8

LA MAGIA APLICADA A LOS NIÑOS

El perro Toby muerde a Punch, y Punch mata a golpes a su propietario, el señor Scaramouche. Luego vuelve a casa y arroja a su bebé por la ventana y mata a golpes a su esposa Judy. Se cae del caballo y le da una patada en el ojo al médico. El médico le ataca con un palo, pero Punch se lo quita y lo mata a golpes. Se pone a tañer un cencerro para ovejas a la puerta de un hombre rico y, cuando el sirviente del hombre rico le recrimina su comportamiento, Punch lo mata a golpes. Llegados a ese punto, el helado se me derritió y me ensució los zapatos.

La comedia trágica o tragedia cómica de Punch y Judy, tal como Giovanni Piccini se la había contado a John Payne Collier en 1827. No era un texto difícil de conseguir, siempre que uno supiera lo que estaba buscando. Después del espectáculo, Lesley y yo le enseñamos al «profesor» la identificación policial y él estuvo encantado de darnos una copia en papel del guión. Nos la llevamos al Roundhouse, en la esquina de New Row con Garrick Street, y nos sentamos a leerlo con un par de vodkas dobles.

—No puede ser una coincidencia —dije.

—¿Verdad que no? —preguntó Lesley—. Hay algo que manipula a personas de verdad para poner en escena esta ridícula obra para títeres.

—Esto no le va a gustar a tu jefe —dije.

—Bueno, yo no voy a contárselo —dijo Lesley—. Que sea tu jefe el que le diga al mío que el puto fantasma del señor Punch se está cargando gente en su territorio.

—¿Tú piensas que es un fantasma? —le pregunté.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —respondió ella—. Para eso estáis los polis magos.

La Locura tiene tres bibliotecas: la primera, que por aquel entonces aún no conocía; la segunda, una biblioteca mágica en la que se guardaban los tratados que tenían por tema todo lo relacionado con hechizos, forma y alquimia, todos ellos escritos en latín —así que, para mí, era como si hubieran estado escritos en griego—; y la tercera, que era la biblioteca general del primer piso, al lado de la sala de lectura. La división del trabajo había quedado clara desde el primer momento: Nightingale se encargaba de la biblioteca mágica y yo consultaba los libros escritos en el inglés de la Reina.

En la biblioteca general había caoba suficiente para repoblar la cuenca del Amazonas. En una de las paredes, las vitrinas llegaban hasta el techo, y para alcanzar los estantes de arriba había que emplear una escalerilla que se desplazaba mediante relucientes rieles de latón. Las fichas de los libros estaban catalogadas dentro de una hilera de hermosos cajones de madera de nogal. Era lo más parecido a un buscador que había en la biblioteca. Al abrir los cajones, sentí olor a cartón viejo y a moho, y me reconforté con el pensamiento de que Molly no había llegado al punto de abrirlos con regularidad y limpiarlos. Las fichas estaban clasificadas por temas y también había un índice general organizado por títulos. Me puse a buscar referencias a Punch y Judy, pero no encontré ninguna. Nightingale me había dictado otro término que tenía que buscar: revenant. Después de un par de errores con las fichas, llegué a las Meditaciones sobre la cuestión de la vida y la muerte del doctor John Polidori, que, según constaba en el frontispicio, se había publicado en 1819. La misma página tenía una anotación en latín escrita en letra elegante y suelta: Vincit qui se vincit, agosto de 1821. Me pregunté qué querría decir.

Según Polidori, un revenant es un espíritu intranquilo que retorna de entre los muertos para hacer estragos entre los vivos, habitualmente como represalia por alguna ofensa o injusticia, real o imaginaria, que la persona sufrió en vida.

—Desde luego que encaja en el perfil que buscamos —le dije a Nightingale a la hora de la comida: buey Wellington, patatas hervidas y chirivías salteadas—. Todas estas pequeñas ofensas que dan lugar a catástrofes… nos acerca a la idea de Lesley de que los grandes acontecimientos tienen ecos de menor importancia.

—¿Piensas que es como una infección?

—Pienso que es un efecto de campo, como la radiactividad, o la luz de una bombilla —contesté—. Pienso que los ecos se hallan dentro del campo, que los cerebros de las víctimas se cargan de emociones negativas y explotan.

—Pero, si fuera así, ¿no tendría que haber más afectados? —dijo Nightingale—. En el vestíbulo de aquellos cines había como mínimo diez personas más, entre las que te encontrabas tú, y también la agente May, y sin embargo, la madre fue la única afectada.

—¿Podría ser que tan sólo reforzase un sentimiento de ira preexistente? —pregunté—. ¿O que actuara como catalizador? No sería nada fácil demostrarlo de manera científica. —Nightingale sonrió—. ¿Qué sucede? —volví a preguntar.

—Me recuerdas a un mago que conocí. Se llamaba David Mellenby —dijo Nightingale—. Tenía la misma obsesión.

—¿Qué fue de él? —interpelé—. ¿Dejó algún tipo de notas?

—Murió en la guerra —explicó Nightingale—. No pudo hacer ni la mitad de los experimentos que quería. Elaboró una teoría sobre el funcionamiento de los genii locorum que te habría interesado.

—¿En qué consistía su teoría? —pregunté.

—Creo que no te lo diré hasta que hayas dominado la siguiente forma —dijo—. Me he dado cuenta de que se produjeron discrepancias entre el guión y las acciones del señor Punch. Estoy pensando en Polly la Guapa.

Según se contaba en la Comedia trágica, el señor Punch, después de matar a su esposa, entonaba una canción sobre los beneficios del asesinato de esposas en general y, a continuación, cortejaba a Polly la Guapa. Es un personaje que no dice nada, pero que tampoco siente «ninguna repugnancia» cuando el pequeño y vivaracho asesino en serie empieza a besarla.

—No sabemos si sigue ese guión en concreto —articulé.

—En efecto —dijo Nightingale—. Piccini narraba una tradición oral, y las tradiciones orales no son fiables casi nunca.

De acuerdo con Piccini, que tal vez no fuera fiable, la siguiente víctima iba a ser un mendigo ciego que le tosía en la cara al señor Punch. Éste lo arrojaba desde lo alto del escenario por su presunción. El guión no especificaba si tenía que sobrevivir o no a la experiencia.

—Si nuestro Pulcinella revenant sigue la historia —dije—, lo más probable es que la próxima víctima sea un platillero vinculado al Real Instituto Nacional para los Invidentes.

—¿Un platillero?

—Sí, uno de los que les pasan el platillo para que les echen dinero —dije, e imité el gesto con la mano—. La gente les echa la calderilla.

—Un hombre ciego que pide dinero —observó—. Nos sería más útil saber quién es el revenant y dónde está enterrado.

—Seguramente, si descubrimos quién es podremos enfrentarnos a él y neutralizarlo —aseguré.

—O también —estimó Nightingale— podríamos desenterrar sus huesos y reducirlos a polvo, mezclarlos con sales rocosas y luego dispersarlos en el mar.

—¿Y eso funcionaría?

—Victor Bartholomew dice que ésa es la manera de eliminarlos. —Nightingale se encogió de hombros—. Fue él quien escribió el libro en el que se explica, literalmente, cómo podemos enfrentarnos a nuestros fantasmas y revenants.

—Creo que tal vez hayamos pasado por alto una fuente de información clave de puro obvia.

—¿De verdad?

—Nicholas Wallpenny —dije—. Todos los ataques empezaron cerca de la iglesia de los Actores. Creo que eso significa que el revenant debe de encontrarse por esa zona. Puede que Nicholas lo conozca… hasta es posible que queden de vez en cuando.

—No estoy seguro de que los fantasmas «queden» de la manera que te estás imaginando —detalló Nightingale y, tras echar una rápida mirada para asegurarse de que Molly no nos veía, metió bajo la mesa su bandeja medio llena. Sentí que la cola de Toby me golpeaba rítmicamente la pierna; el animal se estaba comiendo las sobras de Nightingale.

—Necesitaremos un perro más grande —aseveré—. O raciones más pequeñas.

—Trata de hablar con él esta misma noche —dijo Nightingale—. Pero recuerda que nuestro amigo Nicholas ya no era un testigo fiable en vida… dudo que se haya vuelto más fiable después de su muerte.

—¿Cómo murió? —le pregunté—. ¿Lo sabe usted?

—A causa de una borrachera —dijo Nightingale—. Una muerte dulce.

Como Toby era nuestro perro cazafantasmas oficial y había empezado a anadear de una manera alarmante, lo llevé conmigo. Se tarda una media hora en ir a pie desde Russell Square, donde se hallaba la Locura, hasta Covent Garden. Después de dejar atrás Forbidden Planet y cruzar Shaftesbury Avenue, el camino más recto conduce hasta Neal Street, donde había muerto el mensajero. Pero pensé que si me proponía evitar todas las calles donde se hubiera asesinado a alguien tendría que acabar por mudarme a Aberystwyth.

Era tarde y hacía frío, pero aún quedaba un buen número de bebedores a la puerta del gastropub. Londres había tardado mucho en descubrir la noción de terraza y no se iba a dejar intimidar por un poquito de frío… sobre todo desde que fumar en el interior de los locales estaba prohibido.

Toby se detuvo cerca del lugar donde el doctor Framline había atacado al mensajero, pero tan sólo durante el tiempo necesario para mear en un poste.

Covent Garden estaba abarrotado incluso a la hora de cierre de los pubs. Los espectadores salían de la Royal Opera House después de que terminara la función y buscaban un sitio para comer y lucirse, y jóvenes de vacaciones, financiados por las instituciones académicas de Europa entera, ejercían su tradicional derecho a bloquear las calles de uno a otro extremo.

Tan pronto como los cafés, restaurantes y pubs del mercado cubierto hubieron cerrado, la plaza se vació en seguida, y al cabo de poco rato estuvo lo bastante despejada como para arriesgarse a cazar fantasmas.

Las autoridades en la materia no se ponían de acuerdo acerca de la verdadera naturaleza de los fantasmas. Polidori insistía en que se trataba de almas de los muertos que se aferraban a un determinado lugar. Tenía la teoría de que se alimentaban de su propio espíritu, y de que ese espíritu, si no se reconstituía mediante la magia, acabaría por desvanecerse. La persistencia de Fantasmagoria en Yorkshire, de Richard Spruce, publicado en 1860, concordaba en lo esencial con Polidori, pero añadía que los fantasmas podían nutrirse de la magia que se hallara en su entorno, de manera parecida a cómo el musgo succiona su sustento de la roca que le sirve de hogar. Peter Brock, que escribió en los años treinta, tenía la teoría de que los fantasmas no eran más que grabaciones impresas en el tejido mágico de su entorno, algo así como la música que queda registrada en el disco de vinilo. Yo, por mi parte, me imaginé que debían de ser como toscas copias de la personalidad del muerto que se ejecutaban de manera degradada en una especie de matriz mágica donde los paquetes de «información» iban pasando de un nodo mágico a otro.

Como mis dos encuentros con Nicholas habían tenido lugar en el pórtico de la iglesia de los Actores, fue por allí por donde empecé. Los policías no ven el mundo como los demás. Se puede reconocer a un policía por la manera como mira una habitación. Tiene una mirada fría, suspicaz, que le hace reconocible de inmediato para quienes sepan cómo reconocerle. Lo extraño es la rapidez con la que se adquiere esa mirada. Aún trabajaba como agente de cercanía, sólo llevaba un mes en el puesto, cuando cierto día visité el apartamento de mis padres y me di cuenta de que, si no lo hubiera sabido ya, nada más abrirse la puerta habría estado seguro de que mi padre era un drogadicto. Tenéis que entender que mi madre es una fanática de la limpieza. En su casa, se podría comer sobre la alfombra de la sala de estar. Pero todos los signos delatores estaban allí para quien supiera reconocerlos.

Había ocurrido lo mismo con los vestigia. Al poner la mano sobre los bloques de caliza del pórtico, las sensaciones —el frío, la vaga impresión de una presencia, un olor en la nariz que habría podido ser de madera de sándalo— fueron iguales. Sólo que en ese momento, cual policía que hace su primera estimación de una calle, tenía alguna idea de lo que podían significar. También esperaba que fueran más fuertes. Traté de recordar la última vez que había tocado las piedras. ¿Las impresiones habían sido ésas?

Eché una ojeada a mi alrededor para estar seguro de que nadie me observara.

—Nicholas —le dije a la pared—, ¿estás ahí?

Sentí algo en la palma de la mano, me pareció una vibración, como si lejos de mí hubiera pasado un convoy de metro. Toby gimoteó y retrocedió, y arañó los adoquines con las garras. Antes de que yo mismo hubiera podido dar un paso atrás, el rostro de Nicholas, blanco y transparente, apareció enfrente de mí.

—Ayúdame —me dijo.

—¿Qué te sucede? —le pregunté.

—Me está devorando —dijo Nicholas, y luego su rostro desapareció como sorbido por la pared.

Por un instante, sentí como si algo me tirara de la nuca, y di un paso hacia atrás. Toby ladró una sola vez, y luego se volvió y se marchó corriendo en dirección a Russell Square. Me caí de espaldas, pesadamente. El golpe me dolió y me quedé tendido en el suelo unos instantes, sintiéndome imbécil, y luego volví a ponerme en pie. Me acerqué a la iglesia con mucha prudencia y volví a poner la palma de la mano sobre la piedra.

Sentí su tacto áspero y frío, y nada más. Era como si algo hubiera succionado los vestigia de las piedras, igual que había ocurrido antes en la casa de los vampiros. Aparté la mano y retrocedí. La plaza estaba oscura y silenciosa. Me volví y me alejé en la penumbra de la noche, en busca de Toby.

El perro había ido corriendo hasta la Locura. Lo encontré en la cocina, acurrucado en el regazo de Molly. La doncella se ocupaba de consolarlo. Me dirigió una mirada severa.

—Se supone que tiene que hacer frente a los peligros —dije—. Si quiere quedarse aquí, tendrá que trabajar.

Aunque tuviera un caso del que ocuparme, no abandoné las prácticas. Había persuadido a Nightingale de que me enseñara el hechizo de la bola de fuego. No me sorprendió que dicho hechizo fuese una variación de lux, complementada con iactus para añadirle el movimiento. En cuanto hube convencido a Nightingale de que sabría hacer la primera parte sin quemarme la mano, bajamos a la sala de tiro del sótano para practicar. Hasta entonces no había sabido que tuviéramos una sala de tiro. Había que bajar por las escaleras hasta el sótano y girar a la izquierda en vez de a la derecha, pasar por unas puertas reforzadas que hasta entonces había tomado por la entrada de una carbonera y acceder a una sala de cincuenta metros de longitud con la pared del fondo cubierta de sacos de arena y la opuesta de taquillas de metal. Había allí una hilera de viejos cascos Brodie colgados de la pared sobre unas máscaras de gas en estuches de color caqui. Había un póster con letras sobre un fondo rojo como la sangre donde se leía: «No perdáis los nervios y seguid adelante», y me pareció un buen consejo. También había una serie de siluetas de cartón que hacían las veces de blancos. Aunque estuvieran deterioradas por el paso del tiempo, aún se reconocían las figuras de soldados alemanes con su clásico yelmo de acero y bayonetas fijas. Siguiendo instrucciones de Nightingale, apoyé a varios de ellos contra los sacos de arena y retrocedí a la línea de fuego. Antes de empezar, me cercioré de no llevar encima el móvil nuevo.

—Mírame con atención —dijo Nightingale.

Luego movió bruscamente la mano, hubo un estallido de luz, un sonido parecido al que hace una sábana cuando se rasga por la mitad, y el blanco que estaba más a la izquierda quedó reducido a jirones en llamas.

Me volví al oír unos aplausos entusiastas y me encontré con Molly, que silbaba de puro contento y se ponía de puntillas como un niño pequeño en el circo.

—No me ha dicho usted el nombre en latín —observé.

—Vas a practicar esto en silencio —me dijo— desde el principio. Este hechizo es un arma. Tiene un único propósito, y ese propósito es matar. En cuanto lo hayas dominado, te hallarás bajo las mismas obligaciones que cualquier otro agente armado, así que te recomiendo que te familiarices con la actual normativa sobre el empleo de armas de fuego.

Molly bostezó. Se cubrió la boca con la mano para disimular cuánto la había abierto. Nightingale le dirigió una mirada inexpresiva.

—Peter tiene que vivir en el mundo de los hombres —dijo.

Molly se encogió de hombros, como diciendo: «Y a mí qué».

Nightingale hizo una nueva demostración a una cuarta parte de la velocidad anterior y traté de seguir su desarrollo. Yo ya había practicado con la bola de fuego, pero, cuando trataba de aplicarle el iactus, tenía la sensación de que me resbalaba, como si la bola, a diferencia de las manzanas, no tuviera una superficie por la que pudiera agarrarla. Levanté el brazo con el dramatismo que se considera deseable y la bola de fuego se deslizó suavemente por la sala de tiro, abrió un pequeño agujero en el blanco y se hundió en los sacos de arena que se encontraban detrás.

—Tienes que lanzarla tú, Peter —dijo Nightingale—. Si no, no saldrá disparada.

Arrojé la bola de fuego y se oyó un golpe amortiguado detrás del blanco. Una voluta de humo se elevó hacia el techo. Molly se reía por lo bajo a mis espaldas.

Practicamos durante una hora entera y, para cuando acabamos, había aprendido ya a arrojar bolas de fuego a la sobrecogedora velocidad del abejorro que ha conseguido su cuota de polen y se toma un momento para gozar del paisaje.

Hicimos una pausa para el té de la mañana y expliqué la idea que había tenido para recobrar a Nicholas… siempre que los restos del fantasma fueran suficientes para recuperarlo después de que «algo» se lo hubiese «tragado».

—Polidori hacía referencia a un hechizo para invocar fantasmas —dije—. ¿Funciona?

—Se trata de un ritual, más que de un hechizo —dijo Nightingale.

En un intento por impedir que Molly nos agobiara con tanta comida, nos habíamos ido a tomar el té a la cocina. La idea era que si no tenía que poner las seis mesas de la sala de desayuno, tal vez nos serviría tan sólo comida para dos. Funcionó, pero las raciones eran muy grandes.

—¿Cuál es la diferencia?

—No dejas de hacerme preguntas —me dijo Nightingale— que no tendrías que hacerme durante el primer año.

—Tan sólo quiero saber lo más básico… como si dijéramos, la magia explicada a los niños.

—Un hechizo es una serie de forma conectadas entre sí para obtener un determinado efecto, mientras que un ritual es lo que su nombre indica: una secuencia de forma organizadas en un ritual, con cierta parafernalia que contribuye al desarrollo de todo el proceso —explicó Nightingale—. Por lo general se trata de hechizos más antiguos, de principios del siglo XVIII.

—¿Y es importante que se ejecuten a la manera de un ritual? —pregunté.

—A decir verdad, no tengo ni idea —respondió Nightingale—. Esos hechizos no se emplean a menudo. Si no, los habrían actualizado durante el siglo XX.

—¿Podría enseñarme a hacerlos? —le pregunté.

Toby se dio cuenta de que me había puesto a untar una galleta de té con mantequilla y se quedó a la expectativa. Tomé un trocito y se lo eché.

—Hay otro problema —dijo Nightingale—. El ritual exige el sacrificio de un animal.

—Bueno… —sugerí—. Toby se ve gordo y sano.

—La sociedad moderna suele ver mal ese tipo de comportamientos, sobre todo la moderna iglesia en cuyo recinto, por puro accidente, deberíamos llevarlo a cabo.

—¿Para qué sirve el sacrificio?

—Según Bartholomew, la magia intrínseca del animal queda disponible en el momento de su muerte y puede emplearse para «alimentar» al fantasma y ayudarlo a aparecer en el plano mortal —dijo Nightingale.

—¿Así que emplea la esencia vital del animal como combustible mágico? —pregunté.

—Sí.

—¿Sería posible sacrificar a seres humanos? —pregunté—. ¿Y extraerles la magia de ese modo?

—Sí —dijo—. Pero hay un problema.

—¿Cuál es ese problema?

—Que la persona que lo haga será perseguida hasta los confines de la tierra y ejecutada sumariamente —dijo Nightingale.

No le pregunté quién estaba a cargo de la persecución y la ejecución.

Toby ladró. Era su manera de exigir salchichas.

—Si lo único que necesitamos es una fuente de magia —dije—, creo que he encontrado un sustituto aceptable.

De acuerdo con Bartholomew, cuanto más te acerques a la tumba del fantasma, mejor. Por ello, me pasé un par de horas de lectura en el registro de la parroquia, mientras Nightingale trataba de convencer al párroco de que estábamos interesados en capturar a unos vándalos que causaban daños en iglesias. Es una iglesia muy extraña, un granero de piedra grande y rectangular concebido por Inigo Jones. El pórtico oriental, donde me había encontrado por primera vez con Nicholas Wallpenny, era falso. La entrada de verdad se hallaba en el extremo occidental de la iglesia y permitía el acceso al patio, reformado como jardín. Se entraba desde Bedford Street por unas puertas altas de hierro forjado. Nightingale logró convencer al párroco para que le prestase las llaves.

—Si su intención es montar vigilancia —dijo el párroco—, ¿no sería mejor que yo me encontrase cerca de ustedes, por si acaso?

—Tememos que le estén siguiendo —dijo Nightingale—. Queremos hacerles creer que no hay moros en la costa y capturarlos cuando se dispongan a actuar.

—¿Estoy en peligro? —preguntó el párroco.

Nightingale le miró a los ojos.

—Sólo si se queda usted esta noche en la iglesia —dijo.

Los jardines limitaban por tres lados con paredes traseras de ladrillo y persianas bajadas. Eran las casas adosadas que se construyeron con la plaza. Quedaban aislados del ruido de los coches y eran un verde remanso de paz. Sobre ellos se erguía el verdadero pórtico de la iglesia. A lo largo del sendero crecían cerezales que las flores teñían de rosa bajo la luz de mayo. Era, en palabras de Nightingale, el lugar más encantador de todo Londres. Qué lástima que tuviese que volver allí a medianoche para llevar a cabo un rito nigromántico.

Los registros parroquiales no daban detalles y tan sólo conseguimos localizar de manera aproximada la tumba de Wallpenny en el área septentrional de los jardines, más o menos por el centro de dicha área. Como Nicholas no se había dejado ver en presencia de Nightingale, este último se quedó en la puerta de Bedford Street, a una distancia prudencial por si yo gritaba para pedirle ayuda. Aún se oía el gorjeo de algún pajarillo cuando, poco después de la medianoche, entré en el jardín. Era una noche clara, pero la bruma impedía ver las estrellas. Cerré la puerta de hierro con la mano y la sentí fría, y luego me dirigí a la tumba. Llevé una linterna de supervivencia canadiense con cinta para la cabeza; la utilicé para leer las notas que tomaba en mi bloc policial.

Para trazar un pentagrama sobre el césped blando y mullido habría necesitado una excavadora, y en cualquier caso no pensaba causar desperfectos en tan bello jardín. Así, me decanté por trazar el círculo y la estrella con polvo de carboncillo. Para ello utilicé un saco de arpillera con un agujero en un extremo. Hice las líneas bonitas y gruesas. Polidori hablaba mucho sobre los peligros de estropear el pentagrama durante la invocación de un espíritu. Lo de menos era que se te llevaran a rastras el alma y la arrojaran al infierno mientras no parabas de chillar.

Sobre cada uno de los puntos cardinales del pentagrama puse una de mis calculadoras. Se me había ocurrido llevar a Toby por si no servían como sucedáneo, pero, cuando llegó la hora de salir de la Locura, el perro se había esfumado. Había comprado un paquete de bastoncillos de luz química en una tienda especializada del barrio. Los activé y los coloqué en los lugares donde, de acuerdo con mis notas, tenían que ir las velas. El autor del conjuro —en este caso, yo— tenía que impartir una parte de su esencia. En el argot mágico de finales del siglo XVIII, eso significaba «poner magia» dentro del círculo en el que se enmarcaba el pentagrama. Existe una forma específica creada con ese propósito, pero no había tenido tiempo para aprenderla. Nightingale me había propuesto que, en vez de aplicar esa forma, creara una luz fantasma en el centro.

Respiré hondo, creé la luz fantasma e hice que se deslizara hasta el centro del pentagrama. Ajusté la luz y me puse a leer el conjuro que llevaba apuntado en el bloc de notas. La fórmula original ocupaba cuatro páginas manuscritas, pero, con la ayuda de Nightingale, había logrado abreviarla.

—Nicholas Wallpenny —dije—, oye mi voz, acepta mis obsequios, álzate y conviértete.

Y, de pronto, ya estaba allí, con la mirada suspicaz de siempre.

—Supe que eras especial desde el primer momento en el que te vi —dijo—. Tu superior no está cerca, ¿verdad?

—Está allí —afirmé—. Al otro lado de la puerta principal.

—Pues que no se mueva de allí —ordenó Nicholas—. Tenía razón en lo que te dije sobre el caballero autor del asesinato, ¿a que sí?

—Creemos que se trata del espíritu de Pulcinella —le dije yo.

—¿Qué dices que creéis? —exclamó Nicholas—. ¿El señor Punch? Creo que te has tomado una de más. Estás curda.

—Anoche me pediste ayuda —le repliqué.

—¿Ah, sí? —preguntó Nicholas—. Pero entonces tendría que considerarme un soplón y un malsín, y que no se diga que Nicholas Wallpenny ha mandado a alguien a la trena, no vaya a ser que los castigadores vengan por mí. —Me lanzó una mirada muy expresiva. «Malsín» es una palabra antigua para referirse a los delatores, y lo más probable es que «castigadores» fuese una palabra de jerga para referirse a los hombres a quienes se contrataba para que dieran palizas a… probablemente a los «malsines».

—Ahora me quedo más tranquilo —dije—. ¿Qué tal… te sienta estar muerto?

—Pues muy bien —dijo Nicholas—. No puedo quejarme. La verdad es que ahora ya no hay tanta gente como antes. Como esto es la iglesia de los Actores y tal, no nos faltan distracciones durante la noche. Si hasta de vez en cuando hemos tenido artistas invitados que han actuado aquí para nuestra edificación. Vino el famoso Henry Pyke —se escribe con y griega—, ¿sabes?, es un hombre muy particular. Su nariz larga lo hace popular entre las señoras.

No me gustaba el aspecto de Nicholas: tenso, nervioso, a punto de ponerse a sudar, si aún hubiese podido. Sentí la tentación de marcharme, pero la cruel realidad es que los informantes, vivos o muertos, están para sacarles provecho siempre que sea necesario.

—Ese tal… Henry Pyke… ¿va a estar mucho tiempo en cartelera? —pregunté.

—Digamos que ha comprado el teatro —dijo Nicholas.

—Esto tiene buena pinta —señalé—. ¿Piensas que yo podría ver una función?

—Ah, mi señor agente, yo en tu lugar no estaría tan deseoso de participar en sus asuntos —indicó Nicholas—. El señor Pyke puede ser extrañamente duro con las estrellas que comparten el escenario con él, y me atrevería a decir que tiene un papel pensado para ti.

—Con todo, no me importaría verle… —dije, pero, de pronto, Nicholas desapareció.

El pentagrama estaba vacío y tan sólo mi luz fantasma ardía en su centro. Antes de que pudiera apagarla, noté que algo me sujetaba por la cabeza y trataba de arrastrarme físicamente hasta el interior del pentagrama. Sentí pánico y me puse a dar tirones y forcejear histéricamente en un intento por escapar. Nightingale había insistido en que no pisara el interior del pentagrama, y yo no tenía ninguna intención de descubrir el porqué. Eché la cabeza hacia atrás, pero me di cuenta de que mis talones arañaban el césped, porque había algo que me arrastraba hacia delante… hacia el pentagrama. Fue entonces cuando lo vi. Bajo mi propia luz fantasma, en el centro del pentagrama, había una sombra oscura, como la boca de un pozo excavado en tierra. Vi las raíces de la hierba y los gusanos que hacían frenéticos intentos por volver a hundirse en la tierra. Las diversas capas de tierra y de arcilla de Londres se desprendían de las paredes del pozo y se hundían en la oscuridad.

Estaba casi en el borde cuando me di cuenta de que la fuerza que me arrastraba se valía de mi propio hechizo. Traté de apagar la luz fantasma, pero siguió activa, si bien se había vuelto de un apagado color amarillo. Empujé hacia atrás con los hombros, con tanta fuerza que quedé casi horizontal, y, sin embargo, mis talones seguían avanzando.

Oí gritar a Nightingale y, al volverme para verle, vi que corría a toda velocidad hacia mí. Tuve la horrible sensación de que no iba a llegar a tiempo. En mi desesperación, me quedaba una última cosa por intentar. No es fácil concentrarse mientras lo arrastran a uno hacia la aniquilación, pero me obligué a mí mismo a respirar hondo y hacer la forma correcta. De repente, la luz fantasma ardió con un color rojo de fuego. La transformé con el cerebro para darle una configuración en la que esperaba que fluyese la magia, pero no sabía si iba a funcionar de verdad. Mis talones se hundían en el suelo junto a los bordes del pentagrama y sentí que me asaltaba la ira, un hambre de violencia, una oleada de vergüenza y humillación, y de ansias de venganza.

Dejé caer la bola medio metro y la arrojé.

El impacto que se oyó entonces fue decepcionante por suave: como el sonido de un pesado diccionario al caer al suelo. La tierra se elevó bajo mis piernas y me derribó de espaldas. Me estrellé contra las ramas del cerezo que tenía detrás y vislumbré una columna de tierra que se elevaba hacia lo alto como un tren de carga que saliera de un túnel, y a continuación me caí del árbol y el suelo me arreó un buen sopapo.

Nightingale me agarró por el cuello de la camisa y me arrastró mientras las flores del cerezo y los grumos de tierra llovían sobre nosotros. Un buen terrón chocó contra mi cabeza y se deshizo, y se me formaron reguerillos de tierra en la nuca.

Entonces se hizo el silencio; no se oía nada, salvo el lejano tráfico rodado y una alarma de coche cercana que acababa de dispararse. Aguardamos medio minuto para recobrar el aliento, por si sucedía algo más.

—¿Sabe una cosa? —dije—, me ha dado un nombre.

—Ha sido una grandísima suerte que aún tengas la cabeza sobre los hombros —dijo Nightingale—. ¿Qué nombre es ése?

—Henry Pyke —respondí.

—No lo había oído nunca —dijo Nightingale.

Como era de esperar, la linterna que llevaba en la frente se había averiado, por lo que Nightingale se arriesgó a encender una luz fantasma. Donde antes se había abierto el pozo, había quedado una ligera depresión circular de unos tres metros de diámetro. El césped estaba totalmente destruido, transformado en una mezcla de hierba muerta y tierra pulverizada. Me fijé en que tenía una cosa redonda, sucia y blanca al lado del pie. Era una calavera. La recogí.

—¿Eres tú, Nicholas? —le pregunté.

—Suelta eso, Peter —dijo Nightingale—. No sabes de dónde ha salido. —Contempló el desastre que habíamos provocado en el jardín—. El párroco no se lo va a tomar nada bien —aseguró.

Dejé el cráneo en el suelo y entonces me di cuenta de que había otra cosa hundida en la tierra. Era una insignia de peltre con la figura de un esqueleto bailarín. Me di cuenta de que era la misma que «llevaba». Nicholas Wallpenny. Debían de haberla enterrado con él.

—Le hemos dicho que nuestra intención era capturar a unos vándalos —observé.

Recogí la insignia y me asaltó un flash de humo de tabaco, cerveza y caballos.

—Ya —dijo Nightingale—. Pero no creo que esa explicación le sirva.

—¿Y una fuga de gas? —pregunté.

—No pasan grandes conductos de gas bajo la iglesia —dijo Nightingale—. Tal vez sospechara.

—Pero podríamos decirle que la fuga de gas sólo es una cortina de humo para ocultar que buscamos una bomba enterrada en el jardín —dije.

—¿Una bomba que no ha estallado? —preguntó Nightingale—. ¿Y por qué una excusa tan complicada?

—Porque así podríamos hacer venir a un excavador profesional y buscar por todas partes —aclaré—. Trataríamos de desenterrar a Henry Pyke y reducir a polvo su cadáver.

—Tienes una mente retorcida, Peter —indicó Nightingale.

—Gracias, señor —dije—. Hago cuanto puedo.

Aparte de una mente retorcida, también tenía un moretón grande como un plato en la espalda y un par de adornos adicionales en el pecho y en las piernas. Le dije que había tenido una discusión con un árbol al médico de emergencias que me atendió. Me miró con extrañeza y se negó a recetarme un analgésico más fuerte que el Nurofén.

Ya teníamos un nombre: Henry Pyke. Nicholas había insinuado que Pyke no estaba enterrado en la iglesia de los Actores, pero, por si acaso, lo comprobamos en los registros. Nightingale llamó a la Oficina General del Registro, en Southport, mientras yo buscaba el apellido Pyke en Genepool, Familytrace y otras páginas web especializadas en genealogía. Ninguno de los dos llegó muy lejos, aparte de descubrir que se trataba de un apellido frecuente y que era extrañamente popular en California, Michigan y el estado de Nueva York. Quedamos en las cocheras. Yo iba a trabajar con Internet y Nightingale vería el rugby.

—Nicholas me explicó que había sido actor —dije—. Podría ser, incluso, que hubiera organizado espectáculos de Punch y Judy. Que hiciera de «profesor». El guión de Piccini se publicó en 1827, pero Nicholas me dijo que el espíritu de Pyke era más antiguo, así que me imagino que debió de vivir a finales del XVIII y principios del XIX. Pero no hemos encontrado nada en los registros de ese período.

Nightingale vio que los All Blacks arrollaban al zaguero de los Lions y estaban a punto de marcar y, a juzgar por su cara larga, las posibilidades de estos últimos de alzarse con la victoria debían de ser muy escasas.

—Si pudiéramos hablar con personas que en esa época fueran al teatro… —dijo.

—¿Querría usted invocar más fantasmas? —pregunté.

—Pensaba más bien en alguien que siga vivo —dijo—. Por decirlo de algún modo.

—¿Se refiere usted a Oxley? —le pregunté.

—Y a su esposa por cohabitación, Isis, también conocida como Anna Maria de Burgh Coppinger, querida de John Montagu, cuarto conde de Sandwich, y concubina de Henry Ireland, el célebre estudioso de la obra de Shakespeare. Abandonó este valle de lágrimas en 1802, presumiblemente por los pastos más verdes de Chertsey.

—¿Chertsey?

—Allí es donde se encuentra el río Oxley —dijo.

Ya que tenía que volver a ver a Oxley, se me ocurrió que podía matar dos pájaros de un tiro. Llamé al móvil sumergible de Beverley y le pregunté si le apetecía hacer una excursión por el campo. Había pensado que si la prohibición de su madre seguía vigente, le diría que nuestra salida había de contribuir a «resolver» el problema con Padre Támesis, pero no fue necesario.

—¿Iremos con el Jaguar? —preguntó—. No te lo tomes mal, pero tu otro coche es una mierda.

Le dije que sí, y quince minutos más tarde llamaba al interfono. Era evidente que en el momento de telefonearla rondaba ya por el West End.

—Mamá me había enviado a meter las narices por aquí —dijo mientras subía al Jaguar—. Por si encontraba a tu revenant.

Se había puesto un bolero de color negro con bordados sobre un jersey rojo de cuello alto, y leggings también negros.

—¿Serías capaz de reconocer a un revenant sólo con verlo? —le pregunté.

—No lo sé —me contestó—. Siempre hay una primera vez.

Yo tenía muchas ganas de mirar mientras colocaba esas piernas tan largas bajo el salpicadero, pero pensé que la temperatura ya era bastante elevada. Mi padre me dijo en cierta ocasión que el secreto para vivir una vida feliz consiste en no empezar nada con ninguna muchacha si no estás dispuesto a llegar hasta donde eso te lleve. Es el mejor consejo que me dio jamás y, probablemente, el motivo por el que nací. Me concentré en sacar el Jaguar del garaje y poner rumbo al sudoeste, y dirigirme de nuevo a la orilla mala.

En el año 671 d. C. se fundó una abadía en una elevación que se encuentra al sur del río Támesis, en lo que hoy es Chertsey. Era la típica colonia anglosajona, mitad escuela de saberes, mitad centro económico y refugio para los hijos de los nobles que creían que la vida no consistía tan sólo en pasar a cuchillo a sus congéneres. Doscientos años más tarde, los vikingos, que no se hartaban de pasar a cuchillo a sus congéneres, saquearon la abadía y le prendieron fuego. Se reconstruyó, pero sus habitantes debieron de hacer algo que jodió al rey Edgar el Pacífico, porque, en el año 964 d. C. los sacó de allí y puso a unos benedictinos en su lugar. Dicha orden monacal creía en la vida contemplativa, en la plegaria y en los buenos ágapes, y, como les gustaba comer bien, no había trecho de tierra arable del que no quisieran sacar un mayor rendimiento. Una de las mejoras que introdujeron, allá por el siglo XI, consistió en abrir una canalización para el agua del Támesis desde Penton Hook hasta Chertsey Weir, a fin de que el agua impulsara sus molinos. He dicho que los monjes la «abrieron», pero, por supuesto, reclutaron a varios campesinos para que se encargasen de la labor. Así nació un afluente artificial del Támesis que figura en los mapas como Abbey River, en otro tiempo conocido como el riachuelo de los Molinos de Oxley.

No le había dicho a Beverley adónde íbamos, pero ella cayó en la cuenta en cuanto hubimos pasado la rotonda de Clockhouse y seguimos por la London Road en dirección a la gloriosa Staines.

—Yo no puedo ir por aquí —informó—. Estamos saliendo de mi territorio.

—Cálmate —le dije—. Esta salida está autorizada.

Es raro: aunque nací y crecí en Londres, no he estado jamás en muchas de las zonas de esta ciudad. Una de ellas era Staines, aunque en teoría no forme parte de Londres, y la vi empobrecida y rústica. Tras pasar por el puente de Staines, me encontré en un trecho de carretera anónimo, con setos altos y vallas que me impedían la visión por ambos lados. Reduje la velocidad mientras nos acercábamos a una rotonda y pensé que ojalá hubiera invertido en un sistema GPS.

—Gira a la izquierda —dijo Beverley.

—¿Por qué?

—¿Buscas a uno de los Hijos del Anciano? —preguntó.

—Oxley —le dije.

—Pues entonces gira a la izquierda —insistió, con absoluta firmeza.

Tomé la primera salida de la rotonda con ese extraño sentido de dislocación que nos asalta cuando conducimos bajo la dirección de otro. Vi una marina a mi izquierda: hileras de pequeños yates de motor blancos y azules que se mecían sobre las aguas, y la ocasional embarcación a vela que quebraba la monotonía.

—¿Es el Oxley? —pregunté.

—No seas imbécil —me dijo—. Es el río Támesis. Sigue en la misma dirección.

Pasamos por un puente corto y moderno sobre lo que Beverley me aseguró que era el Oxley y llegamos a una rotonda pequeña y rara. Era como entrar en el país de Munchkin: una zona compuesta de pequeñas calles en las que se alineaban bungalows estucados de color rosa. Giramos a la derecha, en la misma dirección que el río. Conducía a poca velocidad, por si algún pequeño imbécil saltaba a la calzada y se ponía a cantar.

—Es aquí —afirmó Beverley, y aparqué el coche. Yo salí, pero ella no se movió de su asiento—. No creo que sea una buena idea.

—Son muy agradables —le dije.

—No dudo de que sean muy civilizados y tal —contestó—. Pero esto no le va a gustar a Ty.

—Beverley… —le expliqué—. Tu madre me dijo que arreglara esta situación, y eso es lo que estoy haciendo. Y tú tienes que ponérmelo fácil. Sólo que no me vas a facilitar nada si no sales del coche.

Beverley suspiró, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche. Se desperezó y arqueó la espalda, y el contorno de sus pechos se hizo peligrosamente visible en el jersey. Se dio cuenta de que miraba y me guiñó un ojo.

—Me estaba poniendo a punto —dijo.

Nightingale me había reprendido por comerme el bizcocho Battenberg que me había ofrecido Isis y, lógicamente, tampoco vería bien que confraternizara con las ninfas acuáticas del lugar. Así que me quedé con los ojos puestos en el orondo trasero de Beverley y traté de pensar en los asuntos de la profesión. Además, siempre me quedaría Lesley, o, mejor dicho, la remota esperanza de que Lesley quisiera algo conmigo en el futuro.

Llamé al timbre y retrocedí educadamente.

Oí que Isis respondía desde dentro.

—¿Quién es?

—Peter Grant —dije.

Isis abrió la puerta y me sonrió.

—Peter —dijo—, qué agradable sorpresa. —Vio a Beverley detrás de mí y, aunque la sonrisa no desapareciera de su rostro, afloró a sus ojos cierta prevención—. ¿Y quién es ésa? —preguntó.

—Te presento a Beverley Brook —dije—. Creo que es el momento de las presentaciones formales. Beverley, te presento a Isis.

Beverley tendió una mano recelosa e Isis se la estrechó.

—Encantada de conocerte, Beverley. ¿Por qué os quedáis aquí fuera? Pasad, por favor.

Aunque no hiciera nada descortés como echar a correr, Isis andaba con el paso ligero de una esposa que quiere anunciarle a su marido la llegada por sorpresa de unos invitados. De camino hacia la cocina, vislumbré varias habitaciones pequeñas y arregladas, empapeladas con diseños florales y cretona.

El bungalow terminaba en el río, y Oxley se había construido un muelle de madera que encerraba una parte de las aguas en una especie de piscina. Un par de magníficos sauces llorones, uno en cada extremo, impedía que quedara expuesta a miradas ajenas. El ambiente tenía la misma frescura e intemporalidad que una iglesia de pueblo. Oxley estaba de pie en el agua, desnudo, y el líquido parduzco le acariciaba las caderas. Le sonrió a Isis, que desde el muelle le hacía frenéticos gestos del estilo «haz-el-favor-de-comportarte». Nos miró a Beverley y a mí cuando salimos de la casa.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Noté cómo se tensaban sus hombros, y juro que el sol desapareció tras una nube… aunque tal vez fuera una coincidencia.

—Hola —dije—, te presento a Beverley Brook. Di «hola», Beverley.

—Hola —saludó Beverley.

—He pensado que ya era hora de que empezarais a conoceros los unos a los otros —les expliqué.

Oxley se movió incómodamente, y noté que Beverley, a mis espaldas, daba un paso hacia atrás.

—Oh, qué maravilloso —exclamó Isis con voz alegre—. ¿Por qué no tomamos una taza de té todos juntos?

Oxley abrió la boca como para decir algo, luego pareció que dudaba, y entonces se volvió hacia su mujer y le dijo:

—Sí, nos iría bien un té.

Respiré tranquilo, Beverley soltó una risita nerviosa y el sol brilló de nuevo. Tomé a Beverley de la mano y la hice avanzar hacia ellos. Oxley tenía cuerpo de bracero, flaco, cubierto de musculatura marcada y fibrosa. Estaba claro que a Isis le gustaba ese punto de tosquedad. Curiosamente, Beverley parecía más interesada en el agua.

—Es un lugar bonito —aseveró.

—¿Te apetece entrar en el agua? —preguntó Oxley.

—Sí, por favor —dijo Beverley y, ante mi total estupefacción, se quitó el jersey y el bolero con un único y sinuoso movimiento, se bajó los leggings y, en una memorable exhibición de su cuerpo moreno y desnudo, saltó al agua. Isis y yo tuvimos que retroceder al instante para que no nos mojara.

Oxley me guiñó el ojo y miró a su mujer.

—¿Tú también quieres zambullirte, amor mío?

Beverley salió a la superficie y se quedó quieta en el río, con el agua hasta la cintura, una sonrisa descarada en el rostro y los pechos desnudos. Sus pezones —no pude evitar mirar— eran grandes y prominentes. Se volvió hacia mí y me miró con los párpados entrecerrados, con una mirada sugerente. Si su madre había sido como la resaca del mar, Beverley era irresistible como un río de aguas claras y veloces que se precipita por su cauce en las cálidas tardes de verano.

Había empezado a desabrocharme los botones de la camisa cuando sentí la mano de Isis sobre el brazo.

—Eres el muchacho más ingenuo que he visto en mi vida —dijo—. ¿Qué vamos a hacer contigo?

Oxley desapareció bajo la superficie. Beverley me miraba con la cabeza ladeada, con una sonrisa maliciosa en los labios, y entonces se sumergió en las aguas.

Isis me invitó a sentarme frente a una mesa de plástico del jardín, y entonces, murmurando algo entre dientes, recogió la ropa que se había quitado Beverley, la dobló cuidadosamente y la colgó de un tendedero cercano a la puerta de atrás. Hacía más de un minuto que no se veía a Oxley ni a Beverley. Miré a Isis, que no parecía inmutarse.

—Tardarán por lo menos media hora en volver a aparecer —dijo, y preparó un té.

Mientras Isis se afanaba en la cocina, yo vigilaba las aguas, pero no se veía ni una burbuja. Me dije a mí mismo que debían de haber salido del muelle y habrían emergido más allá de los árboles, pero no era una explicación muy convincente. Ni siquiera a mí mismo me lo parecía. Isis me recitó las garantías que ya se habían vuelto habituales al mismo tiempo que me servía el té y me ofrecía una porción de pastel de Madeira. Yo le dije que no, gracias. Le pregunté si recordaba a un tal Henry Pyke. Me dijo que ese nombre le resultaba familiar.

—Estoy segura de que hubo un actor que se llamaba así —dijo—. Pero había siempre tantos actores, y tantos hombres apuestos… mi buena amiga Anne Seymour tenía un criado mulato que habría podido ser tu hermano. Era el terror de las mozas de la cocina. —Acercó su rostro al mío y me preguntó—: ¿Tú también eres el terror de las mozas de la cocina, Peter?

Pensé en Molly.

—La verdad es que no —dije.

—No, ya lo veo —dijo, y se arrellanó en su silla—. Lo asesinaron —añadió de pronto.

—¿Al criado?

—A Henry Pyke. Por lo menos eso fue lo que se rumoreó. Una nueva víctima del célebre Charles Macklin.

—¿Y ése quién era?

—Un espantoso irlandés —explicó Isis—. Pero estupendo actor. En cierta ocasión, mató a un hombre en el Theatre Royal por una disputa a propósito de una peluca. Le clavó el bastón en el ojo.

—Qué tío más simpático —dije yo.

—Tenía ese temperamento irlandés, ¿sabes? —dijo Isis.

Por lo visto, Macklin había sido un actor de mucho éxito durante su juventud y se había retirado en la plenitud de su carrera para invertir en una desmotadera de algodón, pero que al cabo de poco tiempo se arruinó. Se vio obligado a volver a las tablas y fue siempre una figura popular en el Theatre Royal.

—Allí lo querían mucho —me informó Isis—. Siempre se le veía en su asiento favorito, en el foso, justo detrás de la orquesta. Recuerdo que a Anne le gustaba señalarle.

—¿Y fue él quien mató a Henry Pyke?

—Si hemos de creer en las habladurías, sí, lo hizo. Si bien compareció media docena de testigos para negar que lo hubiese hecho.

—¿Esos testigos eran amigos de Macklin?

—Y también admiradores.

—¿Sabes dónde está enterrado Henry Pyke? —le pregunté.

—No, lo siento —dijo ella—. En su momento, toda esa historia fue un escándalo. Aunque me imagino que debieron de enterrarlo en St. Paul’s, porque ésa era su parroquia.

Se refería a St. Paul’s de Covent Garden, por supuesto… la iglesia de los Actores. Siempre acabábamos por volver a ese maldito sitio.

Oímos un chapoteo y Beverley subió corriendo al muelle como si hubiera una escalera oculta bajo el agua. Se la veía oscura y esbelta, y estaba tan desnuda como una nutria, y si alguien hubiera disparado una escopeta al lado de mi oído no me habría enterado. La muchacha se volvió hacia el río y se puso a dar saltos como una niña.

—He ganado —decía.

Oxley salió del río con toda la dignidad que se puede esperar en un hombre blanco de mediana edad y desnudo.

—La suerte del principiante —dijo.

Beverley se dejó caer sobre la silla que se encontraba junto a la mía. Tenía los ojos brillantes y el agua le perlaba los brazos, la tersa piel de los hombros y la curva de los pechos. Me sonrió y tuve que esforzarme para no apartar los ojos de su cara. Oxley vino y se sentó al otro lado de la mesa y, sin más preámbulos, sin prestar atención a la mirada de Isis, agarró una porción de Madeira.

—¿Os lo habéis pasado bien nadando? —pregunté.

—Ahí abajo hay cosas que no te creerías, Peter —dijo Beverley.

—Tienes el cabello húmedo —le dije yo.

Beverley se tocó el cabello alisado. Se le empezaba a encrespar. Yo no dejaba de mirarla, y entonces se acordó de que estaba desnuda.

—Ay, mierda —exclamó, y le echó una mirada de pánico a Isis—. Lo siento —dijo.

—Las toallas están en el baño, bonita —dijo Isis.

—Ahora vuelvo —dijo Beverley, y corrió hacia la puerta trasera.

Oxley se rió y tomó otra tajada de pastel. Isis le dio un golpecito en la mano.

—Ve a vestirte —le pidió—. Qué viejo espantoso.

Oxley suspiró y se metió en el bungalow. Mientras se alejaba, Isis le miró con cariño.

—Siempre están así después de nadar —dijo.

—¿A ti también te gusta nadar? —le pregunté.

—Ah, sí —dijo Isis, y se ruborizó levemente—. Pero soy una criatura de la orilla. Ellos encierran un equilibrio entre el agua y la tierra; cuanto más tiempo pasan con nosotros, más se nos parecen.

—¿Y si es uno quién pasa tiempo con ellos?

—No te apresures a lanzarte al agua —aconsejó Isis—. Para tomar esa decisión más vale no precipitarse.

Beverley estuvo callada durante el camino de vuelta hacia el oeste. Le pregunté si quería que la dejara en algún lugar.

—¿Podrías llevarme a casa? —dijo—. Creo que tengo que hablar con mami.

Así que tuve que atravesar la ciudad hasta la maravillosa Wapping. Beverley estaba demasiado abatida como para hablar, y esto último, desde luego, me incomodó. Al dejarla a la puerta de los apartamentos, se detuvo un momento antes de alejarse y me dijo que tuviera cuidado. Le pregunté con qué tenía que tener cuidado y se encogió de hombros y, antes de que pudiera impedírselo, me dio un beso en la mejilla. La vi alejarse del coche, con el dobladillo del jersey pegado al trasero, y pensé: «¿Qué coño es todo esto?».

No me malinterpretéis, Beverley Brook me gustaba, pero también me inspiraba ciertas reservas, entre otros motivos porque tanto ella como su madre podrían provocarle una erección al musgo si les apeteciera. La recomendación de Isis de no meterme en el agua con alguien que no era humano del todo sólo era la punta del iceberg.

Regresé a la Locura en la hora en que había más tráfico. El día estaba nublado y la lluvia empezaba a repiquetear en el parabrisas. Estaba convencido de que Oxley y Beverley se habían entendido. Los había visto uno al lado del otro en el río, y parecían… la palabra más adecuada sería cómodos, o tal vez familiares, en el sentido en que podrían serlo dos primos. Bartholomew, que habría podido aburrir a Inglaterra entera con el tema de los genii locorum, había dicho que los «espíritus de la naturaleza», como él los llamaba, adoptaban siempre algunas de las características del lugar que representaban. Padre y Mamá Támesis eran espíritus del mismo río… si lograba acercarlos el uno al otro, entonces actuaría su verdadera naturaleza.

Y si el precio por ello consistía en pasarse varios días contemplando a Beverley en el río, estaba dispuesto a pagarlo.

Pensé en llamar a Lesley, pero no: cerré el garaje y fui a pie por Russell Square hasta la estación de metro. Compré flores en un puesto de la estación y, sin motivo aparente, bajé al andén para marcharme a otro lugar.