5
ACCIÓN A DISTANCIA

Aparte del calambre y de la evidente recuperación del brazo, mis esfuerzos por crear luces fantasma no dieron resultado. Mañana sí, mañana no, Nightingale me hacía una demostración del hechizo, y yo llegaba a pasarme cuatro horas al día abriendo la mano con movimientos calculados. Por fortuna, logré que me concediera una pausa de tres semanas hasta febrero, hasta el día en el que Lesley May y yo teníamos que testificar contra Celia Munroe, la autora del asalto en el multisalas de Leicester Square.
Esa mañana nos presentamos ambos con el uniforme reglamentario —a los magistrados les gusta que sus agentes de policía vayan de uniforme—, a la hora indicada —las diez de la mañana—, conscientes de que la vista no empezaría hasta, por lo menos, las dos. Como buenos agentes ambiciosos e interesados en su propia carrera profesional, nos presentamos con material de lectura propio. Lesley se trajo el último Manual del policía investigador, publicado por Blackstone, y yo las Leyendas del valle del Támesis, publicadas por Horace Pitman en 1897.
Los juzgados de Westminster se hallan detrás de Victoria Station, en la calle Horseferry. Es un edificio sin personalidad construido en los años setenta; se le atribuía un mérito arquitectónico tan escaso que se había hablado de conservarlo para la posteridad como ejemplo de lo que no se tenía que hacer. En el interior, las salas de espera estaban impregnadas de esa mezcla de incómodo ajetreo y desoladora inhumanidad que fue la gloria de la arquitectura británica de la segunda mitad del siglo XX.
En la sala de vistas había dos bancos. Nosotros nos sentamos en uno, mientras que la acusada Celia Munroe, su abogado y una amiga que la había acompañado para brindarle apoyo moral compartieron el otro con Ranatunga y con el hermano de éste. Todos ellos habrían preferido que la vista no se celebrara y nos echaban la culpa a nosotros.
—¿Alguna noticia de Los Ángeles? —pregunté.
—Brandon Coopertown estaba al borde del desastre —dijo Lesley—. Al parecer, todos los negocios que había realizado en Estados Unidos habían fracasado y su productora estaba a punto de irse a pique.
—¿Y la casa? —pregunté.
—Iba a seguir el camino de toda carne mortal —dijo Lesley. Me quedé mirándola sin entender—. Llevaba seis meses sin pagar la hipoteca —añadió—. Y sus ingresos de este año a duras penas llegaban a las treinta y cinco mil.
Diez de los grandes más de los que yo iba a ganar como agente. La compasión que me inspiró fue limitada.
—Empieza a parecer el clásico ejemplo de destrucción familiar —dijo Lesley, que había aprovechado para refrescar sus conocimientos en psicología forense—. El padre se enfrenta a una catastrófica pérdida de estatus, no puede soportar la vergüenza y llega a la conclusión de que, si él no está, la vida de su mujer y su hijo no tiene sentido. Se vuelve loco, se carga a un colega de profesión, se carga a su propia familia y luego se suicida.
—¿Por el procedimiento de arrancarse la piel de la cara? —pregunté.
—Las teorías perfectas no existen —comentó Lesley—. Sobre todo porque ni siquiera hemos encontrado un motivo por el que William Skirmish tuviera que desplazarse esa noche hasta el West End.
—Quizá había salido a ligar —expliqué.
—No, no había salido a ligar —dijo Lesley—. De eso estoy segura.
Como se consideraba que el cronograma del asesinato de William Skirmish ya no tenía apenas relevancia para la resolución del caso, se lo habían confiado al miembro más joven de la Brigada de Homicidios, esto es, a Lesley. Al haber invertido mucho tiempo y esfuerzo en la reconstrucción de las últimas horas de William Skirmish, estaba dispuesta —y, de hecho, deseosa— de contármelas con sus más truculentos detalles. Había investigado los intereses sentimentales de Skirmish y no había hallado indicios de que pudiera acudir al West End en busca de sexo. William era un monógamo serial. Y siempre con gente que había conocido en el trabajo, o por medio de amigos comunes. Lesley había investigado también todas las cámaras de videovigilancia que habían podido filmarle aquella noche y, de acuerdo con la información que había reunido, William Skirmish había ido a pie desde su casa hasta la estación de Tufnell Park y luego en metro hasta Tottenham Court Road. Había bajado allí y había ido a pie hasta Covent Garden por Mercer Street, hasta el lugar donde se había cruzado con Coopertown. Sin desvíos ni dudas… como si acudiera a una cita.
—Casi como si algo le hubiera manipulado el cerebro —dijo—. ¿No crees?
Entonces le hablé del hechizo de dissimulo y de la teoría de que algo había invadido la mente de Coopertown y le había obligado a cambiar de rostro, matar a William Skirmish y luego a su propia familia. Todo esto nos llevó, por supuesto, a una descripción de mi visita a Mamá Támesis, a las lecciones de magia y a la criada Molly, que «sólo Dios sabrá lo que es en realidad».
—¿Estás seguro de que puedes contarme todo esto? —preguntó Lesley.
—No veo por qué no —dije—. Nightingale no me ha indicado nunca lo contrario. Tu jefe también piensa que todo esto existe de verdad. Y no le gusta mucho.
—Así que hubo algo que manipuló la mente de Coopertown… ¿verdad? —preguntó Lesley.
—Verdad —afirmé.
—Y, sea lo que fuere —siguió diciendo Lesley—, también podría haber interferido con la de William Skirmish. Quizá le obligó a ir hasta el West End tan sólo para que el otro pudiera arrancarle la cabeza. Lo que quiero decir es que si puede manipular la mente de una persona, ¿por qué no la de otra? ¿Por qué no la tuya, o la mía?
Recordé el espantoso rostro que tenía Coopertown cuando se había arrojado sobre mí en el balcón, y el olor de la sangre.
—Te agradezco que me hayas dado esa idea, Lesley —dije—. Te aseguro que no lo voy a olvidar jamás… sobre todo a altas horas de la noche, cuando intente dormirme.
Lesley miró de reojo a la taciturna Celia Munroe.
—Esa mujer sufrió el mismo tipo de rabia repentina —dijo—. ¿Y si resulta que también le manipularon el cerebro a ella?
—A ella no se le cayó el rostro —observé.
Celia Munroe se dio cuenta de que la mirábamos y se estremeció.
—¿Y si Coopertown era el objetivo principal —interpeló Lesley— y lo de ella tan sólo un efecto secundario? Puede que haya habido otros incidentes en la misma zona, pero dio la casualidad de que estábamos allí cuando ocurrió éste.
—Podríamos echar una ojeada al archivo de denuncias y ver si encontramos otras del mismo estilo —dije—. Para ver si se produjeron en serie.
—Todo esto tuvo lugar en la zona de Westminster y Camden —dijo Lesley—. Por allí hay muchos delitos.
—Pues busca tan sólo asaltos violentos y primeros delitos —pedí—. El ordenador te hará la mayor parte del trabajo.
—¿Y qué es lo que vas a hacer tú?
—Yo tengo que aprender a encender la luz —le dije con pedantería.
Dos días más tarde, cuando salía del cuarto de baño, Nightingale me convocó a la planta baja. Se había cancelado la práctica y, al parecer, también el desayuno. Nightingale se había puesto lo que reconocí como su «ropa de trabajo»: chaqueta de tweed en espiga de color marrón claro, con botonadura doble y parches de cuero en los codos. Llevaba su gabardina original Burberry plegada sobre el brazo y sostenía un bastón de puño de plata. Era la primera vez que le veía llevarlo a la luz del día.
—Iremos a Purley —dijo, y, para mi sorpresa, me arrojó las llaves del Jaguar.
—¿Qué es lo que hay en Purley? —pregunté.
—No te lo voy a decir —me respondió—. Prefiero que te formes tus propias impresiones.
—¿Voy como agente de policía o como aprendiz?
—Como ambas cosas —dijo Nightingale.
Me puse al volante del Jaguar, di la vuelta a la llave de ignición y me tomé un momento para saborear el sonido del motor. No hay que darse prisa con las cosas buenas de la vida.
—Cuando quieras —dijo Nightingale.
La conducción no era tan buena como me había imaginado, pero la manera como respondió al acelerador compensó sus otros fallos, sobre todo el sobreviraje y el aire cálido y maloliente que la calefacción me arrojaba cada cierto tiempo a la cara.
Tuvimos que pasar por el puente de Lambeth. Circular por Londres en días laborables siempre es difícil, y tuvimos que detenernos y volver a arrancar una infinidad de veces por la ruta que sigue el Oval, pasa por Brixton y continúa hasta Streatham. Seguimos hasta los barrios residenciales de las afueras de Londres: hectáreas de casas adosadas de dos pisos del período eduardiano, intercaladas con calles comerciales idénticas. De vez en cuando pasamos junto a rectángulos irregulares cubiertos de hierba, restos de antiguos pueblos que crecían como manchas de moho sobre una placa de Petri.
La A23 se transformaba en Purley Way, y pasamos junto a un par de chimeneas altas coronadas con el logo de Ikea. La parada siguiente era Purley, célebre lugar; Purley, ¿qué puede significar ese nombre?
Un VW Transporter de color rojo con los distintivos de la Brigada de Incendios de Londres nos aguardaba en el aparcamiento de la estación de Purley. Nos detuvimos a su lado, y entonces un hombre abrió la portezuela y nos saludó con la mano. Le eché unos cuarenta años y pico; tenía la nariz rota y un corte de pelo que le había dejado tan sólo una pelusa de color castaño en la cabeza. Nightingale me lo presentó como Frank Caffrey.
—Frank trabaja en la comisaría de New Cross. Es nuestro enlace con la Brigada de Incendios.
—¿Por qué un enlace? —pregunté.
—Por esto —dijo Frank, y me puso en las manos un macuto de lona. Pesaba mucho más de lo que había esperado y estuve a punto de dejarlo caer. Se oyó un sonido metálico en su interior.
—Manéjalo con cuidado —dijo Nightingale.
Abrí el macuto y eché una mirada. Dentro había dos cilindros de metal, grandes como latas de aerosol, pero mucho más pesados. Eran de color blanco y alguien había escrito en ellos con un molde de estarcido: Gran. WP nº 80. Ambos terminaban en sendos resortes que se mantenían en su sitio por medio de una clavija de metal. No soy aficionado al tema militar, pero tampoco tengo ninguna dificultad en reconocer una granada de mano. Miré a Nightingale y éste hizo un gesto de irritación.
—No las dejes a la vista —pidió.
Cerré el macuto y cargué con él.
Nightingale se volvió de nuevo hacia Frank.
—¿Tu gente está preparada? —preguntó.
—Tenemos dos dispositivos a la espera… por si acaso.
—Muy bien —dijo Nightingale—. Tendríamos que tener esto terminado en una media hora.
Regresamos al Jaguar y Nightingale me guió por el puente de la estación y por un par de calles idénticas, hasta que finalmente me dijo:
—Es ahí.
Encontramos sitio para aparcar al otro lado de la esquina e hicimos el resto del camino a pie.
Grasmere Road era una calle paralela a la vía de ferrocarril y tenía un aspecto totalmente normal: una serie de casas adosadas y semiadosadas de los años veinte, con fachadas de falso estilo Tudor y ventanas en voladizo. No había nadie por allí, todos los niños estaban en la escuela y sus padres trabajaban, y nosotros echamos a andar con aire desenfadado. Con todo el desenfado que era capaz de aparentar mientras un par de granadas rebotaba contra mi muslo. Cualquiera que nos hubiese visto nos habría tomado por un par de agentes inmobiliarios en estado salvaje que habían ido hasta allí para marcar su territorio.
De pronto, Nightingale se volvió hacia la izquierda y entró por la puerta del jardín de una casa particular, y se dirigió a una segunda puerta más pequeña, de madera, que impedía el acceso al pasaje lateral. Sin detenerse, levantó el brazo derecho, con la palma hacia delante, en dirección a la puerta, el cerrojo se desprendió de la madera con un leve sonido y rebotó varias veces sobre el sendero que se hallaba al otro lado.
Pasamos por la puerta abierta y nos detuvimos donde no pudieran vernos. Nightingale hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta y yo le arrimé un gran tiesto de terracota para bloquearla. Dentro del tiesto aún había tierra, y de ella sobresalía un tallo negro y marchito. Me di cuenta de que había tiestos parecidos alineados en la parte soleada del pasaje; todas las plantas estaban muertas. Nightingale se agachó, agarró un puñado de tierra y lo desmenuzó bajo su nariz. Hice lo mismo que él, pero la tierra no olía a nada, a estéril, como si hubiera pasado demasiado tiempo en el alféizar de la ventana.
—Han pasado bastante tiempo aquí —dijo Nightingale.
—¿Quiénes? —pregunté, pero no me respondió.
Detrás de la casa había una vía férrea, así que tan sólo tendríamos que preocuparnos por los vecinos que vivían a ambos lados. El jardín no era una jungla, pero el césped tenía aspecto de no haberse podado en varios meses y lo que en otro tiempo habían sido macizos de flores estaban tan muertos como las flores de los tiestos. Las puertas acristaladas por las que se salía al patio jardín estaban cerradas y las cortinas echadas. Buscamos la puerta de servicio de la cocina. Las persianas estaban bajadas y la puerta estaba cerrada por dentro. Yo miraba atentamente, a la espera de que Nightingale repitiera el truco con el que había abierto el cerrojo, pero, en este caso, se limitó a destrozar la ventanilla de la puerta con el bastón. Metió la mano dentro, tiró del picaporte y abrió la puerta. Entré con él.
Salvo por la escasa luz, era una típica cocina de zona residencial. Encimeras de madera natural, horno y fogones de gas, microondas, potes de falso gres con los cartelitos de «Azúcar», «Té» y «Café». La nevera estaba apagada y en su puerta había notas y facturas sujetas con imanes. La factura más reciente era de hacía seis meses. A su lado había una nota que decía: ¿Abuelo? Más abajo había un horario en el que se indicaba la hora de ir a recoger a los niños a la guardería.
—En esta casa viven niños —dije.
El rostro de Nightingale se ensombreció.
—Ya no —dijo—. Ésa fue una de las circunstancias que nos alertaron.
—Esto no tiene buena pinta, ¿no? —pregunté.
—Para la familia que vivía aquí, no —confirmó.
Entramos en el pasillo. Nightingale me ordenó que fuese a mirar arriba. Mientras subía por la escalera, desplegué la porra. La tenía a punto para utilizarla. La ventana que daba al hueco de la escalera estaba cubierta con varias hojas de papel crayón negro toscamente pegadas con cinta adhesiva para impedir que pasara la luz del sol. En una de las hojas había un dibujo infantil de una casa con ventanas cuadradas, una voluta de humo que salía de una chimenea mal hecha, y una mamá y un papá representados con trazos rectos que se erguían con orgullo en un extremo.
Al poner pie en el tenebroso rellano, me vino una palabra a la cabeza: tiene tres sílabas, empieza por V y rima con papiro. Me quedé inmóvil. Nightingale me había dado a entender que todo existía, y eso debía de incluir a los vampiros, ¿verdad? Yo dudaba que fuesen como los que aparecen en los libros y en la televisión, pero había algo que estaba muy claro: no se dejarían ver a la luz del sol.
Tenía una puerta a mi izquierda. Me obligué a mí mismo a entrar. Era el dormitorio de un niño, de un crío aún lo bastante pequeño como para tener piezas de Lego y figuras articuladas por el suelo. La cama estaba impecable, con sobrias fundas de almohada a juego de color azul y púrpura, y una funda nórdica. Al muchacho le habían gustado Ben 10 y el Chelsea FC lo suficiente como para colgarse sus pósteres en la pared. Olía a polvo, pero no a moho y humedad, como se podría esperar en una casa abandonada desde hace mucho tiempo. El dormitorio principal era del mismo estilo, con la cama impecable y el aire polvoriento y seco, pero sin telarañas en las esquinas del techo. El despertador digital que se hallaba al lado de la cama había dejado de funcionar, aunque todavía estuviera enchufado. Cuando lo agarré, una arenilla blanca escapó por una juntura de debajo. Lo volví a colocar en su sitio y tomé nota mentalmente de lo que había visto para referencias posteriores.
La sala principal se hallaba al fondo de la casa y estaba destinada a los niños más pequeños. Paredes empapeladas con ilustraciones de Beatrix Potter, una cuna, un parque. Un móvil de madera hipoalergénica, de Juguetes Educativos Galt, que se agitó al entrar un soplo de aire por la puerta abierta. A imagen y semejanza del resto de habitaciones, no había rastros de lucha, ni siquiera indicios de que los ocupantes de la casa se hubieran marchado con precipitación; todo estaba muy bien ordenado. Resultaba extraño en una habitación infantil. También era extraño que los azulejos de la ducha no tuvieran moho y que el agua de la cisterna del inodoro, aunque cubierta de polvo, tampoco oliera.
La última habitación del piso de arriba era lo que un agente inmobiliario habría llamado un «medio dormitorio» apropiado para niños, o para enanos con agorafobia. Lo habían adaptado para emplearlo como despacho, con un Dell PC de dos años de antigüedad y, como era de esperar, un archivador y una lámpara de mesa de Ikea. Al tocar el ordenador, sentí un estallido de polvo y ozono, un vestigium que había percibido ya en el dormitorio principal. Abrí la torre y encontré la misma arena blanca de antes. Froté una pizca entre los dedos. Era muy fina, casi polvo, pero, de todos modos, tenía granos, y estaba mezclada con oro. Estaba a punto de agarrar el teclado cuando Nightingale apareció en el umbral.
—¿Por qué diablos te has parado? —murmuró.
—Estaba examinando el ordenador —dije.
Nightingale dudó y se echó para atrás el cabello que le cubría la frente.
—Déjalo —dijo—. Sólo nos falta un lugar.
Tendría que acordarme de volver luego con una bolsa para transportar pruebas y llevarme el ordenador entero.
En el pasillo había una puerta por la que se accedía a una escalera estrecha que bajaba. Los escalones eran de madera noble desgastada. Me imaginé que estaban allí desde que se había construido la casa. Detrás de la puerta había una bombilla que colgaba al extremo de un cable. Me deslumbró e hizo que la penumbra que reinaba al final de las escaleras fuese todavía más opaca.
«El sótano —pensé—. ¿Cómo puede ser que nada de esto me sorprenda?».
—Bueno —dijo Nightingale—, no perdamos más tiempo.
Le dejé ir primero, y con sumo gusto.
Mientras bajábamos por la estrecha escalera, empecé a temblar. Hacía frío, como si hubiéramos descendido a una nevera, pero me di cuenta de que no me salía vaho de la boca. Me metí la mano bajo el sobaco, pero no noté diferencia de temperatura. No era un frío físico. Debía de tratarse de algún tipo de vestigium. Nightingale se detuvo, se agitó y flexionó los hombros como un boxeador que se dispone a atacar.
—¿Lo has notado? —preguntó.
—Sí —susurré—. ¿Qué es?
—Tactus disvitae —dijo—. El olor de la antivida… deben de estar ahí abajo.
No dijo el qué, y yo no se lo pregunté. Reanudamos el descenso.
El sótano era estrecho. Me llevé una sorpresa al ver que estaba bien iluminado por un fluorescente la mitad de largo que el techo. Alguien había montado estantes en una de las paredes y, llevado por el optimismo, había instalado debajo de éstos una mesa de trabajo. Más recientemente, alguien había puesto un viejo colchón sobre el suelo de cemento, y sobre el colchón yacían dos vampiros. Tenían pinta de vagabundos, de vagabundos de los de antes, los que se cubrían de andrajos y gruñían a los transeúntes desde las sombras. Nightingale y yo nos acercamos a ellos y la sensación de frío se intensificó. Parecía que estuvieran durmiendo, pero no se oía su respiración, ni se sentía el aire viciado que un humano dormido tendría que producir en una habitación cerrada.
Nightingale me entregó una fotografía familiar enmarcada —tenía toda la pinta de provenir de la sala de estar— y agarró con la mano derecha el bastón que hasta entonces había llevado en la izquierda.
—Tienes que hacer dos cosas —dijo—. Tienes que confirmar sus identidades y comprobar si tienen pulso. ¿Serás capaz?
—¿Y qué hará usted?
—Yo te voy a cubrir —explicó—. Por si se despiertan.
Tuve un instante de vacilación.
—¿Es posible que despierten?
—Ha ocurrido otras veces —informó Nightingale.
—¿Con qué frecuencia? —pregunté.
—Cuanto más tiempo esperemos, más probable será —dijo Nightingale.
Me agaché y, con muchísima precaución, tiré hacia atrás del cuello del abrigo del que tenía más cerca. Tuve cuidado de no tocarle la piel. Era el rostro de un hombre de mediana edad, con la piel de las mejillas más tersa de lo que sería natural y los labios pálidos. Lo busqué en la fotografía y, aunque los rasgos faciales fueran los mismos, no tenía nada que ver con el sonriente padre que aparecía en la escena familiar. Me di la vuelta para echarle una ojeada al segundo cuerpo. Era una mujer y su rostro era idéntico al de la madre. Por fortuna, Nightingale había elegido una foto sin niños. Tendí la mano para tomarles el pulso y vacilé.
—En esos cuerpos no puede vivir nada —dijo Nightingale—. Ni siquiera bacterias.
Puse los dedos sobre la garganta del hombre. Tenía la piel físicamente fría y no se sentía ningún pulso. Lo mismo que la mujer. Me puse en pie y retrocedí.
—Nada —dije.
—Vamos arriba —ordenó Nightingale—. Ahora date prisa.
No me eché a correr, pero tampoco se puede decir que subiera las escaleras con calma. Nightingale vino detrás de mí, con el bastón a punto.
—Saca las granadas —dijo.
Saqué las granadas del macuto, Nightingale tomó una y me explicó lo que había que hacer. La mano me temblaba y quitarle la anilla fue más difícil de lo que había imaginado. Sería por cuestiones de seguridad. Nightingale tiró de la anilla de su propia granada y señaló con la mano escaleras abajo.
—Cuando cuente hasta tres —dijo—. Y procura que llegue hasta el fondo.
Contó, y al llegar a tres arrojamos las granadas al sótano, y me habría quedado mirando como un pasmarote mientras rebotaban hasta el fondo si Nightingale no me hubiese agarrado del brazo y me hubiera sacado de allí.
Aún no habíamos llegado a la puerta principal cuando sentimos la doble explosión en el subsuelo. Cuando salimos de la casa y llegamos al jardín de la entrada, ya salía humo blanco del sótano.
—Fósforo blanco —dijo Nightingale.
Se oyó un débil chillido en el interior. No era humano, pero casi.
—¿Ha oído eso? —le pregunté a Nightingale.
—No —negó—. Y tú tampoco lo has oído.
Los alterados vecinos acudieron en masa, preocupados por el valor de sus propiedades, pero Nightingale les enseñó sus credenciales.
—No se preocupen; hemos comprobado que no había nadie dentro —dijo—. Ha sido una suerte que pasáramos por aquí.
El primer camión de bomberos no tardó ni tres minutos en llegar y nos hicieron salir de la casa. Para la Brigada de Incendios, sólo hay dos tipos de personas: víctimas y estorbos y, cuando ellos aparecen, lo mejor es marcharse para no acabar en ninguno de los dos grupos.
Frank Caffrey llegó al lugar e intercambió miradas con Nightingale. Luego fue en busca del jefe de los bomberos para recabar información. No fue necesario que Nightingale me explicara cómo terminaría aquello: en cuanto los bomberos hubieran extinguido las llamas, Frank, como agente de Investigación de Incendios, examinaría el lugar, encontraría un motivo plausible para la explosión y destruiría todas las pruebas que pudieran apuntar en sentido contrario. Sin duda alguna, se tomarían medidas igualmente discretas para hacer desaparecer los cadáveres del sótano, y todo quedaría como un incendio ordinario. Seguramente habría sido por culpa de un fallo en el sistema eléctrico, qué suerte que no hubiera nadie en la casa, estaría bien que todo el mundo tuviera un detector de incendios en casa, ¿verdad?
Y es así, señoras y señores, como acabamos con los vampiros en la ilustre ciudad de Londres.
Me cuesta explicar lo que sentí cuando por fin lo conseguí. Aun antes de lograr mi primer hechizo, me di cuenta de que ya faltaba poco. Como un motor de coche que arranca en una mañana fría, notaba que algo se ponía en marcha dentro de mi cerebro. Cuando ya llevaba una hora de práctica, me detuve, respiré hondo y abrí la mano.
Allí estaba, con el tamaño de una pelota de golf y brillante como el sol de la mañana: una esfera de luz.
Fue entonces cuando descubrí por qué Nightingale había insistido en que tuviese cerca de mí un lavadero lleno de agua mientras hacía el ejercicio. A diferencia de su esfera de luz, la mía era amarilla y desprendía calor, mucho calor. Chillé al sentir que se me quemaba la palma y metí la mano dentro del lavadero. La esfera chisporroteó y desapareció.
—Te has quemado la mano, ¿no? —dijo Nightingale. No le había oído entrar.
Saqué la mano del agua y le eché una ojeada. Tenía una quemadura de color rosado, pero no parecía muy grave.
—Lo he conseguido —dije. No podía creerlo; había hecho magia de verdad. No era un truco escénico de Nightingale.
—Hazlo de nuevo —pidió.
En esta ocasión puse la mano muy cerca del agua, configuré la clave en mi mente y abrí los dedos.
No sucedió nada.
—No pienses en el dolor —dijo Nightingale—. Busca la clave, hazlo de nuevo.
Busqué la clave, noté que el motor se ponía en marcha y solté el embrague.
Me quemé de nuevo, pero en esta ocasión el calor no era tan fuerte y tenía la mano mucho más cerca del agua. Con todo, le eché una ojeada a la palma… estaba claro que después de las dos quemaduras me iban a salir ampollas.
—Una vez más —dijo Nightingale—. Reduce la temperatura, conserva la luz.
Me sorprendí de que me resultara tan fácil obedecerle. Clave, energía, liberación de la energía… más luz, menos calor. En el siguiente intento me salió una esfera cálida, pero que no quemaba, y tenía un color amarillo como el de una bombilla de 40 vatios.
Nightingale no tuvo que volver a ordenármelo.
Abrí la palma de la mano y apareció una esfera de luz perfecta.
—Ahora aguántalo —ordenó Nightingale.
Era como sostener un rastrillo en equilibrio sobre la mano: la teoría es sencilla, pero la práctica no dura más de cinco segundos, como mucho. Mi hermosa esfera estalló cual pompa de jabón.
—Bien —dijo Nightingale—. Voy a enseñarte una palabra, y quiero que la repitas cada vez que realices el hechizo. Pero es muy importante que el efecto del hechizo se mantenga igual a sí mismo.
—¿Por qué?
—Te lo explico en seguida —contestó Nightingale—. Esa palabra es lux.
Repetí el hechizo: clave, motor. Dije la palabra en el momento de liberar la energía. La esfera aguantó más rato… era cada vez más fácil.
—Quiero que practiques este hechizo —dijo Nightingale—, y tan sólo este hechizo durante, por lo menos, una semana. Sentirás el deseo de experimentar, de hacerla más brillante, de hacer que se mueva…
—¿Puedo hacer que se mueva?
Nightingale suspiró.
—Durante la próxima semana, no. Vas a practicar hasta que la palabra sea el hechizo, y el hechizo sea la palabra. Hasta que cada vez que digas lux, se haga la luz.
—¿Lux? —dije—. ¿Qué idioma es ése?
Nightingale me miró con estupefacción.
—Es «luz» en latín —aclaró—. ¿Es que ya no se enseña latín en Secundaria?
—No, donde yo estudié no se enseñaba.
—No te preocupes —me animó Nightingale—. Yo mismo te puedo enseñar.
«Qué suerte la mía», pensé.
—¿Por qué utilizamos el latín? —pregunté—. ¿Por qué no el inglés, o palabras inventadas?
—Lux, el hechizo que acabas de realizar, es lo que nosotros llamamos una forma —dijo Nightingale—. Cada una de las formas básicas que vas a aprender tiene un nombre: lux, impello, scindere… y otras. En cuanto las hayas interiorizado, podrás combinar formas para crear hechizos complejos, igual que combinamos palabras para crear una oración.
—¿Cómo una especie de notación musical? —dije.
Nightingale sonrió.
—Sí, exactamente lo mismo que una notación musical —afirmó.
—Entonces, ¿por qué no empleamos la notación musical?
—Porque en la biblioteca principal tienes millares de libros que te explican cómo hacer magia y todos ellos indican las formas básicas en latín —dijo Nightingale.
—¿Todo esto son invenciones de sir Isaac, supongo? —interpelé.
—Las formas originales se encuentran en los Principia Artes Magicis —dijo Nightingale—. Pero ha habido cambios a lo largo de los años.
—¿Quién introdujo esos cambios?
—Personas que son incapaces de resistirse a la tentación de meter mano en todo —dijo Nightingale—. Personas que se parecían a ti, Peter.
Así pues, Newton, como buen intelectual del siglo XVII, escribió en latín, porque en esa época el latín era el idioma internacional de la ciencia, la filosofía y, según descubrí luego, también de la pornografía de calidad. Me pregunté si habría traducciones.
—¿De las Artes Magicis? No —dijo Nightingale.
—No querían que el populacho aprendiese magia, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Nightingale.
—No me lo diga. En los demás libros, no son sólo los nombres de las formas lo que está escrito en latín. Todo está escrito en latín.
—Salvo lo que está escrito en griego y en árabe —dijo Nightingale.
—¿Cuánto se tarda en aprender todas las formas? —pregunté.
—Diez años —dijo Nightingale—. Si se trabaja lo suficiente.
—Creo que voy a seguir con el ejercicio.
—Practica durante dos horas y luego descansa —dijo Nightingale—. Luego deja pasar por lo menos seis horas antes de repetir el hechizo.
—No estoy cansado, ¿sabe usted? —dije—. Podría seguir durante todo el día.
—Un sobreesfuerzo así puede tener consecuencias —informó Nightingale.
No me gustó nada lo que acababa de oír.
—¿Qué tipo de consecuencias?
—Infartos, hemorragias cerebrales, aneurismas…
—¿Y cómo puede uno saber si se ha sobreesforzado?
—Porque padece un infarto, una hemorragia cerebral o un aneurisma —dijo Nightingale.
Me acordé del cerebro encogido con pinta de coliflor y del doctor Walid que decía: «Eso es un cerebro afectado por la magia».
—Gracias por el aviso —le dije.
—Dos horas —me repitió Nightingale desde la puerta—. Luego nos vemos en el estudio para la primera lección de latín.
Esperé a que se hubiera marchado. Luego abrí la mano y dije: «Lux».
En esta ocasión, la luz que se desprendía de la esfera era blanca y suave, y no más cálida que un día soleado.
«De puta madre —pensé—. Ya sé hacer magia».
