10
UN LUGAR SIN CÁMARAS
Era un hombre de raza blanca y mediana edad, vestido con un traje confeccionado a medida, de buena calidad, pero sin rasgos peculiares. Sostenía con la mano derecha lo que parecía una pistola semiautomática, y una guía operística de Kobbé con la izquierda. Llevaba un clavel blanco en la solapa.
Nightingale se desplomó al instante. Se quedó de rodillas y luego se cayó de bruces en el suelo. El bastón se le escapó de la mano y rebotó varias veces sobre los adoquines.
El hombre del traje me miró, con ojos mortecinos y sin color a la luz de sodio de las farolas, y parpadeó.
—¡Así es como se tiene que hacer! —dijo.
Huir de un hombre con pistola es posible, sobre todo si la iluminación es mala, siempre que te acuerdes de correr en zigzag y seas lo bastante rápido como para impedir que te apunte bien. No diré que no fuese una opción tentadora, pero, si huía, no podría impedir que el hombre armado se acercara a Nightingale y le pegase un tiro en la cabeza. Durante los entrenamientos me habían enseñado que lo que hay que hacer en estos casos es tranquilizar al hombre armado al mismo tiempo que se camina lentamente hacia atrás; al hablarle, se establece algún tipo de relación y se consigue que el sospechoso se fije tan sólo en el agente. Así los civiles pueden escapar. ¿Habéis visto La lámpara azul, con Jack Warner y Dirk Bogarde? Cuando estudiábamos en Hendon, nos hicieron ver la escena en la que P. C. Dixon, el personaje de Warner, muere de un disparo. El guión de la película es de un expolicía que sabía de lo que hablaba. Dixon muere porque es un dinosaurio que comete la estupidez de avanzar hacia un sospechoso armado. Nuestros instructores nos lo dejaron muy claro: no le agobies, no le amenaces, no dejes de hablar y retrocede poco a poco. El sospechoso tiene que ser particularmente estúpido, actuar guiado por motivaciones políticas o, como ocurrió en un caso memorable, gozar de inmunidad diplomática para pensar que su situación va a mejorar cuando mate a un policía. Así, por lo menos, ganas tiempo para que llegue una unidad armada y le reviente la cabeza al cabrón.
Pensé que no tendría posibilidades de retroceder. Se trataba de uno de los títeres embargados por Henry Pyke y no dudaría en matarme a mí, ni a Nightingale, por muy amablemente que le hablara.
A decir verdad, no pensé en absoluto. Mi cerebro me decía: «¡Nightingale en el suelo… caído… hechizo!».
—Impello —dije, con toda la calma de que fui capaz, y el pie izquierdo del hombre levitó hasta un metro de altura.
Su cuerpo salió disparado hacia arriba y se cayó de lado hacia la derecha. Pegó un chillido. Perdí la concentración, y creo que fue porque oí el característico crujido con el que se le rompió el tobillo. El arma se le escapó de la mano y el hombre cayó al suelo agitando los brazos. Di un paso hacia él y aparté la pistola de un puntapié, y luego le di a él una patada en la cabeza, con mucha fuerza, por si acaso.
Tendría que haberlo esposado, pero Nightingale estaba echado en la calle a mis espaldas y se oía una especie de gorgoteo. Tenía lo que llaman una «herida succionante de tórax», y no es una descripción metafórica. Se le había abierto un orificio de entrada a diez centímetros bajo el hombro, pero al menos, cuando le di la vuelta, no encontré orificio de salida. Al enseñarme los primeros auxilios, me habían dado directrices claras por lo que respecta a las «heridas succionantes»… cada segundo que dejes pasar sin intervenir es un segundo de más que se tomará el Servicio de Ambulancias de Londres para llegar.
Estaba seguro de que los equipos de refuerzo no habían oído el disparo, porque, de haberlo oído, habrían tenido tiempo de llegar. Y, además, me había cargado el Airwave al hacer levitar al hombre de la pistola. Entonces me acordé del silbato de plata que llevaba en el bolsillo de arriba de la chaqueta del uniforme. Lo saqué torpemente, me lo puse en la boca y soplé con todas mis fuerzas.
Un silbato de policía en Bow Street. Por un instante, sentí una conexión, como un vestigium, con la noche, las calles, el silbato y el olor de la sangre y mi propio miedo, junto con todos los policías que habían patrullado en Londres a lo largo de los siglos, y que se habían preguntado qué diablos hacían a la intemperie a esas horas. O tal vez no sintiera nada más que mi propio pánico; ése es un error que se comete con facilidad.
El aliento de Nightingale empezaba a entrecortarse.
—No deje de respirar —le dije—. No le convendría nada abandonar ese hábito.
Oí sirenas que se acercaban… fue un bello sonido.
El problema con el coleguismo entre policías es que nunca se sabe cuándo va a funcionar, y tampoco si funcionará en interés propio, o en el de algún otro colega. Empecé a sospechar que no funcionaba en interés propio cuando me trajeron una taza de té y una galleta a la sala de interrogatorios. Cuando hay que hacerle un interrogatorio amistoso a un colega policía, se le lleva a la cantina y se le permite que vaya en busca de su propio café. Los únicos que tienen servicio de habitación son los sospechosos. Estábamos en la comisaría de Charing Cross y, por supuesto, me sabía el camino hasta la cantina.
El inspector Nightingale aún vivía. Me lo contaron mucho antes de sentarme en el lado equivocado de la mesa de interrogatorios. Lo habían llevado al recién inaugurado centro de traumatología del Hospital Universitario y lo habían declarado «estable», un término que puede hacer referencia a gran variedad de desastres.
Miré la hora. Eran las tres y media de la madrugada. Habían pasado menos de cuatro horas desde que le habían disparado a Nightingale. Todo el que trabaja durante algún tiempo en una institución de grandes dimensiones acaba por adquirir una percepción instintiva de los flujos y reflujos de su burocracia. Yo percibía el martillo que estaba a punto de caer sobre mí, y, dado que llevaba tan sólo dos años en la policía, la misma facilidad con que lo había percibido daba a entender que sería un martillo muy grande. Soy tan agudo que había adivinado quién había puesto en movimiento el martillo, pero no podía hacer nada, salvo quedarme sentado en el lado malo de la mesa de interrogatorios, con la taza de café aguado y dos galletas de chocolate.
En ciertas ocasiones no hay más remedio que quedarse quieto y aguantar el primer golpe. Así se puede saber qué es lo que el otro tiene en la mano, descubrir sus intenciones y, en el caso de que se le dé importancia a ese tipo de cosas, ponerse en el lado bueno de la ley. ¿Y si el golpe es tan fuerte que te derriba? Hay que aceptar ese riesgo.
El instrumento romo que habían elegido me pilló por sorpresa, por mucho que me esforzara en poner una cara neutra en el momento en el que Seawoll y la detective sargento Stephanopoulos entraron en la sala de interrogatorios y se sentaron frente a mí. Stephanopoulos arrojó una carpeta sobre la mesa. Era demasiado abultada como para que los papeles que contenía se hubiesen generado durante las últimas dos horas, así que la mayor parte de ellos debían de ser relleno. Stephanopoulos me dirigió una débil sonrisa mientras retiraba el celofán de unas cintas de casete y las introducía en una grabadora con dos pletinas. Una de las cintas tenía como objetivo que yo, o mi representante legal, pudiéramos evitar que se me citara fuera de contexto; la otra era para la policía, para demostrar que había confesado sin necesidad de que me golpearan la espalda, los muslos y las nalgas con un calcetín lleno de cojinetes. Ambas cintas eran superfluas, porque mi imagen quedaba registrada en la cámara de videovigilancia instalada sobre la puerta. Las imágenes en directo llegaban a la sala de observación que se hallaba al otro extremo del corredor. A juzgar por la teatralidad con la que Seawoll y Stephanopoulos habían hecho su entrada, nos observaba algún oficial que, como mínimo, debía de tener el rango de comisario auxiliar suplente.
Pusieron en marcha la grabadora, Seawoll nos identificó a mí, a sí mismo y a Stephanopoulos como los únicos presentes, y me recordó que no me hallaba bajo arresto, sino que estaba allí para ayudar a la policía en sus investigaciones. En teoría, podía levantarme y salir por la puerta cuando me apeteciese, siempre que me diera igual renunciar de por vida a mi carrera profesional en la policía. No creáis que no sentí la tentación.
Seawoll me pidió que le explicase, para que quedara grabada, la naturaleza de la misión en la que estábamos trabajando Nightingale y yo cuando le dispararon.
—¿De verdad quiere que quede grabado? —le pregunté.
Seawoll asintió y le conté la historia entera: teníamos la teoría de que Henry Pyke era un revenant, un fantasma vampiro guiado por la sed de venganza que ponía en escena el relato tradicional de Punch y Judy con personas de verdad como títeres, y habíamos trazado entre todos un plan que nos permitiría entrar en esa historia, a fin de que Nightingale pudiera encontrar los huesos de Henry Pyke y destruirlos.
Stephanopoulos no logró contener un estremecimiento cuando hablé de los aspectos mágicos del caso. Seawoll era impenetrable. Al llegar al intento de asesinato, me preguntó si había reconocido al asesino.
—No —dije—. ¿Quién es?
—Se llama Christopher Pinkman —dijo Seawoll—, y niega haber disparado contra nadie. Dice que había salido de la ópera y volvía a casa cuando dos hombres lo atacaron en la calle.
—¿Y cómo se explica que llevara un arma? —pregunté.
—Dice que no llevaba ningún arma —respondió Seawoll—. Ha declarado que lo último que recuerda es que salía de la ópera, y que lo siguiente que alcanza a recordar es que le diste una patada en la cabeza.
—Y que sintió un dolor atroz por los huesos rotos más abajo de la rodilla —concluyó Stephanopoulos—. Aparte de los moretones y contusiones de cuando lo arrojaste al suelo.
—¿Se han buscado rastros químicos del disparo? —pregunté.
—Es profesor de química en la Westminster School —aclaró Stephanopoulos.
—Qué mierda —dije.
La prueba de los rastros químicos no es fiable, y si el sospechoso trabajaba con productos químicos no habría forense que compareciese ante el tribunal y declarara probable, y menos aún seguro, que hubiese disparado una pistola. Me asaltó una horrible sospecha.
—Habrán encontrado el arma… ¿no? —pregunté.
—No se ha encontrado ninguna arma de fuego en el escenario del crimen —dijo Stephanopoulos.
—La alejé de una patada —expliqué.
—No se ha encontrado ninguna arma de fuego —repitió Stephanopoulos, recalcando las sílabas.
—Yo la vi —dije—. Era una pistola semiautomática, no sé muy bien de qué tipo.
—No se ha encontrado nada.
—Entonces, ¿cómo le dispararon a Nightingale? —pregunté.
—Nosotros —dijo Seawoll— teníamos la esperanza de que tú nos lo dijeras.
—¿Insinúan ustedes que le disparé yo?
—¿Le disparaste tú? —preguntó Stephanopoulos.
De pronto me noté la boca seca.
—No —negué—. No le disparé, y además, no llevaba arma. ¿Con qué le iba a disparar?
—Tenemos entendido que mueves objetos con la mente —inquirió Stephanopoulos.
—Con la mente, no —expliqué.
—Pues entonces, ¿cómo? —preguntó Stephanopoulos.
—Con magia —dije.
—Bueno, pues con magia —replicó Stephanopoulos.
—¿Qué velocidades alcanzan los objetos que desplazas? —preguntó Seawoll.
—No llegan a la velocidad de una bala.
—¡Vaya! —exclamó Stephanopoulos.
—¿Y qué velocidad puede alcanzar una bala?
—Trescientos cincuenta metros por segundo —dije—. Eso con una pistola moderna. Las balas de rifle son más veloces.
—¿Cuánto es eso en yardas? —preguntó Seawoll.
—No lo sé —respondí—. Pero si me presta usted una calculadora, se lo podré decir.
—Querríamos creerte —dijo Stephanopoulos, en el papel de «poli buena» más inverosímil de la historia de la policía.
Hice una pausa y respiré hondo. No había seguido ningún cursillo avanzado sobre interrogatorios, pero sabía todo lo básico, y la realización de aquél era extremadamente torpe. Miré a Seawoll, y él me respondió con la mirada de «por fin se despierta» tan querida por los maestros, detectives de rango superior y madres de clase media alta.
—¿Qué es lo que quieren creer? —pregunté.
—Que la magia existe de verdad —dijo Seawoll, y me dirigió una sonrisa cómplice—. ¿Podrías hacernos una demostración?
—No es buena idea —manifesté—. Podrían producirse efectos secundarios.
—Vaya, qué casualidad —dijo Stephanopoulos—. ¿Qué clase de efectos secundarios?
—Probablemente destruiría sus teléfonos móviles, PalmPilots, portátiles y todo tipo de equipamiento electrónico que pueda hallarse en esta sala —dije.
—¿Y qué pasaría con la grabadora? —preguntó Seawoll.
—También —dije.
—¿Y la cámara de videovigilancia?
—Lo mismo que la grabadora —dije—. Hay una manera de evitar que les pase nada a los teléfonos: sacarles las baterías.
—Pues yo no me creo nada de todo eso —dijo Stephanopoulos, y se inclinó agresivamente hacia mí. Con ese gesto impidió que la cámara que tenía a sus espaldas dejara constancia de que le sacaba la batería a un teléfono móvil extraplano Nokia, de diseño muy femenino.
—Creo que te vamos a pedir una demostración.
—¿Qué clase de demostración? —pregunté.
—Enséñanos lo que sabes hacer, muchacho —dijo Seawoll.
El día había sido muy largo y estaba rendido, así que opté por la forma que puedo ejecutar sin fallos en momentos críticos: encendí una luz fantasma. A la luz del fluorescente se veía pálida e insustancial, y Seawoll no se inmutó, pero el severo rostro de Stephanopoulos se transformó en una expresión sonriente, de gozo sin límites, hasta el punto de que por unos instantes llegué a imaginármela como una muchachita en una habitación de paredes de color rosa repleta de unicornios de peluche.
—Qué bonita —dijo.
Una de las cintas de la grabadora estaba rota y se había salido del casete, mientras que la otra simplemente había dejado de girar. Yo sabía, por mis experimentos, que tendría que incrementar la potencia de la luz fantasma para averiar la cámara de vídeo. Estaba a punto de crear una luz más brillante cuando me equivoqué con la «configuración» que tenía en la cabeza, y, de pronto, lo que tenía en la mano se transformó en una columna luminosa que llegaba hasta el techo. Era de color azul brillante y tenía dirección. Al mover la mano, el rayo se desplazó también por las paredes. Era como disponer de un reflector personal.
—Tenía la esperanza de que se tratara de algo más discreto —dijo Seawoll.
Apagué la luz y traté de recordar su «configuración», pero era como tratar de recordar un sueño: en el mismo momento en el que creía asirlo, se me escapaba de entre los dedos. Sabía que tendría que pasar un rato largo en el laboratorio para recuperarla, pero, tal como me había dicho Nightingale cuando empezamos, conocer la forma es ganar la mitad del combate.
—¿Te has cargado la cámara? —preguntó Seawoll. Asentí y suspiré aliviado—. Tenemos menos de un puto minuto para hablar —dijo—. No me había metido en un pozo de mierda semejante desde que mataron a De Menezes. Lo que te aconsejo, muchacho, es que te escondas en el agujero más profundo que encuentres y te quedes allí hasta que esta tormenta de mierda haya terminado y las mierdas del río hayan vuelto a su cauce.
—¿Y qué pasará con Lesley? —pregunté.
—No te preocupes por Lesley —dijo Seawoll—. Se halla bajo mi responsabilidad.
Lo cual quería decir que Seawoll había intervenido como protector de Lesley y había dejado claro que quien fuese por ella tendría que empezar por enfrentarse a él. El oficial que habría tenido que cubrirme las espaldas a mí era Nightingale, y en esos momentos estaba tendido en una cama del Hospital Universitario y respiraba por un tubo, por lo que no era probable que interviniese. Me gustaría pensar que Seawoll me habría protegido también a mí si hubiera podido, pero, en realidad, no lo sabré jamás. En ningún momento me dijo que tuviera que cuidar de mí mismo… se daba por supuesto.
—¿Y qué coño vamos a hacer ahora? —preguntó Seawoll.
—¿Me lo pregunta usted a mí?
—No, joder, se lo pregunto a la mesa, si te parece —dijo Seawoll.
—No lo sé —dije—. Hay muchas cosas que no sé, señor.
—Pues entonces ponte a estudiar —dijo Seawoll—. Porque no sé tú, pero yo no creo que el señor Henry Pyke se vaya a detener ahora… ¿tú que crees?
Negué con la cabeza.
Stephanopoulos gruñó y dio unos golpecitos en el reloj de pulsera que llevaba puesto.
—Te voy a poner en la calle —dijo—. Porque tenemos que conseguir que esta puta mierda de los espíritus se termine antes de que algún puto miembro de la Asociación de Oficiales Superiores de Policía se deje llevar por el pánico y meta en esto al arzobispo de Canterbury.
—Haré todo lo que pueda —contesté.
Seawoll me echó una mirada con la que me dio a entender que me convenía poder mucho.
—Cuando prosigamos con el interrogatorio —dijo—, quiero que uses el cerebro antes de abrir la boca, como aquella vez en Hampstead. ¿Te ha quedado claro?
—Como el agua.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre se asomó al interior. Era de mediana edad y tenía el cabello gris, espaldas anchas y cejas extraordinariamente pobladas. Aun cuando no hubiera visto su foto colgada en la página web de la policía, me habría dado cuenta en seguida de que Richard Folsom, comisario auxiliar suplente, era una de las bestias más grandes de la jungla. Apuntó a Seawoll con el dedo y le dijo:
—Alex, hablemos un momento, por favor.
Seawoll miró la grabadora averiada.
—Se suspende el interrogatorio —dijo, y apuntó la hora.
Luego se levantó y siguió con aire sumiso a Folsom. Stephanopoulos, sin mucha convicción, trató de lanzarme su célebre mirada maligna, pero yo me pregunté si aún conservaría la colección de «Mi pequeño pony».
Seawoll regresó y nos dijo que el interrogatorio proseguiría en una habitación adyacente donde la cámara aún funcionaba. Una vez allí, rendimos honor a la añeja tradición de mentir descaradamente sin apartarnos de la verdad. Les dije que Nightingale y yo habíamos tenido motivos para creer, por las palabras de un informante convencional, que el grupo —porque tenía que tratarse de más de una persona— que había llevado a cabo una serie de absurdos ataques en el barrio de West End debía de tener su base en Bow Street, y que habíamos ido hasta allí para investigar cuando caímos en una emboscada que nos habían tendido unos asaltantes desconocidos.
—Al comisario auxiliar suplente Folsom le preocupa que la Royal Opera House pueda correr algún peligro —dijo Seawoll.
Al parecer, tenía cierta afición por la ópera. Había conocido las obras de Verdi poco después de ascender a comandante. No es extraño que los policías de cierta edad y rango sufran un repentino acceso de esnobismo cultural; es como la típica crisis de la mediana edad, pero con lámparas de araña y lenguas extranjeras.
—Pensamos que toda esa actividad podría tener su foco en Bow Street —expliqué—. Pero, hasta este momento, nuestras investigaciones no nos han permitido establecer una relación sólida entre los incidentes y la Royal Opera House.
A las seis, teníamos a punto una versión de los acontecimientos que Seawoll podría colarle a Folsom, y yo me estaba durmiendo en la silla. Contaba con que me suspenderían de empleo y sueldo, o con que, por lo menos, me informarían de que me enfrentaba a una acción disciplinaria o una investigación por parte de la Comisión Independiente para Reclamaciones contra la Policía. Pero hacia las siete me dejaron marchar.
Seawoll se ofreció para llevarme en coche, pero no quise. Fui a pie hasta St. Martin’s Lane, tembloroso debido a la tensión y de la falta de sueño. El clima había cambiado durante la noche. Soplaba un viento gélido bajo un cielo turbio y azul. Era sábado y la hora punta empezaría más tarde, de modo que las calles aún no habían perdido del todo la quietud de la madrugada. Crucé New Oxford Street y me dirigí a la Locura. Me esperaba lo peor y mis expectativas no se vieron defraudadas. Había por lo menos un coche de la secreta aparcado junto a la acera de enfrente. No vi a nadie dentro, pero hice un gesto con la mano, por si acaso.
Entré por la puerta principal, porque es mejor enfrentarse de cara a las situaciones, y porque estaba demasiado fatigado para caminar hasta las cocheras. Esperaba encontrarme a la policía, pero tan sólo vi a un par de soldados con traje de camuflaje y rifles de servicio. Llevaban chaquetas DP y gorras militares con el distintivo del regimiento de paracaidistas. Había dos que impedían el paso a la altura del guardarropa y otros dos se habían plantado a ambos lados de la puerta principal, a punto para acabar con un enemigo lo bastante suicida como para tratar de atacar por el flanco a dos paracas armados. Alguien se había tomado muy en serio la protección física de la Locura.
Los paracas no levantaron los rifles para cerrarme el paso, pero sí adoptaron ese aire de despreocupación chulesca que debió de animar un día tras otro las calles de Belfast hasta que llegó el acuerdo de paz. Uno de ellos señaló con la cabeza la recámara donde, en tiempos en los que la Locura había sido más elegante, el portero debía de aguardar cuando no lo necesitaban. Otro paraca, con galones de sargento, se había instalado allí con una taza de té en una mano y un ejemplar del Daily Mail en la otra. Lo reconocí. Se trataba de Frank Caffrey, el enlace de Nightingale en la Brigada de Incendios. Me hizo un gesto amistoso con la cabeza y me indicó que me acercara. Eché una ojeada a las insignias que Frank llevaba en los hombros. Eran del 4.º Batallón del Regimiento de Paracaidistas, que sabía que formaba parte del Ejército Territorial. Frank debía de constar como reservista, con lo cual se explicaba que hubiese conseguido granadas de fósforo. Sospeché que se trataba de una nueva manifestación de coleguismo, pero, en este caso, estaba seguro de que Frank era colega de Nightingale. No vi a ningún oficial. Me imaginé que habrían regresado al cuartel y que harían como que no se enteraban, mientras los suboficiales se hacían cargo de la situación.
—No puedo dejarte pasar —dijo Frank—. Tendrás que esperar a que tu superior se recupere, o a que se nombre un sustituto oficial.
—¿Cuál es la autoridad que lo ordena? —pregunté.
—Ah, todo eso forma parte del acuerdo —dijo Frank—. La relación entre Nightingale y el regimiento tiene una larga historia; podríamos decir que se deben favores.
—¿Ettersburg?
—Hay deudas que no se podrán pagar jamás —dijo Frank—. Y también hay trabajos que se tienen que hacer.
—He de entrar —dije—. Necesito ir a la biblioteca.
—Lo siento, muchacho —dijo—. El acuerdo lo estipula claramente: no se permite el acceso no autorizado dentro del perímetro principal.
—El perímetro principal —repetí. Frank trataba de decirme algo, pero la falta de sueño me había dejado tonto. Tuvo que repetirlo para hacerme entender que el garaje se hallaba fuera de dicho perímetro.
Volví a salir a la pálida luz del sol y di la vuelta a la casa, llegué al garaje y entré. Afuera había un Renault Espace abollado, con matrículas tan descaradamente falsas que entendí que tenía que ser de los paracaidistas. Me tomé un momento para asegurarme de que el Jaguar estuviera bien, y luego saqué un plástico que teníamos guardado bajo un banco de trabajo y lo empleé para cubrir el coche de época. Subí torpemente y con fatiga por las escaleras hasta las dependencias de la cochera, tan sólo para descubrir que Tyburn se me había adelantado.
Estaba revolviendo los baúles y otros trastos viejos que tenía amontonados en el extremo más alejado de la puerta. El cuadro de Molly y el retrato del hombre que yo entendía que debía de ser el padre de Nightingale estaban apoyados contra la pared. La contemplé mientras se agachaba y sacaba otro baúl de debajo del diván.
—Es un baúl de viaje —dijo sin darse la vuelta—. Los hacían estrechos para poder meterlos bajo la cama. Así se podían guardar por separado las cosas que se pensaban llevar de viaje.
—Lo más probable es que lo hiciese el criado —dije—. O la doncella.
Tyburn sacó del baúl de viaje una chaqueta de lino cuidadosamente doblada y la colocó sobre el diván.
—La mayoría de la gente no tenía criados —dijo—. La mayoría se las apañaban solos.
Encontró lo que había estado buscando y se puso en pie. Vestía un elegante traje-pantalón italiano de satén negro y unos zapatos discretos, también negros. Aún conservaba en la frente la marca que le había hecho el trozo de mármol. Me enseñó el tesoro que había desenterrado: una funda de LP de color marrón apagado en la que había lo que reconocí como un disco de 78 revoluciones.
—Duke Ellington y Adelaide Hall, Creole Love Call, de la marca original Black and Gold Victor —informó—. Y estaba guardado en un baúl entre los trastos.
—¿Quieres venderlo en eBay? —pregunté.
Me lanzó una mirada fría.
—¿Has venido a recoger tus cosas?
—Si eso no te importa…
Tyburn vaciló.
—Por favor —dijo.
—Tu gentileza es excesiva —le dije yo.
La mayor parte de mi ropa se había quedado en la Locura, pero, como Molly nunca limpiaba en las cocheras, pude llevarme un jersey y unos vaqueros que se habían caído tras el sofá. El portátil estaba en el mismo lugar donde lo había dejado, encima de un montón de revistas. Tuve que dar un par de vueltas por la habitación hasta encontrar la funda. Tyburn no dejó de mirarme con ojos fríos. Era como si mi madre me hubiese vigilado mientras me bañaba.
Como había indicado Frank, en ocasiones nos encontramos con que tenemos que hacer algo, sin que importe el precio. Me enderecé y me encaré con Tyburn.
—Mira —le dije—, siento lo que ocurrió con la fuente.
Por un instante, pensé que podría funcionar. Os juro que vi algo en su mirada, apaciguamiento, reconocimiento —algo—, pero ese algo desapareció al instante, y fue sustituido por la misma ira sin fisuras de antes.
—He investigado sobre ti —me dijo—. Tu padre es un yonqui y lo ha sido durante treinta años.
No tendría que herirme el que me dijeran esas cosas. Sé desde los doce años que mi padre es drogadicto. Cuando lo descubrí, no trató de ocultar la realidad, y se esforzó por hacerme entender lo que significaba. No quería que siguiera sus pasos. Era una de las pocas personas en el Reino Unido que aún recibían la heroína por prescripción, por cortesía de un médico de familia que había sido incondicional de una de las leyendas del jazz londinenses con menos éxito. No se ha librado nunca de su adicción, pero siempre ha estado bajo control, y no tendría que dolerme cuando alguien le llama yonqui, pero, naturalmente, me duele.
—Maldita sea —dije—. Qué callado se lo tenía. Me has dejado consternado.
—Tu familia engendra siempre decepción, ¿verdad? —dijo—. Tu profesor de química quedó tan decepcionado contigo que escribió una carta al Guardian para contarlo. Tú eras su ojito derecho… por así decirlo.
—Ya lo sé —dije—. Mi padre tiene el recorte del periódico guardado en una carpeta.
—Y cuando te expulsen por falta grave —replicó Tyburn—, ¿también se va a guardar el recorte?
—El comisario auxiliar suplente Folsom —mencioné— está contigo, ¿no?
Tyburn me respondió con una sonrisa forzada.
—Me gusta seguirles la pista a las estrellas ascendentes —dijo.
—¿Y manejarlas como marionetas? —le pregunté—. Siempre me sorprendo de lo que la gente es capaz de hacer sólo por echar un polvo.
—A ver si maduras de una vez, Peter —dijo Tyburn—. Todo esto se reduce a una cuestión de poder e intereses compartidos. Ya sé que casi siempre piensas con los genitales, pero no creas que todos los demás hacemos lo mismo.
—Me alegro de oírlo, porque alguien tiene que decirte que deberías depilarte esas cejas —le endilgué—. ¿Lo de la pistola fue cosa tuya?
—No digas estupideces —respondió.
—Ése es tu estilo. Te buscas a otro que te solucione los problemas. Maquiavelo estaría orgulloso de ti.
—¿Acaso has leído a Maquiavelo? —preguntó. Vacilé en responderle y sacó la conclusión correcta—. Yo sí —dijo—. En italiano original.
—¿Y por qué lo leíste?
—Me lo hicieron leer cuando me graduaba —dijo—. En St. Hilda’s, Oxford. Historia e italiano.
—Con las mejores notas, sin duda —aseveré.
—Desde luego —afirmó ella—. Así entenderás que la galantería casposa de Nightingale no me impresione en absoluto.
—Entonces, ¿lo de la pistola fue cosa tuya? —pregunté.
—No, no lo fue —dijo ella—. Yo no tenía ninguna necesidad de organizar este desastre. Sólo era cuestión de tiempo el que Nightingale la jodiera. No esperaba que fuese tan imbécil como para permitir que le pegaran un tiro. Aunque, a río revuelto, ganancia de pescadores.
—¿Y cómo es que no estás dentro? —pregunté—. ¿Por qué te has quedado en el edificio de las cocheras? Lo que hay allí es impresionante: tienen una biblioteca que ni te la imaginas, y podrías hacer una fortuna si la alquilaras a productoras cinematográficas para hacer películas de época.
—Cada cosa a su tiempo —contestó ella.
Metí la mano en el bolsillo para buscar las llaves.
—Toma, puedo prestarte mi juego de llaves —le dije—. Estoy seguro de que convencerás a los paracas para que te dejen pasar.
Le dio la espalda a la mano que le tendía.
—Lo único bueno que va a salir de todo esto —dijo— es que ahora tendremos la oportunidad de tomar una decisión racional sobre la manera de tratar estos asuntos.
—No puedes entrar —le dije—. ¿Verdad que no?
Me acordé de Beverley Brook y de sus «campos de fuerza hostiles».
Me miró con aires de gran señora, la mirada de dinero antiguo que las mujeres de los futbolistas no llegan a entender jamás, y por un momento la envolvió un olor a cloaca y a dinero y a negocios acompañados de brandy y de cigarros. Sólo que Tyburn era moderna, y por eso sentí también el aroma del capuchino y de los tomates secos.
—¿Ya tienes lo que habías venido a buscar? —preguntó.
—La tele es mía —dije.
Me respondió que me la llevase cuando quisiera.
—¿Qué es lo que vio en ti? —preguntó, y negó con la cabeza—. ¿Cómo pudieron elegirte a ti como guardián de la llama secreta?
Me pregunté qué diablos sería la llama secreta.
—Me imagino que habrá sido cuestión de suerte.
No se dignó a responderme. Me dio la espalda y se puso a buscar de nuevo dentro de los baúles. Me pregunté qué sería lo que buscaba en realidad.
Al salir de las cocheras, oí un ladrido contenido a mis espaldas y me volví. Un rostro pálido y lastimero me contemplaba desde una ventana del segundo piso: Molly, que estrechaba a Toby contra el pecho. Les hice un gesto con la esperanza de que les diera ánimos y luego me marché, para averiguar si Nightingale seguía con vida.
Había un policía armado a la puerta del cuarto de Nightingale. Le enseñé mis credenciales y me ordenó que dejase las bolsas fuera. Las UCI actuales pueden ser sorprendentemente silenciosas: el equipo de monitorización sólo hace ruido cuando algo funciona mal, y, dado que Nightingale podía respirar por sí mismo, no se oían resoplidos a lo Darth Vader en el respirador.
Se le veía viejo y fuera de lugar entre las colchas de poliéster de colores pastel, tersas y fáciles de lavar. Tenía un brazo descubierto. Estaba inerte y conectado a media docena de alambres y tubos, la cara chupada y grisácea, y los ojos cerrados. Pero su respiración, aun sin ayuda, era fuerte. Había un cuenco con racimos de uvas sobre la mesilla y un ramo de flores silvestres de color azul mal puesto en un jarrón.
Me quedé junto a la cama durante un rato. Pensaba que tendría que decir algo, pero no se me ocurría nada. Después de asegurarme de que nadie me veía, le agarré la mano y se la estreché. Estaba sorprendentemente cálida. Me pareció sentir algo, una vaga sensación de pino húmedo, humo de hoguera y lona, pero era tan tenue que no logré saber si se trataba de vestigia o no. Me di cuenta de que las piernas me flaqueaban. Hasta ese punto había llegado mi cansancio. En uno de los rincones había un típico sillón de cuarto de hospital. Estaba hecho de conglomerado laminado y de espuma antiincendios recubierta con poliéster. Parecía demasiado incómodo como para dormir en él. Me senté, dejé que la cabeza se me deslizara hacia un lado y me dormí en menos de treinta segundos.
Desperté al cabo de poco y me encontré con que el doctor Walid y un par de enfermeras trabajaban junto a la cama de Nightingale. Les miré estúpidamente hasta que el doctor Walid me vio y me dijo que volviera a dormirme. O al menos, creo que fue eso lo que me dijo.
Desperté de nuevo al oler café. El doctor Walid me había traído un vaso de cartón lleno de café con leche y sobrecitos tubulares de azúcar en cantidad suficiente como para mi presupuesto del colmado se resintiese.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Le dispararon en el pecho —dijo el doctor Walid—. Esas cosas no se solucionan con rapidez.
—¿Se recuperará?
—Saldrá de ésta —repuso el doctor Walid—. Pero no puedo garantizar que se recupere del todo. En cualquier caso, el que pueda respirar sin ayuda es una buena señal.
Tomé un traguito de café con leche; me quemé la lengua.
—No me dejan entrar en la Locura —expliqué.
—Ya lo sé —respondió el doctor Walid.
—¿Usted podría conseguir que me dejaran entrar?
El doctor Walid se rió.
—¿Yo? No —negó—. No soy más que un consejero civil con ciertos conocimientos en el campo del esoterismo. Ahora que Nightingale está incapacitado, el único que podría autorizarte la entrada en la Locura sería el comisario, o tal vez una persona de rango superior al suyo.
—¿El secretario de Interior? —dije.
El doctor Walid se encogió de hombros.
—Al menos —dijo—, ¿tienes alguna idea de lo que vas a hacer?
—¿Aquí hay acceso a Internet? —pregunté.
En un hospital en el que también se practica la enseñanza, como es el Hospital Universitario, basta con traspasar las puertas adecuadas para que deje de ser un hospital y se transforme en un centro administrativo y de investigación médica. El doctor Walid tenía un despacho allí y también —me asombré al descubrirlo— estudiantes.
—No les enseño nada esotérico —me explicó, y también me dijo, sin ninguna intención de darse importancia, que era un reputado gastroenterólogo a nivel internacional—. Todo el mundo necesita una afición —dijo.
—La mía va a ser la de buscar trabajo —expuse.
—Si tienes que presentarte a alguna entrevista —dijo el doctor Walid—, yo empezaría por ducharme.
El despacho del doctor Walid era demasiado estrecho y tenía una ventana en la pared más corta, mientras que las otras dos estaban cubiertas de un extremo a otro por anaqueles. Éstos estaban llenos de carpetas, revistas profesionales y libros de referencia. En uno de los extremos del estante que servía como escritorio, un PC navegaba sin rumbo sobre un mar de papeles impresos. Solté las bolsas y enchufé el portátil para recargarle la batería. El módem quedaba oculto tras un montón de Gut: an International Journal of Gastroenterology and Hepatology. Un desenfadado subtítulo daba fe de que Gut había sido elegida Mejor Revista de Gastroenterología por los gastroenterólogos del mundo entero. Yo no sabía si preocuparme, o si sentirme reconfortado por la conclusión implícita de que había en el mundo muchas otras revistas especializadas en el buen funcionamiento de mis intestinos. La conexión del módem tenía un sospechoso aspecto de instalación casera y, desde luego, no se trataba de un NHS estándar. Le pregunté por ello al doctor Walid y se limitó a responderme que le gustaba tener bien protegidos ciertos archivos.
—¿De quién? —le pregunté.
—De otros investigadores —respondió—. Siempre tratan de plagiarme mis trabajos. —Según me contó, los hepatólogos eran los peores—. ¿Qué se puede esperar de una gente que se pasa el día trabajando con bilis? —dijo el doctor Walid, y pareció defraudado al darse cuenta de que no me reía del chiste.
Satisfecho por poder trabajar, le pedí al doctor Walid que me dejara entrar en el cuarto de baño del personal. Estaba en el mismo corredor. Una vez allí, me duché en un cubículo con capacidad y equipamiento suficientes para un parapléjico, su silla de ruedas, el cuidador y el perro guía. Había jabón: una pastilla de antibiótico genérico con olor a limón. Parecía lo bastante fuerte como para arrancarme la capa externa de la epidermis.
Mientras me duchaba, pensé en la mecánica del incidente en el que Nightingale había resultado herido. A pesar de las exuberantes fantasías del Daily Mail, uno no puede entrar en el primer pub que encuentre y comprar un arma, y todavía menos una semiautomática de gama alta como la que Christopher Pinkman había manejado de manera tan torpe la noche anterior. Lo cual significaba que Henry Pyke no había podido preparar el asalto durante los veinte minutos escasos que habían pasado desde que entramos en la Royal Opera House hasta que salimos por la puerta trasera. Henry Pyke había tenido que saber de antemano que nuestra intención era atraparlo en Bow Street, y eso nos dejaba tan sólo con tres opciones: o bien era capaz de ver el futuro, o bien leía las mentes, o bien había embargado y empleaba como títere a una de las personas que conocían el plan.
Descarté de entrada la precognición. No sólo soy un gran fan del principio de causalidad, sino que, además, Henry Pyke no había hecho en ningún momento nada que diera pie a pensar que conocía el futuro. De acuerdo con mis investigaciones en la biblioteca mundana de la Locura, no era posible leer las mentes, por lo menos no es posible oír los pensamientos de otras personas como si se oyera una voz en off en televisión. No: alguien le había contado el plan a Henry Pyke, o quizá a un tercero que estaba embargado por Henry Pyke. No había sido Nightingale. Ni tampoco yo. Así que tan sólo quedaba la Brigada de Homicidios. Visto que a Stephanopoulos y a Seawoll no les gustaba hablar sobre magia con quienes oficialmente la practicaban, no me imaginaba que hubieran comentado esa historia con su gente, y seguro que Lesley tampoco.
Salí de la ducha con una agradable sensación de falta de refinamiento. Me sequé con una toalla que había pasado repetidamente por la lavadora hasta adquirir la textura del papel de lija. Las ropas que había traído del edificio de las cocheras no estaban precisamente recién lavadas, pero, por lo menos, sí más limpias que las que había llevado hasta entonces. Después de dar varias vueltas en dirección equivocada por los inacabables pasillos, logré llegar hasta el despacho del doctor Walid.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó.
—Humano —dije.
—Sí, no te falta mucho —afirmó. A continuación me señaló la máquina de café y la dejó en mis manos.
Desde que la humanidad dejó de vagar sin rumbo y empezó a cultivar su propia comida, la sociedad se ha vuelto más complicada. En cuanto dejamos de acostarnos con nuestras primas y construimos paredes, templos y unas pocas discotecas decentes, la sociedad se volvió demasiado compleja como para que una sola persona pudiera abarcarla, y así nació la burocracia. La burocracia fragmenta la complejidad y la incorpora a una serie de sistemas interconectados. No es necesario saber cómo encajan todos esos sistemas, y tampoco la función que ejerce tu trocito de sistema. Tan sólo es necesario que cada uno cumpla con su parte y entonces toda la máquina funciona entre crujidos. Cuanto más diversas sean las funciones que ejerce una organización, más enrevesados se vuelven los sistemas y subsistemas interconectados. Si dicha organización es responsable de impedir ataques terroristas, solucionar peleas domésticas y evitar que los motoristas den muerte a los desconocidos que se cruzan en su camino —como es el caso de la Policía Metropolitana—, los sistemas tendrán que ser muy complejos.
Una exigencia imbricada en el sistema es que todas las Unidades de Mando de Operaciones tengan acceso a las bases de datos HOLMES2 y CRIMINT, bien por medio de un equipo específico para HOLMES, bien mediante programas especiales que se instalan en ordenadores portátiles autorizados. Dicha tarea compete al Directorio de Información. Como no tienen otra responsabilidad que la que implica su propio trocito de sistema, no hacen ninguna distinción entre las Brigadas de Delincuencia Grave y Organizada y la Locura, que se considera también una de dichas brigadas, porque a nadie se le ocurrió otra manera de incluirla en el organigrama de la Policía Metropolitana. Esa circunstancia no había tenido ningún significado para el inspector Nightingale, pero un servidor se encontró con que no sólo podía instalar una copia legal del interfase de HOLMES2 en su portátil, sino que gozaba de los mismos privilegios de acceso que el jefe de la Brigada de Homicidios y Delitos Graves.
Y me venía muy bien, porque una de las personas de las que sospechaba era el inspector superior Seawoll, y ése es un blanco contra el que uno no apunta si no está seguro de poder derribarlo a la primera. La detective sargento Stephanopoulos, que también había estado al corriente de la operación, era una sospechosa igualmente peligrosa, ya que yo podía acabar protagonizando su chiste número dos: «¿Sabes lo que le ocurrió al agente que acusó a Stephanopoulos de actuar sin saberlo bajo el poder de un espíritu revenant malicioso?». El doctor Walid era el sospechoso número tres, y por eso no le había contado lo que pensaba hacer; Lesley era la sospechosa número cuatro; y el sospechoso número cinco, el que más me asustaba, era, por supuesto, yo mismo. Aunque no pudiera demostrarlo de ningún modo, tenía la razonable certeza de que Brandon Coopertown había pasado todo el tiempo que medió entre el asesinato de William Skirmish y el de su bebé sin darse cuenta de que ya no era el mismo.
No había notado nada extraño en Lesley. ¿Era posible enmascarar el embargo? Quizá yo no tuviera los sentidos tan agudos como había imaginado. Nightingale me decía sin cesar que se tardaba una vida entera en aprender a distinguir entre los vestigia y los caprichos de la mente. Yo mismo había dado por sentado que había ciertas personas en quienes se podía confiar. No volvería a cometer el mismo error.
Después de la ducha me tomé un tiempo para mirarme la cara en el espejo. Reuní el coraje suficiente para abrir la boca y mirar dentro. Para terminar, cerré los ojos y hundí los dedos en las mejillas. En toda mi vida había sentido una tal satisfacción al palpar un premolar. Todo eso quería decir, sin lugar a dudas, que Henry Pyke aún no había empezado a estirarme la cara.
Abrí el HOLMES y tecleé el código de acceso y la contraseña. Técnicamente ambos pertenecían al inspector Nightingale y, técnicamente, habrían tenido que anularlos en el mismo momento en que el inspector había dejado de estar en activo, pero por lo visto aún no lo habían hecho. La inercia es otra de las características clave de la civilización y la burocracia. Empecé por el principio, por el asesinato de William Skirmish, en Covent Garden, el día 26 de enero.
Al cabo de tres horas y dos cafés, mientras repasaba el caso de Framline, encontré lo que buscaba. Su caso había empezado cuando derribaron al mensajero que iba en bicicleta por el Strand y lo habían llevado al Hospital Universitario para atenderlo, y una vez allí había atacado al doctor Framline. Un agente uniformado le había tomado declaración en el lugar del accidente mientras esperaban a que llegase la ambulancia. Dijo que un coche se había puesto a su lado y lo había empujado fuera de la calzada. Lesley me dijo que el accidente había tenido lugar en uno de los escasos puntos del Strand donde no había cámaras de videovigilancia, pero, según el primer informe, el coche había sacado de la calzada al mensajero frente a la estación de Charing Cross. Desde que el IRA declaró en los años noventa que las estaciones de tren londinenses eran un objetivo legítimo, no había ningún punto en sus alrededores que no estuviese controlado por videocámara. Empecé a remover las entrañas del archivo de HOLMES, donde alguna alma enloquecida de la Brigada de Homicidios se había dedicado a cargar las imágenes relevantes captadas por todas las cámaras en funcionamiento desde Trafalgar Square hasta el Old Bailey. Ninguna de ellas estaba identificada de manera aceptable, y debí de tardar una hora y media en encontrar el vídeo que buscaba. El mensajero no había explicado cómo era el coche que lo había golpeado, pero en las imágenes aparecía un Honda Accord, y yo no tuve ninguna duda sobre su procedencia. El vídeo no tenía resolución suficiente como para ver al conductor ni la matrícula, pero antes de seguir su trayectoria hasta la cámara de alta resolución que controlaba los semáforos de Trafalgar Square, yo ya sabía de quién se trataba.
Tenía sentido que así fuera. Había estado presente cuando Coopertown mató a su mujer y su hijo, durante el incidente en el cine y el ataque contra el doctor Framline. Había estado presente mientras planeábamos la operación que había de realizarse junto a la Opera House, y había llegado con los refuerzos a tiempo de hacer desaparecer la pistola.
Mi sospechosa era Lesley May. Formaba parte del plan. Henry Pyke la había embargado como parte de su obra demencial de violencia y venganza. Me pregunté si habría estado en ello desde el principio, desde la noche en que le habían arrancado la cabeza de un golpe a William Skirmish y yo había conocido a Nicholas Wallpenny. Entonces me acordé de Polly la Guapa, del guión de Piccini… la chica silenciosa a la que Punch cortejaba tras haber matado a su esposa y su hijo. Él la besaba sonoramente sin que ella pareciera sentir «ninguna repugnancia». Luego cantaba: «Si tuviese a todas las mujeres del anciano rey Sol, las mataría a todas ellas por mi pequeña Poll».
En cierta ocasión, una madre perdió a su hijo en Covent Garden. Era muy inglesa, a la manera antigua: vestido estampado de buena calidad, bolso bonito. Había salido de compras por el West End y también tenía la intención de visitar el Museo del Transporte de Londres. Se distrajo un momento con un escaparate y, cuando se volvió, su niño de seis años había desaparecido.
Recuerdo con mucha nitidez el aspecto que tenía cuando nos encontró.
Un barniz superficial de serenidad, el tradicional temple británico. Pero sus ojos la delataban… miraba sin cesar a derecha e izquierda, luchaba contra el impulso de echar a correr en todas las direcciones a la vez. Me esforcé por tranquilizarla mientras Lesley llamaba y empezaba a organizar la búsqueda. No sé lo que le dije, tan sólo palabras para tranquilizarla, pero, mientras le hablaba, me di cuenta de que temblaba de manera casi imperceptible, y noté que lo que veía era un ser humano que se derrumbaba frente a mí. El niño de seis años tardó menos de un minuto en aparecer. Un amable mimo lo trajo desde uno de los patios hundidos de la plaza. Miré a la mujer en el momento en el que su hijo reaparecía, vi cómo el alivio se pintaba en su cara y el miedo se desvanecía, hasta que se transformó de nuevo en la mujer práctica y enérgica con vestido de playa y discretas sandalias.
En ese momento comprendí aquel miedo, un miedo que no sientes por ti mismo, sino por otra persona. Lesley estaba embargada. Henry Pyke se había instalado en su cabeza y llevaba por lo menos tres meses allí. Traté de recordar la última vez que la había visto. ¿Acaso su rostro había cambiado? Y entonces recordé su sonrisa, su sonrisa generosa que dejaba al descubierto sus dientes. ¿Me había sonreído en los últimos tiempos? A mí me parecía que sí. Si Henry Pyke hubiera activado el dissimulo en ella, si la hubiera obligado a adoptar la forma de Pulcinella, la muchacha no habría podido ocultar sus dientes destrozados. No sabía cómo expulsar a Henry Pyke de su cerebro, pero, al menos, sí creía saber cómo impedir que se le desprendiese la cara, si lograba encontrarla antes de que empezara el fenómeno.
Cuando el doctor Walid regresó al despacho, yo ya tenía un plan.
—¿De qué se trata? —me preguntó.
Se lo expliqué, y a él también le pareció un plan formidable.