CAPÍTULO VIII

Llevaba unos tres meses con madame Lafronde cuando las atenciones de Mr. Thomas, otro caballero de buena posición, pero también de mediana edad, fueron colocadas en mi camino por la astuta dama.

Las cosas seguían un curso agradable; me entendía muy bien con madame Lafronde. Parecía interesarse sinceramente por mi bienestar, y algunas de las chicas que al principio me habían tratado con cierta frialdad, inspiradas sin duda por el temor de que los clientes se sintieran tentados por mis coqueterías juveniles se habían rendido a la evidencia y se mostraban cordiales y amistosas.

Mr. Thomas era un hombre de mundo y no era posible engañarlo con la historia de mi supuesta inocencia, pero aparte de algunas observaciones entre cómicas y cínicas, no se ocupaba del asunto.

Aunque ese caballero estaba bastante entrado en años, era fuerte y robusto y no tenía defectos físicos. Mis relaciones con Mr. Thomas fueron tan completamente normales, o tan puramente éticas, si puedo decirlo así, que puedo decir poca cosa de interés.

Como Mr. Heely era soltero, pero aquí terminaba la similitud. Había solicitado mi compañía con un propósito específico, y en los interludios me obsequiaba con picantes relatos de aventuras amorosas de su juventud en Ceylán. Aparentemente sin ningún remordimiento de conciencia, me contó que se había tirado a pequeñas nativas de ocho a diez años y que se llevaba dos o tres a la cama a la vez.

Digo que me regalaba con estos relatos en los interludios, porque invariablemente lo hacía dos veces en cada una de sus visitas. En virtud de un exorbitante precio pagado por mi compañía, tenía derecho a pasar toda la noche, pero nunca se quedaba después de finalizar el segundo acto. Generalmente llegaba alrededor de las diez, pasaba una hora charlando en el salón, y luego subía arriba, donde yo lo estaba esperando. Siempre estaba preparado para un encuentro inmediato con una erección que desmentía su edad, cuya potencia probablemente se debía en parte a los espectáculos afrodisíacos, conversaciones y copas del salón. Cuando concluía el primer episodio, pasaba una hora charlando y narrando historias mientras me sentaba desnuda en su regazo. Mientras charlaba, sus manos recorrían mi cuerpo, acariciando mis piernas, muslos y pechos y entreteniéndose en mi coño pelado donde el excitante contacto hacía arder mi organismo mientras el suyo recuperaba su potencia original. Cuando estaba listo para la segunda vuelta, nos dirigíamos de nuevo a la cama y me tendía de espaldas con las piernas arrolladas en torno a su vientre y agitaba el trasero hasta que provocaba la segunda eyaculación, después de lo cual él podía comenzar a jurar y yo quedaba libre durante el resto de la noche.

Ese hombre me desconcertaba frecuentemente con algún relato exótico, narrado con tanta seriedad que siempre caía en la trampa. Mientras estaba encargado de una plantación había adoptado a una niña, abandonada a las vicisitudes de la vida por la orfandad, y, sin otros medios que aquéllos de que dispone un soltero que vive solo, se había sentido obligado a acogerla y atender sus necesidades.

Qué hombre más bueno, pensé, muy impresionada por la paciencia y benevolencia que implicaba ese acto, e hice alguna observación al respecto.

—Era una preciosidad —concluyó, chupando meditabundo su habano.

—Ah… era una chica —murmuré.

—Sí. Tenía una piel preciosa, suave, de color oliváceo. El tacto parecía de seda. Y sus tetas, no más grandes que media naranja, pero tiesas y…

—¿Cuántos años tenía esa niña? —interrumpí.

—¡Oh, once o doce, supongo!

—Realmente fue un gesto muy noble cuidarla tan tiernamente, Mr. Thomas —repliqué con duro sarcasmo—. Supongo que vestirla y desvestirla, bañarla y todo lo demás fue un sacrificio de tiempo y un problema para usted. ¿Tal vez incluso tuvo que compartir su cama con ella?

—Por desgracia sólo había una cama en el lugar. Y no podía dejar que la pobrecita huerfanita durmiera en el suelo, naturalmente.

—¡Naturalmente!

El siguiente en la lista fue Mr. Castle. Ese caballero tenía un complejo por las posturas extrañas y desusadas en el acto sexual, y también un deseo de experimentar siguiendo líneas algo opuestas a los designios de la naturaleza. Sólo el hecho de que era liberal y estaba provisto de un inagotable buen humor hacían soportable la asociación con él. Si hubiera sido posible ofenderle, mis reacciones de descontento ante algunas de sus extrañas impudicias pronto hubieran dado al traste con nuestra relación. En cuanto se cerró la puerta detrás de nosotros, con motivo de su primera visita a mi dormitorio, quedé sorprendida al sentirme agarrada inesperadamente por detrás y empujada hacia delante de modo que mientras el peso de mi cuerpo caía sobre mis manos y muñecas, mis piernas permanecían aprisionadas y sujetas bajo sus brazos.

En esta indigna posición, con la falda corta sobre la cara y la cabeza, y el culo desnudo y todo lo que tenía entre las piernas al aire, me debatí y protesté disgustada, pero en vano, pues con imperturbable aplomo, mientras aún mantenía prisioneras mis piernas agitadas bajo sus fuertes brazos, se desabrochó los pantalones y en un instante sentí cómo me metía la polla en el coño invertido.

Intenté evadir sus golpes mientras farfullaba protestas enojadas, pero en esa posición no podía hacer nada. Todo terminó antes de que tuviera conciencia del dolor que me causaba su polla, al apretar el vientre en esta posición antinatural.

Era lo que en los círculos profesionales se denomina un «tirador rápido»; uno de esos hombres cuya reacción orgásmica es tan rápida que sólo requiere un par de golpes. En medio de mi agitación sentí los cálidos chorros seguidos del cálido y pegajoso fluir del semen sobre mi estómago. Un segundo después me soltó y se dejó caer sobre la cama, muerto de risa, mientras yo, después de recuperar el equilibrio, permanecí de pie ante él, con la cara roja de ira, protestando por ese trato tan poco caballeroso.

—Excúsame, Hermana —farfulló finalmente entre carcajada y carcajada—. ¡Lamento haber sido tan brusco! Es una debilidad mía… ¡No puedo resistir la tentación!

—Bueno, ¿y por qué se ríe ahora? —pregunté, calmada sólo a medias por las dudosas excusas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Si supieras qué divertida estabas, cabeza abajo, con el coño al aire!

—¡Oh! —murmuré, mientras mi indignación aumentaba de nuevo, pero antes de que pudiera replicar, continuó:

—Había algo… algo… ¡Ah!, sí; ¿cómo es que no tienes vello en tu conejo? He visto muchos afeitados, pero son como la cara de un hombre, pinchan incluso después de un afeitado cuidadoso. Tu gatito es tan suave como la seda. ¡Vamos a probarlo de nuevo, Hermana!

Aún temblaba de ira, pero bajo esas lujuriosas circunstancias, ésta no podía durar mucho, y finalmente sonreí a mi pesar.

—Es una persona muy brusca —dije—. Puesto que cree en la táctica del hombre de las cavernas, es un milagro que se moleste en pedirme que se lo muestre.

Apenas pronuncié estas palabras actuó siguiendo la sugerencia. Su mano se cerró sobre mi muñeca y fui arrastrada no demasiado gentilmente a la cama y tumbada de espaldas. Volví a debatirme en vano mientras él, temblando de risa irreprimible, me sujetaba diestramente las muñecas con una mano mientras me levantaba el vestido con la otra.

Aparentemente poco familiarizado con las propiedades de los agentes depilatorios, su examen táctil y visual pareció convencerlo de que la condición de desnudez era natural, lo que intrigó mucho su curiosidad. Mientras yo continuaba rabiando inútilmente. Palpó y frotó los labios desnudos y las partes adyacentes, y no satisfecho con esto decidió seguir divirtiéndose a costa mía.

Nadie excepto una mujer que ha sufrido la indignidad puede comprender el conflicto de emociones que se sufre cuando una es masturbada a la fuerza contra su voluntad. Es muy distinto someterse a la manipulación cuando se desea ser forzada a ello. Mientras el dedo del payaso giraba frotándose contra mi clítoris, el órgano traidor se irguió en respuesta a ello contra mis deseos, a pesar de toda la influencia mental que intenté ejercer sobre él. Mientras yo balbuceaba maldiciones y exigencias de inmediata libertad, temblaba con creciente vigor bajo la fricción, con el inevitable resultado de que mi resistencia cedió de pronto y mis exclamaciones de enfado se transformaron involuntariamente en gemidos sorprendidos.

El orgasmo disminuyó un poco mi enfado, pero aún estaba resentida y me quejaba amargamente de haber sido tratada de una forma tan ultrajante.

—¡Fue como si me hubiera violado! —protesté.

—¿Violar? ¿Violar?

Y soltó una carcajada.

—¡Eso es nuevo para mí, Hermana! ¡Nunca supe que una chica pudiera ser violada por un dedo!

—Bueno —respondí, recuperando de nuevo mi natural buen humor—, es lo mismo. ¡Si obliga a una chica a hacer algo contra su voluntad, la está violando, aunque lo haga con un dedo!

Era imposible estar enfadada mucho rato con ese cómico bufón, y ablandada por un regalo de gran consideración, me encontré esperando su próxima visita, si no ansiosa, al menos sí con gran curiosidad.

La próxima excentricidad que manifestó fue un deseo de probar un número infinito de posiciones raras y extrañas. Debido a la rapidez con que llegaba al orgasmo, la única forma en que podía evitar la eyaculación y prolongar estos experimentos era sacándome la polla de dentro al cabo de un par de rápidos movimientos. Naturalmente, esto era una tortura, pues me ponía caliente sin dejarme satisfecha, pero tenía que soportarlo tan bien como podía.

Siguiendo obedientemente sus instrucciones, permanecí de pie en el suelo, agachada, con las manos apoyadas sobre las rodillas, y le dejaba hacerlo por detrás. Me doblaba como una bola sobre la cama con las rodillas encogidas sobre el pecho, mientras se arrodillaba delante de mí, me sentaba a horcajadas en su regazo en una mecedora, me tendía de espaldas sobre una mesa con las piernas sobre sus hombros y sufría otros ejercicios igualmente pesados y difíciles preguntándome todo el rato por qué un hombre podía desear dar tantos rodeos para llegar a un lugar accesible por vías más cortas y sencillas. Toda esa penosa gimnasia para hacer que fluyeran algunas gotas de semen de sus testículos, resultados que podría haber conseguido para él en menos de diez segundos si me hubiera dejado emplear mis propios recursos.

Pero hasta una visita posterior no descubrí que aún debía soportar cosas más objetables.

Esa vez me hizo acurrucarme en la cama apoyada sobre las manos y las rodillas y se arrodilló detrás de mí. Esta posición se denomina «de perro» en los círculos sociales de la prostitución, y puesto que proyecta prominentemente el útero de la mujer, ésta tiene que tener cuidado de que el hombre no le haga daño.

Sentí cómo la polla se apretaba contra mí, pero estaba demasiado arriba y apuntaba al culo en vez de a la vagina. Al principio pensé que sólo era un accidente, y poniendo la mano detrás la empujé hacia abajo y la encaminé en la dirección adecuada. Pero después de dos o tres vagos golpes, volvió a salir y sentí cómo apretaba de nuevo contra el ano, esta vez con tanta decisión que casi logró meter la punta dentro.

Volví a tender la mano para apartarla, pero resistió el esfuerzo y apoyándose sobre mi espalda, murmuró:

—No la saques. ¡Déjala entrar un momento!

—¡No! —exclamé y me liberé bruscamente de su abrazo.

—¡Vamos, vamos! —replicó, conciliador—. ¡Sólo estaba bromeando, Hermana! Venga: terminemos. Tengo que marcharme pronto esta noche.

Con bastantes reticencias y alerta ante un posible nuevo ataque en el lugar descubierto, volví a ponerme en cuclillas, pero esta vez dejó que la naturaleza siguiera su curso por los conductos normales.

A partir de entonces, el hombre fue incapaz de resistir la tentación de metérmela en el culo cada vez que se presentaba la ocasión. Resistí con decisión los ataques por sorpresa e incluso los esfuerzos traicioneros por encontrarme desprevenida, pero me ponía los nervios de punta y hacía brotar coléricas protestas de mis labios. Debo hacer justicia a Mr. Castle y decir que nunca tomó a mal mis airadas salidas y duras negativas a satisfacer su inclinación antinatural, y que siempre conservó su buen humor.

Entonces confié a madame Lafronde que no me molestaría si sus afectos se transmitían diplomáticamente a otra chica, pero me avergonzaba contarle el motivo concreto.

—¿Por qué no lo quieres? —insistió.

—Bueno —dije finalmente—, tiene ideas raras. ¡La primera noche que tuve una cita con él me puso cabeza abajo y me obligo a hacerlo así!

—¡Qué! —exclamó—. ¿Ése es el único motivo por el que te desagrada?

Apabullada, lo solté todo.

—¡No, no es eso! ¡Si es necesario, se lo diré! ¡No me deja tranquila un momento porque quiere darme por el culo!

Esperaba que esta revelación provocaría una clara expresión de indignación de madame Lafronde y que admitiría gustosamente que Mr. Castle realmente era un cliente muy indeseable. Pero, después de mirarme perpleja un instante, se puso a reír francamente.

—¿Y eso es todo lo que pasa?

—¿Le parece poco? —respondí muy tiesa.

—Palabra de honor, niña —replicó la vieja dama—. El camino hacia el éxito no es fácil en ningún sitio, ni siquiera en la prostitución. Conocerás hombres mucho más difíciles de tratar que ese Mr. Castle, de modo que debes aprender a partir de ahora a obtener lo que deseas de ellos y a eludir lo que no deseas por medios diplomáticos. Dicen que el camino hacia el corazón de un hombre pasa por el estómago. No lo sé, nunca me dediqué mucho a la cocina, pero puedo darte mi palabra de que el camino hacia su bolsillo pasa por la polla. ¡Y su bolsillo sólo permanecerá abierto mientras conserves la polla de buen humor!

No era demasiado dura de entendederas ni demasiado testaruda para no comprender la sabiduría de su filosofía, y más tarde realmente aprendí que se podía obtener más por vías diplomáticas que con expresiones enfadadas.

—Algún día —le susurré a Mr. Castle una noche mientras eludía un tímido intento dirigido hacia mi trasero—, algún día le dejaré hacerlo, sólo para ver cómo es… ¡pero no hoy!