, emergió de nuevo a la superficie. El fuego se había apagado.
—¿Cómo ha podido ocurrir eso? —pregunté.
—Han sido los espíritus del río —dijo Nightingale—. Quédate ahí mientras acabo de inspeccionar la orilla.
Oí otra risa que provenía de las aguas. Entonces, con un sonido nítido, a menos de tres metros de donde me encontraba, una voz que indudablemente pertenecía a una mujer londinense dijo «¡Ay, mierda!». A continuación se oyó como si alguien hubiera desgarrado metal.
Fui corriendo en esa dirección. En aquel trecho, la orilla era una pendiente fangosa que se sostenía tan sólo gracias a las raíces de los árboles y a unos pocos refuerzos de piedra. Al acercarme, oí un chapoteo, y llegué a tiempo de iluminar con la linterna una silueta esbelta y curvilínea que desaparecía bajo las aguas. Habría podido tomarla por una nutria, si hubiera sido lo bastante estúpido como para olvidar que las nutrias no tienen el cuerpo cubierto de pelo ni tampoco son grandes como un hombre. Vi que tenía bajo los pies una caja cuadrada de alambre —formaba parte de un proyecto antierosión sobre el que me informé luego— y que uno de sus costados estaba abierto.
Nightingale regresó con las manos vacías y dijo que podíamos esperar a que llegase la lancha de los bomberos y remolcara los restos de la barcaza. Le pregunté si las sirenas existían.
—Eso no era una sirena —dijo.
—Entonces, las sirenas existen —afirmé.
—Ahora no te distraigas, Peter —añadió—. Vayamos paso a paso.
—¿Qué es un espíritu del río? —pregunté.
—Genii locorum —respondió—. El espíritu de un lugar, una diosa del río, si prefieres decirlo así.
Pero no era la diosa del propio Támesis, según me explicó Nightingale, porque su participación en un incidente habría constituido una violación del acuerdo. Le pregunté si aquel acuerdo era «el acuerdo», u otro acuerdo que no tenía nada que ver con el anterior.
—Hay bastantes acuerdos —explicó Nightingale—. Buena parte de nuestro trabajo consiste en asegurarse de que todo el mundo los respete.
—El río tiene una diosa —dije.
—Sí… Madre Támesis —informó pacientemente—. Y también un dios del río… Padre Támesis.
—¿Y son parientes?
—No —dijo—. Y a eso se debe en parte el problema.
—¿Son dioses de verdad?
—No me ocupo de cuestiones teológicas —dijo Nightingale—. Existen y tienen medios para perturbar la paz de la Reina. Por lo tanto, la policía tiene que encargarse de ellos.
Un reflector perforó la negrura y recorrió la superficie del río, una vez, dos veces, hasta detenerse definitivamente sobre los restos de la barcaza. La Brigada de Incendios de Londres acababa de llegar. Capté el olor de los gases de escape de un motor diésel. La lancha de los bomberos maniobró con cautela junto a la barcaza. Figuras con cascos amarillos aguardaban con mangueras y garfios. El reflector reveló que el fuego había devorado por completo la embarcación, pero de todas maneras me di cuenta de que el casco estaba pintado de rojo con los bordes negros. Oí la voz de los bomberos, que charlaban mientras abordaban la embarcación y la amarraban. La escena me tranquilizó de puro cotidiana. Y esa circunstancia guió mis pensamientos en otra dirección. Nightingale y yo habíamos salido de la cama y nos habíamos lanzado en dirección oeste con el Jaguar sin tener ningún indicio de que aquello fuera algo más que una típica noche del viernes.
—¿Cómo sabía que esto entraba dentro de nuestras competencias? —pregunté.
—Tengo fuentes propias —dijo Nightingale.
Uno de los vehículos de intervención inmediata de Richmond llegó con la inspectora de servicio y perdimos un rato en faroleo burocrático para demostrar nuestra respectiva acreditación profesional. Richmond nos ganó por puntos, pero tan sólo porque uno de ellos había venido con un termo de café. Nightingale interrogó a las gentes del lugar… nos dijeron que había sido una pelea entre bandas. Unos jóvenes IC1, indudablemente borrachos, habían robado una embarcación en algún punto que se encontraba más allá de la esclusa de Teddington y habían empezado una pelea con jóvenes IC3 del barrio donde estábamos, algunos de los cuales eran de sexo femenino. La cuadrilla procedente de Teddington había tratado de escapar y había pegado fuego por accidente a su propia embarcación, habían saltado todos al agua y habían escapado a pie por el sendero que bordeaba el Támesis. Todo el mundo asentía con la cabeza: parecía un típico viernes por la noche en la gran ciudad. Nightingale dijo estar seguro de que nadie se había ahogado, pero la inspectora de servicio de Richmond optó por llamar a un equipo de búsqueda y rescate, por si acaso.
Luego, cuando los dos inspectores hubieron marcado sus respectivos árboles, nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Condujimos de vuelta en dirección a Richmond, pero nos detuvimos poco antes de llegar al puente. Faltaba por lo menos una hora para el alba, pero Nightingale me llevó por la puerta de una verja de hierro y entonces me di cuenta de que la carretera en la que nos encontrábamos pasaba por dentro de unos jardines municipales situados sobre una pendiente que terminaba a orillas del río. Algo más adelante se distinguía un fulgor anaranjado —un farol de viento que colgaba de las ramas más bajas de un plátano—. Iluminaba los arcos de ladrillo rojo sobre los que se asentaba la continuación de la carretera. Dentro de las cuevas artificiales que se hallaban bajo los arcos vi sacos de dormir, cajas de cartón y periódicos viejos.
—Voy a tener una charla con ese trol —dijo Nightingale.
—Señor… —le dije—. Se supone que tenemos que llamarlos personas sin techo.
—Este caso es distinto —explicó Nightingale—. Es un trol de verdad.
Vi algo que se movía a la sombra de uno de los arcos, un rostro pálido, cabello desgreñado, varias capas de ropa vieja que lo protegían del frío del invierno. A mí me pareció una persona sin techo.
—¿Es un trol de verdad? —pregunté.
—Se llama Nathaniel —dijo Nightingale—. Antes dormía bajo el puente de Hungerford.
—¿Y por qué se mudó? —pregunté.
—Parece que prefería vivir en un área suburbana.
«Un trol suburbano», pensé. ¿Por qué no?
—Fue él quien le dio el chivatazo, ¿verdad que sí? —dije—. Le puso sobre la pista.
—Un policía solo vale lo que valgan sus informantes —dijo Nightingale. No le recordé que hoy en día se llaman Recursos Humanos de Inteligencia Encubiertos—. Quédate atrás —ordenó—. Aún no te conoce.
Nathaniel volvió a meterse en su guarida cuando vio que Nightingale se le acercaba, y se puso educadamente en cuclillas a la entrada de su cueva de trol. Golpeé con los pies en el suelo y me soplé los dedos. Había tenido ojo al ponerme el jersey del uniforme bajo la chaqueta, pero, con todo, era febrero y las tres horas que habíamos pasado junto al río me estaban calando hasta los huesos. Si no hubiera estado tan ocupado en meterme las manos en los sobacos, tal vez me habría dado cuenta mucho antes de que alguien me observaba. En realidad, si no me hubiera pasado las dos últimas semanas esforzándome por distinguir entre el vestigium y las sospechas casuales de cada día, no me habría dado cuenta en absoluto.
Todo empezó como un rubor, una sensación de vergüenza, como esa vez que estaba en la disco Year Eight y Rona Tang atravesó la tierra de nadie en la pista de baile y me informó, en términos inequívocos, de que Funme Ajayi quería bailar conmigo. Pero yo no podía lanzarme a bailar bajo la vigilancia de un contubernio de muchachas adolescentes que me observaban. Sentí sobre mí la misma mirada… desafiante, burlona, indiscreta. Para empezar, me di la vuelta, como suele hacerse, pero no vi nada, salvo las farolas de sodio en la calle. Me pareció notar el soplo de un aliento cálido en la mejilla, una sensación como de luz del sol, hierba cortada y pelo quemado. Me volví y contemplé el río y, por un instante, me pareció que veía movimiento, un rostro, algo…
—¿Has visto algo? —me preguntó Nightingale, y me dio tal susto que pegué un salto.
—Dios bendito —exclamé.
—En este río, no —dijo Nightingale—. Ni el propio Blake[2] lo habría considerado posible.
Regresamos al Jaguar y volvimos a sentir el caprichoso abrazo de su sistema de calefacción de los años sesenta. Mientras volvíamos al centro de Richmond —nuevamente por la carretera de sentido único, pero esta vez en la dirección correcta—, le pregunté a Nightingale si Nathaniel el Troll le había contado algo interesante.
—Ha confirmado nuestras sospechas —dijo.
Por lo visto, los muchachos de la embarcación eran seguidores de Padre Támesis que habían navegado río abajo con el fin de asaltar el santuario de Eel Pie Island, y las seguidoras de Madre Támesis los habían pillado. Seguro que habían ido con el depósito lleno, y probablemente le habían pegado fuego ellos mismos a la barca cuando trataban de escapar. El curso inferior del río Támesis era territorio soberano de Madre Támesis, y el curso superior pertenecía a Padre Támesis. La frontera entre ambos trechos se hallaba en la esclusa de Teddington, dos kilómetros más abajo de Eel Pie Island.
—Entonces, ¿piensa que Padre Támesis quería ocupar nuevos territorios? —pregunté.
Estos «dioses» parecían narcotraficantes. Al regresar, encontramos un tráfico bastante más denso… Londres se despertaba.
—No es nada extraño que espíritus ligados a un territorio tengan ambiciones territoriales —dijo Nightingale—. En cualquier caso, pienso que podría ser tu inigualable intuición la que resolviera el conflicto. Quiero que vayas a hablar con Madre Támesis.
—¿Y qué es lo que mi inigualable intuición y yo mismo tenemos que decirle a Madre Támesis?
—Tendréis que descubrir cuál es el problema y si es posible llegar a una solución amistosa.
—¿Y si no lo consigo?
—Pues entonces quiero que le recuerdes que, piensen lo que piensen algunos, la paz de la Reina rige en la totalidad del Reino.
Nightingale no quería que nadie más condujera su Jaguar. Era comprensible. Si yo tuviera un coche como ése, tampoco permitiría que ninguna otra persona lo condujese. Sin embargo, sí podía disponer de un Ford Escort de diez años de antigüedad que parecía que tuviera escrito en el capó: «excoche patrulla». Nightingale conseguía los coches usados en la misma tienda que Lesley. Los antiguos coches de policía siempre son reconocibles, porque, por mucho que los laves, siempre huelen a policía viejo.
Shoreditch, Whitechapel, Wapping… el dinero y la intransigencia habían unido el antiguo y el nuevo East End. Madre Támesis vivía al este de la White Tower en un almacén transformado en edificio de apartamentos, a poca distancia de la dársena de Shadwell. Se hallaba al otro lado del desembarcadero del Prospect of Whitby, un antiguo pub que en su tiempo había sido una legendaria sala de jazz. Mi padre había compartido su escenario con Johnny Keating, pero, gracias a su magnífica habilidad para destrozar su propia carrera, había logrado perderse un concierto con Lita Roza… creo que le sustituyó Ronnie Hughes.
La pared del almacén que daba a la calle tenía una fachada sin puertas, de ladrillo londinense, pero, por el lado del Támesis, los viejos muelles de carga se habían transformado en aparcamiento para coches. Aparqué entre un Citroën Picasso de color naranja y un Jaguar XF de color rojo ladrillo refractario, con una pegatina de Urban Dance FM en el parabrisas.
Al salir del vehículo, percibí los vestigia con una claridad que no había experimentado hasta ese momento. Un súbito olor a pimienta y agua salobre, fugaz y molesto como el chillido de una gaviota. No es que me sorprendiera, porque, en otro tiempo, el almacén había formado parte del puerto de Londres, el de mayor actividad en el mundo entero.
Un desagradable viento frío soplaba sobre el Támesis y por ello me dirigí en seguida al vestíbulo. Alguien, en algún lugar, tenía la música puesta, con los bajos a un volumen que transgredía las ordenanzas de Salud y Prevención de Riesgos. La melodía —si es que la había— no era audible, pero sentía la línea de bajo en el pecho. De pronto se sobrepuso a ella un gorjeo de risas femeninas, perverso y parlanchín. La entrada era de estilo neovictoriano y tenía un portero automático ultramoderno. Marqué el número que me había indicado Nightingale y aguardé. Estaba a punto de volver a marcarlo cuando oí cómo alguien se acercaba al otro lado de la puerta arrastrando las zapatillas sobre el suelo. La puerta se abrió y vi a una joven negra con ojos de gata, vestida con una camiseta negra que le iba varias tallas grande, con las palabras «NOSOTRAS ESTAMOS AL MANDO» en la pechera.
—Hola —me saludó—. ¿Qué deseas?
—Soy el detective Grant, de la Policía Metropolitana —informé—. He venido a ver a la señora Támesis.
La muchacha me miró de arriba abajo y, tras juzgarme de acuerdo con algún criterio preestablecido, cruzó los brazos sobre los pechos y me miró con suspicacia.
—¿Y cómo es eso? —preguntó.
—Me manda Nightingale —dije.
La muchacha suspiró y se volvió hacia el vestíbulo.
—Ha venido un tío que dice que lo manda el Mago. —En la espalda de la camiseta se leía: «NOSOTRAS ESTAMOS AL MANDO».
—Que pase —gritó una voz desde el interior del edificio. Hablaba con un suave, pero inconfundible acento nigeriano.
—Ya puedes pasar —dijo la muchacha, y se apartó a un lado.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Beverley Brook[3] —respondió, y ladeó la cabeza cuando pasé por su lado.
—Encantado de conocerte, Beverley —dije.
Dentro del edificio hacía calor, un calor tropical, casi húmedo, y la frente y la espalda se me perlaron de sudor. Vi que las puertas que daban al pasillo común estaban abiertas y el pesado ritmo de bajo se oía en lo alto de una escalera de hierro forjado por la que se accedía a los pisos superiores. O se trataba del bloque de pisos con los vecinos mejor avenidos de la historia de Inglaterra, o Madre Támesis disponía del edificio entero.
Beverley me condujo hasta un apartamento en la planta baja. Traté de no ver las largas piernas que emergían, esbeltas y morenas, bajo la camiseta. Dentro del apartamento el calor era aún más intenso, y reconocí el olor del aceite de palma y de la hoja de mandioca. Conocía muy bien el estilo de apartamento en el que acababa de entrar, desde las paredes, pintadas en un suave tono melocotón, hasta la cocina repleta de arroz y pollo, y galletas de crema de la marca Morrisons.
Nos detuvimos en el umbral de la sala de estar. Beverley me ordenó con un gesto que me acercara y me murmuró al oído:
—Mantén una actitud respetuosa.
Tomé aliento y sentí el olor del cabello planchado y de la mantequilla de coco. Era como volver a tener dieciséis años.
En los años noventa contrataron a un arquitecto para que reformase el edificio y le dijeron que tenía que diseñar apartamentos de lujo para jóvenes con una carrera profesional prometedora. Sin lugar a dudas, el arquitecto pensó en trajes de oficina estilo años ochenta, tirantes y gente que amueblaría su hogar con el deprimente estilo minimalista de las novelas de detectives escandinavas. Lo más probable es que no llegara a imaginarse, ni siquiera en la peor de sus pesadillas, que el dueño aprovecharía las generosas proporciones de la sala de estar como excusa para meter por lo menos cuatro tresillos de World of Leather. Por no hablar de la televisión de plasma —en esos momentos tenían puesto un partido de fútbol sin sonido—, ni del tiesto con la enorme planta —me di cuenta en seguida de que era un mangle—. Un mangle de verdad. Sus raíces nudosas habían escapado del tiesto y buscaban un lugar sobre la alfombra de felpa. Miré hacia el techo y vi que las ramas más altas se habían hincado en él. Vi los lugares donde el yeso blanco se había desprendido y había dejado al descubierto las vigas de madera de pino.
Sobre un sofá de cuero, encontré una colección de africanas de mediana edad como las que hallaríamos en una iglesia pentecostal. Todas me miraron de arriba abajo como antes lo había hecho Beverley. Sentada entre ellas, desentonando con el conjunto, había una mujer blanca y flaca, ataviada con un vestido de cachemira rosada y perlas. Tenía todo el aspecto de hallarse en su hogar, como si se hubiera metido allí de camino hacia la ciudad y no hubiera vuelto a salir. Noté que el calor no la molestaba. Bajó la cabeza a modo de saludo.
Pero nada de eso importaba en absoluto, porque en la misma habitación se hallaba la diosa del Río Támesis.
Estaba entronizada en un lujoso sillón giratorio. Llevaba el cabello trenzado sobre la cabeza con hebras de algodón negro y adornado con piezas de oro en las puntas; parecía que una corona le ciñera la frente. Su rostro era redondeado y sin arrugas, la piel tersa y perfecta como la de un niño, y los labios carnosos y muy oscuros. Tenía unos ojos de gata idénticos a los de Beverley. La blusa y el pareo estaban tejidos con el mejor encaje de oro austríaco; el escote, bordado en tonos plateados y escarlatas, era suficiente para dejar al descubierto un hombro carnoso y de piel lisa, así como la generosa curva de sus senos.
Una mano bellamente cuidada reposaba sobre una mesa lateral. Al pie de ésta había varios sacos de arpillera y pequeñas cajas de madera. Al acercarme un poco más, olí el agua salada y el café, la gasolina diésel y los plátanos, el chocolate y las entrañas de pescado. No necesitaba que Nightingale me dijese nada para saber que lo que sentía era sobrenatural, un hechizo tan poderoso que era como si me arrastrara una oleada. Una vez estuve en su presencia, no me pareció extraño que la diosa del río fuese nigeriana.
—Así que el muchacho del Mago eres tú —dijo Mamá Támesis—. Creo recordar que se había llegado a un acuerdo.
Logré articular palabras.
—A mí me parece que era algo más que un acuerdo.
Tenía que luchar contra mis propios impulsos de caer de rodillas frente a la diosa, meterle la cara entre los pechos y dejarme llevar. Me ofreció asiento, y para entonces ya estaba tan agarrotado que sentí dolor al sentarme.
Me di cuenta de que Beverley se había cubierto la boca con la mano para disimular sus risillas. Mamá Támesis también. Esta última hizo un gesto para ordenarle a la adolescente que fuese a la cocina. Lo sé muy bien: si las africanas tienen niños, es para endosarles las tareas del hogar.
—¿Quieres una taza de té? —preguntó Mamá Támesis.
La rechacé con cortesía. Nightingale había sido muy explícito: no comer ni beber nada mientras me hallara bajo su techo. «Si lo haces —me había dicho—, picarás su anzuelo». Mi madre se lo habría tomado como un insulto, pero Mamá Támesis inclinó gentilmente la cabeza. Quizá su respuesta también formara parte del trato.
—¿Y tu maestro? —dijo—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, señora —respondí.
—Parece que el maestro Nightingale está mejor cuanto más viejo se hace —dijo. Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, ella me preguntó a mí por mis padres—. Tu madre es fula, ¿verdad? —preguntó.
—De Sierra Leona —dije.
—Y creo recordar que tu padre dejó la música.
—¿Conoce usted a mi padre?
—No —dijo, y me miró con una sonrisa de complicidad—. Salvo en el sentido de que todos los músicos de Londres me pertenecen, especialmente los intérpretes de jazz y blues. Cosas de ríos.
—Entonces, ¿podría rivalizar usted con el Mississipí? —pregunté.
Mi padre juraba siempre que el jazz, igual que el blues, había nacido en las aguas enlodadas del Mississipí. Mi madre juraba que había salido de una botella, como todas las obras destacadas del diablo. Hasta ese momento había hablado en burla, pero entonces se me ocurrió que, si había una Madre Támesis, también debía de haber un dios del Old Man River[4]. Y, si existía una tal criatura, ¿hablarían entre ellos? ¿Mantenían largas llamadas telefónicas para hablar de sedimentos, divisorias de drenaje y la necesidad de infraestructuras en los trechos afectados por las mareas? ¿O se comunicaban por correo electrónico, o con sms, o vía Twitter?
Me di cuenta de que una parte del embrujo se desvanecía al topar con la realidad. Creo que Mamá Támesis también debió de darse cuenta, porque me lanzó una mirada astuta y asintió.
—Sí —dijo—. Ahora me doy cuenta. Qué astuto ha sido tu maestro al elegirte a ti, y dicen que al perro viejo no se le enseñan trucos nuevos.
Tras dos semanas de observaciones igualmente impenetrables de Nightingale, había desarrollado una refinada estrategia contra las formulaciones de carácter gnómico: cambiar de tema.
—¿Cómo llegó usted a diosa del Támesis? —le pregunté.
—¿Estás seguro de querer saberlo? —me preguntó ella a mí.
Pero no me cabe ninguna duda de que se sintió halagada por mi interés. Es una perogrullada: a todo el mundo le gusta hablar de sí mismo. Nueve de cada diez confesiones se obtienen mediante el instinto natural que empuja a todo ser humano a contarle la historia de su vida a alguien que la escuche con interés, aunque acabe por explicarte el día en el que le atizó a su rival en el golf con el palo de hierro hasta ocasionarle la muerte. Mamá Támesis no era distinta; con el tiempo, llegué a darme cuenta de que los dioses sienten una necesidad de explicarse a sí mismos aún mayor que los humanos.
—Llegué a Londres en el año 1957 —dijo Mamá Támesis—. Pero entonces todavía no era una diosa. Sólo era una chica tonta de campo. He olvidado mi nombre de entonces. Vine a estudiar para enfermera, pero, a decir verdad, no era muy buena en esa profesión. No me gustaba acercarme mucho a los enfermos y, además, en mi clase había demasiados igbos. Por culpa de esos idiotas de pacientes suspendí todos los exámenes y me echaron. —Mamá Támesis chasqueó la lengua—. Así, como si nada, fui a parar a la calle. Y entonces, mi hermoso Robert, con el que llevaba tres años de noviazgo, me dijo: «No puedo esperar más a que te aclares las ideas, así que me voy a casar con una guarra irlandesa de piel blanca».
Volvió a chasquear los labios y el resto de mujeres que se hallaban en la habitación la imitaron.
—Me quedé tan desolada —dijo Mamá Támesis— que quise suicidarme. Sí, el daño que me había hecho ese hombre era tan profundo como para llevarme a la muerte. Así que fui al puente de Hungerford con la intención de arrojarme al río. Pero el puente está ocupado por una línea férrea y el camino para peatones que había en uno de sus márgenes… en esa época estaba muy sucio. En aquel puente vivía todo tipo de criaturas, vagabundos, trols y duendes. Mal lugar para que se suicide una muchacha nigeriana decente. ¡A saber quién habría mirando! Así que me marché al puente de Waterloo, pero, para cuando llegué a ese sitio ya anochecía y, mirara donde mirase, todo era tan bello que no tuve fuerzas para saltar. Entonces oscureció y volví a casa para la cena. A la mañana siguiente, me levanté temprano y cogí el autobús para el puente de Blackfriars. Pero en su extremo norte se encuentra esa ridícula estatua de la reina Victoria y, aunque mire para otro lado, piensa en lo embarazoso que habría sido si de repente se hubiese vuelto y me hubiera visto de pie en el parapeto.
El resto de la habitación asintió con la cabeza para expresar su conformidad.
—Y ni hablar de arrojarme desde el puente de Southwark —dijo Mamá Támesis—. Así que di otro paseo, un paseo muy, muy largo, y, ¿a que no sabes dónde fui a parar?
—¿Al puente de Londres?
Mamá Támesis me dio unas palmadas en la rodilla.
—El puente antiguo, el que le vendieron poco después a ese caballero estadounidense tan encantador. Era uno de esos hombres que saben cómo tratar a los ríos. Dos barriles de Guinness y una caja de botellas de ron Barbancourt. Eso es lo que yo llamo una buena oferta.
Se hizo el silencio mientras Mamá Támesis sorbía el té. Beverley entró con una bandeja de galletas de crema y nos la dejó al alcance de la mano. Sin darme cuenta de lo que hacía, tomé una, y a continuación la volví a dejar. Beverley resopló.
—Hacia la mitad del antiguo puente de Londres había una capilla, creo que era un santuario de san Birino, y yo, que era una buena cristiana de misa dominical, pensé que sería un buen lugar para suicidarme. Me quedé allí, mirando hacia el oeste, en el momento en el que la marea empezaba a bajar. En esos tiempos, Londres aún tenía un puerto de verdad. Se moría, pero era como un viejo que ha tenido una vida larga y emocionante, y acarrea consigo un gran número de historias y recuerdos. Y estaba aterrorizado, porque sabía que iba a volverse aún más viejo y frágil, y que no habría quién lo cuidara, porque no había ya vida alguna en el río, ni Orisa, ni espíritu, nadie que pudiera cuidar del anciano. Oí que el río me llamaba por el nombre que he olvidado y me decía: «Vemos que sufres, vemos que lloras como una niña por un solo hombre». Y yo le dije: «Ah, Río, he recorrido un camino muy largo, pero he fracasado como enfermera y también como mujer, y es por eso por lo que mi hombre no me quiere». Y entonces el río me dijo: «Nosotros podemos acabar con tu dolor, podemos darte la felicidad, podemos darte muchos hijos y nietos. El mundo entero vendrá a ti y depositará sus regalos a tus pies». Bueno —dijo Mamá Támesis—, la oferta era tentadora, y por eso le pregunté: «¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Qué queréis de mí?». Y el río respondió: «Sólo queremos lo que tú misma estabas dispuesta a entregar». —Mamá Támesis señaló el río con lánguido gesto—. Salí del río por allí, por Wapping Stair, donde en otro tiempo ahogaban a los piratas. Desde entonces vivo aquí —dijo—. Éste es el más limpio de los ríos industriales de Europa. ¿Piensas que es así por casualidad? Swinging London, Cool Britannia, la Barrera del Támesis[5]; ¿crees que todo eso sucedió por casualidad?
—¿Y The Dome? —pregunté.
—En estos momentos es el local con música en directo más popular de Europa —dijo—. Las Hijas del Rin vinieron de visita para preguntarme cómo lo había hecho.
Me echó una mirada de complicidad y yo me pregunté quiénes debían de ser las Hijas del Rin.
—Tal vez el Padre Támesis lo vea de otra manera —dije.
—Baba Támesis —masculló Mamá—. Fue un hombre joven y estuvo en el mismo lugar donde estuve yo, en el puente, e hizo la misma promesa que yo. Pero en 1858 se produjo el Gran Hedor[6] y no se le volvió a ver más abajo de la esclusa de Teddington. Jamás regresó, ni siquiera después de que Bazalgette instalara el alcantarillado. Ni siquiera durante los bombardeos de la segunda guerra mundial, ni siquiera cuando la ciudad estaba en llamas. Y ahora dice que este río es suyo.
Mamá Támesis enderezó la espalda sin levantarse, como si estuviera posando para un retrato.
—No soy codiciosa —añadió—. Que se quede con Henley, Oxford y Staines. Yo me voy a quedar con Londres y con los obsequios que todo el mundo siga poniendo a mis pies.
—No podemos permitir que ustedes se peleen —expuse. El plural mayestático es muy importante para la labor policial; lo empleamos para que nuestros interlocutores se acuerden de que tenemos a nuestras espaldas la poderosa institución que es la Policía Metropolitana, revestida con toda la majestad de la ley, con efectivos suficientes para invadir un pequeño país. Siempre con la esperanza de que todo el mundo mire en la misma dirección que nosotros cuando invocamos ese nombre.
—Es Baba Támesis quien ha cruzado la esclusa —dijo Mamá Támesis—. No soy yo quien se ha metido en territorio ajeno.
—Seremos nosotros quienes hablemos con Padre Támesis —afirmé—. Contamos con que usted mantenga a su propia gente bajo control.
Mamá Támesis ladeó la cabeza y me echó una mirada larga y reposada.
—Te voy a decir una cosa —me respondió—: os doy de plazo hasta el día de la Exposición Floral de Chelsea para que hagáis entrar en razón a Baba; si para entonces no lo habéis conseguido, seremos nosotras quienes resolvamos esta situación. —Su empleo del plural mayestático resultaba mucho más convincente que el mío.
La entrevista había terminado, intercambiamos saludos y luego Beverley Brook me acompañó hasta la puerta. Mientras estábamos en el gran salón, me rozó deliberadamente con el muslo y sentí una súbita oleada de calor que no tenía nada que ver con la calefacción central.
Al abrirme la puerta, me echó una mirada maliciosa.
—Chao, Peter —me dijo—. Hasta la próxima.
Cuando por fin llegué a la Locura, encontré a Nightingale en la sala de lectura del primer piso. Había allí una profusión de sillones tapizados de cuero verde, escabeles y mesillas. Las vitrinas de caoba donde se guardaban los libros ocupaban dos de las paredes, pero Nightingale me había confesado que en los viejos tiempos la mayoría de los inquilinos iban allí para echar una cabezada después de la comida del mediodía. Estaba haciendo el crucigrama del Daily Telegraph.
Me senté frente a él y levantó los ojos.
—¿Qué te ha parecido?
—Está convencida de ser la diosa del Támesis —dije—. ¿Lo es de verdad?
—No vamos a llegar muy lejos con esa pregunta —dijo Nightingale.
Molly se presentó en silencio con café y una bandeja de galletas de crema. Miré las galletas y luego le eché a ella una mirada suspicaz, pero Molly se encerró en su habitual hermetismo.
—Pues entonces —inquirí—, ¿de dónde procede su poder?
—Ésa es una pregunta mucho mejor —respondió Nightingale—. Existen varias teorías al respecto; que su poder procede de la fe de sus devotos, del propio lugar, o de una fuente divina que se encuentra más allá de nuestro mundo mortal.
—¿Qué opinaba Isaac?
—A sir Isaac —dijo Nightingale— no se le daban bien las cuestiones relacionadas con la divinidad. Llegó a cuestionar la divinidad de Jesucristo. No le gustaba la noción de Trinidad.
—¿Y eso por qué?
—Tenía una mente muy organizada —dijo Nightingale.
—¿Ese poder tiene el mismo origen que la magia? —pregunté.
—Me será mucho más fácil explicártelo en cuanto hayas logrado dominar tu primer hechizo —dijo—. Creo que podrías practicar un par de horas antes del té de la tarde.
Me marché sigilosamente hacia el laboratorio.
Soñé que estaba en la cama con Lesley May y Beverley Brook, que tenía a lado y lado los cuerpos esbeltos y desnudos de ambas. Pero el sueño no fue tan erótico como habría tenido que ser, porque yo no me atrevía a abrazar a ninguna de las dos, por miedo a ofender gravemente a la otra. Había ideado una estrategia para abrazarlas a las dos a la vez cuando Beverley me clavó los dedos en la muñeca y me levanté con un espantoso calambre en el brazo derecho.
Era tan fuerte que me caí de la cama y me debatí en el suelo con inútil estoicismo durante un par de minutos. No hay nada que nos despierte con tanta eficacia como un dolor atroz, y por ello, cuando tuve claro que no volvería a dormirme, salí de la habitación y fui en busca de algo que comer. El sótano de la Locura era un laberinto de habitaciones que daba testimonio de los tiempos en los que el personal se había contado por docenas. Pero por lo menos sabía que las escaleras de atrás terminaban junto a la puerta de la cocina. Como no quería molestar a Molly, descendí todo lo silenciosamente que pude, pero, al llegar al sótano, vi que las luces de la cocina estaban encendidas. Al acercarme, oí los gruñidos de Toby, luego sus ladridos, y entonces un extraño y rítmico siseo. Un buen policía se da cuenta de las situaciones en las que no se tiene que notar su presencia, y por ello me acerqué sigilosamente a la puerta de la cocina y eché una mirada adentro.
Molly aún llevaba el uniforme de criada y se había subido al borde de la mesa de roble mellada que dominaba una de las mitades de la cocina. A su lado, sobre la mesa, había un mortero de cerámica de color beige, y frente a ella, sentado a unos tres metros más allá, se hallaba Toby. Como la puerta le quedaba a las espaldas, Molly no se dio cuenta de que la miraba. Metió la mano en el mortero y sacó de ella un taco de carne picada. Estaba tan fresco que chorreaba sangre.
Por unos instantes, Molly tentó al perro con la carne, y Toby ladró enardecido. Luego se la arrojó con un diestro giro de muñeca. Toby dio un salto impresionante desde su posición anterior de reposo y cazó la carne antes de que llegara al suelo. Al ver que Toby masticaba con afán, y al mismo tiempo se movía en pequeños círculos, Molly se echó a reír… pero su risa era el rítmico siseo que había oído antes.
Molly agarró otro taco de carne y se lo meneó delante de las narices a Toby. El perro se puso a danzar con perruna expectación. Esta vez Molly lo engañó: siseó al contemplar sus confusos meneos, y a continuación, después de asegurarse de que el perro la miraba, se metió en su propia boca el ensangrentado trozo de carne. Toby ladró con enfado, pero entonces Molly le sacó una lengua imposiblemente larga y prensil.
Seguramente di un respingo, o me moví, porque Molly saltó de la mesa y se volvió para encararse conmigo. Me miraba con ojos desorbitados y enseñaba unos dientes largos y puntiagudos y sucios de sangre, de sangre roja y brillante sobre su piel pálida, que le bajaba en reguerillos hasta el mentón. Luego se tapó la boca con la mano y, con sorpresa y vergüenza pintadas en los ojos, salió de la cocina corriendo en silencio. Toby me gruñó con irritación.
—Yo no tengo la culpa —le dije—. Sólo quería comer algo.
No sé de qué se quejaba. Se comió toda la carne que quedaba en el mortero. Yo me tomé un vaso de agua.
