CAPÍTULO VII

El próximo cliente al que fue concedida mi compañía por la astuta madame Lafronde fue Mr. Heely. Este caballero había sido hasta entonces lo que se denominaba un visitante ocasional del salón. Bebía un poco y nunca se había llevado una chica arriba, pero era muy liberal con las propinas y se sospechaba que su situación era más que buena. Era un hombre entre cincuenta y cinco a sesenta años, muy cortes y digno, un caballero de la vieja escuela.

Hasta mi llegada al burdel, en sus visitas poco frecuentes, se había limitado a permanecer quieto en un rincón, generalmente como observador silencioso bebiendo una ocasional combinación y peculiar que se preparaba siguiendo sus propias instrucciones. A veces se ponía a charlar con una chica y cuando se marchaba, el tema de conversación era comentado jocosamente. ¡El amable caballero no encontraba ningún tema más interesante para discutir con una chica semidesnuda que los problemas políticos, económicos y sociales de la posguerra!

Sin embargo, las recompensas a las chicas, lo bastante avisadas para prestarle una cortés atención, eran suficientemente generosas para atraer el ojo certero de madame Lafronde, que lo había reservado para una futura ocasión.

Había observado un interés más que casual en la actitud de Mr. Heely hacia mí en el curso de mis paseos por el salón, y había percibido el apretón encubierto que me daba mientras depositaba una generosa propina en mi mano después de seleccionar un habano, que guardaba invariablemente en el bolsillo. En consecuencia, no experimenté gran sorpresa cuando una tarde temprano fui llamada al pequeño cuarto privado que madame Lafronde reservaba para negocios confidenciales y encontré a Mr. Heely con ella, y me enteré de que yo era el tema de la entrevista.

—El querido Mr. Heely se ha encaprichado contigo, niña. Si no se tratara de él, posiblemente no consideraría la cuestión ni un instante. Pero Mr. Heely es un honorable caballero, querida. Está enterado de tu… ¡ah!… condición intacta, hijita, y se contentará con… ¡ah!… gozar de tu compañía sin atentar contra tu… ¡ah!… integridad virginal. En realidad, querida, Mr. Heely no se interesa por el tipo sofisticado, y fue precisamente tu… ¡ah!… inocencia juvenil tan evidente lo que atrajo su… ¡ah!… admiración. A partir de hoy, hijita, serás libre de recibir a Mr. Heely cualquier día que lo desee. Puedes dejar que escoja una noche fija a la semana.

Mr. Heely se inclinó cortésmente.

—Pero espero que mis atenciones no desagradarán a Miss Jessie —intervino gentilmente—. Tal vez debería consultarle primero antes de llegar a un acuerdo definitivo. Le aseguro, y también a usted, señora, que seré muy considerado en mis requerimientos y que me ocuparé de recompensar a ustedes dos de forma adecuada por su amabilidad. ¿Cree que podrá considerarme como un buen amigo? —añadió ansiosamente, volviéndose hacia mí.

Las curiosas palabras de madame Lafronde me habían llenado de sorpresa. No sabía qué decir. Mr. Heely me observaba con una mirada intensa, casi suplicante en la cara. Miré insegura a madame Lafronde. Cuando lo hice, el párpado de su ojo izquierdo bajó lentamente. Su rostro permanecía solemne, impasible.

—Sí, señor —repliqué—. Estoy segura de que le apreciaré mucho. Verdaderamente mucho, señor.

El pacto se cerró con tres vasitos de vino, y se convino que la tarde siguiente estaría a la disposición de Mr. Heely, y a partir de entonces la misma noche cada semana.

En cuanto concluyó la entrevista corrí escaleras arriba para buscar a Hester. Dejé caer en su oído atento los detalles del misterioso contrato. Mi confusión era tan sincera que casi soltó una carcajada.

—¿Pero qué quiere hacer conmigo, qué espera de mí? —pregunté suplicante.

—El viejo loco se ha creído al pie de la letra que sólo tienes quince años y que nunca te han metido una polla dentro —respondió finalmente, guiñando un ojo—. Será una buena mina de oro. Tuve uno como ése una vez. Me espetaba sermones religiosos y me chupaba entre uno y otro. Apostaría que lo que tendrás que hacer con ese hombre es dejar que te manosee. Estos viejos siempre quieren lo mismo. Tendrás que fingir que es la primera vez, mostrarte avergonzada, resistirte, llorar un poco, vamos niña te llenará las medias de billetes de banco y nuevecitos.

¡Qué distinta era la gente en la vida real de lo que aparentaba!, reflexioné, mientras visualizaba el cuadro que evocaban las palabras de Hester. Ese anciano caballero, digno, culto, respetable iba a manosearme. Era demasiado extraño, demasiado rebuscado. No parecía posible.

Hester rompió el curso de los pensamientos que me pasaban por la cabeza.

—De verdad, tienes mucha suerte, guapa. Imagínate que alguien como ese supuesto conde italiano se encaprichara de ti.

—Oí cómo Lafronde le decía a Rhoda que podía echarlo si se portaba demasiado rudo con ella.

Ese conde, real o fingido, era algo así como el escándalo de la casa. Tenía la manía de pegar, y aunque Rhoda se sometía obedientemente a él, el dolor que le causaba le hacía gritar de un modo que alarmaba a todos los que podían oírla.

—Creo que está medio enamorada de ese loco bruto. ¿Sabes lo que le hace? La pone sobre sus rodillas como un niño y la azota en el trasero desnudo con una de sus zapatillas, Se lo deja todo lleno de moratones.

—¿Por qué demonios lo hace? ¿Qué placer puede producirle hacerla sufrir?

—¡Oh! ¿Por qué hacen todos cosas raras? Los pone calientes, supongo. Imagínate que un hombre te pegue así y luego quiera joder contigo.

Madame Lafronde abrió la puerta y entró.

—Tendrás que levantarte temprano mañana y salir de compras conmigo —dijo—, Mr. Heely ha dado algunas instrucciones muy concretas sobre tu indumentaria. Tu actual modo de vestir no está de acuerdo con sus ideas sobre lo que deben llevar las niñas bonitas. Y… —continuó secamente, dando un vistazo a una lista que tenía en la mano— ha proporcionado los fondos necesarios para renovar tu guardarropa.

Como resultado de la expedición de compras que se efectuó debidamente al día siguiente, me encontré en posesión de algunas ropas nuevas, las cuales, aunque de material muy fino y costoso, resultaban tan incongruentes con el ambiente en que debían ser usadas, que no podía dejar de mirarlas con sorpresa.

Había tres vestidos de seda negra con corpiños y cuellos de encaje color crema, todos del mismo tipo, pero diferentes en pequeños detalles de estilo y corte. Eran muy bonitos, pero de un estilo adecuado para señoritas sumamente jóvenes, y apenas me llegaban a la rodilla. Había profusión de ropa interior, pero en vez de la seda transparente que yo hubiera escogido, era del mejor hilo inglés; bragas y calzones con pequeñas franjas de encaje en los bordes, y todos blancos como la nieve. Había dos pares de zapatos de cuero, de tacón bajo y una caja larga y estrecha llena de medias de seda negra.

Mientras desenvolvíamos las compras, madame Lafronde dijo:

—¡Ah!, sí, casi olvidé de decirte, guapa, que tu nuevo caballero siente una especial aversión hacia el lápiz de labios y los polvos. Prefiere la naturaleza al descubierto. De modo que puedes abstenerte de emplear tus artificios acostumbrados con motivo de sus visitas.

Incliné la cabeza en señal de asentimiento. Mi mente aún divagaba en una masa de interrogantes contradictorios.

—¿Puede decirme, por favor, qué espera exactamente ese hombre de mí?

—Niña, no tengo la menor idea. Pero no dudo de que te tratará amablemente. Los hombres de su edad a menudo tienen ocurrencias muy curiosas. Mi experiencia me dice que puede ser beneficioso acceder a ellas. Usa la cabeza, descubre lo que le gusta y actúa en consecuencia. Si el viejo loco cree que ha encontrado a una inocente niña de quince años corriendo desnuda por una casa de prostitución, no destruyas su ilusión. Rendirá sus dividendos. Pero recuerda esto: fue él mismo quien propuso que respetaría tu supuesta pureza y, por el momento, pretende cumplir su promesa. Pero si pierde los estribos, pronto arderá en ganas de meterte el pico entre las piernas. Y cuando se te haya tirado dos o tres veces, será adiós Mr. Heely. Hablo por experiencia. Hay excepciones a todas las reglas y podría ser una de ellas. Usa la cabeza, niña, usa la cabeza. Es tu oportunidad de demostrar de lo que eres capaz.

A las ocho me bañé antes de vestirme para la noche. Uno de los bonitos vestiditos estaba preparado sobre la cama, esperándome junto con la ropa interior infantil, las medias de seda y los zapatos de cuero.

Me sobraba un poco de tiempo y decidí sacar un frasco de crema depilatoria que había comprado ese día con la idea de utilizarla en vez de la navaja de afeitar. Con gran satisfacción por mi parte eliminó fácilmente el vello sin dejar ni un rastro de el que, por mucho que me esforzara, no había logrado eliminar totalmente con la navaja.

La boca púbica y los costados del coño estaban tan suaves y aterciopelados al tacto, como la piel de un recién nacido. De acuerdo con el prospecto que acompañaba al producto, el vello no reaparecería durante cierto tiempo pues era destruido hasta la raíz. Eso sería una gran comodidad, pues la tarea de afeitarme frecuentemente estaba comenzando a resultar pesada.

Cuando Mr. Heely apareció puntualmente a las diez, hora convenida, ya estaba dispuesta para él, esperándole en mi habitación, vestida con un trajecito de niña que apenas me llegaba a la rodilla, con el cabello peinado hacia atrás y atado con un lazo, y la cara libre de todo color o afeite artificial. Por la tarde habían brotado muchas risas y comentarios cuando había exhibido ese atuendo ante mis compañeras. Incluso madame Lafronde se había reído.

Mr. Heely llevaba un gran ramo de bonitas flores de jardín en una mano y un paquete cuadrado con una caja de deliciosas frutas confitadas en la otra. Le di las gracias por sus presentes, cogí su sombrero y su abrigo y arreglé las flores sobre mi mesita.

¿Qué debía decirle? ¿Qué debía hacer? Las ideas me zumbaban en la cabeza mientras jugueteaba con las flores para hacer tiempo antes de decidirme, y acabé no haciendo nada excepto sentarme delante de él y esperar que fuera él quien iniciara la conversación.

Considerando nuestras especulaciones previas y las suposiciones de Hester, la visita se deslizó hacia lo que constituía una simplicidad e ingenuidad casi cómicas. Mr. Heely no hizo absolutamente nada más que permanecer sentado en mi habitación y charlar, la mayor parte de cuestiones de interés general, apartándose sólo de estos temas ortodoxos de vez en cuando para formular cumplidos sobre mi aspecto y mi conducta en su estilo digno y cortés. Manifestó complacencia por el buen gusto con que había sido seleccionado mi guardarropa y parecía considerar que ahora estaba vestida de una forma adecuada. Se quedó unas dos horas.

Cuando se levantó para marcharse, me cogió la mano y la besó ligeramente en el dorso. Cuando la dejó caer, un billete doblado se posaba en mi palma. No quise mirarlo en su presencia, de modo que no supe su valor hasta que se hubo marchado. Antes de darme las buenas noches dijo:

—¿Puedo tener el placer de visitarla de nuevo el próximo viernes, querida?

—Ciertamente, Mr. Heely, estaré muy contenta de recibirle —repliqué.

Hasta que la puerta no se cerró detrás de él no extendí el billete doblado. Ante mi mirada sorprendida había un billete de cinco libras. Casi no podía creer lo que veía. Ciertamente, el buen viejo no estaba en sus cabales.

Inmediatamente corrí al encuentro de madame Lafronde, deposité el dinero delante de ella y le expliqué exactamente lo que había ocurrido. Escuchó con una sonrisa cínica y me lo devolvió.

—Es tuyo, niña. Yo ya tengo lo mío. Cógelo si quieres gastarlo. Si no, yo lo guardaré para ti.

—¿Todo? —pregunté con voz entrecortada.

—Naturalmente. Ahora usa la cabeza, niña, y recibirás mucho más. Yo tendré mi parte y tú puedes quedarte todo lo que él te dé. Espera un momento… —llamó, cuando di media vuelta para marcharme después de darle las gracias—. Quiero darte otro consejo. No te vanaglories de tu buena suerte delante de las otras chicas. Guárdatelo para ti. Ese monstruo de ojos verdes siempre está rondando en espera de una oportunidad de crear problemas. No les cuentes a las demás cosas que despierten su envidia.

Sólo alguien familiarizado con las circunstancias que provocaron mi antigua desgracia y que había surgido bajo las mismas condiciones contra las que ahora me advertía, podía comprender cuán profundamente me afectaban esas palabras. Allí mismo decidí mantener en el futuro toda la buena fortuna que apareciera en mi camino cuidadosamente oculta a ojos envidiosos.

En cuanto a Mr. Heely, por el momento, dejé de calentarme la cabeza intentando imaginar sus propósitos. Si deseaba pagarme cinco libras por vestirme como una muñeca o escucharle durante un par de horas, no tenía motivos para quejarme. Tanto Hester como madame Lafronde opinaban que más adelante querría hacer algo además de hablar y tenían razón en cierto sentido, pero su conducta nunca degeneró en nada de naturaleza ofensiva.

En realidad, su ingenuidad era casi patética, y a menudo sentí una punzada en la conciencia ante la extorsión que se practicaba sobre él. Pero la esquivé con el pensamiento de que sería más doloroso para él ser desilusionado que engañado. Obtenía cierta alegría de la extraña asociación, y ésta sin duda llenaba un solitario vacío en su corazón.

Durante la segunda visita pidió permiso para sentarse sobre un almohadón a mis pies, petición a la que naturalmente accedí, aunque por un momento me sentí confundida. Poco después comprendí claramente que el motivo era el vestido extremadamente corto, y verifiqué mis sospechas cuando observé ocasionales miradas encubiertas enfocadas hacia mi entrepierna.

A partir de entonces me mostré menos cuidadosa en la forma de sentarme, pero incluso en esto el amable caballero vio frustrados sus propios deseos por haberme suministrado unas bragas tan consistentes que constituían una verdadera barrera para la mirada.

Sus familiaridades fueron avanzando lenta pero progresivamente a medida que continuaban las visitas. El hecho de que se sentara en un almohadón ante mis rodillas me recordó las predicciones de Hester. Su cara estaba convenientemente cerca y me preguntaba… pero no sucedió nada de eso. Más tarde, me hizo sentar en su regazo. Eso me proporcionó una oportunidad de satisfacer mi curiosidad sobre otro punto que no había llegado a determinar.

Las prendas masculinas actuales son defectuosas en un detalle. Son propensas a revelar de forma bastante franca cierta condición física a que se ven sometidos a veces los hombres, la cual, en ocasiones, no escapa al ojo femenino observador. Nunca había observado esa condición en Mr. Heely, circunstancia que había intrigado mi curiosidad en grado sumo.

Además, su continua liberalidad comenzaba a inspirarme deseos de demostrar mi gratitud de algún modo. Saltaba a la vista que anhelaba algo, algún deseo interno que tal vez él mismo no había llegado a definir del todo, o que era demasiado tímido y reticente para expresarlo.

Y así, en parte para satisfacer mi propia curiosidad, y en parte impulsada por un deseo realmente desinteresado de darle algo a cambio de su generosidad, decidí alentarlo un poco más activamente, aun cuando ello iba contra el consejo de madame Lafronde.

Me resultaba muy difícil convencerme de que se estaba tomando en serio esa farsa de la «joven dama». ¿Cómo podía creer que era casta e inocente viviendo como vivía en una casa de prostitución y en compañía de rameras? Parecía imposible que un hombre de su edad y experiencia pudiera ser tan crédulo.

Ciertamente, él también, al igual que yo, sólo estaba fingiendo, y encontraba de esa forma alguna compensación psíquica particular que escapaba a mi comprensión. Ciertamente, en el fondo de su corazón debía saber que todo era un fraude.

Había observado que su mirada se posaba frecuentemente en mis piernas. Hay hombres para quienes las piernas femeninas son casi un fetiche. Tampoco había olvidado su inclinación a sentarse en el suelo. La próxima vez que vino después de haber tomado mi decisión, me senté en su regazo, y mientras hablaba comencé a palparme la liga, que había apretado a propósito hasta que me comprimía terriblemente la pierna, a través de la tela del vestido.

Mr. Heely —murmuré quejosa—. Tal vez podría arreglarme la liga. La hebilla está tan dura que no puedo soltarla y la liga me está partiendo la pierna. Con estas palabras, me levanté la falda del modo más casual, exhibiendo la liga, la parte superior de la media y una franja de piel desnuda más arriba.

—Mire —continué—. ¡Me ha dejado una señal en la pierna!

Bajé la media por debajo de la rodilla y enrollé la parte superior. Había una señal encarnada en torno a la pierna.

Mr. Heely fue instantáneamente todo compasión.

—Querida niña —exclamó—. ¿Por qué no me lo dijo antes? Pero si esto está tan apretado que corta la circulación de la sangre. Tenemos que abrir la hebilla y dar un poco más de elástico.

Mientras hablaba, sus dedos acariciaban tiernamente la carne magullada. Me sacó la liga. Sólo tardó un instante en abrir la hebilla y estirar la cinta, después de lo cual volvió a colocar la liga y estiró la media dejándola en su sitio sin intentar nada más.

—¿Y la otra? ¿Está apretada? Tal vez es mejor que también la arreglemos.

—Me gustaría que lo hiciera —repliqué—. Me duelen los dedos al abrir esas hebillas.

Mi otra pierna quedó desnuda más arriba de la rodilla y la segunda liga recibió sus cuidados. Pasó varios minutos frotando la pierna para restablecer la circulación interrumpida, ajustó la liga y me estiró el vestido encima de las rodillas.

—Es muy bueno conmigo, Mr. Heely, temo que nunca podré devolverle tantas atenciones.

—¿Por qué? Jessie, cariño —replicó, evidentemente encantado—. Solo estar a su lado ya es bastante recompensa. He vivido una existencia muy solitaria, querida niña, y éstas son horas felices para mí. Sólo deseo que sean la mitad de agradables para usted de lo que lo son para mí.

¿Qué podía hacer con un hombre tan ingenuo e inocente que se negaba a seguir hasta ese juego? No era suficiente que me sentara en su regazo y le permitiera jugar con mis ligas. O bien era el simplón más grande del mundo o, realmente, no deseaba nada de mí. Decidí redoblar mis esfuerzos.

—¡Son muy agradables para mí, Mr. Heely! Me siento tan bien con usted. Me gusta sentarme así en su regazo. A veces… a veces, no obstante, tengo unas sensaciones cuando estoy sentada en su regazo que no alcanzo a comprender… Le oí sobresaltarse ligeramente.

—¿Qué clase de sensaciones, cariño?

—¡Oh!, no sé… Es difícil describirlas… Una especie de temblores, sensaciones cálidas que me atraviesan. Como ahora, mientras usted me frotaba la pierna…

—¿Son sensaciones agradables, querida? —preguntó secamente.

—¡Oh sí! A veces creo que son sensaciones feas y luego pienso que no pueden ser malas si son tan agradables. ¿Cree que son sensaciones malas, Mr. Heely? —continué observando a hurtadillas sus reacciones.

—Querida niña —replicó finalmente, cogiéndome una mano entre las suyas y acariciándola—, casi no sé qué responder. Si recuerdo bien, madame Lafronde me dijo que tenías quince años. A esa edad los imperativos de la naturaleza deben aceptarse como una manifestación completamente normal de un cuerpo sano, supongo. Tengo que confesar que a menudo he dudado de la prudencia del gesto de madame Lafronde de traerla a este ambiente y con estas influencias que temo tiendan a corromper sus pensamientos. Desearía… —continuó tristemente— que me fuera posible sacarla de este ambiente discutible, pero si sugiriera algo parecido, sin duda se pondrían en duda mis motivos. De modo que todo lo que puedo hacer, querida, es ofrecerle el consejo que mis años más maduros me permiten prestar. Nunca he tenido hijas, y aunque estuve casado, perdí a mi esposa cuando los dos éramos bastante jóvenes. De modo que ahora, en la vejez, no tengo a nadie que sostener en el regazo, excepto la pequeña Jessie.

—¡Pero usted no es viejo, Mr. Heely!

Se llevó a los labios mi mano, que aún yacía entre las suyas, y la besó. No estaba tan endurecida como para no conmoverme con sus patéticas palabras, y por primera vez comprendí la situación exacta con cierto grado de claridad.

El interés de Mr. Heely por mí era desinteresado en el sentido de que no estaba impulsado por el deseo de jugar ningún fantástico juego sexual, sino más bien por los imperativos de los deseos vagos e insatisfechos de un hombre que ha vivido una vida reprimida y virtuosa y que, en el ocaso de sus días, comprendiendo que ha perdido algo vital, busca con retraso y a ciegas esa intangible sensación de plenitud que sólo se puede obtener a través de la unión corporal y espiritual con el sexo opuesto. Demasiado tarde había encontrado un presente que hubiera podido satisfacer las ansias que él mismo probablemente se habría negado a reconocer como meramente físicas; ahora debía calentar las fibras de su ser con las brasas semiapagadas de un fuego encubierto de paternalismo. Podía hacerlo sin perder el respeto de sí mismo ni sacrificar su dignidad.

Si prefería continuar aceptando su bondad indefinidamente sin pensar en compensarle de ningún modo, excepto vistiéndome conforme a su fantasía y jugando a la inocencia juvenil, podía hacerlo. Nunca haría ningún avance sexual hacia mi, excepto aquellos de naturaleza muy suave e indirecta.

Pero yo no carecía de conciencia y tampoco estaba falta de elemental espíritu de gratitud. El hombre había sido amable y generoso conmigo, y sin dudar mucho decidí encontrar una forma de proporcionar a esa alma cariñosa un momento ocasional de felicidad sazonado con ese preciso grado de sensualidad que encontraría eco en su ser y le dejaría algunos dulces recuerdos para disipar la soledad de su corazón.

Durante la semana que transcurrió antes de su próxima visita, pensé mucho en el asunto, buscando en mi memoria alguna fórmula adecuada para esas circunstancias peculiares. Concebí varias ideas y las rechacé por inadecuadas. Pero una tarde cruzó casualmente mis pensamientos el recuerdo de Mr. Peters, el relojero que nos alquilaba un cuarto cuando era niña. Mr. Heely me recordaba vagamente a Mr. Peters. Era mucho más culto y refinado, pero había cierta similitud de caracteres que hubiera sido más pronunciada si sus niveles social y educacional hubieran sido paralelos.

Sumergida en recuerdos del pasado que evocaba el pensamiento me vi otra vez como una niña de once años, deslizándome a hurtadillas en el cuarto de Mr. Peters para ser masturbada mientras permanecía de pie entre sus rodillas con las faldas levantadas. Volví a ver su rostro congestionado y las gotitas de sudor que revelaban las vibrantes emociones que debía experimentar por mi mediación a través de la estimulación manual de mi cuerpo. ¿No me había pagado para que me dejara masturbar por él y había dado otras muestras de placer al realizar el acto? Y ciertamente a mí me había causado más placer que molestias.

Y mentalmente comencé a preparar la escena para la próxima visita de Mr. Heely.

Así fue como después de efectuar el acostumbrado intercambio de trivialidades, inmediatamente comencé a caldear el ambiente preparando el curso que había decidido seguir con Mr. Heely.

Mr. Heely —comencé confiadamente—. Nunca ha visto todas las cosas preciosas que madame Lafronde compró para mi por orden suya. Son tan bonitas que mi corazón se pone a latir muy deprisa cada vez que las veo y pienso en usted.

Su cara brilló de placer.

—Creía haberlas visto todas, querida —replicó, palpando el borde de mi vestido—. Hoy mismo estaba pensando que tal vez necesite ropa nueva. Madame Lafronde dio muestras de muy buen gusto en su selección y estos vestidos de seda negra le quedan maravillosamente.

—No me refiero sólo a los vestidos —murmuré, intentando mostrar cierta confusión—. Había otras cosas, cosas hermosas; nunca las ha visto, Mr. Heely.

—Ah, quiere decir ropa interior. Es cierto, no la he visto, pero si le gusta, eso es todo lo que hace falta.

—Nunca en mi vida había tenido cosas tan bonitas, Mr. Heely. Algunos tienen preciosos encajes, parecen hechos a mano. Hester, mi amiga, dice que es encaje hecho a máquina, pero quiero mostrárselo, Mr. Heely, para que me diga si cree que es hecho a mano.

Sin esperar su respuesta bajé de sus rodillas y me dirigí a mi cómoda, entre las prendas allí guardadas extraje un par de bonitas bragas bordadas, en torno a cuyas piernas había unas finas tiras de costoso encaje. Entregándole la prenda íntima, continué comentando la calidad y la belleza del material.

—¿No cree que es encaje hecho a mano, Mr. Heely?

—En realidad, no estoy capacitado para decirlo, querida —replicó, mientras palpaba la prenda—. Todo lo que puedo decir es que parece ser un buen material, pero si está hecho a mano o a máquina, no lo sé.

—Los que llevo puestos aún son más bonitos, Mr. Heely. No me importa que me los vea puestos. Quiero que vea lo bonitos que son y lo bien que me van.

Con estas palabras, me levanté el vestido hasta que una porción de encaje, por no decir nada de un buen trozo de piel desnuda, quedó al descubierto. Lentamente giré apoyándome en la punta de los pies para que Mr. Heely pudiera admirar la perfecta artesanía de la prenda y también, por añadidura, tantos atributos físicos como pudiera captar su mirada.

Su rostro se ruborizó ligeramente y su mirada se avivó, pero las próximas palabras me aseguraron que no había fallado al blanco que me había propuesto.

—Niña, son sus bonitas piernas lo que dan belleza a la prenda. Nunca había visto un cuadro tan encantador.

Visiblemente afectado, extendió los brazos y me atrajo a su regazo. Su brazo impidió que mi vestido volviera a su lugar, y puesto que no hice ningún esfuerzo para arreglarlo me encontré sentada sobre sus rodillas con las piernas al descubierto hasta el acabamiento de las medias y más arriba. Puse un brazo sobre su hombro y me recliné en él.

Pronto sentí una mano que me acariciaba ligeramente la rodilla. Se movía lentamente arriba y abajo sobre la superficie sedosa de mi media. Permanecí muy quieta con la cabeza sobre su hombro, los ojos entrecerrados. La mano subió más y sentí el temblor de su contacto en una tímida caricia que se entretuvo un momento sobre la piel desnuda por encima de la media. Retrocedió otra vez hacia la rodilla y después de una breve vacilación volvió a avanzar hasta que finalmente la palma se apoyó sobre la curva redondeada de la piel desnuda. Mientras tanto, su otra mano pasó por debajo de mi brazo y se apoyó muy quieta sobre uno de mis pechos.

Así sentada sin nada más que el fino material de mis bragas y su propio traje entre las zonas sensibles de nuestros respectivos cuerpos, hubiera percibido fácilmente cualquier cosa en el sentido de una reacción muscular ante la incitación erótica a que estaba sometido ahora Mr. Heely.

Que no ocurriera nada confirmó mi sospecha de que ya fuera por debilidad física o posiblemente por pura inhibición mental, estaba sexualmente incapacitado en el sentido más material de la palabra. Para él no quedaban más que esas exaltaciones secundarias que nacen del estímulo psíquico, los últimos favores de la vieja Madre Naturaleza que, cubriendo del viento a la oveja herida, concede este consuelo secundario, una bendición en la mera presencia de contemplación del placer a través del resonar de un eco o el tañido de una cuerda vibrante de nuestra sensibilidad.

Segura ahora del terreno que pisaba, avancé prestamente.

Acurrucándome más contra él y apretando la presión de la mano sobre su hombro, murmuré en voz baja:

Mr. Heely, ha sido tan bueno conmigo, que debo decirle algo. Estoy terriblemente avergonzada, pero creo que debe saberlo, así podrá decirme lo que debo hacer. No puedo hablar con nadie más, no se lo podría contar a nadie más que a usted…

Su mano apretó la carne de mi pierna.

—¿Qué es eso, querida Jessie? No puedo imaginar nada que pueda contarme que deba hacerla sentirse avergonzada. Como sabe, quiero que se sienta perfectamente libre de confiarme sus preocupaciones.

—¡Oh, Mr. Heely, cuando sepa lo que es, estará terriblemente escandalizado y ya no me querrá más! Estoy tan avergonzada de decírselo que no sé si tendré valor.

Bajé los ojos en un gesto lacrimoso.

—¡Pero, querida Jessie! —exclamó Mr. Heely ahora bastante perturbado—. Le aseguro desde el fondo de mi corazón que no hay nada, absolutamente nada, que pueda disminuir mi consideración por usted. ¡Me duele que tan sólo se le ocurra esa idea!

—¡Oh, Mr. Heely!

Y aquí mis sollozos debieron ser bastante convincentes.

—¡Cree que soy una buena chica y no lo soy! Tengo los más terribles deseos cuando estoy con usted, a veces no puedo dormir nada cuando usted se marcha y otras veces tengo sueños, ¡oh!, qué sueños, me obligan a despertarme y me quedo acostada en la oscuridad pensando, y cada vez estoy peor hasta que, finalmente, bueno, tengo que… tengo que…

Hice una pausa y después de esperar un largo momento para que yo continuara, Mr. Heely susurró muy tenso:

—Tiene qué… ¿Qué tiene que hacer querida?

—¡Oh, no me obligue a decirlo! Debe adivinarlo… sin que lo diga con palabras… No quiero hacerlo… Dicen que arruina la salud de las chicas… pero simplemente no puedo dormir hasta que he disipado esa sensación. Ahora, ¿no me odia, Mr. Heely?

Cedió un poco la tensión de su mano sobre mi pierna y la mano se movió gentilmente arriba y abajo sobre la piel. Le espié a través de mis párpados entrecerrados; tenía la cara ruborizada.

—Querida niña —murmuró con voz conmovida—, ¿y creía que contarme esto disminuiría mi consideración por usted? ¿No recuerda que le dije la otra noche que algunas emociones e impulsos eran perfectamente naturales en cuerpos jóvenes y sanos? Naturalmente, nunca imaginé estar contribuyendo intencionadamente a ellas, pero, no obstante, no creo que sea tan grave como para trastornarse, excepto por lo que afecta a su reposo y su sueño. Esto… —añadió con voz turbada— es algo que tendremos que solucionar.

—¿Entonces, no cree que soy mala por sentir esas cosas, Mr. Heely?

—¡Tonterías, niña! Cualquier persona normal ha pasado por la misma experiencia durante la adolescencia. Pero debe controlarse y no adquirir hábitos que minarían su salud.

—Pero… pero… Mr. Heely, si no lo hago. ¡Pasa de todos modos mientras estoy dormida! Cuando me despierto, ¡es demasiado tarde para impedirlo! ¡Oh, Mr. Heely! Hay algo… creo que… que hay algo que me iría bien. Calmaría mis nervios y eliminaría esa sensación… Si sólo… ¡Pero cómo puedo pedirle algo así!

—¿Cómo puede continuar poniendo en duda mis deseos de hacer todo lo que esté a mi alcance por usted, pequeña Jessie? —insistió el pobre hombre con voz llena de reproche—. Si soy culpable de un modo u otro por un estado que sólo se puede aliviar espaciando mis visitas tendré que sacrificarme. ¿Cree que sería mejor para usted si no viniera? —preguntó ansioso.

—Oh, no, no, Mr. Heely. Eso no impediría que pensara en usted; sólo empeoraría las cosas.

—¿Entonces, qué piensa, pequeña? —preguntó muy aliviado—. ¡Hable con franqueza; no me ofenderé!

—Oh, Mr. Heely, es algo… Realmente ocurrió en sueños una vez. Me sentí mucho mejor entonces que cuando yo… ya sabe lo que quiero decir… y esa fea sensación no volvió por mucho tiempo, pero… —y oculté mi rostro sobre su hombro—, ¡es horrible pedirle esto!

—¡Hablaremos de eso cuando sepamos de qué se trata! —me apremió muy tenso.

—Si usted… si usted… ¡Oh!, Mr. Heely… Suena tan horrible… Pero si quisiera… Si sólo pusiera un momento la mano allí cada noche antes de marcharse… Sé que las sensaciones raras terminarían y no tendría que hacer eso por la noche.

Un temblor atravesó su cuerpo, sus brazos se aferraron convulsivamente a mí y aunque hablaba con forzada calma, supe que sentía exquisitos tormentos.

—¿Cree que eso le calmará los nervios? —preguntó con voz temblorosa.

—Estoy segura de que sí… Sé que así será… ¡Si no le importa hacerlo!

—¿Quiere que probemos esta noche?

—¡Sí, sí! —susurré.

—¿Ahora?

—¡Sí!

Había representado mi papel de ingenua impúdica autoimpuesto con tanto realismo, que inconscientemente éste se había adueñado de mi propia imaginación y por unos instantes viví realmente el papel que había adoptado.

Mientras bajaba de su regazo sentí claramente un temblor en mis rodillas, y el cálido resplandor de la excitación sexual invadió mi cuerpo. Había logrado calentarme en serio.

Con dedos temblorosos me desabroché los calzones y sin preocuparme de sacarme el vestido me tendí de espaldas sobre la cama. Cubriéndome los ojos con el antebrazo y ardiendo de expectación esperé su aproximación.

Se levantó de su silla y se sentó junto a la cama a mi lado. Dudó inseguro un instante y luego introdujo la mano bajo mi vestido. Al ver que no tenía la seguridad o la temeridad necesarias para levantarme el vestido y dejar mi cuerpo al descubierto, y habiendo logrado calentarme hasta un punto en que mi propio organismo exigía pronta satisfacción, extendí el brazo y yo misma levanté el vestido, revelando el coño que esa misma mañana había recibido nuevas atenciones depilatorias.

Igual que una corriente eléctrica se transmite de un objeto metálico a otro por contacto, así ocurre con esa misteriosa fuerza llamada excitación sexual que se transmite de un cuerpo a otro en circunstancias favorables. Había inducido deliberadamente una tensión erótica en ese hombre como probablemente no había experimentado desde hacía años. Había actuado impulsada por motivos de simpatía y no por perversión, pues, en realidad, nunca había sentido la menor inclinación sexual hacia él. Ahora, cuando hube logrado excitar con mis artificios sus pasiones estériles hasta un punto exquisito, me encontré atrapada en mi propia trampa.

Un par de minutos después de levantarme el vestido sentí su mano sobre el coño: abrí un poco más las piernas, me recosté, cerré los ojos y me dispuse a entregarme al agradable sacrificio. Sentía cómo mi clítoris, ahora excitado y erguido, temblaba impaciente de anticipación. Quería que lo frotaran vigorosamente. Pero mientras esperaba expectante no se produjo ningún movimiento de la mano que se apoyaba firmemente pero inactiva sobre él. Esperé un largo minuto y luego moví sugestivamente las caderas un par de veces. La mano continuaba inmóvil sobre el monte púbico con los dedos, también inmóviles, apoyados ligeramente a lo largo de la abertura.

Era desesperante. ¡Ese hombre no sabía absolutamente nada! Agité las caderas una, dos, varias veces. Apreté los muslos, comprimiendo los dedos entre ellos, y esa mano continuaba impasiblemente quieta.

Ahora la tensión de mis nervios era tal que hacía que cualquier demora resultara inaguantable. Cogí su mano con la mía y le imprimí un movimiento rotatorio mientras la apretaba fuertemente contra mi clítoris. Con esta fricción y presión, la corriente eléctrica de sensaciones eróticas comenzó a generarse lentamente.

Cuando su mano adoptó el ritmo adecuado, la abandoné y me recosté de nuevo para saborear la encantadora caricia hasta que de las sensaciones crecientes llegaron al punto culminante y, como un cohete de artificio, explotaron y dejaron caer sus fuegos multicolores por todo mi cuerpo.

Mr. Heely era todo ternura y solicitud mientras se inclinaba sobre mí, y no fue difícil asegurarle que me sentía enormemente aliviada y estaba segura de que dormiría y reposaría en paz.

Huelga decir que el «tratamiento» se incorporó regularmente como preventivo de ulteriores inquietudes nocturnas, y así, por el simple expediente de hacer creer al buen hombre que estaba protegiendo mi salud y mi moral masturbándome una vez por semana, encontré una forma de calentar la sangre en sus ancianas venas y recompensarle un poco su generosidad.