CAPÍTULO XVII

El corazón responde tan rápidamente a las palabras amables en los momentos de pesar, que ya comenzaba a arraigar en mí un tierno sentimiento hacia Zippy. Era realmente simpático y también era bien parecido. Me senté con los pies bajo el cuerpo en el asiento del coche y me acurruqué contra él con la cabeza apoyada en su regazo. La suave vibración del coche apaciguaba los nervios y pronto me sentí muy bien.

Bajo la presión de mis hombros sobre su regazo, comencé a percibir un elemento perturbador que inició un nuevo curso de pensamientos. Moví mi cuerpo a fin de poder apoyar la mano sobre el centro de agitación, incluso acariciarlo suavemente. Inmediatamente se hizo más pronunciado y se convirtió en un pequeño motín. Durante varios minutos no se dijo nada.

Antes de que tuviera tiempo de darme cuenta de lo que sucedía, tenía los pantalones desabrochados, la causa de la agitación estaba al descubierto y mi cabeza era impulsada sobre ella por un par de manos que ejercían una firme presión.

Me sorprendió esa forma de ir al grano, pero no me disgustó.

—¿El chófer? —susurré inquieta.

Por toda respuesta, Zippy extendió el brazo, manipuló un pulsador y una oscuridad igual a la del exterior cayó sobre el interior del coche.

Unos quince o veinte minutos después, dos discretos toques de bocina nos advertían que nos acercábamos a mi destino. Cuando el coche se detuvo y me bajé, el cielo comenzaba a teñirse en el Este. La noche se levantaba. El amanecer estaba próximo.

Subí las escaleras, toqué el timbre y después de una larga espera la camarera de noche abrió la puerta. En menos de diez minutos todo lo había comprendido, estaba acostada y profundamente dormida.

Dormí al menos cinco horas, pero habría jurado que no hacía más de cinco minutos que estaba acostada cuando fui arrancada de mi letárgico sopor por una violenta sacudida y voces insistentes que continuaron sin cesar hasta que finalmente me senté en la cama para protestar del alboroto.

—¡Despiértate, Jessie! ¡Despiértate!

Era Hester, que estaba repitiendo la desagradable frase y me sacudía con insistencia, pero cuando mi vista se despejó vi a madame Lafronde de pie junto a ella y varias chicas a los lados.

Había algo en sus rostros que despejó el último vestigio de sueño y vi que madame Lafronde sostenía un periódico.

—¡Despiértate, Jessie! ¡Despiértate! —suplicaba Hester—. ¿Estás despierta?

—¡Sí! ¡Estoy despierta! ¿Qué pasa?

—Oh, Jessie, ¿estuviste con Montague Austin anoche? ¡Ha ocurrido algo terrible!

Mi rostro palideció.

—¿Qué pasó? —susurré.

—¡Está muerto, Jessie, está muerto! Hubo algún lío en su casa esta noche o temprano de madrugada; había unas chicas allí, ¡la policía las está buscando! Pensamos… temíamos que… ¡tal vez estuvieras mezclada en esto! ¿Estuviste con él anoche? ¡El periódico dice que había dos chicas!

—¡Déjame ver el periódico! —balbuceé, sin responder.

En silencio, madame Lafronde me lo puso en las manos.

Grandes titulares negros saltaron ante mis ojos en la parte superior de una columna en la primera página.

MONTAGUE AUSTIN MUERE

BAJO MISTERIOSAS

CIRCUNSTANCIAS

Agarré el diario con dedos temblorosos e intenté leer la letra pequeña, pero mi cerebro se negaba a concentrarse en el largo texto, y sólo fragmentos del mismo destacaban aquí y allí quedando grabados en mi conciencia.

«Hijo menor del difunto Sir Weatherford, Austin falleció a primera hora de esta madrugada a consecuencia de heridas sufridas en su propia casa. Su esposa, víctima de un colapso histérico, es incapaz de dar una explicación coherente de la tragedia… no se sabe si la caída fue accidental o si fue derribado… falleció sin recuperar la conciencia… relatos contradictorios del servicio doméstico sugiriendo una bacanal motivan una investigación de Scotland Yard… botellas vacías y jarrones de whisky… prendas íntimas abandonadas… chicas semidesnudas huyen con un compañero del sexo opuesto… se desconoce la identidad del hombre… el chófer será interrogado hoy… la víctima ha figurado en muchas aventuras sensacionalistas…».

—Ahora, Jessie —dijo madame Lafronde sin dureza, sentándose en el borde de la cama—, por el bien de todos los interesados, dinos la verdad, para saber qué debemos hacer. Sólo debes responder a mis preguntas. ¿Estabas allí?

—¡Sí, estaba! Pero no… ninguno de nosotros… ¡ni siquiera soñamos que estuviera malherido!

—¿Qué sucedió exactamente?

—Estaba disputando con su mujer. Estaba borracho, resbaló, cayó y se golpeó con la chimenea.

—¿Qué hacías en su casa mientras su esposa estaba allí?

—Bueno, yo… todos estábamos medio borrachos y él insistió en llevarnos allí. ¡Yo no quería ir!

—¿Quiénes son los otros?

—Una chica llamada Carlota y un tipo, un amigo de Monty, todo el mundo le llama Zippy…

—¿Quién es esa Carlota?

—Tampoco sé su nombre completo. La había visto un par de veces cuando salía con Monty y Zippy. Sólo me enteré anoche, pero era la amiguita de Monty.

—¿Alguna de estas personas sabe tu nombre y dónde vives?

—Zippy lo sabe. Carlota… no sé. Monty puede habérselo dicho.

—¿Cómo regresaste esta mañana?

—Zippy me trajo… en el coche de Monty.

—¿En el coche de Monty? ¿Con su chófer?

—Sí; usted verá… el chófer… ninguno de nosotros… sabía que había pasado algo grave cuando nos marchamos.

—¿Entonces, el chófer también conoce esta dirección?

—Supongo que ahora sí.

—Muy bien, chica. Si te das prisa, tal vez puedas salir de aquí antes de que empiece a sonar el timbre o tal vez no. No tengo nada contra ti, pero ya sabes cómo son las cosas, no puedo permitirme el lujo de que ninguna de mis chicas esté mezclada en asuntos como éste.

—Lo comprendo. No le reprocho nada —respondí gentilmente, y me levanté para vestirme.

—Te prepararé el dinero para cuando estés vestida y te sacaremos por la puerta trasera… por si acaso. Te daré algunas direcciones donde podrás colocarte bien, si quieres seguir trabajando, pero cambia de nombre y no digas que has trabajado aquí. Si lo dices, hay muchas probabilidades de que te detengan. La policía va a investigar todo lo que pueda en este caso y, si te detienen, no es necesario decirte lo que tendrás que pasar.

Hester me acompañó para llevarme algunas cosas y ayudarme a encontrar una habitación donde estuviera a salvo de preocupaciones. Encontramos una que parecía adecuada, y aunque la patrona pareció inquietarse cuando se enteró de que la ocuparía sola, sus reticencias se calmaron ante la vista de dinero suficiente para pagar un mes de alquiler por adelantado y al asegurarle que no recibiría más «visitas» que Hester.

La habitación era graciosa y cómoda, pero cuando Hester se marchó; un sentimiento tal de soledad y abandono se apoderó de mi corazón, que me dejé caer sobre la pequeña cama y lloré largo y tendido.

Al día siguiente por la tarde, Hester regresó para decirme excitada que menos de quince minutos después de marcharnos, apareció allí la policía, que había obtenido mi dirección del chófer de Monty, tal como había previsto madame Lafronde y, además dos reporteros habían llamado repetidas veces en un vano esfuerzo por verme. Me encogí de hombros, y a partir de entonces el pequeño cuarto me pareció más un puerto de refugio que un exilio solitario, pues abrigaba un profundo horror por la policía y las prisiones, ya que no había olvidado los largos meses de mortal monotonía del reformatorio.

—También encontraron a esa chica, Carlota. Era bailarina en un music hall. ¿Y a que no adivinas quién resultó ser tu misterioso amigo Zippy?

—No lo sé —respondí—. ¿Quién?

—Un personaje importante, ni más ni menos que el campeón de polo Lord Beaverbrook. He visto su fotografía en los periódicos montones de veces. Creo que todo el asunto será tapado pronto. Saben que fue un accidente y que nadie fue culpable, excepto tal vez el mismo Austin.

De acuerdo con la predicción de Hester, las referencias al escándalo desaparecieron pronto de la prensa y no se hicieron grandes esfuerzos para localizar al testigo que faltaba. Durante cierto tiempo abrigué la esperanza de que madame Lafronde se calmara y me aceptara de nuevo. Pero la esperanza se disipó cuando Hester me informó tristemente de que nada se podía hacer. Había intentado prepararme el camino para el regreso recibiendo como única respuesta de madame Lafronde que aunque yo le gustaba, estaba «quemada», y por el bien del negocio su puerta debía permanecer cerrada para mí.

Hester venía a visitarme con constancia un par de horas cada tarde.

—¿Los periódicos insinuaron alguna vez por qué se pelearon Austin y su mujer? —le pregunté.

—Sí; ella se había quejado de que tú y toda esa gente estuvierais bebiendo y haciendo escándalo en la casa. ¿No fue eso?

—En parte, pero hubo algo más… algo mucho peor que eso.

—¿Qué fue, Jessie?

—Casi la desnudó. Iba a tirársela allí delante de todos nosotros.

—¡Oh, Jessie! ¿Qué te dije de ese hombre? ¿Por qué no me hiciste caso?

Estaba de nuevo al borde de las lágrimas, y con presteza decidí cambiar la conversación hacia un tema más frívolo.

—¡No te preocupes tanto por mí, viejita! Seguiré tus consejos en el futuro. Pero es horrible estar aquí tan sola. Tal vez te pague para que vengas y duermas conmigo algún día. Tengo montones de dinero. Telefonearé a Lafronde y cambiaré la voz y pediré una chica, y tú puedes ofrecerte para ese trabajo.

—¡No! ¡No me acostaré contigo, perversa tortillera!

—¿Ni siquiera si te lo pago?

—¡No! ¡Ni siquiera si me pagas!

—¡Está bien! ¡Irías a un hotel con una mujer a la que ni siquiera conoces y harías bollos con ella, pero no te quieres acostar conmigo!

—Jessie, ¿cómo te atreves a pensar en esas cosas después de todo lo que ha pasado?

—Desnudémonos y acostémonos un ratito. No tienes nada que hacer esta tarde.

—¿Estás loca?

—Escucha; si te quedas, ¡te haré lo mismo que Heloise… pero mejor!

—¡Oh! También eres una de ésas, ¿verdad? Bueno, gracias, no tengo ganas hoy. Cuando tenga te lo diré. ¿Cuánto cobras?

—¡Apuesto que te podría hacer durar toda una hora!

—¡No!

—¡Por favor, Hester, cariño! ¡Piensa en mí, encerrada aquí sola en esta habitación día tras día!

—¡No! ¡Y si lo hiciera, seguro que te dejarías la puerta abierta para que cualquiera pudiera empujarla y entrar!

—¡Mira! —exclamé, y di dos vueltas a la llave en la cerradura y la exhibí ante sus ojos—. ¡Incluso colgaré una toalla delante del ojo de la cerradura para que nadie pueda espiarnos!

—Bueno, adelante, entonces ¡Sólo quiero ver si también eres capaz de hacer eso!

Había pagado un mes de alquiler, pero pasadas dos semanas la soledad y la inactividad comenzaron a resultarme intolerables. Hester había traído una lista con varias direcciones preparadas por madame Lafronde, e intuyendo que a esas alturas era poco probable que me importunara la policía, una tarde salí para ver si podía encontrar un sitio donde colocarme.

Con una rápida mirada apreciativa, la patrona de la primera casa de la lista me invitó a pasar a una habitación, me hizo desvestir para estudiar mis atributos físicos e inmediatamente comenzó a llenarme de halagos y promesas seductoras para que me uniera a su «familia». Me desconcertó bastante este inesperado interés y la seguridad de buenas ganancias, pero ansiosa de resolver inmediatamente el problema de mi ocupación acepté su oferta sin prestar demasiado crédito a promesas que parecían algo exageradas.

Sellamos el trato. Me enseñaron el dormitorio que estaría a mi disposición y me presentaron a varias de las damiselas que serían mis futuras compañeras. Era un grupo ligeramente ajado, considerablemente por debajo de la categoría de madame Lafronde, y me ocurrió la deprimente idea de que al ingresar en ese burdel de segunda clase descendía otro escalón hacia el abismo. Pero aparté ese pensamiento encogiéndome de hombros; siempre podía marcharme, si no me gustaba, y le dije a la mujer que por la mañana iría con mis cosas.

Antes de acompañarme a la puerta para que me marchara, me entretuvo un momento en la entrada.

—Escuche, querida —murmuró en voz baja—, olvidé mencionar… no creo que eso cambie las cosas… pero aquí el trato es un poco peculiar… No es exactamente una casa francesa, pero ya sabe cómo son las cosas… La mayoría de mis clientes tienen un gusto un poco fuera de lo corriente… ¿comprende? Aquí todas las otras chicas lo hacen. No le importará, ¿verdad?

¡Ah! Cuando hube digerido ese extraño discurso, que explicaba los halagos y promesas tentadoras, la mujer me miró ansiosamente la cara, como si intentara leer en ella algún signo que le indicara si el pájaro iba a volar asustado o quedaría preso en la trampa.

Durante un largo instante, permanecí en silencio, pensativa. Sabía por el aspecto desharrapado del lugar, las caras tristes de las chicas, los muebles desvencijados, que el tipo de hombres que lo frecuentarían serían muy, muy distintos de los que yo estaba acostumbrada a tratar. Hasta el momento, mis inclinaciones a la fellatio habían sido practicadas voluntariamente, para satisfacer mis propios deseos sexuales. Allí, estaría obligada a hacerlo, tanto si me sentía inclinada a ello como si no. Titubeé indecisa y luego, con un gesto de indiferencia, respondí:

—Les daré lo que deseen.

Y así, con cinco breves palabras, sellé mi pacto con el infierno, y me obligué a partir de entonces a enloquecer los cerebros de los hombres y corroer sus almas con el veneno agridulce de mis labios succionadores.