11

DISTURBIOS DE CLASE SUPERIOR

Lo primero de todo era encontrar a Lesley. Lo logré por el sencillo procedimiento de llamarla a su móvil y preguntarle dónde se hallaba.

—Estamos en Covent Garden —dijo. El plural se refería a ella misma, a Seawoll y a más o menos la mitad de la Brigada de Homicidios. El inspector superior había seguido la vieja tradición policial de «en caso de duda, envía a mucha gente». Se disponían a peinar la plaza y luego harían un registro en la Opera House.

—¿Y qué espera conseguir? —pregunté.

—Ante todo, adelantarnos a los problemas que se presenten —contestó Lesley—. Aparte de eso, te estamos esperando a ti, ¿recuerdas?

—Creo que he descubierto algo —le anuncié—. Pero, por favor, no hagas ninguna idiotez.

—Oye —me dijo—, que hablas conmigo.

Ojalá hubiera sido cierto.

Lo que necesitaba a continuación era un coche que me llevara, así que llamé al móvil sumergible de Beverley, con la esperanza de que no se le hubiera ocurrido ir a practicar la natación bajo el Tower Bridge, o lo que sea que hagan las ninfas fluviales en sus días libres. Respondió al segundo tono y quiso saber qué le había hecho a su hermana.

—Está enfadada —dijo.

—Ahora no te preocupes por tu hermana —le sugerí—. Alguien tendría que llevarme en coche.

—No sé si podré ir —respondió. Yo ya lo había esperado; de hecho, contaba con ello—. También podrías ir a pie.

—Muy bien —dije, con fingida reticencia.

Entonces me dijo que llegaría en media hora.

El tercer punto de la lista consistía en hacerse con drogas duras, y me resultó difícil, lo cual me sorprendió, dado que me encontraba en un hospital. El problema era que mi tímido doctor sentía escrúpulos éticos.

—Has visto demasiada televisión —dijo el doctor Walid—. Los dardos tranquilizadores no existen.

—Sí existen —le dije yo—. En África los emplean sin cesar.

—Lo voy a formular de otra manera y hablaré poco a poco —replicó el doctor Walid—. No existen dardos tranquilizadores sin riesgos.

—No es necesario que sea un dardo —expliqué—. Cada minuto que dejemos a Lesley embargada, es posible que Henry Pyke haga que se le caiga la cara. No se puede hacer magia con un cerebro que no funciona. Si la dejamos inconsciente, estoy seguro de que Henry no podrá hacer su hechizo y la cara de Lesley se quedará como Dios quiso que fuera.

Vi en el rostro de Walid que me daba la razón.

—Pero entonces, ¿qué? —preguntó—. No podemos mantenerla indefinidamente en coma médico.

—Así ganaremos tiempo —dije—. Hasta que Nightingale despierte, yo pueda entrar en la biblioteca de la Locura, Henry Pyke se muera de viejo… bueno, lo que sea que les ocurra a los muertos cuando ya están demasiado viejos.

El doctor Walid se marchó murmurando entre dientes y volvió algo más tarde con dos jeringas desechables en envoltorio esterilizado, con la etiqueta de riesgo biológico y la que decía: «Manténgase fuera del alcance de los niños».

—Clorhidrato de etorfina en solución —dijo—. Suficiente para sedar a una mujer de unos sesenta y cinco kilos.

—¿Es rápido? —pregunté.

—Es lo que se utiliza para dormir a los rinocerontes —dijo, y me entregó un segundo envoltorio con otras dos jeringas—. Esto es el antídoto: Narcan. Si te pinchas accidentalmente con la etorfina, inyéctatelo antes de llamar a la ambulancia y enséñales esta tarjeta a los enfermeros.

Me entregó una tarjeta que aún estaba caliente tras salir de la máquina de laminación. El doctor Walid había escrito con letra pulcra, en mayúsculas: «Atención: he sido lo bastante imbécil como para inyectarme a mí mismo clorhidrato de etorfina», y detallaba el procedimiento que tenían que seguir los enfermeros. La mayoría de dichas medidas consistían en procedimientos de reanimación y protocolos para mantener el corazón y la respiración en activo.

Mientras bajaba en ascensor hasta el área de recepción, no dejaba de darme golpecitos en la chaqueta y repetirme entre dientes que llevaba los tranquilizadores en el bolsillo de la izquierda y el antídoto en el de la derecha.

Beverley me esperaba en la zona de «Prohibido aparcar», vestida con unos pantalones de cargo de color caqui y una camiseta negra corta. Las palabras Wine Back Here estaban escritas con estarcido sobre la pechera.

—¡Tachaaán! —dijo, y me enseñó el coche.

Era un BMW Mini descapotable de color amarillo canario, el modelo Cooper S, con el maletero en la parte de atrás y neumáticos Run Flat. Era el coche más conspicuo que se pudiera conducir por el centro de Londres y al mismo tiempo meter en un espacio de aparcamiento estándar. Con sumo gusto la dejé conducir a ella… yo también tengo mis criterios.

Hacía mucho calor para ser finales de mayo. Era un día excelente para circular con descapotable, aun contando con los gases de la hora punta.

Beverley era una conductora nefasta, como es de esperar cuando se trata de alguien que ha aprobado el examen hace menos de dos años. Lo bueno del tráfico en Londres es que el conductor medio no tiene en ningún momento la posibilidad de acelerar lo suficiente como para provocar un accidente fatal. Parecía probable que tuviésemos que detenernos al final de Gower Street, y me enfrenté al antiquísimo dilema del conductor londinense: salir del coche y andar, o aguardar y no perder la esperanza.

Llamé una vez más a Lesley, pero me salió el contestador. Llamé a la comisaría de Belgravia y les pedí que me pusieran con el Airwave de Stephanopoulos. Por si alguien había pinchado el canal, siguió el procedimiento de ordenarme que volviese a la comisaría y aguardara instrucciones, y luego me hizo saber que la última vez que había visto a Seawoll y Lesley éstos se dirigían a la Opera House. Yo le respondí que iba a regresar a la comisaría en unos términos que no convencerían a Stephanopoulos ni al hipotético espía, pero que, por lo menos, quedarían bien en la transcripción que eventualmente se presentara ante un tribunal.

El tráfico se despejó en cuanto hubimos pasado New Oxford Street y le dije a Beverley que siguiera por Endell Street.

—Cuando estemos allí, no quiero que te acerques a Lesley —le pedí.

—¿No se te habrá ocurrido que puedo llevarme a Lesley?

—Pienso que podría ser ella quien absorbiese toda tu magia —dije.

—¿De verdad? —preguntó Beverley.

Todo eran suposiciones, pero a mí me parecía que una genii locorum como Beverley tenía que sacar su magia de alguna parte, y así se convertía en una víctima atractiva para Henry Pyke. También podía ser que gozaran de inmunidad natural frente a ese tipo de amenazas y me estuviese preocupando por nada, pero me pareció que sería mucho mejor ser precavido.

—De verdad —dije.

—Mierda —exclamó—, y yo que pensaba que éramos amigas.

Iba a decirle algo para consolarla, pero me quedé sin voz cuando Beverley salió disparada del carril de dirección única por el Oasis Sports Centre y giró hacia Endell Street sin prestar ninguna atención a los otros coches —al menos eso fue lo que me pareció a mí—, ni mostrar de ningún modo que fuera consciente siquiera de su existencia.

—Lesley sí es amiga tuya —dije—. Henry Pyke no lo es.

Las multitudes en estado de «por-fin-es-viernes» habían salido de los pubs y cafés, y durante unas horas Londres tuvo la genuina cultura callejera que buscan sin cesar los que se compran villas en la Toscana. La calle cada vez más estrecha y la posibilidad de atropellar a un peatón tuvieron como efecto que la mismísima Beverley levantara el pie del acelerador.

—Cuidado con la gente —le dije.

—¡Ja! —respondió Beverley—. Si bebes, no camines.

Giramos en la pequeña rotonda de Long-acre, redujimos la marcha por deferencia para con otra multitud de borrachos que estaba en la esquina del Kemble’s Head y aceleramos por Bow Street. No vi coches de policía, camiones de bomberos ni ningún otro indicio de que se hubiera producido una emergencia cerca de la Opera House, así que me imaginé que habíamos llegado a tiempo. Beverley aparcó en una zona adaptada para discapacitados frente a la Opera House.

—No pares el motor —le dije mientras salía. No contaba con tener que huir de improviso, pero se me ocurrió que así lograría que Beverley se quedase en el coche y no se metiera en líos—. Si la policía te dice que te tienes que marchar, dales mi nombre y diles que he entrado por una cuestión de trabajo.

—Sí, claro, con eso estará todo arreglado —dijo Beverley, pero se quedó en el Mini, que era lo que me importaba.

Crucé la calle hasta la entrada principal y empujé una de las puertas de cristal y caoba. El salón interior estaba frío y oscuro tras ponerse el sol; los maniquíes estaban expuestos en vitrinas cerca de las puertas, ataviados con los disfraces de representaciones previas. Pasé por las puertas interiores que conducían al vestíbulo y me encontré con un gentío que venía a gran velocidad en la dirección contraria. Eché una rápida ojeada a mi alrededor para ver qué era lo que sucedía, pero, aunque caminaran con brío, como si hubieran tenido prisa por llegar a algún sitio, no los dominaba el pánico. Entonces caí en la cuenta: debía de ser la hora de la pausa y toda esa gente salía para fumarse un cigarrillo.

Ciertamente, había una multitud que salía por las puertas señalizadas como acceso al patio de butacas y se dirigía a la izquierda, presumiblemente en dirección a los baños y al bar, seguramente en el orden indicado. Me quedé quieto y esperé a que todo el mundo pasara. Seawoll, por lo menos, sería fácil de localizar, por su mera corpulencia. Los atavíos de la concurrencia me decepcionaron: todo el mundo se había puesto ropa cara, pero informal, salvo el esporádico vestido de noche que aliviaba la monotonía. Yo antes pensaba que la clase alta vestiría mejor. La muchedumbre se dispersaba y me mezclé con ella, y la seguí en dirección a la izquierda, hasta más allá del guardarropía, por una escalinata por la que se llegaba al bar principal. De acuerdo con el cartel, se trataba del Balconies Restaurant, y, en la medida en que alcancé a verlo, lo habían creado por el procedimiento de meter varias toneladas métricas de madera de pino en un invernadero de hierro del período victoriano. Estaba concebido para servir al público en las pausas, durante las cuales un millar de espectadores ligeramente aturdidos entraban en manada y trataban de ahogar el canto en gin tonics. Tenía espacios grandes y sencillo mobiliario acolchado con impecables accesorios metálicos. Al hallarse bajo la bóveda de hierro blanco y cristal, era como si se hubiera contratado a Ikea para equipar la estación de St. Pancras. Si Thomas la Locomotora[9] hubiera sido sueco, su sala de estar habría tenido ese mismo aspecto.

Aunque entonces probablemente habría sido mucho menos divertido.

A seis metros de altura había una galería que daba la vuelta a la sala entera, con amplitud suficiente para sillas y mesas con manteles blancos y cubertería de plata. Allí arriba la multitud no era tan densa, presumiblemente porque la mayoría había ido a la barra para tragarse todas las ginebras posibles antes de que volviese a empezar la música. Me dirigí a la escalera más cercana con la esperanza de ver mejor desde arriba. Estaba a medio camino cuando me di cuenta de que el humor reinante en la sala había empezado a cambiar. No fue una sensación muy fuerte, sino, más bien, como un perro que ladra de noche en la lejanía.

—Que se vaya a tomar por culo esa mala puta —gritó una voz de mujer, una voz estridente, desde algún punto que se encontraba debajo de mí.

Era la misma tensión que había sentido en Neal Street, momentos antes de que el doctor Framline se volviera loco y atacase al mensajero. Alguien soltó una bandeja, el metal rebotó sobre el caro entarimado de madera, un par de vasos se rompieron. Poco más allá se oyeron vítores irónicos.

Había llegado a la galería. Me metí entre dos mesas libres y contemplé a la muchedumbre.

—Gilipollas —dijo un hombre que estaba abajo—. Puto gilipollas.

Divisé a un hombre de cuarenta y muchos con pinta de hacer gimnasia, cabello canoso, traje clásico, cejas pobladas muy características. Se trataba de Folsom, comisario auxiliar suplente… como si no hubiera tenido ya bastantes problemas. Me aparté de la baranda, y entonces vi a Lesley apoyada en la baranda del lado opuesto. Tenía los ojos fijos en mí. Se veía normal, activa, alegre. Vestía la chaqueta de cuero y los pantalones que se ponía en horas de servicio. Cuando estuvo segura de que la veía, me hizo un gesto alegre y señaló con la cabeza a la barra principal, donde en ese mismo momento le servían una bebida a Seawoll.

Una voz anunció que faltaban tres minutos para el siguiente acto.

En ese mismo momento, en la barra principal, un tío vestido de tweed con parches de cuero abofeteó a uno de los hombres con los que hablaba. Alguien gritó, Lesley miró hacia abajo y yo eché a correr por la galería, apartando a codazos a los espectadores que se interponían en mi camino. Entonces volví a fijarme en Lesley. Me observaba con estupefacción mientras llegaba al final de la pared, doblaba la esquina y seguía adelante por el trecho lateral de la galería. No sé quién sería el autor de los pensamientos que en esos momentos se hallaban dentro de la cabeza de Lesley, pero, tanto si era ella misma como Henry Pyke, se había sorprendido de que me abriera paso a empellones entre una multitud de ricachos. Y era con eso con lo que yo contaba. No es nada fácil sacarse del bolsillo una jeringa llena de tranquilizante al mismo tiempo que uno se abre paso por entre una multitud de amantes de la ópera enfadados, pero, de algún modo, logré tenerlo todo a punto al doblar la última esquina mientras aún corría en dirección a Lesley.

Ella me miraba en silencio, con la cabeza inclinada hacia un lado y cara de estar divirtiéndose, y yo pensé: «Hazte la guay tanto como quieras, porque dentro de muy poco vas a dormir». Llegado ese momento, los miembros del respetable se apartaban de mi camino por sí mismos, y pude recorrer sin obstáculos los últimos cinco metros. O lo habría hecho, si Seawoll no hubiera subido por las escaleras y me hubiese arreado un golpe en la cara. Fue como pegársela contra una viga horizontal situada a poca altura: me caí de espaldas y vi confusas imágenes del techo.

Maldita sea, aquel hombre sabía moverse con rapidez cuando quería.

Estaba claro que Henry Pyke podía controlar a quien quisiera, incluso a cabezotas como Seawoll. Aquello no presagiaba nada bueno.

—Pues mira, la verdad es que no me importa —berreó una mujer que se encontraba en algún lugar a mi derecha—. No son más que putos tíos que cantan sobre otros putos tíos.

Una voz anunció que faltaba menos de un minuto para el siguiente acto y que todo el mundo tenía que regresar a sus butacas. Un joven con acento rumano y uniforme de camarero me dijo que me quedara donde estaba y que ya habían llamado a la policía.

—La policía soy yo, gilipollas —dije, pero la voz apenas me salió de los labios, porque me sentía como si se me hubiera dislocado la mandíbula.

Logré sacar la identificación y se la mostré, y, para ser justos, el muchacho me ayudó a levantarme. El bar se había quedado vacío, salvo por el personal de limpieza. Alguien había pisado la jeringa y la había aplastado. Me palpé la cara. Aún tenía todos los dientes, lo que me daba a entender que Seawoll no había pegado con todas sus fuerzas. Pregunté a dónde había ido el hombre alto y los del personal me dijeron que había bajado por la escalera junto con la joven rubia.

—¿Han entrado en el teatro? —pregunté, pero no lo sabían.

Bajé a toda prisa por la escalera y contemplé el largo mostrador de mármol del guardarropía. Lo bueno de Seawoll es que no pasa inadvertido y es difícil de olvidar. El encargado me dijo que se había marchado en dirección al patio de butacas. Regresé al vestíbulo, donde una educada joven trató de cerrarme el paso. Le dije que tenía que ver al gerente y, en el mismo momento en que se marchó a buscarlo, me colé en el teatro.

En un primer momento, la música me envolvió cual oscura marejada, seguida por la magnitud del teatro. Una gran herradura se erguía en varias capas de sobredorados y terciopelo rojo. Enfrente de mí, un mar de cabezas descendía hasta el foso de la orquesta y seguía más allá hasta el escenario. El decorado representaba la popa de un barco en alta mar, aunque a una escala tan exagerada que la borda quedaba mucho más arriba que los cantantes. Todo estaba pintado en fríos matices de azul, gris y blanco turbio… un barco a la deriva en un océano amargo. La música era igualmente sombría y no le habría sentado nada mal una sección de ritmo o, si no, una chica en minifalda. Hombres en uniforme y tricornio se cantaban unos a otros mientras un tío rubio de camisa blanca los miraba con cara de inocente. Tuve la extraña sensación de que el tío rubio iba a terminar mal, y que, para el caso, también terminaría mal el público. Acababa de inferir que el tenor hacía de capitán, cuando el bajo, que encarnaba al villano de la obra, titubeó. En un primer momento pensé que sería parte de la obra, pero el murmullo que se oyó entre el público hizo bien patente que se trataba de un error. El cantante trató de superar el bache, pero tenía problemas para recordar su papel. El tenor intervino cuando le tocaba, pero él también titubeó y, con el pánico en el rostro, miró fuera del escenario, hacia los laterales. Los abucheos impedían ya que se oyera la orquesta cuando los músicos, por fin, cayeron en la cuenta de que ocurría algo y se detuvieron.

Bajé por el pasillo central hasta el foso de la orquesta, aunque no tenía ni idea de cómo llegar al escenario. Unos pocos espectadores se habían puesto en pie y estiraban el pescuezo en un intento por ver lo que ocurría. Llegué al borde del foso y miré hacia abajo, y vi que los músicos aún estaban en su lugar con los instrumentos. Me encontraba lo bastante cerca como para tocar a un primer violín. El hombre temblaba y tenía los ojos vidriosos. El director dio unos golpecitos con la batuta en el atril y los músicos se pusieron a tocar de nuevo. Me di cuenta de que la música correspondía a la primera tonada que Punch cantaba en el guión de Piccini. Se trataba de Malbrough s’en va-t-en guerre [10], conocida en el mundo anglosajón como For He’s a Jolly Good Fellow.

El tenor que hacía de capitán fue el primero en entonar el estribillo:

El Punch es un gran pillo

en traje amarillo.

El bajo y el barítono se le unieron en rápida sucesión, seguidos por la compañía entera, que cantaba como si tuviese la partitura enfrente.

Y a veces es pardillo

sólo con los amigos.

Los cantantes golpeaban el suelo con los pies al ritmo de la música. Los espectadores parecían clavados en sus asientos; no sabría decir si estaban confusos, hipnotizados o, simplemente, tan consternados que no lograban moverse. Entonces, la primera fila empezó a seguir el ritmo con las manos y los pies. Yo mismo sentía el impulso, me sentía sumergido en cerveza y boleras y empanadas de carne de cerdo y bailes e indiferencia por las opiniones de los demás.

Canalla con las niñas,

buscando rebatiñas.

Las palmas y patadas en el suelo se fueron extendiendo de fila en fila desde la primera hasta la última. La buena acústica de la Opera House hacía que el barullo fuese más estruendoso que el de una muchedumbre en Highbury, e igualmente contagioso. Tuve que sujetarme las piernas para impedir que se me movieran los pies.

Le mataron en riñas,

su comedia terminó.

Lesley salió al escenario y, sin importarle nada, subió por las escaleras que llevaban hasta el exagerado castillo de popa, y volvió el rostro hacia el público. Entonces vi que llevaba un bastón de empuñadura de plata en la mano izquierda. Lo reconocí: el muy cabrón se lo había robado a Nightingale. Un foco se encendió en la oscuridad y la bañó en cegadora luz blanca. La música y los cantos se detuvieron, y el estrépito de pies fue perdiendo fuerza hasta desvanecerse.

—Señoras y señores —gritó Lesley—, chicos y chicas: les voy a presentar la comedia trágica y tragedia cómica del señor Punch, tal como le fue narrada al gran talento y empresario Henry Pyke.

Esperó los aplausos, y, al darse cuenta de que nadie aplaudía, murmuró entre dientes e hizo un gesto brusco con el bastón. Sentí que la compulsión se abatía sobre mí, mientras que el público, a mis espaldas, estallaba en aplausos.

Lesley hizo una graciosa reverencia.

—Estoy muy satisfecha de encontrarme aquí —dijo—. Ah, pero este teatro es mucho más grande de lo que fue en mis tiempos. ¿Hay alguien aquí que naciera durante los últimos años del siglo XVIII?

Se oyó un grito en el gallinero, como para demostrar que en todas partes tiene que haber de todo.

—No es que no os crea, señor, pero sois un redomado embustero —dijo Lesley—. Sin embargo, el vejestorio tiene que estar por aquí. —Miró más allá de los focos, al patio de butacas, como buscando algo—. Sé que estás ahí, perro negro irlandés.

Negó con la cabeza.

—Cuánto me gustaría decir que me alegro de estar aquí en el siglo XXI —dijo de pronto—. Hay muchas cosas por las que tenemos que estar agradecidos: agua corriente en las casas, carros sin caballos… una esperanza de vida decente.

Yo no veía ninguna manera de llegar al escenario desde el patio de butacas. El foso de la orquesta tenía dos metros de profundidad, y el escenario, al otro lado, era demasiado alto como para subir desde abajo.

—Esta noche, señoras y señores, chicos y chicas, para su esparcimiento, voy a presentar ante ustedes esa lamentable escena de la historia de Punch —dijo Lesley—. Me refiero, por supuesto, a su encarcelamiento y, ¡ay!, inminente ejecución.

—¡No! —grité. Había leído el guión. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Lesley me miró y sonrió.

—Pues claro que sí —dijo—. La representación tiene que continuar.

Se oyó un crujido de huesos que se rompían y su rostro se transformó. Su nariz se volvió grande y aguileña, y su voz se transformó en un chillido agudo y penetrante.

—¡Así es como se tiene que hacer! —graznó.

Ya era demasiado tarde, pero salté igualmente al foso. La Royal Opera House no se contenta con un cuarteto y una batería, lo que hay allí es una orquesta al completo con setenta músicos y el foso se construyó para darles cabida. Aterricé entre los instrumentos de viento. Por muy fuerte que fuera la influencia que Henry Pyke había ejercido sobre ellos, no estaban tan aturdidos como para no protestar. Me abrí paso entre los violinistas, pero no me sirvió de nada. Ni siquiera con un buen salto habría logrado agarrarme al borde del escenario. Uno de los violinistas me preguntó quién coño me había creído que era y, con el apoyo de un contrabajista, me amenazó con partirme el cráneo. Ambos tenían en los ojos la misma mirada de viernes por la noche, de borracho capullo, que empezaba a asociar con Henry Pyke. Acababa de agarrar uno de los atriles para mantenerlos a raya cuando la orquesta se puso a tocar una vez más. A partir de ese momento, los dos músicos homicidas se olvidaron de mí, agarraron los instrumentos, volvieron a su lugar y, con mucho decoro —si tenemos en cuenta que acababan de salir de un episodio psicótico—, empezaron a tocar. Oí que la criatura que llevaba puesto el cuerpo de Lesley cantaba con su voz espantosamente aguda:

Y al fin dejó a su amada

y cantó tan triste son.

No podía ver lo que hacía Lesley, pero, a juzgar por la canción, debía de representar la escena en la que Punch mira mientras le erigen el patíbulo frente a la ventana de la cárcel. Había puertas en ambos extremos del foso de la orquesta. Debía de ser posible llegar hasta el espacio entre bastidores por uno u otro camino. Avancé dando codazos entre los músicos hasta la puerta más cercana. A mi paso quedó un rastro de gritos, cuerdas vibrantes, chillidos y estrépito. La puerta conducía a otro estrecho corredor con bovedilla, con idénticos pasillos que se ramificaban a derecha e izquierda. Como había salido por la derecha, me imaginé que un giro a la izquierda me llevaría entre bastidores. Estuve en lo cierto, sólo que la Royal Opera House no tenía espacio entre bastidores. Lo que tenía era un hangar para aviones, una sala gigantesca, de techo alto, que debía de triplicar el escenario principal. Allí habría cabido un zepelín. Los regidores, apuntadores y todos los que no están a la vista del público durante la representación se habían congregado en los bastidores, fascinados por la misma influencia que Henry Pyke ejercía sobre el público. Al escapar de dicha influencia, tuve una oportunidad para tranquilizarme y pensar. El daño que había sufrido Lesley ya estaba hecho; si le inyectaba el tranquilizante, se le desprendería la cara. No serviría de nada que irrumpiese en el escenario. Por lo que sabía, mi torpe entrada ya se encontraba en el guión de Henry Pyke. Me colé entre los tramoyistas y traté de acercarme todo lo posible al escenario sin dejarme ver.

No se había erigido ningún patíbulo. Pero sí había bajado una soga desde lo alto, como si hubiera colgado de un penol. O Henry Pyke estaba aún mejor organizado de lo que yo pensaba, o en la ópera original también se ahorcaba a alguien. Seguramente después de que hubiera cantado mucho.

Lesley aún representaba el papel de Punch. Hacía como si languideciera tras una ventana con barrotes. No parecía que siguiera ya el guión de Piccini, sino que entretenía al público con la historia de la vida de un tal Henry Pyke, actor en ciernes, desde sus humildes comienzos en una humilde población de Warwickshire hasta su esplendorosa carrera en los escenarios de Londres.

—Y allí estaba yo —dijo Lesley—, ya no un hombre joven, sino un actor experimentado. Los dones con que me obsequió Dios se habían multiplicado con los años de experiencia que había conseguido en los difíciles e implacables escenarios de Londres.

El que ninguno de los encargados de la dirección de escena se riese daba una idea de la fuerza con la que estaban subyugados. Como Nightingale no me había iniciado en la «compulsión para principiantes», yo no sabía cuánta magia se necesitaba para tener bajo control a dos mil personas, pero me imaginé que debía de ser mucha, y fue entonces cuando llegué a la conclusión de que sería mejor que a Lesley se le cayese la cara, antes de que se le marchitara el cerebro. Miré a mi alrededor. Tenía que haber un botiquín de primeros auxilios en un lugar cercano. El doctor Walid me había dicho que tendría que utilizar solución salina y vendajes para envolverle la cabeza si quería mantenerla con vida durante el tiempo que tardara la ambulancia en llegar. Localicé el botiquín en la pared, sobre una selección de extintores, dentro de una maleta extraordinariamente grande de plástico balístico de color rojo que también podía ser útil como arma ofensiva. Tenía a punto la última jeringa y, con el botiquín en la otra mano, me metí por entre los bastidores. En el momento en el que tuve de nuevo a la vista el escenario, Lesley —no soportaba pensar en ella como Punch o Henry Pyke— daba una explicación completa y detallada de las decepciones de Henry. Culpó de la mayoría de ellas a Charles Macklin, que, según Henry, había vuelto su mano contra él por puro despecho, y que, tras retarle, le había dado una muerte cruel al lado del mismísimo teatro.

—Tendrían que haberlo ahorcado por ello —decía Lesley—. Igual que tendrían que haberlo ahorcado por haber acabado con el pobre Thomas Hallum en el Theatre Royal. Pero tiene la suerte de los irlandeses y mucha labia.

Fue entonces cuando entendí lo que esperaba Henry Pyke. Charles Macklin había asistido de manera habitual a las funciones de la Royal Opera House hasta su muerte. De acuerdo con la leyenda, el fantasma de Macklin ha aparecido en numerosas ocasiones en su asiento favorito en el patio de butacas. Henry Pyke trataba de hacerlo aparecer, pero yo no creía que se presentara. Lesley recorría de uno a otro extremo el castillo de popa y miraba el patio de butacas.

—Déjate ver, Macklin —llamó.

A mí me pareció que su voz empezaba a denotar cierta inseguridad. La popa se erguía sobre el escenario, a demasiada altura como para que pudiese trepar. El único acceso eran las escaleras de delante… pero si iba por allí no pillaría desprevenida a Lesley. No me quedaba otro remedio que cometer una estupidez.

Salí con decisión al escenario y entonces cometí el error de mirar al público. Apenas logré ver nada más allá de las luces, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de la gran masa de gente que me devolvía la mirada desde la abrumadora oscuridad. Tropecé con mis propios pies y me agarré a un cañón del decorado.

—¿Qué sucede? —dijo la voz estridente de Lesley.

—Soy Jack Ketch —dije en voz demasiado baja.

—Dios me libre de imbéciles y de aficionados —contestó Lesley entre dientes, y luego, con más fuerza—: ¿Qué es esto?

—Soy Jack Ketch —repetí, y esta vez tuve la impresión de que llegaba hasta el público.

Me llegó una oleada de vestigia. No provenía de las personas, sino de la propia urdimbre de la sala. El teatro recordaba a Jack Ketch, ejecutor al servicio de Carlos II, un hombre de quien se decía que era tan funesto en su trabajo que en cierta ocasión publicó un panfleto en el que culpaba a su víctima, lord Russell, por no haber sabido quedarse quieto mientras le daba con el hacha. Durante un siglo después de su muerte, Ketch había sido sinónimo de verdugo, asesino y del diablo en persona: si había algún nombre con el que se pudiera conjurar a este último, debía de ser el de Jack Ketch. Con ello quedaba explicado su papel en la función de Punch y Judy, y también se entendía que ésta fuese la posibilidad más clara de acercarme con la jeringa.

—Le doy las gracias, señor Ketch, pero ya estoy muy cómodo aquí —dijo Lesley.

Yo no me había aprendido de memoria el guión, pero sabía improvisar.

—Pero tienes que salir de ahí —dije—. Sal de ahí para que te ahorquen.

—No seríais tan cruel —replicó Lesley.

Sé muy bien que habríamos tenido que intercambiar muchas más pullas, pero, como no recordaba las palabras, pasé a la acción.

—Entonces tendré que tomarte preso —dije, y subí por las escaleras hasta el castillo de popa.

Me fue muy difícil contemplar el rostro destrozado de Lesley, pero tenía que adelantarme a cualquier movimiento con el que me pudiera sorprender. Su rostro de Punch se retorció de irritación, probablemente porque me había saltado versos, pero prosiguió con el espectáculo, como yo había esperado y deseado. Era la parte en la que Jack Ketch agarraba a Punch y lo arrastraba hacia la horca, y en ese momento el taimado asesino de su mujer engañaba a Ketch para que metiera la cabeza en la soga y se colgara a sí mismo. No, señor, estos personajes que inventan ahora no sirven como modelo para los niños.

Preparé la jeringa.

Lesley se encogió cuando me acercaba.

—Piedad, piedad —chillaba—. No lo haré más.

—Eso seguro —dije.

Pero, antes de que pudiera clavarle la aguja, se volvió de pronto y me golpeó en la cara con el bastón de Nightingale. Los músculos de la espalda y los hombros se me agarrotaron, y tuve que contentarme con no perder el equilibrio.

—¿Sabes lo que es esto? —me dijo Lesley, al tiempo que agitaba el bastón de un lado para otro.

Traté de decirle «es un bastón», pero los músculos de la mandíbula se me habían agarrotado igual que los demás.

—Igual que Próspero tenía su libro y su bastón —dijo Lesley—, tu maestro también los tiene, pero yo necesito tan sólo el bastón. Cuando uno forma parte del mundo de los espíritus, goza de un cierto je ne sais quoi en sus tratos con la magia. Pero, al hallarse sans corporeidad, carece de la chispa de vitalidad necesaria para satisfacer sus propios deseos.

Lo cual, por lo menos, confirmaba que Henry Pyke no tenía magia propia, y esa observación me habría resultado mucho más interesante si no hubiera estado paralizado y a su merced.

—Ésta es la fuente de la que tu maestro extrae su poder —dijo Lesley—. Y, con su poder, yo puedo hacer, digamos, todo lo que me apetezca. —Sonrió; sus dientes destrozados quedaron al descubierto—. Lo que tienes que decir a continuación es: «Y ahora, señor Punch, no lo retrasemos más».

—Y ahora, señor Punch, no lo retrasemos más —dije, y señalé a su nariz—. Meta la cabeza por este lazo.

Lo extraño fue que en ese momento sentí la compulsión como una forma, como una configuración en mi mente, y, sin embargo, no provenía de ésta.

—Por ese lazo —dijo Lesley, y le guiñó el ojo al público—. ¿Para qué?

—Sí, por este lazo —dije.

Lo percibí de nuevo, y en esta ocasión estuve seguro: la idea de la configuración era externa, pero la configuración en sí misma tomaba forma dentro de mi propia cabeza. Era como la hipnosis: una sugestión, más que una orden.

—¿Para qué? No sé lo que tengo que hacer —dijo Lesley, y adoptó una pose de desesperación extrema.

—Es muy fácil —dije, y agarré el lazo. Sentí el tacto rasposo de la cuerda en las palmas de las manos—. Sólo tienes que pasar la cabeza por aquí.

Lesley hizo como que metía la cabeza dentro de un lazo invisible, pero sin meterla en el lazo de verdad, y preguntó:

—¿Cómo, así?

—No, no —dije, y señalé al lazo—. Por aquí. —Pensé que, si se trataba de una sugestión, había de ser posible rechazarla con el pensamiento.

Lesley fingió de nuevo, con movimientos aparatosos, que trataba de meter la cabeza en un lazo y se equivocaba.

Traté de expulsar la configuración de mi cerebro, pero, en cambio, dije:

—Así no, tonto.

Y escenifiqué una pantomima de exasperación. La fuerza bruta no iba a servirme para nada, y tenía que pensar algo, porque, en un par de líneas, el personaje de Jack Ketch iba a meter su cuello de imbécil en el lazo y se haría ahorcar, y yo moriría ahorcado con él.

—Ten cuidado con a quién llamas tonto. Vamos a ver si sabes hacerlo tú —dijo Lesley con voz chillona, e hizo una pausa para que el público pudiera empezar con las risas tontas—. Muéstrame cómo se hace y después lo haré yo.

Sentí que mi cuerpo iniciaba el movimiento de meter la cabeza en el lazo. Entonces se me ocurrió que, si no podía librarme de la compulsión, tal vez sí lograría transformarla lo suficiente como para anularla. Seguí un método análogo a la cancelación activa de ruido, en la que se anula una onda de sonido por el procedimiento de emitir otra onda invertida. Es rebuscado y antiintuitivo, pero funciona. Esperé y deseé que la extraña versión de ese método que iba a emplear dentro de mi cabeza funcionara, porque a duras penas había empezado a crear la configuración con mi mente cuando dije:

—Muy bien, lo haré.

Mi forma chocó con la compulsión, como dos tuercas mal puestas que se traban en un mecanismo de transmisión. Me pareció que sentía trocitos de forma que daban vueltas dentro de mi cerebro y rebotaban dolorosamente dentro de mi cráneo, pero tal vez me lo imaginara. No importó. Sentí que se desvanecía el agarrotamiento de mi cuerpo y separé la cabeza de la soga, y le lancé a Lesley una mirada triunfal.

—O quizá no lo haga —dije.

Un brazo enorme me agarró por el pecho desde atrás y una mano muy grande me sujetó la nuca y empujó la cabeza hacia el lazo. Olí la lana de camello y la loción para afeitado de Chanel. Seawoll se me había acercado por detrás mientras estaba distraído recreándome en mi propia inteligencia.

—O quizá sí lo hagas —dijo Lesley.

Forcejeé, pero, aunque algunos hombres corpulentos sean sorprendentemente débiles, Seawoll no figuraba entre ellos. Entonces, le clavé la jeringa en la piel de la mano y le inyecté la dosis entera. Por desgracia, la dosis estaba calculada para Lesley, que pesaba la mitad que Seawoll. La presión no cesó, hasta que Lesley chilló:

—Izadlo, muchachos. —Y me elevé por el aire con la soga al cuello.

Mi vida se salvó tan sólo porque me colgaban con una horca teatral, que, por motivos de salud y prevención de riesgos, estaba pensada para no matar al atractivo barítono croata cuya garganta tenía que oprimir. El lazo era falso y la cuerda tenía por dentro un refuerzo de alambre para que no perdiera la forma. Indudablemente tendría también un cierre que, después del aria de despedida, habría servido para sujetar la correa del arnés de seguridad que el atractivo barítono, sin duda, llevaba hábilmente escondido bajo la ropa. Por desgracia, yo no tenía arnés y la maldita cosa me dejó medio muerto, pero igualmente logré sacar la cabeza del lazo, y en el proceso me hice un buen rasguño en el mentón. Me quedé sujeto a la cuerda y logré meter un codo en el lazo para tener mejor apoyo, pero, con todo, sentí un repentino espasmo de dolor en la espalda.

Eché una rápida mirada hacia abajo y vi que me hallaba a cinco metros del escenario. No pensaba soltarme.

Más abajo, Lesley se volvió hacia el público.

—La policía no nos va a molestar más —dijo.

A sus espaldas, Seawoll se sentó pesadamente sobre las escaleras y se quedó con el tronco encorvado, como un corredor que cede a la fatiga. El clorhidrato de etorfina le hacía efecto por fin.

—Mirad —dijo Lesley—, un agente de la Ley da sus últimas patadas y otro se queda dormido… derrotado, sin duda alguna, por el alcohol. Así pues, las buenas gentes de Inglaterra depositamos nuestra confianza en puercos que apenas si se distinguen en nada de los villanos a los que pretenden dar caza. ¿Durante cuánto tiempo vamos a soportar esto, señoras y señores, chicos y chicas? ¿Cómo es que los hombres de bien pagan impuestos mientras los extranjeros no pagan nada, y al mismo tiempo quieren tener las libertades que el inglés se ganó con su sudor?

Cada vez me era más difícil mantenerme agarrado, pero sabía muy bien lo que me ocurriría si me soltaba. A lado y lado del escenario había grandes cortinas y me pregunté si podría trazar un arco con la cuerda hasta una de ellas. Sujeté el lazo con las dos manos y empecé a mover el cuerpo y desplazar mi propio peso para ganar impulso.

—Porque ¿quién sufre una opresión peor? —exclamó Lesley—. ¿Los que tan sólo reclaman los derechos que les corresponden, o quienes quieren tenerlo todo, seguridad social, viviendas de protección oficial, pensión de invalidez, y no pagar nada? —Una de las materias que estudiamos en historia fue la reforma de las Leyes de Pobres, así que Henry Pyke debía de extraer material del cerebro de Lesley. O tal vez llevara doscientos años leyendo el Daily Mail—. ¿Y acaso nos dan las gracias? —preguntó. El público murmuró la respuesta—. Pues claro que no —dijo Lesley—. Porque han llegado a pensar que todas esas prebendas son sus derechos.

No me fue fácil evitar que la cuerda se balanceara sobre el foso de la orquesta. Traté de corregir la trayectoria y acabé por trazar un ocho. Aún me encontraba a varios metros de altura, así que me empleé a fondo y me di impulso con las piernas para tratar de llegar al lateral.

De pronto, la multitud rugió, y sentí una oleada de frustración y de ira que me envolvía como las aguas que se desbordan al inundarse una cloaca. Perdí la concentración en un momento crucial y me estrellé contra la cortina. Salté, me agarré con desesperación a la gruesa tela y traté de capturarla con las piernas para no pegármela contra el escenario.

Entonces, todas las luces se apagaron. No hubo chispas, destellos, centelleos, ni nada que resultara teatral… se apagaron sin más. Inferí que en alguno de los dispositivos del complicado sistema de iluminación de la Royal Opera House un par de microprocesadores se habían transformado en arena. Cuando uno se agarra a algo con las uñas, normalmente la dirección correcta es la que baja, así que hice todo lo posible por olvidarme del dolor que sentía en los antebrazos y empecé a descender por la cortina. No oí gritos de pánico. Dadas las circunstancias, el silencio era mucho más pavoroso de lo que habría sido su contrario.

Un cono de luz blanca apareció en torno a Lesley, cual foco procedente de una lámpara invisible.

—Señoras y señores —dijo—, chicos y chicas. Creo que es hora de salir a jugar.

En cierta ocasión, uno de los tíos de mi madre que tenía entradas para un partido del Arsenal contra el Spurs en Highbury me llevó a mí, porque su hijo no podía. Nos encontrábamos entre los abonados, los más hinchas entre los hinchas que iban a ver el fútbol por el juego, y no por la violencia. Cuando uno se encuentra en medio de una masa como aquélla, se ve siempre arrastrado por la corriente… aunque trate de nadar en dirección contraria, no lo consigue. Fue un juego aburrido, sin estilo, y parecía que tuviera que terminar en empate, en un empate cero a cero, cuando, de pronto, en los últimos minutos, el Arsenal resurgió. Entraron en el área de penalti y puedo jurar que el estadio entero, sesenta mil personas, contuvo el aliento. El delantero del Arsenal metió el balón en la portería y me puse a gritar de júbilo, junto con toda la gente que se encontraba a mi alrededor. Lo hice de manera totalmente involuntaria.

Así fue como me sentí cuando Henry Pyke hizo salir al público de la Royal Opera House. Creo que me solté de la cortina y descendí en caída libre los dos últimos metros. Sólo estoy seguro de que me quedé tendido sobre el escenario con un dolor lacerante en el tobillo y el súbito deseo de partirle la cara a alguien. Logré ponerme en pie y encontré, frente a mí, el rostro desfigurado de Lesley.

Me estremecí. Al tenerla tan cerca, la deformidad de su cara era todavía más difícil de afrontar. Mis ojos se apartaban una y otra vez de la grotesca caricatura. A ambos lados de Lesley se hallaban todos los cantantes que participaban en la obra, todos ellos de sexo masculino, todos ellos tensos, salvo el juvenil barítono, de aspecto mucho más duro de lo que habría sido de esperar en personas consagradas a la alta cultura.

—¿Estás bien? —me dijo con voz chillona—. Me tenías preocupado.

—Pero si querías ahorcarme —dije.

—Peter —dijo Henry Pyke—, yo no he querido en ningún momento tu muerte. Durante estos últimos meses he llegado a verte, no como a un archienemigo, sino como un contrapunto cómico, el personaje tonto que va con el perro y hace reír al público mientras los actores de verdad se cambian.

—Te recuerdo que Charles Macklin no ha aparecido —le dije.

La nariz de Punch se arrugó.

—No importa —dijo Lesley—. Ese cabrón gotoso no podrá esconderse para siempre.

—Y, entretanto, nosotros… —era una buena pregunta—. ¿Qué es lo que estamos haciendo nosotros?

—Nosotros hacemos nuestro papel —dijo Lesley—. Nosotros somos el señor Punch, el irrefrenable espíritu de la violencia y la rebeldía. Está en nuestra naturaleza provocar alborotos, igual que está en la tuya tratar de detenernos.

—Estás asesinando a seres humanos —dije.

—¡Ay! —dijo Lesley—. El arte siempre exige sacrificios. Y puedes creer que sé lo que me digo: la muerte, más que tragedia, es aburrimiento.

De pronto me di cuenta de que no le hablaba a una personalidad completa. Su exhibición de acentos de distintas épocas, los extraños cambios de motivación y conducta. Aquello no era Henry Pyke, ni siquiera Punch, sino una extraña labor de retazos, una personalidad que se había montado a base de fragmentos medio recordados. Quizá todos los fantasmas fueran como ése, un patrón de recuerdos atrapado en la urdimbre de la ciudad, igual que los ficheros en un disco duro. Quizá se gastan poco a poco a medida que cada nueva generación de londinenses traza el patrón de su propia vida.

—No me estás escuchando —dijo Lesley—. He venido hasta aquí, he dedicado una parte de mi precioso tiempo a refocilarme, y tú te quedas encerrado en tu propio mundo.

—Dime, Henry —le pregunté—, ¿cómo se llamaban tus padres?

—¿Eh? El señor y la señora Pyke, por supuesto.

—¿Y cuáles eran sus nombres de pila?

Lesley se rió.

—Tratas de engañarme —dijo—. Se llamaban papá y mamá.

Tenía razón. Henry Pyke o, por lo menos, la parte de éste que se hallaba en el cerebro de Lesley, estaba literalmente incompleto.

—Pues ahora dime todas las cosas buenas que recuerdes —le dije— sobre tu madre.

Lesley echó la cabeza hacia un lado.

—Ahora me tomas por imbécil —dijo. Señaló a los cantantes, que, impasibles, habían asistido a nuestro diálogo—. ¿Sabes lo que ha dicho el Times sobre esta producción?

—Que es lúgubre y carece de todo atractivo —dije, nada más ponerme en pie. Si Lesley monologaba, yo aprovecharía la oportunidad para levantarme.

—Más o menos —dijo—. Lo que escribió el crítico de ópera del Times fue que «la representación tiene toda la seriedad de un episodio navideño de Coronation Street[11]».

—Qué desagradable —dije yo.

No me quedaban tranquilizantes, pero el botiquín aún se hallaba entre bastidores. Podía emplearlo para golpear a Lesley en la nuca y dejarla inconsciente. ¿Y luego qué?

Lesley ladeó la cabeza en dirección opuesta, sin dejar de mirarme.

—Eh, chicos, mirad a este tío —dijo a los cantantes—. Es el crítico de ópera del Times.

Pensé si merecería la pena decirles que ni siquiera leía el Times, pero tuve la sensación de que no querrían escucharme. Corrí hacia la salida de incendios más cercana, porque, por definición, sería el camino de salida más corto y, por ley, tenía que estar siempre abierta. Además, las luces de las salidas de emergencia estaban conectadas a un circuito distinto y, por ello, aún funcionarían.

Me mantuve a tres metros por delante de los actores mientras atravesábamos aquella especie de hangar para aviones que se encontraba detrás del escenario, y abrí la primera puerta con el mero impulso de mi cuerpo. Me llevé un moretón en la costilla, pero también les adelanté otro metro. Mis ojos habían empezado a acostumbrarse a la oscuridad, pero la siguiente luz de salida de emergencia, que se encontraba más adelante, no bastó para impedir que me la pegara contra un carrito que alguien había dejado allí en medio. Me caí al suelo y me sujeté la espinilla con la mano, y una parte absurda de mi mente pensó que una obstrucción como aquélla violaba todas las normativas de salud y prevención de riesgos.

Una silueta cargó contra mí por el corredor. Uno de los cantantes me había dado alcance; estaba demasiado oscuro para ver de quién se trataba. Le di una patada al carrito para que se interpusiera en su camino, y se cayó de bruces en el suelo, a mi lado. Era un hombre corpulento, y olía a sudor y a maquillaje. Trató de incorporarse, pero entonces logré ponerme en pie y le pisé en la espalda. Sus amigos abrieron violentamente la puerta, grité para estar seguro de que supieran dónde me encontraba, y eché a correr de nuevo. Los chillidos que se oyeron cuando tropezaron con su colega caído me inspiraron una profunda satisfacción.

Pasé por otra puerta y me encontré con las luces encendidas. Pensé que debían de tener un circuito eléctrico distinto para las zonas no accesibles al público. Había vuelto a meterme en un laberinto de estrechos corredores que parecían todos iguales. Pasé corriendo por una habitación en la que no había nada, salvo pelucas, y salí a un pasillo con gran cantidad de zapatillas de baile esparcidas por el suelo. Resbalé al pisar una y me la pegué contra la bovedilla. A mis espaldas se oía a los cantantes que aullaban, sedientos de mi sangre. La bella articulación de sus amenazas no me tranquilizaba en absoluto.

Al fin, salí por otra puerta de incendios y me encontré en los baños de la planta baja, al lado del guardarropía. Oí cristales que se rompían en el vestíbulo principal y me dirigí a la salida lateral, junto a la taquilla donde se vendían las entradas. Prescindí de la lenta puerta giratoria adaptada para sillas de ruedas y corrí hacia las salidas de emergencia, pero lo que vi a través del cristal me detuvo.

Había estallado un tumulto en Bow Street. Una turba bien vestida saqueaba el hotel de la acera opuesta y una columna de humo negro y grasiento se elevaba desde un coche en llamas. Lo reconocí… era un Mini descapotable de color amarillo canario.