CAPÍTULO IX
Cuando Mr. Wainwright se sumó a mi lista de clientes fijos, tuve que recurrir a toda la filosofía acumulada. Era un hombrecillo suave, gentil, bastante apuesto en un estilo afeminado, pero muy nervioso y emotivo. Creo que no tenía más de veintiocho o treinta años.
En su aspecto no había nada particular que sugiriera la posibilidad de alguna extraña anormalidad, pero esto es lo que sucedió: en cuanto estuvimos solos en la intimidad de mi dormitorio, comenzó a cortejarme de la forma más exagerada. Palabras de galantería, adoración, y votos de eterna lealtad salían de sus labios mientras permanecía arrodillado ante mí, besándome primero las manos, luego los pies y finalmente las piernas.
Siguiendo mi costumbre cuando recibía nuevos admiradores por primera vez, estaba completamente vestida, excepto una sola prenda de la que prescindía por comodidad, tanto más cuanto que su ausencia no se advertía hasta el momento en que su presencia no tenía objeto. Sorprendida por la extraña comedia de ese hombre y no muy segura de que no estuviera bromeando, permanecí silenciosa.
Murmurando palabras de ternura y adoración, sus labios subieron gradualmente hasta mis rodillas, después de lo cual levantó el rostro y me rogó con palabras suplicantes:
—¡Oh, mi princesa encantada! Concédeme tu autorización para levantar el borde de este traje de modo que tu esclavo pueda refrescar sus ardientes labios en la dulce frescura de tus divinas piernas.
Eso era demasiado para mí.
—¡Ya puedes refrescarte, guapo! —dije riendo con una democrática sociabilidad muy poco en consonancia con el papel real que me había asignado.
Ignorando mi punzante respuesta, levantó el borde del vestido, no lo suficiente para revelar la ausencia de la prenda interior a que ya me he referido, pero lo bastante para dejar al descubierto unos cuantos centímetros de piel desnuda por encima del final de la media. Depositó más besos húmedos sobre esta carne aislada mientras oprimía al mismo tiempo mi rodilla contra su pecho, exclamando después ceremoniosamente:
—¡Hermosa princesa! —suspiró extasiado y luego en tono humilde e implorante—. ¿Su Alteza se dignaría a tenderse en el lecho y permitir que este esclavo fiel sacie su sed en la dulce fuente de la vida?
Era demasiado ridículo y me reí histéricamente, pero suponiendo que estaba dispuesto a «saciar su sed» de la forma acostumbrada, le permití que me condujera hasta la cama y me acostase, riendo todavía.
Sin prestar atención a mi hilaridad, me levantó lentamente el vestido, con exagerada deferencia, y lo dobló sobre la cintura. Contempló un largo instante mi coño desnudo que ahora estaba completamente a la vista, y luego, antes de que pudiera adivinar sus intenciones, se inclinó y puso la boca encima.
En ese momento no tenía forma de averiguar si se trataba sólo de un preparativo para un polvo ortodoxo, pero en todo caso era una agradable variación, y quedé favorablemente sorprendida. Me habían «tomado a la francesa» y en algunas ocasiones antes de ingresar en el burdel de madame Lafronde, y a veces Mr. Hayden me excitaba el clítoris con la punta de la lengua un instante cuando Hester y yo estábamos con él. Era particularmente sensible a la caricia, y a veces sentía un deseo desusado de ella, pero con excepción de Mr. Hayden, ninguno de mis clientes había tenido la idea y, naturalmente, yo nunca se lo sugeriría. En consecuencia, cuando sentí la boca de ese hombre sobre el coño y percibí el jugueteo de su lengua sobre las partes sensibles, temblé de placer, con el clítoris erguido y relajé el cuerpo para gozar mejor de la enervante caricia.
Continué activa y expertamente. Sentía mi clítoris, ahora hinchado y rígido oprimido entre sus labios. Una encantadora succión se aplicaba a él y mi organismo sexual respondía temblando, excitado con una fiebre creciente de ebullición lasciva. Cielo santo, cómo me gustaba. Si continuaba un minuto más, ciertamente pasaría algo.
Puse el cuerpo en tensión, me incorporé ligeramente apoyándome en los codos y miré hacia abajo a mi compañero. Sin que yo lo observara se había desabrochado los pantalones y se estaba masturbando violentamente. Me dejé caer con un gemido, mis ovarios temblaban ante la intoxicante incitación y un instante después fui sorprendida por el éxtasis del orgasmo.
Apenas hube liberado mis fuerzas sexuales, un sentimiento de repugnancia se apoderó de mí. No sé hasta qué punto otras mujeres se ven afectadas del mismo modo en este aspecto particular, pero durante varios minutos después de correrme, el menor contacto en el pubis me produce una desagradable sensación. Termina pronto, pero durante esos instantes no puedo soportar ni el contacto o caricia más suave. Cuando los últimos temblores del orgasmo se desvanecieron, apoyé la mano sobre su cabeza y la aparté amable pero firmemente.
Sometiéndose al gesto, liberó mi clítoris de entre sus labios cerrados. Su rostro se deslizó un poco y sus labios se aferraron a la carne en la entrepierna más abajo del pubis. Eso no me importaba, aunque esperaba que la fuerte succión que aplicaba a la carne mientras continuaba masturbándose vigorosamente me dejaría una señal.
El orgasmo que acababa de experimentar me dejó demasiado postrada para prestar mucha atención a lo que estaba haciendo, aunque lo vigilaba a través de los ojos entrecerrados. De pronto, gracias a sus propias maniobras, los chorros de semen comenzaron a fluir de su pene y mojaron todas mis piernas. En ese mismo instante, sus dientes penetraron en la carne del muslo en el lugar donde lo había estado succionando.
Solté un grito de dolor y sorpresa y salí de la cama de un salto. Le miré en un torbellino de emociones de miedo y enfado, sin saber si debía huir de la habitación o pedirle explicaciones por su brutalidad. Estaba tendido en la cama, agitándose en su propia polución, aparentemente indiferente a mis sentimientos ultrajados.
Me levanté el vestido para examinar la herida. Era menos grave de lo que había imaginado al principio, pues era muy superficial. Había mordido un pequeño repliegue de carne, suficiente para hacer salir sangre, hecho que quedaba probado por varias gotitas color rubí que se deslizaban lentamente por la cara interior del muslo. Cuando vi que no estaba tan gravemente herida como había supuesto al principio, la ira disipó el temor, y me volví furiosa hacia él.
—¿Qué clase de loco es para morderme así?
Me miró estúpidamente un instante y luego su vista bajó hasta el lugar donde se veían las gotitas rojas entre las piernas. Una expresión de arrepentimiento cubrió su cara. Se arrojó a mis pies y estrechando mis rodillas contra su pecho, me pidió que le perdonara. Ante mi sorpresa, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¿Pero por qué me hizo esto? —insistí.
—Dulce Princesa —gimoteó—, lo hice inconscientemente. Pégueme, azóteme, écheme a puntapiés, haga lo que quiera para castigarme, ¡pero no se enfade con su esclavo!
¿Qué podía hacer con un lunático como aquél?
—Bueno —dije finalmente—, lo perdonaré. ¡Pero no vuelva a hacerlo de nuevo!
Cuando se marchó observé con ojos muy abiertos la evidencia material de la sabia filosofía de madame Lafronde, pues sin preocuparse de contarlos, había dejado sobre mi tocador un pequeño fajo de billetes de banco que totalizaban una cantidad muy superior a todo lo que había recibido hasta entonces.
Después de contar el dinero, examiné la pequeña herida en la piel blanca del muslo. Había dejado de sangrar y ya no me dolía. El dinero realmente puede curar muchos males y dolencias. Era una obsesión que tenía preso al hombre, pero tentada por la irresistible magia del oro, me arriesgué a nuevos malos tratos y lo obtuve, y hoy, en la cara interna de mis muslos, justo debajo del coño, hay varias cicatrices blancas, cada una de las cuales señala un momento de locura durante el cual los dientes de un sádico mordieron mi carne mientras con su propia mano liberaba su furia sexual hasta su último tormento de expresión, al mismo tiempo que excitaba mi clítoris con su lengua.
Durante el último período que pasé encerrada en el reformatorio y durante más de cinco meses que llevaba ya trabajando con madame Lafronde, no recibí ni una línea de mi hermanastro René. Las cartas que envié a la última dirección que me había dado en Canadá volvieron por no haber sido retiradas. Su silencio me preocupaba mucho. No sabía qué desgracia le habría ocurrido, pero sospechaba que al no poder enviarme dinero, tenía vergüenza de escribir.
Un día, mientras pensaba en él recordé que en nuestro antiguo barrio vivía un chico por el que René sentía gran afecto, y se me ocurrió escribir a este chico, o joven que es lo que ahora era, si aún estaba vivo, por si casualmente tenías noticias de René.
Lo hice obedeciendo a un impulso, pero la respuesta que llegó a vuelta de correo era negativa. No había recibido ninguna carta de René desde una época que coincidía con aquella en que yo estaba en contacto con él, y también comentaba el hecho de que una carta que había enviado a la última dirección que le había dado René le había sido devuelta. Así, mi satisfacción y éxito material se veían ensombrecidos por la preocupación de que le hubiera ocurrido algo a René, cuya imagen estaba profundamente grabada en mi corazón.
Acostumbrada a dormir hasta mediodía o más tarde una mañana quedé sorprendida cuando madame Lafronde me arrancó de mis sueños a la desacostumbrada hora de las nueve. Cuando estuve lo bastante despierta para sentarme en la cama y preguntar qué pasaba, me informó malhumorada de que una visita me esperaba en el salón.
Eso constituía una variación sin precedente en la rutina de la casa, y la miré sorprendida.
—¿Quién es? —pregunté asombrada.
—No te quedes sentada haciendo preguntas. Levántate, péinate, ponte una bata y baja.
Sencillamente, madame no estaba muy contenta de haberse visto obligada a levantarse a esa hora. Todo el asunto tenía algo de misterio. Mentalmente, intenté encontrar una explicación. Con gran aprensión cruzó mis pensamientos las sospechas de que todo estaba relacionado en cierto modo con el reformatorio. Tal vez habían descubierto la vida que llevaba y habían venido para detenerme. Mi cara palideció y miré a madame Lafronde. Su expresión no me dijo nada.
—¿Pasa algo malo? —murmuré.
—¡Algo malo pasará si otro día viene a verte alguien a esta hora!
—Pero… —protesté—, ¡nunca concerté una cita tan temprano con nadie!
—Oh, no es nada grave. Vamos, ponte esto —respondió, ofreciéndome la bata de levantarse—. Arréglate un poco y date prisa para que pueda acostarme de nuevo.
Muy nerviosa, me até los rizos con una cinta, me empolvé un poco la cara y la seguí escaleras abajo donde, después de indicarme el salón, me dejó y se retiró en dirección a sus propias habitaciones.
Preguntándome aún quién demonios podía haber tenido la temeridad de trastornar las tradiciones de la casa acudiendo a esa hora, abrí las cortinas y entré en la habitación.
De pie, de espaldas a mí, mirando por la ventana, se alzaba la figura de un hombre que al principio no reconocí. Me aproxime con reticencia y, al oír mis pasos, dio media vuelta y me miro.
Quedé paralizada un instante, incapaz de moverme ni de pronunciar palabra. Era René.
La carta que había escrito a su amigo aparentemente sin resultado positivo había sido finalmente el instrumento de nuestra reunión, pues a través de la dirección que había dado en la carta, René había podido localizarme sin pérdida de tiempo ni dificultades. Había acudido directamente a la casa, y madame, al ser informada de que era su hermana, había consentido en avisarme sin demora.
En un instante estuvimos uno en brazos del otro hablando los dos a la vez. Permanecí una hora sentada en su regazo, escuchando la descripción de sus aventuras y desgracias. Con expresión apesadumbrada, confesó que, como yo había adivinado, un largo período de penalidades, durante el cual había sufrido muchas vicisitudes y desengaños, había sido la causa de su silencio.
—¡Pero, cariño! —le interrumpí quejosa—, podría haberte ayudado tan fácilmente. Tengo montones de dinero ahorrado. ¡Si hubiera sabido cómo localizarte te podía haber mandado un poco!
Nuestra conversación fue interrumpida por la criada, que venía a limpiar el salón.
—Sube a mi cuarto, cariño, podemos charlar allí, y la chica nos subirá café y pasteles.
Con el brazo en torno a mi cintura subió por las escaleras alfombradas. Dentro de la habitación recogí presurosa las prendas de ropa que yacían descuidadamente por todos lados y estiré la cama desordenada, mientras René me miraba evidentemente asombrado.
—Este lugar donde estás es una casa de ésas, hermana, —musitó—. ¿Qué clase de sitio es exactamente? La vieja no quería dejarme verte hasta que le dije que eras mi hermana.
—¡Oh!, René, ¿no sabes qué clase de sitio es? —pregunté sorprendida.
—Bueno… más o menos tengo una idea. Es una espacie de casa alegre, ¿no? Lo siento, hermana. Encontraré algún trabajo y te sacaré de aquí.
—¡Pero si no quiero irme! Lo estoy pasando muy bien, ¡es cómodo y no me importa nada! ¡De verdad que no! ¡Madame Lafronde es terriblemente buena conmigo, René, y quedarás sorprendido al ver todo el dinero que tengo!
—Se supone que es una vida dura para una chica, pero tú, hermana, te ves estupendamente. Palabra de honor —añadió, de pie ante mí y sujetándome los brazos—, te veo tan joven como cuando me fui. En realidad… —continuó mirándome desconcertado—, ¡incluso te veo más joven!
Me reí mientras continuaba mirándome perplejo al tiempo que me examinaba de pies a cabeza.
—Sobre todo es el cabello. ¿Por qué te lo cortaste? ¡Te queda bien, pero pareces una cría!
—De eso se trata —repliqué con una risita—. Algunos de nuestros mejores clientes son tipos raros que no pueden tener una erección a menos que crean que se están tirando a una criatura. Mira… —añadí—, bajándome las braguitas de encaje que llevaba debajo de la bata para que pudiera ver el coño pelado——, ¡también forma parte del disfraz!
—¡Maldita sea! —exclamó René, conteniendo el aliento—. ¡Me siento raro al verlo así, hermana! Me hace pensar en cuando realmente no tenía nada. ¿Pero cómo te las arreglas para que quede tan suave? —continuó, palpándome con los dedos.
—Uso una pasta. Elimina el vello hasta la raíz. ¿Te gusta así? —pregunté, mirándole maliciosamente—. Antes creías que no valía nada hasta que no estaba cubierto de vello.
—¡Dan ganas de comerlo, hermana! Y tus piernas, hermana, siempre tuviste bonitas piernas, pero en serio, ahora son perfectas; ¡eres la chica más guapa que conozco!
¿Qué corazón femenino no palpitaría ante un cumplido tan sincero como éste?
—¡Oh, René, viejo amorcito! —murmuré, entre risas y lágrimas mientras lo abrazaba—. ¡Te eché tanto de menos! ¡Nunca he estado con un tipo que valiera ni la mitad que tú! ¡Me he pasado noches y noches despierta recordando las cosas que solíamos hacer! A veces, cuando lo estoy haciendo con otro tipo, cierro los ojos y me imagino que eres tú, ¡pero nadie puede hacer que sienta lo que me hacías sentir tú!
Mientras me aferraba a él, podía sentir contra el estómago la cálida presión de algo duro y rígido que se agitaba con vigor suficiente para que sus movimientos resultaran perceptibles a través de nuestras ropas. Bajé la mano deslizándola dentro de los pantalones y busqué el elemento perturbador. Sentí un estremecimiento mientras mis dedos se cerraban en torno al objeto turgente, y me acometió un vértigo de deseos que exigían inmediata satisfacción.
—¡Oh, René, cariño, es tan bueno tenerlo en la mano de nuevo! Pero apostaría que se ha introducido dentro de montones de chicas desde que lo tuve la última vez. ¿Son bonitas esas chicas canadienses, René? —pregunté, dejando aflorar el eterno celo femenino mientras me imaginaba a René con otras chicas.
—¡Algunas no están mal, pero nunca vi ninguna que pudiera compararse contigo, hermana! —replicó René incómodo.
—¡Vamos, René! —insinué—, ¡hagámoslo en seguida! Nadie se ha levantado todavía, pero cuando las chicas se despierten tendré que presentártelas.
Corrí a la cama y en un abrir y cerrar de ojos el objeto por el que palpitaba con tal ardor penetró en mi carne temblorosa. Con los brazos entrelazados en torno al cuello de René gemí y aspiré y recibí sus golpes en un regular frenesí de emoción. Penetró, hasta que pude sentir su vello rizado sobre mis partes desnudas, y como si esta penetración no fuera suficiente me levanté tendiéndome hacia él y apreté con todas mis fuerzas para que llegara hasta las últimas profundidades de mi ser. Gimiendo, agitándome, suspirando y murmurando expresiones histéricas, me aferré a él, con los brazos en torno a su cuello y las piernas apoyadas contra su vientre mientras mis caderas se agitaban para obligarle a verter lo más rápidamente posible el bálsamo apaciguador que ansiaba mi cuerpo.
Apenas me recuperé de mi primer orgasmo, se oyó un discreto golpe en la puerta. Mientras René se abrochaba apresuradamente cogí la bandeja con café y tostadas de manos de la criada. Mis manos temblaban por el reciente arrebato y tenía el rostro ruborizado y ardiendo.
Disfrutamos otra hora con el café, charlando, riendo, recordando pequeños incidentes que destacaban prominentemente en medio de nuestros recuerdos del pasado.
—¿Recuerdas cuando la madre de la pequeña Marshall te encontró haciéndolo con ella en la carbonera?
—¡Ya lo creo! Me dio una azotaina tan fuerte con un viejo cinturón, que no pude caminar durante toda una semana. ¿Recuerdas cómo Mr. Peters me mandaba hacer recados para que te quedaras sola en la casa y así poder masturbarte con los dedos?
Y así, sumergidos en recuerdos del pasado, algunos cómicos, otros patéticos, un poco trágicos, fue volando el tiempo, y el ruido de movimientos y conversaciones en la casa me recordó que ya era pasado mediodía.
—Voy a buscar a Hester para presentártela. Es la chica que estaba conmigo en el reformatorio. Es mi mejor amiga; de no ser por ella, no sé qué hubiera sido de mí.
Me levanté de un salto y corrí al dormitorio de Hester. La encontré despierta y entregada lánguidamente a la tarea de peinar su hermosa cabellera.
—¡Oh, Hester, tengo la sorpresa más grande del mundo! Empólvate la nariz y corre a mi habitación. ¡Alguien está esperando verte! ¡Es mi hermano René, que ha vuelto de Canadá! ¡Vino esta mañana a las nueve y madame Lafronde me despertó! Apuesto que te enamorarás de él cuando lo veas; ¡es el tipo más guapo del mundo!
Mi excitación era contagiosa, y Hester corrió a arreglarse. Cuando estuvo lista, la conduje a mi habitación, donde nos esperaba René.
—Ésta es Hester, mi mejor amiga, René. ¡Después de ti es la persona que quiero más en el mundo!
—¡No te lo reprocho, hermana! —exclamó René, mientras se levantaba de un salto y observaba lleno de admiración la belleza morena de Hester—. ¡Yo también podría quererla sin mucho esfuerzo!
—Bueno —dije muy seria—, es la única chica del mundo bastante buena para ti y tú eres el único tipo del mundo bastante bueno para ella, de modo que sólo hay una conclusión lógica.
Hester se quedó con nosotros hasta que, a pesar de mis protestas en sentido contrario, consideró que desearíamos estar solos, y prometiendo volver a ver a René antes de que se marchara, salió, cerrando la puerta tras de sí.
René quería irse hacia la una y media, y ansiosa de estar tan cerca suyo como fuera posible durante el resto de su visita, volví a sentarme en su regazo. Poco después, nuevas tentaciones comenzaron a asaltarme. Palpé sus ropas con la mano hasta encontrar lo que buscaba. Se irguió automáticamente bajo mis dedos. Lo palpé algunos instantes, sorprendida de la rápida transformación y la significativa «agitación que había despertado mi mano».
—¡Una vez más… antes de que te vayas! —susurré, apretándola muy fuerte.
—¡Estaba pensando lo mismo! —replicó prestamente.
—¡Tú te acuestas debajo y dejas que yo me suba encima, como hacíamos en la buhardilla! —sugerí.
—Me va perfectamente.
Y así fue como Hester, que había regresado para despedirse de René tal como había prometido, al abrir la puerta se enfrentó con una visión muy poética.
Para obtener mayor libertad de movimientos, me había quitado la bata y, tendida encima de René con el trasero al aire, estaba subiendo y bajando sobre el pivote central que se alzaba en su vientre.
—¡A-ah!… —balbuceó—, no creí que… perdón lo siento… —y cerró la puerta huyendo precipitadamente.
—¡Me olvidé de cerrar la puerta! —murmuré con expresión culpable.
—¡No es la primera vez, hermana! —replicó.
—Bueno, aquí no tiene importancia —contesté, reanudando mis esfuerzos por alcanzar el objetivo que había sido mi máximo interés hasta el momento de la interrupción.
Cuando la naturaleza hubo seguido su curso agradable y satisfactorio y los fuegos interiores que me consumían fueron apagados temporalmente de nuevo con una copiosa ducha de esperma masculino, René se marchó.
Hester no había vuelto, y en cuanto me hube despedido de René en la puerta, subí a su habitación.
—¡Jessie! —exclamó—, ¡podrían haberme derribado con una pluma!
—Oh, no tiene importancia —respondí despreocupadamente, creyendo que se refería a haber abierto la puerta sin llamar—. No ofendió tu pudor, ¿verdad?
—¡Pero… pero… tu propio hermano! —susurró, en voz baja, escandalizada.
Por un instante no logré comprender el alcance de sus palabras. Cuando lo vi claro, me puse a reír.
—¡No lo sabías, ja, ja, ja! ¡No te lo había dicho! René no es mi hermano de verdad, no tenemos ninguna relación carnal, es sólo un hermanastro.
Una expresión de alivio cubrió el rostro de Hester.
—¡Jessie, no! ¡Nunca me lo habías dicho! Solías hablar de él en el reformatorio, pero nunca dijiste que no era tu hermano de verdad. ¡Diantre! Nunca me llevé tal sorpresa como cuando abrí esa puerta y te vi encima de él, ¡desnuda! ¡Apenas podía creer lo que veían mis ojos!
—¡Sólo estábamos reanudando una antigua relación amorosa que empezamos cuando él tenía ocho años y yo seis! —respondí, riendo—. ¿Qué te pareció él?
—Bueno —contestó con una sonrisa—, bajemos ahora mismo y vamos a decirle a Lafronde que acabamos de descubrir que somos hermanas perdidas. ¡Para que la próxima vez que venga, pueda ser un hermano para las dos!