CAPÍTULO II
Ahora teníamos muchísimo tiempo para estar a solas. No había inquilino para la habitación sobrante y mamma Agnes trabajaba fuera de casa, con el resultado de que teníamos varias horas a nuestra disposición entre la hora de salir de la escuela y el momento de regresar a ella.
Un día, mientras estábamos en la acera delante de casa, apareció Leonard. Leonard, que gozaba de todas las confidencias de René, había sido informado del nuevo estado de cosas. Había insinuado que le gustaría intentarlo de nuevo conmigo, insinuación que yo había acogido con poco entusiasmo, no por castas reticencias, sino por el recuerdo aún punzante de lo que había ocurrido la primera vez.
Aún ignoraba los hechos físicos exactos y le culpaba por el dolor que había sufrido. Después de ciertas deliberaciones, el emprendedor Leonard sugirió que los tres subiéramos a la buhardilla e hiciéramos una danza de brujas. Si están familiarizados con la jerga infantil, sabrán que una danza de brujas es una forma de entretenimiento simple, pero interesante, en la cual los participantes se sacan la ropa o se «desnudan» como dicen ellos y cogiéndose de la mano o cada uno por su cuenta saltan dando vueltas en una especie de danza primitiva.
El atractivo de esta diversión, bastante inspirada, es que los niños pueden mirar el conejito de las niñas y las niñas pueden ver las pichulinas de los niños.
—Y… —continuó Leonard después de aportar esta sugerencia para pasar agradablemente la tarde— después, tú puedes tirarte a Jessie y yo miro, y luego me la tiro yo y tú puedes mirar.
En cuanto a mí, estaba completamente de acuerdo con la primera parte del programa y dispuesta a aceptar la segunda. René fue quien formuló la lógica objeción de que tres no eran bastantes para representar convenientemente una danza de brujas y comenzamos a pensar en la posibilidad de encontrar refuerzos. Un rápido inventario de las perspectivas aceptables sólo descubrió que fulano no estaba en casa, mengano estaba enfermo y zutano estaba «encerrado» como medida disciplinaria, etc. Parecía que había pocas esperanzas de completar el grupo en breve plazo, y como último recurso Leonard sugirió, excusándose, que tal vez nos contentaríamos con su hermana Maisie.
Era toda una idea. Maisie nunca había participado en ninguna de nuestras hazañas, pues al ser menor que los demás la mirábamos desdeñosamente como una cría desde la posición ventajosa de nuestra madurez y sabiduría. Sin embargo, Maisie tenía su propia reputación y Leonard no ocultaba el hecho de que antes de ampliar sus ideas gracias a la criadita a menudo había toqueteado con su hermanita. Estaba lleno de esperanzas mientras René estudiaba la sugerencia.
—¿Puedes encontrarla? —inquirió René.
—¡Claro que sí, si me esperáis! —respondió Leonard.
—Bueno, de acuerdo. ¡Corre!
En menos de cinco minutos, Leonard regresó con Maisie a la rastra. Era una linda niña y sus ojos brillaban de entusiasmo ante la idea de que se le permitiera participar en los secretos de los niños mayores.
—Vamos a hacer una danza de brujas en la buhardilla —explicó René, dirigiéndose a ella—. Si te dejamos venir no se lo dirás a nadie, ¿no?
—¡No, no! ¡Nunca lo diré! —exclamó con vehemencia—. No soy una bocazas, ¿verdad, Lenny? —añadió dirigiéndose a su hermano en busca de confirmación.
—No, no dirá nada. ¡Sabe perfectamente que le daremos una tunda si lo hace! —respondió Leonard con aire amenazador.
Subimos corriendo a la buhardilla y comenzamos a desvestirnos con muchas risitas y murmullos. Fieles a la fórmula corriente de hipocresía femenina, Maisie y yo fingimos preocuparnos mucho de que los chicos no nos vieran hasta que estuviéramos «listas» y les chillamos histéricamente porque espiaban mientras nos desvestíamos.
Esta incitación ejerció su efecto natural sobre los dos chicos, y cuando finalmente nos dejamos ver, sin ni una pieza de ropa sobre nuestros cuerpecitos blancos, tenían las pollas tiesas en rígida excitación.
Apartamos el colchón a un lado y, cogidos de la mano, comenzamos nuestra danza de brujas, que consistía en algo tan simple como es dar vueltas en un círculo y saltar al ritmo de una rima que repetíamos una y otra vez mientras los ojos femeninos permanecían fijos en las pichulas danzarinas que se agitaban arriba y abajo con los violentos movimientos de sus propietarios, y los masculinos en los conejitos pelados de gordos labios.
Cuando finalmente agotamos nuestro repertorio acrobático y musical, nos sentamos, sin aliento, para descansar e inventar nuevos juegos. Leonard quería joderme mientras René y Maisie miraban, y luego invertir los papeles con él y yo como espectadores mientras René jodía con Maisie.
Protesté que me dolía con él y expresé mi preferencia de hacerlo con René. Mi protesta estaba provocada en parte por algo semejante a los celos. De un modo u otro, no me gustaba demasiado la idea de René jodiendo con Maisie. Pero René intervino y su palabra era ley. Ahora no me dolería con Leonard. Ya estaba acostumbrada.
Y así, Leonard a un lado y yo al otro, los dos con los ojos muy abiertos, mi hermanastro René palpó el cuerpo desnudo de Maisie, metió la polla en una caverna que se ajustó a su alrededor como un anillo de carne y, sin ni una protesta por su parte, se la metió hasta que alcanzó el orgasmo.
Maisie no se movió ni emitió sonido alguno. Sólo estaba allí quieta, mirándole la cara con sus grandes ojos asombrados hasta que él terminó y luego se zafó con calma, se sentó y murmuró:
—¡Ahora nos toca mirar a nosotros!
—¿No lo pasaste bien, Maisie? —pregunté algo sorprendida de su placidez—. Cuando lo hago con René, todo mi cuerpo tiembla, ¡lo paso tan bien!
—Claro que lo paso bien. ¡Me gusta mucho! —afirmó Maisie, pero estaba claro que todavía no había experimentado un verdadero orgasmo, aun cuando hacía tiempo que Leonard había eliminado su virginidad.
Con cierta íntima reticencia me sometí a las manipulaciones de Leonard y naturalmente, pronto descubrí que mis temores eran infundados, pues su polla entró antes de que tuviera tiempo de enterarme y esta vez sin causarme ningún dolor. Sin contar el anterior intento de Leonard, ésa era la primera vez que jodía con otro chico que no era René y, pese a mi afecto por él, la novedad de una nueva polla ejerció su reacción emocional y pronto llevó mi organismo tembloroso a ese delicioso límite en el cual los sentidos vibran durante algunos segundos en extasiada anticipación antes de entregar definitivamente su deliciosa ofrenda. Un par de contracciones más sirvieron para precipitar la eyaculación.
Tenía unos doce años cuando ocurrió lo que acabo de relatar. Unos días después, al regresar de la escuela, un chico llamado Bryan se situó a mi lado y me preguntó bastante tímidamente si quería hacerlo con él.
Bryan era un chico que yo consideraba simpático. Tenía catorce o quince años, siempre iba muy bien vestido, tenía una agradable personalidad y facciones suaves. Decir que no me sorprendió su avance sería una exageración, pero no me molestó. Si abrigaba ciertas dudas sobre lo que quería decir exactamente con «hacerlo», éstas quedaron disipadas con una mirada a su cara ruborizada y ojos alertas y los vistazos inquietos que daba a su alrededor para asegurarse que nadie más podía oírnos. Sin embargo, para retrasar la respuesta hasta poder reorganizar mis confusas ideas, murmuré inocentemente:
—¿Hacer qué?
—¡Vamos, ya sabes qué, Jessie!
—¡No, no lo sé!
—Algo bonito… ¡como lo que hiciste con Lenny Connors!
Su referencia a Leonard me hizo sentir cierta aprensión, pero no me predispuso completamente contra él. Continuaba suplicando, y yo, que comenzaba a gozar el placer de que me rogaran para hacer algo con tanta humildad, no negué ni prometí definitivamente mi complacencia.
—¿Dónde podemos hacerlo? —pregunté evasiva.
Su respuesta reveló que estaba bien informado en cuanto a mi vida privada y relaciones.
—¿No podemos subir a tu buhardilla antes de que tu mama regrese a casa? —sugirió esperanzado.
Eso tenía que consultarlo con René, por tanto evadí una respuesta directa y le dije que le contestaría al día siguiente, y con estas palabras me escabullí.
—Bryan quiere hacerlo conmigo. ¿Le digo que sí? —le pregunté a René.
—¿Bryan? ¿Bryan qué?
—Bryan Thomson, ese chico que vive en Little Goose.
René consideró la cuestión un instante y decidiendo aparentemente que no merecía su atención, esquivó toda responsabilidad encogiéndose de hombros con indiferencia.
—Oh, yo qué sé. Haz lo que quieras. ¡A mí qué me importa!
—Sabe lo de Leonard y yo. Apostaría que Maisie…
—¡Ta, ta! Es mejor que lo hagas con él para que no hable. Tengo que salir a ver a un tipo. Adiós.
Y así el nombre de Bryan se sumó a mi creciente lista de jóvenes amantes. Era mayor que René y Leonard y tenía algo que ninguno de los dos poseía, una mata de rizado pelo oscuro en sus regiones púbicas. Me dolió un poco, pero fue cuidadoso, y a pesar de la ligera distensión dolorosa pronto comencé a sentir los cálidos estremecimientos sensuales que preceden al orgasmo. Sus teñidos y cautelosos golpes llevaron mi organismo a un estado de excitación como no había experimentado nunca, y cuando llegó el orgasmo casi me desvanecí con la intensidad del éxtasis. Después, me mostró donde le había clavado las uñas en la carne mientras me aferraba a él en plena crisis. Era un jovencito muy educado y me dio las gracias del modo más serio y cortés que se pueda imaginar. Además, me hizo resplandecer de felicidad diciéndome que tenía las piernas más bonitas que había visto. Bryan tenía modales de verdadero caballero.
Pronto se extendió mi popularidad y nuevos solicitantes de mis favores comenzaron a aparecer casi por arte de magia. A veces incluso chicos y jóvenes que no conocía me abordaban en las calles, algunos humildes y suplicantes, otros bastante impertinentes que inclusive se manifestaban exigentes.
En vez de alarmarme por esta situación, la consideré un indicio halagador de mi popularidad. E, inevitablemente, descubrí que el tierno nido entre mis piernas, sobre el que comenzaba a crecer una fina capa de cabello sedoso, podía producir recompensas financieras además de placeres genéticos.
Que no me ocurriera algo horrible como consecuencia de mi complacencia con perfectos desconocidos es una prueba de la antiquísima teoría según la cual los ángeles de la guarda velan por la seguridad de niños y locos, a veces, al menos.
Una vez concerté una cita con un hombre para encontrarme con él en cierta esquina después de anochecer, esperando que me llevara a alguna habitación. Me condujo a un paseo de aspecto tan siniestro y abandonado que me asusté de verdad y me negué a seguir adelante. Primero intentó persuadirme con palabras halagadoras y promesas de generosa recompensa, pero mientras más hablaba, más inquieta me sentía, y finalmente se alejó, maldiciéndome viciosamente, y desapareció a paso rápido.
Una noche, un joven de facciones finas y delicadas me abordó en términos tan respetuosos y corteses que escuché sus insinuaciones y accedí a acompañarle a su habitación, la cual, aunque lejos de ser pretenciosa, estaba cómodamente amueblada.
Hacía tiempo que había descubierto que el primer deseo de los hombres era verme desnuda tan pronto como fuera posible; ardían literalmente por regocijar sus ojos con el espectáculo de mi desnudez, de modo que apenas me encontraba en la intimidad de una habitación siempre me desvestía excepto las medias y los zapatos, sin esperar que me lo pidieran.
En cuanto se cerró la puerta detrás de nosotros comencé a quitarme la ropa. Pero el joven me detuvo con un gesto.
—¡No, no! —exclamó—. ¡No te desvistas!
Me detuve insegura.
—Tengo que desvestirme…, al menos tengo que quitarme las bragas…, ¿no quiere verme desnuda?
—¡No, no! ¡No te quites nada! Yo te diré lo que tienes que hacer, no hagas nada excepto lo que yo te diga. Tendrás tu dinero.
—Pero… ¿qué quiere que haga?
—Ya te explicaré. Siéntate y espera. Regreso en seguida.
Me senté en la silla que me indicó y desapareció en el cuarto contiguo, cerrando la puerta tras sí. Le oí caminar y apareció al cabo de cinco minutos, completamente desnudo. Era bastante delgado, pero tenía la piel blanca y limpia. Su polla, completamente indiferente a la proximidad de una espectadora femenina, colgaba inerte.
Atravesó la habitación y abrió un armario del que sacó un atado de finas tiras de cuero. Escogió una y me la tendió murmurando en tono bajo y suplicante:
—Coge este látigo y azótame tan fuerte como puedas.
Le miré muda de estupefacción.
—¡Vamos! —exigió, poniéndome el látigo en la mano.
—¡Está de broma! —logré exclamar—. ¿Para qué quiere que lo azote?
—¡Oh, no pierdas tiempo preguntando! ¡Haz lo que te digo y tendrás tu dinero!
Comprendí que hablaba completamente en serio y, pensando que me las había dado con un loco al que era mejor complacer, me levanté aferrando el látigo que me había puesto en la mano.
—¡Azótame tan fuerte como puedas! —susurró indicando las nalgas con un gesto.
Temerosa, levanté el látigo y lo dejé caer sobre su carne con un chasquido.
—¡Más fuerte! —dijo—. ¡Tan fuerte como puedas!
Repetí el golpe con más fuerza.
—¡Continúa! ¡No te detengas! ¡No tengas miedo!
Obedeciendo a esta exhortación le golpeé varias veces seguidas.
—¡Así va bien… pero más fuerte! —exclamó.
Volví a levantar el látigo y esta vez casi silbó en el aire mientras desgarraba sus muslos, y nalgas. Finas líneas rojas comenzaron a aparecer sobre la carne blanca. Cuando vi cómo surgían esas señales bajo mis golpes, una curiosa sensación comenzó a inundar mi cuerpo. Una especie de furia se apoderó de mí, y en vez de lamentar el dolor que estaba infligiendo sentí necesidad de aumentar su tormento. Me ardía el rostro y mi corazón latía violentamente. Apreté los dientes y reuní todas mis fuerzas sobre el látigo.
Allí estaba de pie, rígido, con los ojos vidriosos, distendido, con expresión de éxtasis en la cara. Y entonces observé algo más. Su polla, que al principio colgaba sin vida, iniciaba una lenta erección. Iba aumentando de tamaño y se agitaba convulsivamente a breves intervalos, y cada golpe la hacía subir un poco más.
La observaba con ojos fascinados, y cuando alcanzó lentamente su máxima rigidez y erección el primer estremecimiento de algo parecido a la voluptuosidad atravesó mi cuerpo. Comprendí que en cierto modo existía una relación entre los azotes que le estaba dando y mi propia oscura reacción erótica, e intenté aumentar la severidad de los golpes.
—¡Basta! —gritó de pronto y arrebatándome el látigo atravesó corriendo la habitación.
—¡Ahora! ¡Frótame, rápido!
Me cogió la mano y la puso sobre su polla.
Estaba en un estado en que hubiera agradecido una caricia recíproca, incluso la masturbación, pero no me atreví a desobedecerle. Sosteniendo sus testículos con una mano, le froté frenéticamente la polla con la otra y antes de una docena de veces su líquido seminal comenzó a desbordar de mi puño en copiosos chorros.
Por este servicio, mi primera experiencia en el terreno de las prácticas sexuales anómalas, el joven me ofreció diez chelines y regresé a casa maravillada, no sólo de su curiosa excentricidad, sino también de las peculiares sensaciones que yo misma había experimentado mientras me ocupaba del curioso asunto.
Por aquel entonces, mi nivel moral estaba bien establecido en el vecindario en que había vivido desde la infancia. Los ecos de lenguas viperinas sugiriendo que «debería hacerse algo» habían llegado a mis oídos en más de una ocasión. No pude ocultar mi opulencia financiera a mamma Agnes, que había tomado nota de joyas y artículos de adorno personal misteriosamente adquiridos y cuyo origen no era fácil explicar. Sus comentarios, velados al principio, se fueron haciendo más cínicos con el tiempo. Sus bien fundadas sospechas quedaron confirmadas cuando una tarde, al regresar a casa mucho antes de lo acostumbrado, abrió una puerta que René y yo, cada vez más despreocupados en cuestiones de precaución elementales, habíamos dejado sin llave.
Cuando la vimos, estaba mirando sorprendida por la puerta abierta. Sorprendida, pero no bastante como para no comprender el significado del cuadro que se abría ante sus ojos. Yo con los pechos todavía agitados por el estimulo de un orgasmo recién terminado, tendida en la cama sin bragas y con el resto de la ropa en un desorden culpable, y René, con los pantalones desabrochados por delante y la polla todavía rígida proyectándose hacia afuera mientras buscaba una toalla para secarla en el preciso momento en que el movimiento de la puerta atrajo nuestra atención.
Se produjo un minuto de pesado silencio; silencio helado y absoluto exceptuando el tictaquear imperturbable del pequeño reloj de porcelana sobre el tocador. Levantando las manos con las palmas hacia afuera en un gesto de renuncia, mamma Agnes murmuró desdeñosa:
—¡Me lavo las manos de lo que pueda pasaros a los dos!
Y cerró la puerta sobre nosotros, dejándonos a René y a mí mirándonos asustados.
—¡Muy bien, hermana! ¿Por qué no echaste la llave? —exclamó René cuando se desvaneció el ruido de sus pasos.
—¿Por qué no la cerraste tú? —repliqué con voz débil.
A partir de entonces, mamma Agnes demostró una indiferencia total hacia mí, hablándome sólo cuando era inevitable, y entonces con un laconismo cáustico.
Un sábado por la noche, aproximadamente un mes después, cuando regresaba a casa después de pasar la tarde con una amiga, un joven pasó junto a mí en la calle. Su mirada, al recorrer apreciativamente mi rostro y mi cuerpo, transmitía el mensaje que había aprendido a reconocer, y en un breve momento de pasar logré observar que además de su aspecto agradable, iba mejor vestido de lo corriente. El paño inmaculado y el corte a la moda de su traje, junto con un costoso capote, sugerían dinero, cosa que en esos momentos no poseía yo, y ese mismo día había visto en una tienda un par de zapatos de tacón alto irresistibles.
Aminoré el paso y me detuve en un escaparate. No me equivoqué en mis predicciones, pues pronto estuvo junto a mí, murmurándome piropos al oído.
Hasta cierto momento tengo ideas bastante claras sobre lo que siguió luego, pero después sólo conservo un recuerdo incoherente y fragmentario.
Recorrimos un largo trayecto en un taxi que nos llevó a una zona apartada de la ciudad, desconocida para mí, una lujosa residencia en la que fuimos recibidos por un criado uniformado que se inclinaba servilmente ante las órdenes tajantes del joven que me acompañaba. Esta vez había hecho una conquista que hacía palidecer todas las aventuras anteriores. Todo esto permanece muy vivo en mi memoria, junto con los hermosos y caros muebles de las habitaciones donde me introdujeron, el fuerte vino tinto que bebí en una copa de cristal reluciente y que hizo arder la sangre en mis venas, llenándome de una deliciosa languidez mientras permanecía sentada desnuda sobre las rodillas de mi compañero y sus manos y labios acariciaban mi cuerpo, labios que palpaban y succionaban los pequeños pezones de mis pechos haciéndoles hincharse excitados y enviar deliciosas radiaciones vibrando a través de mí, manos suaves, bien cuidadas con dedos delicados cuyas exquisitas titilaciones entre mis piernas anhelantes evocaban otros éxtasis deliciosos.
Otra copa de vino color púrpura, dos, tal vez tres, y el recuerdo comienza a desvanecerse, con sólo un resplandor ocasional de mi memoria; una cama, maravillosamente suave y cálida y deliciosas sábanas de seda que acariciaban mi cuerpo desnudo como contacto de plumas, abandono, y luego retorno a la semiconciencia y comprensión indiferente del hecho de que me estaban jodiendo, otro periodo de oscuridad y otra vez la percepción de una cálida polla penetrando en mi cuerpo.
Y así a lo largo de lo que parecieron horas interminables, alterné momentos lucidos y largos periodos de olvido. No sé si fue un polvo que duró toda la noche o una docena repetidos a intervalos sucesivos. Era la primera vez que bebía y todo recordaba más un sueño incoherente que una realidad.
Cuando me desperté, al principio no podía recordar las circunstancias que explicaban mi presencia en ese ambiente desconocido. Me senté entre las sábanas desordenadas y miré a mi alrededor. Estaba sola. Mis vestidos estaban sobre la silla donde los había dejado la noche anterior al desvestirme. Estaba completamente desnuda y tenía un fuerte dolor de cabeza, el cual quedaba explicado bajo forma de botellas vacías y copas sucias de vino sobre un pequeño taburete junto a la cama.
Recorriendo la habitación con la mirada, ésta topó con un reloj sostenido sobre los brazos levantados de una pastora de porcelana, y vi con sorpresa que eran más de las once. Era la primera vez que pasaba toda la noche fuera de casa.
En ese momento crujió la puerta y apenas había tenido tiempo de arrojar una sábana sobre mis tetas cuando se abrió y entró un criado, el mismo que nos había recibido la noche anterior, con una bandeja con una tetera, tostadas con mantequilla y mermelada.
—El señor ordena, señorita, que se le sirva el desayuno y se le proporcione un taxi cuando esté preparada.
Sosteniendo aún la sábana sobre el pecho, observé como traía una mesita, la cual se apoyaba sobre un soporte de hierro y se sostenía directamente sobre mi regazo mientras permanecía sentada en la cama. Dejando la bandeja sobre la mesa señaló una campanilla de plata.
—Puede tocarla cuando esté vestida y lista para salir, señorita.
Sorbí el té y mordisqueé las tostadas cuando se marchó, inmersa en molestas reflexiones que inspiraba naturalmente la situación. Cuando hube comido tanto como pude con un apetito agravado por un penetrante dolor de cabeza, salté de la cama y comencé a vestirme.
Cuando cogí la media palpe un objeto rígido en el interior. Con la idea de que una liga se había metido dentro deslicé la mano entre el tejido de seda, pero en vez de una liga saqué un arrugado billete de cinco libras. Lo alisé y lo miré incrédula. Nunca había poseído tanto dinero junto en mi vida. Y no obstante, cuando cogí la segunda media ésta también contenía otro billete del mismo importe.
¡Diez libras! Una verdadera fortuna.
Olvidé mi dolor de cabeza y la intranquilidad por las posibles consecuencias de mi ausencia nocturna. Me vestí presurosa, me entretuve sólo un momento en el hermoso cuarto de baño y toqué la campanilla.
El criado apareció inmediatamente y me condujo escaleras abajo hasta la calle, donde esperaba un taxi ya contratado. Respondiendo a la pregunta del conductor, mencioné una esquina a algunas manzanas de donde yo vivía, y cuando llegamos a ese destino me bajé e hice el resto del camino andando.
Mamma Agnes escuchó mi historia poco convincente de que había pasado la noche en casa de una amiga con un silencio glacial, excepto por una observación referente a que sólo esperaba que la chica no me hubiera dado una paliza o tal vez hubiera abusado de mí.
No tuve la discreción suficiente para ocultar la cosecha de esa aventura y mi inesperada adquisición de riquezas, desplegadas en forma de resplandecientes vestidos nuevos, medias de seda, zapatos de última moda, un sombrero nuevo y otros objetos de adorno, ante los ojos de mujeres envidiosas y resentidas del vecindario, trajo consigo una represalia.
Sobre la base de información proporcionada gratuitamente por un comité de damas justicieras, fui sometida a custodia como menor delincuente, y como consecuencia de la investigación que siguió, primero me sometieron a un examen físico de naturaleza muy embarazosa y luego fui confiada a un reformatorio para muchachas descarriadas, destinada a permanecer allí hasta que tuviera la edad.