3

LA LOCURA

El inspector Nightingale nos dijo a Lesley y a mí que lo esperáramos en el jardín y volvió a entrar en la casa para asegurarse de que no hubiera nadie. Lesley se había quitado la chaqueta para cubrir con ella al bebé y tiritaba de frío. Traté de quitarme la mía para ofrecérsela, pero Lesley me detuvo.

—Está llena de sangre —dijo.

Era verdad: tenía sangre en las mangas y me bajaban regueros hasta el dobladillo. También había en las rodillas de los pantalones. Noté que allí donde la sangre había empapado la ropa, la tela estaba pegajosa. Lesley tenía sangre en la cara, en torno a los labios, porque le había hecho el boca a boca al bebé. Se dio cuenta de que la estaba mirando.

—Ya lo sé —dijo—. Aún noto el sabor en la boca.

Ambos temblábamos y habríamos querido gritar, pero yo sabía que tenía que ser fuerte, por Lesley. Por mucho que me esforzara, no lograba sacarme de la cabeza el guiñapo sanguinolento en que se había transformado el rostro de Brandon Coopertown.

—Eh —me dijo Lesley—, no pierdas los nervios.

Me miraba, preocupada, y me miró aún con mayor preocupación cuando estallé en risillas… no pude evitarlo.

—¿Peter?

—¡Disculpa! —dije—. Es que ahora mismo estás siendo fuerte por mí, y yo estoy siendo fuerte por ti y… ¿no te das cuenta? Es así como logramos aguantar en este oficio.

Logré dominar las risillas y Lesley esbozó una media sonrisa.

—Está bien —aceptó Lesley—. No me asustaré, si tú no lo haces.

Me agarró la mano, le dio un apretón y luego la soltó.

—Me pregunto si los refuerzos de la comisaría de Hampstead vendrán a pie —inquirí.

La ambulancia llegó primero, los enfermeros corrieron hasta el jardín y dedicaron veinte minutos a un fútil intento de reanimar al bebé. Los enfermeros siempre lo intentan cuando hay niños, aunque con ello puedan alterar el escenario del crimen. No hay manera de impedírselo, así que lo mejor es dejarles hacer.

Los enfermeros acababan de empezar con su labor cuando llegó un furgón lleno de uniformados y sus ocupantes empezaron a dar vueltas por el lugar sin un objetivo claro. El sargento se nos acercó con cierta prevención. Nos había visto cubiertos de sangre y nos había tomado por civiles y, por tanto, nos consideraba sospechosos en potencia.

—¿Se encuentran bien? —nos interpeló.

No logré hablar, la pregunta parecía tan estúpida…

El sargento se volvió hacia los enfermeros. Todavía trabajaban con el bebé.

—¿Podrían contarme lo que ha sucedido? —preguntó.

—Ha tenido lugar un serio incidente —dijo Nightingale, que en ese momento salía de la casa—. Usted —ordenó, y señaló a un infortunado agente—, elija a un compañero, vaya a la parte de atrás y asegúrese de que nadie entre ni salga por allí.

El agente agarró a un compañero y se pusieron en marcha. Parecía que el sargento le fuera a pedir a Nightingale sus credenciales de oficial, pero el inspector no le dio tiempo suficiente.

—Quiero la calle cerrada y acordonada a diez metros en ambas direcciones —dijo—. La prensa llegará de un momento a otro. Asegúrese de que dispone de agentes suficientes para impedirles la entrada.

El sargento no saludó al estilo militar, porque somos la Policía Metropolitana y entre nosotros no se estilan los saludos de visera, pero la manera en que se dio la vuelta y se marchó tuvo cierto aire marcial. Nightingale nos miró a Lesley y a mí. Aún estábamos temblorosos. Asintió con la cabeza como para darnos confianza, se volvió hacia uno de los agentes que aún estaban allí y se puso a gritarle órdenes.

Poco más tarde nos trajeron mantas, los compañeros nos hicieron sitio en el furgón y nos sirvieron una taza de té caliente con tres terrones de azúcar por cabeza. Nos tomamos el té y aguardamos en silencio a que regresaran los demás.

El inspector superior de detectives Seawoll tardó menos de cuarenta minutos en llegar a Downshire Hill, aunque fuera sábado. Debía de haber venido desde Belgravia con las señales luminosas de emergencia y las sirenas puestas. Apareció en la portezuela lateral del furgón y nos miró a Lesley y a mí con el ceño fruncido.

—¿Estáis bien los dos? —preguntó.

Ambos asentimos.

—Bueno, de todas maneras no os mováis de ahí, coño —dijo.

Difícilmente lo habríamos hecho. Las investigaciones de cierta importancia, una vez iniciadas, son tan interesantes como una reposición de Gran Hermano, aunque tal vez sin tanto sexo ni violencia. A los delincuentes no se les detiene con deducciones brillantes. A los delincuentes se les detiene porque un pobre imbécil se ha pasado la semana entera visitando todas las tiendas de Hackney donde se vende una determinada marca de soporte para la bicicleta estática y ha visto las imágenes de todas sus cámaras de seguridad. Un buen oficial superior de Investigación es un hombre que se asegura de que la gente de su equipo ha hecho bien los deberes. Uno de los motivos, y no el menos importante, es que hay que evitar que un cabrón con peluca introduzca la tarjeta de crédito del acusado en alguna grieta del sumario y la emplee como palanca para destrozar los cargos.

Seawoll era uno de los mejores en lo suyo, así que empezaron por llevarnos por separado hasta una tienda que los equipos de investigación habían plantado cerca de la entrada principal. Una vez allí nos quitamos hasta la ropa interior y cambiamos nuestra vestimenta de paisano por unos elegantes trajes antisépticos de una sola pieza. Mientras metían mi chaqueta preferida en una de las bolsas para pruebas, me di cuenta de que nunca me había preocupado por averiguar lo que había que hacer luego para recobrar ese tipo de artículos. Y si me la devolvían, ¿la lavarían en seco antes de dármela? Tomaron muestras de la sangre que teníamos en la cara y las manos, y luego tuvieron la amabilidad de darnos toallas para que nos limpiáramos el resto.

Al final comimos en el furgón. Nos dieron un par de bocadillos comprados en algún súper, pero como se trataba de algún súper de Hampstead eran de calidad bastante buena. Mi propia hambre me sorprendió, y estaba a punto de pedir una segunda ración cuando el inspector superior de detectives Seawoll subió al furgón. Su peso hizo que éste se ladeara y su presencia provocó que Lesley y yo oprimiéramos inconscientemente la espalda contra el respaldo del asiento.

—Vosotros dos, ¿qué tal estáis? —preguntó.

Le dije que estábamos bien, a punto para trabajar y, de hecho, deseosos de retomar el caso.

—Todo eso que me estás diciendo son gilipolleces —dijo—, pero, al menos, son gilipolleces convincentes. Dentro de un par de minutos os vamos a llevar a la comisaría de Hampstead, donde una señora muy maja de Scotland Yard os tomará declaración… por separado. Y aunque pienso que siempre hay que ir con la verdad por delante, tiene que quedar muy claro que no quiero ni una puta mierda estilo Expediente X en vuestra declaración. ¿Ha quedado claro?

Le hicimos notar que, en efecto, había expresado sus puntos de vista con suma nitidez.

—De cara afuera, nos hemos metido en esta mierda en cumplimiento de nuestros putos deberes rutinarios, y saldremos de ella también mediante el cumplimiento de nuestros putos deberes rutinarios. —Y salió del furgón. La suspensión crujió.

—¿Nos ha pedido que le mintamos a una oficial superior? —pregunté.

—Sí —dijo Lesley.

—Sólo lo preguntaba para estar seguro —dije.

Así que durante el resto de la tarde dimos falso testimonio en habitaciones separadas. Tuvimos buen cuidado de que nuestros respectivos relatos concordaran a grandes rasgos, pero, al mismo tiempo, estuvieran llenos de discrepancias que les dieran un aire de realidad. Nadie como un policía para falsificar una declaración.

Después de mentir, tomamos prestada ropa pasada de moda en los alojamientos de la sección y regresamos a Downshire Hill. Los crímenes que tienen lugar en barrios como Hampstead siempre ocupan un lugar destacado en los titulares, y los medios de comunicación habían salido en masa. Uno de los motivos —y no el menos importante— era que aquella tarde la mitad de los presentadores podía ir a pie hasta el lugar de trabajo.

Toby se había encerrado en un silencio sospechoso. Lo hicimos salir del Honda Accord, nos pasamos más o menos una hora limpiando el asiento de atrás y luego fuimos en el coche hasta Charing Cross con las ventanas bajadas. En realidad, no podíamos echarle la culpa a Toby, porque habíamos sido nosotros quienes lo habíamos dejado el día entero encerrado en el coche. Le compramos un McDonald’s Happy Meal y creo que nos perdonó.

Regresamos a mi habitación y nos bebimos el Grolsch que quedaba. Luego, Lesley se aligeró de ropa y se echó en mi cama. Yo me eché a su lado y la tomé entre mis brazos. Lesley suspiró y se apretujó contra mí. Tuve una erección, pero Lesley era tan educada que no me dijo nada. Toby se puso cómodo al extremo de la cama y utilizó nuestros pies como almohada, y nos dormimos todos a la vez.

A la mañana siguiente, cuando me desperté, Lesley había desaparecido y el móvil sonaba. Respondí. Era Nightingale.

—¿Estás listo para volver al trabajo? —me preguntó.

Le dije que sí.

Regresé al trabajo. A la cantina de la Clínica Forense Iain West, donde el inspector Nightingale y yo habíamos reservado un tour por las espantosas lesiones de Brandon Coopertown. Me presentaron a Abdul Haqq Walid, un hombre animoso y vivaz de cincuenta y pico años que hablaba con un deje de las Highlands.

—El doctor Walid nos lleva todos los casos especiales —dijo Nightingale.

—Mi especialidad es la criptopatología —dijo el doctor Walid.

—Salam —le dije.

Al salam alikum —me dijo el doctor Walid, y me estrechó la mano.

Había ido hasta allí con la esperanza de que en esa ocasión empleáramos el sistema de observación remota, pero Nightingale no quería que quedara ningún registro visual de esa fase de la autopsia. Una vez más nos pusimos los delantales, las mascarillas y los protectores oculares, y entramos en el laboratorio. Brandon Coopertown —o, por lo menos, el hombre que pensábamos que era Brandon Coopertown— yacía desnudo, de espaldas sobre la mesa. El doctor Walid le había abierto el torso con la incisión estándar en Y, y le manoseaba por dentro, en busca de lo que un patólogo pueda buscar ahí, y luego lo cerró de nuevo. Había confirmado su identidad por medio de la información biométrica de su pasaporte.

—Del cuello para abajo —dijo el doctor Walid—, es un hombre sano de menos de cincuenta años. Es su cara lo que nos interesa.

O, más bien, lo que quedaba de su cara. El doctor Walid había apartado con ganchos los jirones de piel que le colgaban sobre el rostro. Lo que había quedado del rostro de Brandon Coopertown tenía una espantosa semejanza con una margarita rosada y roja.

—Vamos a empezar por el cráneo —dijo el doctor Walid, e indicó un lugar con un puntero. Nightingale acercó la cara para ver bien, pero yo me contenté con mirar por encima de su hombro—. Como verán, los huesos del rostro han sufrido abundantes daños: los huesos maxilar superior, maxilar inferior y cigomático han quedado pulverizados, y los dientes, supervivientes habituales, están destrozados.

—¿Un golpe muy fuerte en el rostro? —preguntó Nightingale.

—Eso es lo mismo que habría pensado yo —dijo el doctor Walid—, si no fuera por esto. —Sujetó uno de los jirones de piel (creo que era la mejilla) con un gancho y lo extendió sobre el rostro. Llegaba hasta el otro extremo del cráneo y cubría la oreja del otro lado—. La piel se ha estirado sin desgarrarse hasta más allá de lo que sería su capacidad natural, y, aunque no quede casi nada de tejido muscular, esto último también es una prueba de su degradación lateral. A juzgar por las líneas de tensión, parece como si algo hubiera empujado la piel del rostro desde dentro hacia fuera por la zona de la barbilla y la nariz, hubiera estirado la piel y el músculo, y luego hubiera pulverizado el hueso sin que la piel se moviera de su sitio. Luego, lo que la mantenía con esa forma desapareció, el hueso y los tejidos blandos habían perdido ya toda su integridad, y la piel de la cara se desprendió.

—¿Piensa usted en un dissimulo? —preguntó Nightingale.

—O en una técnica muy similar —dijo el doctor Walid.

Nightingale me hizo saber que dissimulo era un hechizo mágico que se empleaba para cambiar de aspecto. En realidad, no empleó las palabras «hechizo mágico», pero se trataba de eso.

—Por desgracia —explicó el doctor Walid—, desplaza los músculos y la piel hasta nuevas posiciones, y eso puede causar daños irreparables.

—Nunca ha sido una técnica popular —dijo Nightingale.

—Está claro el porqué —dijo el doctor Walid, y señaló los restos de la cara de Brandon Coopertown.

—¿Algún indicio de que practicara? —preguntó Nightingale.

El doctor Walid sacó una bandeja de acero inoxidable cubierta con una tapadera.

—Sabía que me lo preguntaría —dijo—, así que le voy a enseñar algo que he descubierto antes. —Levantó la tapa y dejó un cerebro humano al descubierto—. No soy experto en la materia, pero no me pareció un cerebro sano; se veía encogido y picado, como si lo hubieran dejado al sol para que se secara. Como ve, ha tenido lugar una notable degradación del córtex cerebral y hay pruebas de sangrado intracraneal que podríamos atribuir a una enfermedad degenerativa, si el inspector Nightingale y yo no estuviéramos familiarizados con su verdadera causa.

Lo cortó en dos mitades para que viéramos su interior. Tenía un aspecto como de coliflor enferma.

—Y esto —repuso el doctor Walid— es un cerebro afectado por la magia.

—¿La magia le hace eso al cerebro? —pregunté—. No me extraña que haya caído en desuso.

—Eso es lo que le ocurre a quien sobrepasa sus propias limitaciones —respondió Nightingale. Se volvió hacia el doctor Walid—. No hallamos pruebas de práctica en su casa. Ni libros, ni parafernalia, ni vestigium.

—¿Puede ser que alguien le robara su magia? —pregunté—. ¿Que se la sorbiera del cerebro?

—Es muy improbable —aseveró Nightingale—. Es casi imposible robarle la magia a otro hombre.

—Salvo en el momento de la muerte —añadió el doctor Walid.

—Es mucho más probable que fuera el propio Coopertown quien se hiciera esto a sí mismo —indicó Nightingale.

—Entonces, ¿piensa usted que no llevaba puesta ninguna máscara durante el primer ataque? —pregunté.

—Eso parece —dijo Nightingale.

—Así que se remodeló la cara el pasado martes —dije—. Y eso explica por qué tenía manchas en la piel cuando lo filmó la cámara del autobús. Luego se marcha a Estados Unidos, se queda allí durante tres noches y vuelve aquí. Y durante ese tiempo la cara le queda completamente desfigurada.

El doctor Walid lo pensó con detenimiento.

—Eso encajaría con las heridas y con los indicios de que empezaban a crecerle tejidos nuevos en torno a los fragmentos de hueso.

—Debió de padecer un dolor terrible —observé.

—No necesariamente —dijo Nightingale—. Uno de los peligros del dissimulo es que oculta el dolor. Puede ocurrir que el practicante se haga daño a sí mismo sin enterarse.

—Pero cuando la cara parecía normal… ¿era tan sólo porque la magia la mantenía en su lugar?

El doctor Walid miró a Nightingale.

—Sí —dijo Nightingale.

—¿Qué sucedería con el hechizo en el momento de dormirse? —pregunté.

—Probablemente dejaría de funcionar —dijo Nightingale.

—Pero había sufrido daños tan serios que su cara tenía que desprenderse en el momento en que el hechizo dejara de funcionar. Tuvo que mantener el hechizo activo durante todo el tiempo que pasó en América —dije—. ¿Me está diciendo que no durmió durante cuatro días?

—No parece muy creíble —indicó el doctor Walid.

—¿Los hechizos funcionan como el software? —pregunté.

Nightingale me miró con cara de no haber entendido nada. El doctor Walid acudió en su rescate.

—¿En qué sentido? —preguntó.

—¿Sería posible persuadir a una mente inconsciente para que mantuviese un hechizo? —pregunté—. De esa manera, el hechizo permanecería activo incluso durante las horas de sueño.

—Es posible en teoría, pero, aun dejando de lado las consideraciones morales, yo no sería capaz de hacerlo —dijo Nightingale—. No creo que ningún mago humano pudiera.

Ningún mago humano… vale. El doctor Walid y Nightingale me estaban mirando, y me di cuenta de que, mientras yo iba, ellos ya volvían.

—Cuando le pregunté por espectros, vampiros y hombres lobo, y usted me respondió que la lista ni siquiera había empezado, no me lo decía en broma, ¿verdad?

Nightingale negó con la cabeza.

—Mucho me temo que no —dijo—. Lo siento.

—Mierda —exclamé.

El doctor Walid sonrió.

—Yo dije exactamente lo mismo hace treinta años.

—Entonces, el que le hizo esto al pobre Coopertown no debía de ser humano —dije.

—Prefiero no hacer aseveraciones —explicó el doctor Walid—. Pero es lo más probable.

Nightingale y yo hicimos lo que hace todo buen policía cuando tiene un momento libre durante la jornada: salimos en busca de un pub. Al otro lado de la esquina encontramos el implacablemente caro Marquis of Queensbury, un tanto desangelado bajo la llovizna de la tarde. Nightingale me trajo una cerveza y nos sentamos en el reservado de la esquina, bajo un cartel victoriano que representaba un combate de boxeo sin guantes.

—¿Qué hay que hacer para llegar a mago? —pregunté.

Nightingale negó con la cabeza.

—No es como unirse a un Departamento de Investigación de Delitos —me dijo.

—Acaba de sorprenderme —dije—. ¿Qué hay que hacer entonces?

—Entrar como aprendiz —dijo—. Adoptar un compromiso para con el oficio, para conmigo y para con el país.

—¿Tendré que llamarle Shifu?

Al menos, le arranqué una sonrisa.

—No —contestó Nightingale—, tendrás que llamarme «maestro».

—¿Maestro?

—Ésa es la tradición —respondió Nightingale.

Repetí mentalmente ese término y me vinieron a la cabeza otras palabras con que los esclavos negros se habían referido a sus dueños.

—¿Y no podría llamarle «inspector»?

—¿Qué te hace pensar que vaya a ofrecerte un puesto entre nosotros?

Tomé un trago y me callé. Nightingale sonrió de nuevo y sorbió de su propia pinta.

—En cuanto hayas cruzado este Rubicón, no tendrás manera de volver atrás —dijo—. Y, sí, puedes llamarme «inspector».

—Acabo de ver cómo un hombre mataba a su mujer y su hijo —dije—. Si tuvo algún motivo racional para hacerlo, quiero saber cuál es. Si existe alguna posibilidad de que no fuera responsable de sus acciones, quiero conocerla. Porque entonces tendríamos una posibilidad de impedir que vuelva a suceder lo mismo.

—No es un buen motivo para entrar en este terreno —expuso Nightingale.

—¿Existe algún buen motivo? —pregunté—. Quiero meterme en esto, señor, porque tengo que saber la verdad.

Nightingale levantó el vaso a modo de saludo.

—Eso ya está mejor.

—¿Y qué va a suceder ahora? —interrogué.

—Ahora no va a suceder nada —dijo Nightingale—. Hoy es domingo. Pero, ante todo, tendremos que ir mañana a ver al comisario.

—Ésa es buena, señor —respondí.

—Hablo en serio —dijo Nightingale—. El comisario es la única persona autorizada para tomar la decisión final.

New Scotland Yard fue en otro tiempo un edificio de oficinas ordinario que la Policía Metropolitana alquiló durante los años sesenta. Desde entonces se ha reformado en varias ocasiones el interior de los despachos donde trabajan los altos cargos. La última vez que lo hicieron fue en los años noventa, probablemente la peor década en lo tocante a la decoración de los edificios oficiales desde los setenta. Y es por eso —supongo— por lo que la sala de espera del despacho del comisario era un desolado desierto de láminas de madera contrachapada y sillas de poliuretano enmohecido. Las fotografías de los seis últimos comisarios miraban desde las paredes con el único objetivo de ayudar a los visitantes a relajarse.

Sir Robert Mark (1972-1977) me miraba con especial descontento. No creo que mi trabajo le hubiera parecido una valiosa aportación.

—Aún estamos a tiempo de retirar la solicitud —dijo Nightingale.

Sí, aún estábamos a tiempo, pero eso no quería decir que a mí me agradara la idea. Por lo general, los agentes que se sientan en la sala de espera del comisario han sido o muy valientes o muy imbéciles, y yo no estaba seguro de a qué categoría pertenecía.

El comisario nos hizo esperar tan sólo diez minutos hasta que su secretaria vino a buscarnos. Su despacho era grande y estaba diseñado con la misma falta de estilo que el resto de Scotland Yard, salvo por el revestimiento de falso roble que cubría el techo. En una de las paredes había un retrato de la reina, y en la otra el de sir Charles Rowan, el primero de los comisarios. Me puse firmes con toda la marcialidad de la que es capaz un poli de Londres y estuve a punto de dar un respingo cuando el comisario me tendió la mano para que se la estrechara.

—Agente Grant —dijo—. Eres hijo de Richard Grant, ¿verdad? Tengo algunos de sus discos de la época en que cantaba con Tubby Hayes. En vinilo, por supuesto.

No aguardó a que le respondiera, sino que le estrechó la mano a Nightingale y nos indicó con un gesto que nos sentáramos. Era uno de esos norteños que escalan por el camino difícil y han cumplido el período de servicio en Irlanda del Norte que parece obligatorio para los futuros comisarios. El uniforme le sentaba bien y los agentes de a pie opinaban que no parecía cretino del todo, lo que significaba que se le valoraba mucho mejor que a sus predecesores.

—No nos esperábamos esto, inspector —dijo el comisario—. Hay quien pensaría que este paso que damos ahora es innecesario.

—Comisario —expuso Nightingale con circunspección—, creo que las circunstancias imponen un cambio en el acuerdo actual.

—Cuando me informaron por primera vez de la naturaleza de su sección, pensé que sus funciones serían meramente residuales, que la… —el comisario tuvo que obligarse a sí mismo a decir la palabra—, que la «magia» estaba en declive y que la amenaza que pudiera representar contra la paz de la Reina sería marginal. De hecho, recuerdo claramente que el Ministerio del Interior empleaba el verbo «menguar» al referirse a ella. También oí a menudo que «había sido eclipsada por la ciencia y la tecnología».

—El Ministerio del Interior no ha entendido nunca que la ciencia y la magia no se excluyen, señor. El fundador de mi sociedad les dio sobradas pruebas de ello. Yo creo que asistimos a un incremento lento, pero constante, de la actividad mágica.

—¿Las prácticas mágicas vuelven a difundirse? —preguntó el comisario.

—Desde mediados de los años sesenta —respondió Nightingale.

—Los años sesenta —dijo el comisario—. ¿Por qué será que no me sorprende? Qué mala suerte. ¿Puede usted figurarse el motivo?

—No, señor —negó Nightingale—. Pero, por otra parte, tampoco se ha alcanzado un verdadero consenso sobre los motivos por los que previamente estuvo a punto de extinguirse.

—En referencia a ese fenómeno, he oído la palabra Ettersburg —dijo el comisario.

Por un instante, el rostro de Nightingale se tiñó de dolor.

—Ettersburg tuvo que ver con ello, sin duda alguna.

El comisario hinchó los carrillos y suspiró.

—¿Los asesinatos en Covent Garden y en Hampstead están relacionados entre sí? —preguntó.

—Sí, señor.

—¿Piensa usted que la situación se va a agravar?

—Sí, señor.

—¿Lo suficiente como para que tengamos que rescindir el acuerdo?

—Se necesitan diez años para formar a un aprendiz, señor —dijo Nightingale—. Nos convendría tener uno en reserva por si me ocurriera algo.

El comisario se rió entre dientes, sin alegría.

—¿Ese muchacho sabe en qué va a meterse?

—¿Hay algún policía que lo sepa? —preguntó Nightingale.

—Muy bien —dijo el comisario—. Ponte en pie, muchacho.

Nos pusimos en pie. Nightingale me dijo que levantara la mano y me leyó el juramento.

—Peter Grant, de Kentish Town, ¿juras lealtad a nuestra Reina y a sus sucesores? ¿Juras, asimismo, servir con dedicación y lealtad a tu maestro hasta el final de tu período de aprendizaje, y someterte a los mandos y vestir las vestiduras de la hermandad a la que éste pertenece? En consonancia con el secreto que envuelve a dicha hermandad, callarás cuanto sepas sobre ella y no se lo comunicarás a nadie, salvo a otros miembros de la citada hermandad. Y en todo ello actuarás con dedicación y lealtad, y mantendrás en secreto este juramento, con la ayuda de Dios, Soberano al que sirves, y Poder que puso en marcha este universo.

Juré, aunque estuve a punto de atragantarme con lo de las «vestiduras».

—Que así sea, con la ayuda de Dios.

Nightingale me informó de que, al trabajar con él como aprendiz, tendría que trasladarme a su domicilio londinense de Russell Square. Me dio la dirección y me dejó en los alojamientos de la sección en Charing Cross.

Lesley me ayudó a preparar las maletas.

—¿No tendrías que estar en Belgravia —le pregunté—, con la Brigada de Homicidios?

—Me han dicho que me tome un día libre —respondió Lesley—. Me han dado permiso para que me recobre del susto, y sobre todo para que me mantenga alejada de los medios de comunicación.

Entendí el porqué. El exterminio de todos los miembros de una familia de gente rica y carismática es el sueño de todo redactor de noticias. Nada más enterarse de los macabros detalles, los medios de comunicación habían estirado el chicle haciéndose preguntas sobre lo que la trágica muerte de la familia Coopertown podía enseñarnos acerca de la sociedad en la que vivimos y sobre cómo aquella tragedia revelaba los males de la cultura moderna / el humanismo secular / la corrección política / la situación en Palestina. Elíjase lo que más le convenga a cada uno. Una de las pocas cosas que podrían hacer aún más suculenta la noticia habría sido la implicación de una agente guapa y rubia que —podría añadir yo— investigaba un caso difícil sin el conocimiento de sus superiores. Le habrían hecho preguntas. Habrían prescindido de sus respuestas.

—¿Quién irá a Los Ángeles? —pregunté.

Seguro que iría alguien a investigar los movimientos de Brandon en Estados Unidos.

—Un par de sargentos a los que aún no conozco —dijo ella—. Sólo tuve tiempo de trabajar allí durante un par de días antes de que me metieras en líos.

—Ahora eres la niña mona de Seawoll —comenté—. No se va a enfadar contigo por esto.

—De todas maneras, considero que aún estás en deuda conmigo —dijo, al mismo tiempo que agarraba mi toalla de baño y la plegaba enérgicamente hasta transformarla en un cubo compacto.

—¿Y qué quieres? —le pregunté.

Lesley me preguntó si quería salir aquella noche y le dije que me veía capaz de intentarlo.

—No quiero quedarme aquí —dijo—. Quiero salir.

—¿Adónde quieres que vayamos? —pregunté, y me quedé mirándola mientras desplegaba la toalla y volvía a plegarla en forma de triángulo.

—A cualquier sitio, menos al pub —explicó, y me dio la toalla. Me las apañé para meterla dentro de la mochila, pero tuve que desplegarla otra vez.

—¿Qué te parece si vamos al cine? —le pregunté.

—Es una buena idea —dijo—, pero que sea una peli divertida.

Russell Square se halla a un kilómetro al norte de Covent Garden, al otro lado del Museo Británico. Según Nightingale, fue el centro de un movimiento literario y filosófico durante los primeros años del pasado siglo, pero yo sólo la recuerdo por una vieja película de terror sobre unos caníbales que vivían en los túneles del metro.

La casa estaba en el sur de la plaza, donde había sobrevivido una hilera de casas adosadas del período georgiano. Tenían cinco pisos —si contamos las buhardillas añadidas en época posterior— y apartamentos en el sótano con vistas a un foso protegido con verjas de hierro forjado. El edificio en cuestión tenía una escalinata visiblemente más lujosa que la de las casas vecinas. Terminaba en unas puertas dobles de caoba con accesorios metálicos. Las palabras «SCIENTIA POTESTAS EST» estaban esculpidas en relieve sobre el dintel.

Me pregunté si querrían decir que la ciencia está puesta hacia el este. O que la ciencia portentosa es. La ciencia protestas es. La ciencia patatas es. ¿Y si estaba a punto de meterme en la guarida de unos peligrosos ingenieros genéticos que trabajaban con plantas?

Arrastré la mochila y las dos maletas hasta el rellano de arriba. Pulsé el timbre metálico, pero las puertas eran tan gruesas que no oí el sonido al otro lado. Al cabo de un instante, se abrieron por sí solas. Tal vez fuera por el tráfico, pero juraría que no oí ningún motor, ni ninguna clase de mecanismo. Toby gimoteó y se escondió detrás de mis piernas.

—Esto no da miedo —dije—. No da nada de miedo.

Empujé la maleta hasta el otro lado del umbral.

El vestíbulo tenía un mosaico de estilo romano y una cabina de madera y cristal, que desde luego no parecía una cabina de venta de entradas, pero que ponía de relieve que el edificio tenía un exterior y un interior, y que convenía pedir permiso antes de entrar. Fuera lo que fuese aquel lugar, no me cabía ninguna duda que no era la residencia privada de Nightingale.

Enfrente de la cabina, flanqueada por dos columnas neoclásicas, se erguía la estatua de mármol de un hombre ataviado con toga y calzones de académico. Sujetaba un voluminoso libro bajo uno de sus brazos y un sextante en el otro. En su cara cuadrada se pintaba una expresión de implacable curiosidad, y adiviné su nombre antes de verlo en el pedestal, donde se leía:

La naturaleza y sus leyes se ocultaban en la noche.

Dios dijo «Hágase Newton» y se hizo la luz.

Nightingale me aguardaba a un lado de la estatua.

—Bienvenido a la Locura —dijo—, sede oficial de la magia inglesa desde 1775.

—¿Y su santo patrón es sir Isaac Newton? —pregunté.

Nightingale sonrió.

—Él fue nuestro fundador, así como el primer hombre en sistematizar la práctica de la magia.

—A mí me enseñaron que había inventado la ciencia moderna —comenté.

—Hizo ambas cosas —dijo Nightingale—. Tal es la naturaleza del genio.

Nightingale me guió por una puerta hasta un gran salón rectangular que ocupaba el centro del edificio. En lo alto había dos galerías. El techo era una cúpula victoriana de hierro y cristal. Las zarpas de Toby arañaron el suelo de mármol pulido color crema. Todo estaba en silencio, y aunque la casa se viera impecable, me asaltó una fuerte sensación de decadencia.

—Por allí se accede al comedor grande, que ya no utilizamos, la sala de estar, que tampoco utilizamos —Nightingale iba señalando varias puertas que se hallaban al otro extremo del gran salón—… la biblioteca general, la sala de lectura… Abajo se hallan las cocinas, las despensas y la bodega de vinos. La escalera de atrás, que de hecho se encuentra en la fachada principal, está por allí. Por las puertas de atrás se accede a los antiguos establos y cocheras.

—¿Cuántas personas viven aquí? —pregunté.

—Tan sólo nosotros dos. Y también Molly —dijo Nightingale.

De pronto, Toby se agazapó a mis pies y gruñó, con un genuino gruñido tipo «hay-una-rata-en-la-cocina» que había que tomar en serio. Me volví, y vi a una mujer que venía hacia nosotros con pasos gráciles sobre el mármol pulido. Era delgada e iba vestida como una criada del período eduardiano. Vestía un delantal blanco sobre una falda larga de color negro y una blusa de algodón blanco. Su rostro no encajaba con el atuendo: era demasiado largo y anguloso, y tenía los ojos negros y almendrados. A pesar de la cofia, el cabello le caía cual cortina negra hasta la cintura. Me dio mal rollo al instante, y no sólo porque haya visto demasiadas películas de terror japonesas.

—Te presento a Molly —dijo Nightingale—. Trabaja para nosotros.

—¿Qué hace?

—Todo lo que haya que hacer —contestó Nightingale.

Molly bajó los ojos y se inclinó torpemente. No me quedó claro si había sido un saludo o una reverencia. Toby gruñó de nuevo y Molly le devolvió el gruñido, y enseñó unos dientes que inquietaban por lo afilados.

—Molly —recriminó Nightingale en tono brusco.

Molly se cubrió tímidamente la boca con la mano, se volvió y se marchó con los mismos pasos gráciles por el mismo camino por donde había venido. Toby dio un bufido satisfecho de sí mismo que no engañó a nadie, salvo a él.

—Entonces, ¿Molly es…?

—Indispensable —dijo Nightingale.

Antes de que subiéramos, Nightingale me condujo hasta un nicho instalado en la pared septentrional. Allí, sobre un pedestal, como si se hubiera tratado de un dios doméstico, había una vitrina de museo sellada, y dentro de ésta un libro encuadernado en cuero. Estaba abierto por el frontispicio. Me acerqué y leí: Philosophiae Naturalis Principia Artes Magicis, Autore: I. S. Newton.

—Entonces, no contento con iniciar la revolución científica, ¿nuestro amigo Isaac Newton también inventó la magia? —pregunté.

—No, no la inventó —dijo Nightingale—. Pero sí codificó sus principios básicos. Gracias a él se pudo prescindir, al menos en cierta medida, del método de ensayo y error.

—Magia y ciencia —dije—. ¿Qué más hizo?

—Reformó la Moneda Real y salvó el país de la bancarrota —explicó Nightingale.

Al parecer, había dos escaleras principales; subimos por la oriental hasta la primera de las galerías adornadas con columnas y llegamos a un lugar totalmente descuidado, con revestimientos de madera y capas de polvo blanco. Otras dos escaleras nos llevaron hasta un pasillo del segundo piso flanqueado por pesadas puertas de madera. Abrió una, aparentemente al azar, y me dijo que entrara.

—Ésta será tu habitación —dijo.

Era el doble de grande que el cuarto que había ocupado en los alojamientos de la sección. Tenía buenas proporciones y el techo alto. Había una cama doble con somier metálico en una de las esquinas del fondo, un ropero estilo Narnia en la otra y un escritorio entre ambos, iluminado por dos ventanas de guillotina. Los anaqueles cubrían dos paredes enteras, y estaban vacíos, salvo por lo que después vi que era la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica publicada en 1913, un ejemplar muy deteriorado de la primera edición de Un mundo feliz y una Biblia. Lo que en otro tiempo había sido una chimenea estaba ocupado por una estufa de gas recubierta de azulejos de cerámica verde. La lamparilla del escritorio tenía una falsa pantalla japonesa y a su lado había un teléfono de baquelita que debía de ser más viejo que mi padre. Olía a polvo y a cera para muebles, y adiviné que la habitación debía de haber pasado los últimos cincuenta años soñando bajo capas de polvo blanquecino.

—Cuando estés listo, ven a buscarme en la planta baja —dijo Nightingale—. Y asegúrate de estar presentable.

Sabía muy bien a qué se refería, y por ello traté de hacerme esperar, pero lo cierto es que no tardé mucho en desempaquetar mis cosas.

En rigor, nuestra profesión no nos obligaba a ir a esperar a los desconsolados padres al aeropuerto. Aparte de que el caso, por lo menos oficialmente, estaba a cargo de la Brigada de Homicidios de Westminster, y era sumamente improbable que los padres de August Coopertown tuvieran ninguna información acerca del asesinato. Aunque pueda parecer cruel, los detectives tenemos tareas más importantes que cumplir que ir a improvisar terapia psicológica con familiares afligidos; para eso ya están los agentes de atención familiar. Nightingale no lo veía del mismo modo, y fue por eso por lo que él y yo tuvimos que esperar en el área de llegadas del aeropuerto de Heathrow mientras el señor y la señora Fischer pasaban por el control de aduanas. Yo era el que aguantaba el cartón con su nombre escrito.

No eran como me los había imaginado. El padre era pequeño y le faltaba poco para quedarse calvo, y la madre tenía el cabello de color castaño desvaído y estaba gordinflona. Nightingale se presentó en una lengua que supuse que sería danés y me dijo que les llevara las maletas hasta el Jaguar. Lo hice con suma satisfacción.

Si le preguntáis a un agente de policía qué es lo peor de su trabajo, siempre os responderá que lo peor es tener que dar la mala noticia a los parientes de las víctimas. Pero no es verdad. Lo peor es tener que quedarse en la sala después de haber dado la noticia y verse obligado a presenciar cómo se desintegra una vida. Hay quien dice que no le afecta… quien diga eso no es de fiar.

Los Fischer debían de haber buscado en Google el hotel más cercano a la casa de su hija, y por eso habían reservado habitación en un edificio de ladrillo de Haverstock Hill, medio prisión, medio gasolinera. El vestíbulo era viejo, tan desordenado y acogedor como la oficina de una ETT. Dudo que los Fischer se dieran cuenta, pero yo sí noté que Nightingale no lo consideraba apropiado, y por un momento pensé que estaba a punto de llevárselos a la Locura.

Luego suspiró y me mandó que les dejara el equipaje en recepción.

—A partir de ahora, esto queda en mis manos —dijo, y me ordenó que volviera a casa. Me despedí de los Fischer y salí de su vida tan rápido como pude.

Después de ese episodio, no me quedaron ganas de salir, pero Lesley me convenció.

—No puedes dejar de salir sólo porque ocurran desgracias —dijo—. Además, me debes una noche de juerga.

No se lo discutí, y, al fin y al cabo, una de las cosas buenas del West End es que siempre se encuentra algún cine donde echan alguna película. Empezamos por el Príncipe Carlos, pero en la sala de abajo pasaban Doce monos, y en la de arriba una de Kurosawa por la que te cobraban el doble. Así, doblamos la esquina y probamos en el Voyage de Leicester Square. El Voyage es una versión para ciudad en miniatura de lo que sería un Múltiplex de ocho salas, entre las que hay por lo menos dos con una pantalla más grande que la de un televisor de plasma. Por lo general me gustan las películas con ciertas dosis de violencia gratuita, pero Lesley me convenció de que la que nos convenía para animarnos era Sherbet Lemons, la comedia romántica del mes, con Allison Tyke y Dennis Carter. Tal vez habría funcionado, si hubiéramos llegado a verla…

Buena parte del vestíbulo estaba ocupada por los puestos de comida. Había ocho puntos de venta, cada uno con su propia caja, instalados en un caos de máquinas de palomitas, parrillas para perritos calientes y anuncios de cartón que ofrecían regalos sorpresa a los niños que compraran entradas de la última película de moda. Sobre cada una de las cajas había una pantalla grande de cristal líquido por la que desfilaban las películas en cartelera, su clasificación por edad, el horario, el tiempo que faltaba para que empezasen y los asientos que quedaban sin vender. A intervalos regulares pasaban un tráiler, un anuncio de hamburguesas, o un vídeo que te recordaba lo bien que te lo estabas pasando en los cines de la cadena Voyage. Aquella noche funcionaba tan sólo una de las cajas y había una cola de unas quince personas ante ella. Nos pusimos en la cola detrás de una mujer de mediana edad, bien vestida, acompañada por cuatro niñas de entre nueve y once años. A Lesley y a mí no nos importó… si hay algo que se aprende en el oficio de policía es a esperar.

La investigación posterior reveló que el único empleado que en ese momento trabajaba en el puesto era un refugiado de veintitrés años de edad procedente de Sri Lanka, llamado Sadun Ranatunga. Era una de las cuatro personas que trabajaban esa noche en el Voyage de Leicester Square. En el momento en el que tuvo lugar el incidente, dos de ellos estaban lavando las pantallas uno y tres para el siguiente pase, otro atendía en la taquilla, y el cuarto y último se encargaba de un vertido particularmente desagradable en el baño de caballeros.

Como Ranatunga vendía entradas y palomitas a la vez, la cola avanzaba con mucha lentitud. Tuvieron que pasar quince minutos para que la mujer que nos precedía empezase a recobrar la esperanza. Las niñas que la acompañaban habían jugado hasta ese momento, pero entonces corrieron hacia la cola para no quedarse sin golosinas. La mujer demostró una impresionante firmeza: les dejó bien claro que cada una de ellas tenía derecho tan sólo a una bebida y una ración de palomitas o de dulces… sin excepciones, y no me importa lo que la madre de Priscilla te dejara tomar el día que saliste con ellos. No, no te pienso comprar nachos, y, además, no sé lo que son los nachos. Como no te portes bien, te quedas sin nada.

Según el Departamento de Investigación de Delitos de Charing Cross, el problema empezó cuando dos muchachos que hacían cola juntos pidieron entradas con descuento. Posteriormente los identificaron como Nicola Fabroni y Eugenio Turco, un par de heroinómanos que habían venido a Londres desde Nápoles para hacerse una cura de desintoxicación. Llevaban unos folletos de la Escuela de Lengua Inglesa Piccadilly que, según ellos, los acreditaban como estudiantes. Sólo con que hubiesen ido la semana anterior, Ranatunga les habría dicho que sí, pero esa misma tarde su jefe le había informado de que la oficina central consideraba que el Voyage de Leicester Square había vendido demasiadas entradas con descuento y que, en el futuro, el personal de las salas tendría que rechazar cualquier petición que resultara sospechosa. De acuerdo con las instrucciones que le habían dado, Ranatunga informó con sumo pesar a Turco y a Fabroni de que tendrían que pagar el precio íntegro. La respuesta no le sentó nada bien a la pareja, que había calculado el presupuesto sobre la base de que entrarían en el cine sin tener que pagar la entrada entera. Se quejaron a Ranatunga, que se mostró inflexible, pero, como ambas partes se expresaban en lengua no nativa, la discusión les llevó un buen rato. Al fin, Turco y Fabroni pagaron de mala gana el precio íntegro con un par de billetes de cinco hechos una porquería y un puñado de monedas de diez peniques.

Según parece, Lesley había mirado con ojos de policía a los italianos desde el primer momento, mientras que yo —que me distraigo fácilmente, no lo olvidéis— me preguntaba si me sería posible llevar a Lesley hasta mi habitación en la Locura. Por eso me quedé algo sorprendido cuando la respetable mujer de clase media que esperaba delante de nosotros ataviada con un buen abrigo saltó al otro lado del mostrador y trató de estrangular a Ranatunga.

Se llamaba Celia Munroe, residente en Finchley, y había querido regalar una salida al West End a sus hijas Georgina y Antonia y a dos amigas de éstas, Jennifer y Alex. La pelea empezó cuando la señora Munroe presentó cinco vales de la promoción Voyager Film Fun como pago parcial por las entradas. Ranatunga le explicó con todo su pesar que los vales no eran válidos en aquel cine. La señora Munroe le preguntó cómo era posible, pero Ranatunga no supo explicarle el motivo, porque, para empezar, sus superiores no le habían informado acerca de aquella promoción. La señora Munroe expresó su insatisfacción con una agresividad que nos sorprendió a Ranatunga, a Lesley y a mí, y, de acuerdo con su declaración posterior, también a ella misma.

Lesley y yo nos habíamos decidido a intervenir, pero no habíamos tenido tiempo siquiera para dar un paso adelante y preguntar qué ocurría cuando la señora Munroe actuó. Todo fue muy rápido y, como suele ocurrir con los incidentes inesperados, tardamos unos instantes en comprender lo que sucedía. Por suerte, teníamos suficiente experiencia en la calle como para no quedarnos paralizados, y así agarramos a la mujer cada uno por un hombro y tratamos de separarla del pobre Ranatunga. La mujer le sujetaba el cuello con tanta fuerza que cuando tiramos de ella hacia atrás arrastró a Ranatunga sobre el mostrador. En ese momento, una de las niñas estaba ya histérica, y la que parecía la mayor, Antonia, se puso a darme puñetazos en la espalda, pero en ese momento no lo noté. Los labios de la señora Munroe se habían contraído en un rictus de furor, los tendones empezaban a dibujársele en el cuello y los antebrazos. El rostro de Ranatunga se enrojecía, los labios se le volvían azules.

Lesley apretó con los pulgares sobre los puntos de presión de las muñecas de la señora Munroe y entonces la mujer soltó a Ranatunga, pero de manera tan brusca que ambos rodamos por el suelo. La mujer aterrizó encima de mí y traté de sujetarle los brazos, pero antes de que lo lograra tuvo tiempo de darme un violento codazo en las costillas. Aproveché que la superaba en peso y fuerza para darle la vuelta y ponerla boca abajo sobre la alfombra con olor a palomitas. Naturalmente, no llevaba las esposas, y tuve que sujetarle las dos manos tras la espalda. De acuerdo con el procedimiento legal, una vez le has puesto las manos encima a un sospechoso estás obligado a arrestarlo. Le recité sus derechos y dejó de forcejear. Me volví hacia Lesley. No sólo había cuidado del herido, sino que también había apartado a las niñas y había informado del incidente a Charing Cross.

—¿Si la suelto —pregunté—, se va a portar usted bien?

La señora Munroe asintió con la cabeza. Le permití que se diera la vuelta y se sentara en el suelo.

—Yo sólo quería ver una película —dijo—. Cuando era joven sólo tenías que ir al cine Odeon de tu barrio y decir «una entrada, por favor», y entonces les dabas el dinero y ellos te daban una entrada. ¿Por qué se ha vuelto todo tan complicado? ¿De dónde ha salido esa comida tan asquerosa que llaman nachos? Pero vamos a ver, ¿qué coño es un nacho?

A una de las niñas se le escapó una risilla nerviosa al oír la palabra.

Lesley tomaba notas en su bloc de agente. Porque, ¿sabéis?, cuando le leemos a alguien sus derechos, le decimos: «todo lo que diga a partir de este momento podrá utilizarse como prueba en su contra», y, bueno, nos referimos a eso.

—¿Ese muchacho está herido? —Me buscó con la mirada para que la tranquilizara—. No sé lo que me ha ocurrido. Yo sólo quería hablar con alguien que dominara el inglés. El verano pasado me fui de vacaciones a Baviera y allí todo el mundo hablaba muy bien el inglés. Voy con mis hijas al West End y sólo encontramos extranjeros. No entiendo ni una palabra de lo que dicen.

Se me ocurrió que algún cabrón de la Fiscalía de la Corona podía aprovechar sus palabras para presentar el agravante de racismo. Miré a Lesley a los ojos, y ella suspiró, pero dejó de apuntar.

—Yo sólo quería ir al cine —repetía la señora Munroe.

La salvación llegó en la persona del inspector Neblett, que nos echó una mirada y dijo:

—A vosotros dos no se os puede dejar solos, ¿eh?

No me engañó. Yo sabía muy bien que había estado ensayando la frase durante el camino.

Sin embargo, fuimos todos a comisaría para formalizar el arresto y encargarnos del papeleo. Y eso me costó tres horas de mi vida que no voy a recuperar fácilmente. Acabamos en la cantina, como todos los policías que hacen horas extra. Una vez allí, bebimos té y rellenamos los formularios.

—Ahora que nos vendría bien contar con la Unidad de Seguimiento de Casos, ¿dónde se han metido? —dijo Lesley.

—Yo ya te decía que tendríamos que haber ido a ver Los siete samuráis —le dije.

—¿A ti no te ha parecido que había algo raro en ese incidente? —preguntó Lesley.

—¿Raro? ¿El qué?

—Ya me entiendes —dijo Lesley—. Una mujer de mediana edad se vuelve loca de pronto y ataca a otra persona en el cine delante de sus hijas. ¿Estás seguro de que no notaste ninguna…? —Agitó los dedos en el aire.

—En ese momento no prestaba atención —expliqué. Al pensarlo, tuve la sensación de que tal vez sí había habido algo, una explosión de violencia y risas, pero me resultaba sospechosa al verlo en retrospectiva; como un recuerdo que yo mismo había construido después de los hechos.

El señor Munroe llegó hacia las nueve con un abogado y con los padres de las otras niñas, y su mujer salió bajo fianza menos de una hora más tarde. Mucho antes de que Lesley y yo termináramos el papeleo. Para entonces estaba demasiado fatigado como para tener ninguna idea inteligente, así que me despedí y me marché a Russell Square en el vehículo de intervención inmediata.

Tenía un juego nuevo de llaves, entre las que se encontraban la de la puerta de servicio. Entré por allí para esquivar la mirada reprobadora de sir Isaac. El salón principal estaba en penumbra, pero, al subir por el primer tramo de escaleras, me pareció observar una figura pálida que caminaba por el piso de abajo.

La prueba más segura de hallarse en una casa rica es que se tome el desayuno en una sala especial, y no en la misma en que se come a mediodía con la vajilla cambiada. Estaba orientada hacia el sudeste para captar la escasa luz de enero y tenía vistas a los establos y cocheras. Aunque Nightingale y yo fuéramos los únicos que desayunábamos allí, todas las mesas estaban puestas y cubiertas con manteles blancos recién salidos de la lavandería. Había para cincuenta personas. Así mismo, la mesa de servir cargaba con una serie de bandejas de plata con arenques ahumados, huevos, tocino y morcillas, y con una fuente llena de arroz, guisantes y eglefino ahumado y desmenuzado. Nightingale identificó este último plato como kedgeree. Parecía que la abundancia en el servicio de cocina le abrumara tanto como a mí.

—Pienso que Molly se deja llevar demasiado por el entusiasmo —dijo, y se sirvió kedgeree.

Yo tomé un poco de todo y Toby se llevó algunas salchichas, un poco de morcilla y un cuenco con agua.

—No lograremos comernos todo esto —dije—. ¿Qué hará Molly con los restos?

—He aprendido a no hacer preguntas como ésa —respondió Nightingale.

—¿Y por qué no?

—Porque no estoy seguro de querer saber las respuestas.

Mi primera lección en las ciencias mágicas tuvo lugar en uno de los laboratorios que se encontraban al final del primer piso. El resto de laboratorios se habían utilizado en otro tiempo en proyectos de investigación, pero aquél se empleaba para la enseñanza y, desde luego, tenía todo el aspecto de un laboratorio escolar. En él había bancos que llegaban a la cintura, con espitas de gas para mecheros Bunsen a intervalos regulares y lavamanos de porcelana blanca en la madera barnizada de los muebles. Había incluso un cartel con la tabla periódica en la pared. Me di cuenta de que faltaban todos los elementos que se habían descubierto después de la segunda guerra mundial.

—Primero tendremos que llenar uno de los lavamanos —dijo Nightingale.

Seleccionó uno y abrió la llave que se encontraba en la base de un grifo largo de cuello de cisne. Se oyó un traqueteo lejano. El cuello de cisne negro vibró, gorgoteó y finalmente escupió un breve chorro de agua parduzca.

Ambos dimos un paso hacia atrás.

—¿Cuánto hace que no se trabaja en este lugar? —pregunté.

El traqueteo se volvió más fuerte, más rápido, y el agua empezó a manar del grifo. Al principio salía bastante sucia, pero luego brotó limpia. El traqueteo fue perdiendo fuerza hasta desaparecer. Nightingale taponó el desagüe y esperó a que el lavamanos se llenara tres cuartos de su capacidad antes de cerrar el grifo.

—Cuando se intenta este hechizo —dijo—, hay que tener siempre agua a punto por precaución.

—¿Habrá fuego?

—Sólo si lo haces mal —explicó Nightingale—. Voy a hacer una demostración y tienes que estar muy atento… igual que lo estuviste cuando buscábamos vestigia. ¿Entiendes?

Vestigia —dije—. Ya lo pillo.

Nightingale abrió la palma de la mano derecha hacia arriba y cerró el puño.

—Mira mi mano —dijo, y separó los dedos.

De pronto, una bola de luz flotó a pocos centímetros sobre la palma. Brillante, pero no lo bastante como para que no pudiese mirarla directamente.

Nightingale cerró el puño y el globo desapareció.

—¿Otra vez? —preguntó.

Creo que, hasta ese momento, una parte de mí había estado a la espera de una explicación racional, pero, al ver la facilidad con la que Nightingale producía la luz fantasma, me di cuenta de que la explicación racional era justamente ésa: la magia funcionaba. La pregunta que venía a continuación, por supuesto, era: ¿cómo funcionaba?

—Otra vez —dije.

Abrió la mano y la luz apareció. La bola que la originaba era del tamaño de una pelota de golf, pero su superficie era lisa y perlina. Me incliné sobre ella, pero no fui capaz de discernir si la luz emanaba del interior de la esfera o de su superficie.

Nightingale cerró el puño.

—Ándate con cuidado —advirtió—. Podrías hacerte daño en los ojos.

Parpadeé, y vi unas manchas de color purpúreo. Nightingale tenía razón… me había dejado engañar por la aparente suavidad de la luz y la había contemplado durante demasiado rato. Me eché agua en los ojos.

—¿Estás listo para repetir? —dijo Nightingale—. Trata de concentrarte en las sensaciones que experimentas cuando lo hago… tendrías que sentir algo.

—¿Algo? —pregunté.

—La magia es como la música —explicó Nightingale—. Cada uno la oye de manera distinta. El término técnico que empleamos es forma, pero no es mucho mejor que «algo», ¿a que no?

—¿Puedo cerrar los ojos? —interpelé.

—Desde luego —dijo Nightingale.

Sí sentí un «algo», como un temblor en el silencio del instante de la creación. Repetimos el ejercicio hasta que estuve seguro de que no me lo había imaginado. Nightingale me preguntó si tenía alguna duda. Le pregunté cómo se llamaba el hechizo.

—Coloquialmente lo llamamos «luz fantasma» —dijo.

—¿Podría hacer lo mismo bajo el agua? —interrogué.

Nightingale metió la mano en el agua y, a pesar de que el ángulo no me permitía verlo bien, me demostró que podía dar forma a una luz fantasma sin aparente dificultad.

—Entonces es que no se produce ningún proceso de oxidación, ¿no? —dije.

—Concéntrate —dijo Nightingale—. Primero la magia, luego la ciencia.

Traté de concentrarme, pero ¿en qué?

—Dentro de un instante —explicó Nightingale— te voy a pedir que abras la mano tal como te he mostrado. Cuando la abras, quiero que configures una imagen dentro de tu cerebro que se corresponda con las sensaciones que has tenido cuando yo creaba mi luz fantasma. Como si fuera una llave que ha de abrir el cerrojo de una puerta. ¿Lo entiendes?

—Mano —dije—. Configuración, llave, cerrojo, puerta.

—Eso es —afirmó Nightingale—. Empieza.

Respiré hondo, extendí el brazo y abrí el puño. No ocurrió nada. Nightingale no se rió, pero yo habría preferido que lo hubiera hecho. Respiré hondo una vez más, traté de «configurar» en mi mente —a saber lo que significaría eso—, y abrí la mano de nuevo.

—Déjame que te haga otra demostración —dijo Nightingale—. Y luego trata de imitarla.

Nightingale creó la luz fantasma, yo sentí la configuración de la forma y traté de reproducirla. Tampoco esta vez logré crear mi propia luz, pero en esa ocasión sí me pareció sentir un eco de la forma en mi mente, como el fragmento de una canción que nos llega desde un coche que pasa por nuestro lado.

Repetimos varias veces el ejercicio hasta que estuve seguro de saber cuál era la configuración de la forma, pero no logré encontrarla dentro de mi propia mente. El proceso debía de resultarle familiar a Nightingale, porque en todo momento pareció saber en qué estadio me hallaba.

—Practícalo durante otras dos horas —ordenó—. Entonces pararemos para comer y luego seguiremos otras dos horas. Después podrás tomarte el resto del día libre.

—¿Sólo tengo que hacer esto? —pregunté—. ¿No voy a aprender idiomas antiguos, ni teoría mágica?

—Éste es el primer paso —dijo Nightingale—. Si llegas a dominarlo, lo demás será irrelevante.

—¿Así que esto es una prueba?

—Es una labor de aprendiz —dijo Nightingale—. Te prometo que vas a estudiar mucho en cuanto domines esta forma. Latín, por supuesto, y también griego clásico, árabe, alemán técnico. Te vas a encargar del trabajo de campo en todos mis casos, por supuesto.

—Bien —dije—. Eso sí que es un incentivo.

Nightingale se rió y, acto seguido, se fue.