CAPÍTULO XIII
Pasó toda la semana y estaba esperando la segunda visita de Monty. Me había enviado una nota, redactada en términos afectuosos, asegurándome que vendría sin falta.
Sólo dos de mis antiguos clientes continuaban acudiendo con fiel regularidad: Mr. Thomas y el afeminado Wainwright. El pobre papá Heely estaba en un hospital, una depresión nerviosa, según los informes. Me pregunté, culpable, si la excitación que le causaban mis manejos tenía algo que ver con su enfermedad. Me fascinaba enormemente el papel de Señorita Inocencia que había elaborado para reconfortarlo, y había llegado a grandes extremos inventando situaciones eróticas que se le pudieran presentar bajo forma de confidencias «juveniles». Era físicamente incapaz de saborear los placeres más materiales de la concupiscencia y había sustituido esa carencia con extravagancias mentales y visuales hábilmente inventadas. Probablemente me había pasado de la raya en mi entusiasmo y lo había mandado a un hospital psquiátrico.
Mr. Castie, simplemente había desaparecido. Además de Monty tenía otro cliente nuevo desde hacía varias semanas con cualidades indiferentes, que hasta entonces no se había distinguido por ninguna excentricidad digna de mención excepto una: requería que estuviera completamente vestida con motivo de sus visitas y que le permitiera desnudarme. Con ceremonial dignidad, me despojaba de mis prendas una a una hasta que permanecía de pie frente a él como una Eva moderna sin hoja de parra. Lo que ocurría después era de una regularidad ortodoxa, un procedimiento sancionado por una costumbre que se remonta a los tiempos más prehistóricos que yo sepa. En otras palabras, hacía exactamente lo que los hombres vienen haciendo a las chicas desde el despertar de los tiempos.
Monty me había pedido que tuviera substanciales reservas de licor a su disposición para sus futuras visitas, y había cumplido la demanda. En una mesita junto a la cama había una botella de cuarto de whisky escocés de una marca indicada por él, junto con un sifón de soda y vasos.
Tarareaba una canción mientras permanecía ante el espejo para una inspección de último minuto a fin de asegurarme de que mi cara estuviera bien empolvada y mis labios con el tono de rojo correcto. Pero no pensaba en la canción, y sólo casualmente en la cara que se reflejaba en las profundidades del gran espejo. Estaba pensando, con deliciosos estremecimientos de anticipación, en las numerosas horas de desenfreno que constituían mi inmediata perspectiva. Estaba segura de que me jodería de nuevo «a la francesa», ¿pues no le había confesado mi predilección por la delicada caricia? Y si lo hacía y se portaba bien en otro sentido, bueno, a lo mejor, se lo devolvería haciéndole otra vez lo que había hecho para despertarlo.
Hester, decía que cuando una chica empezaba así estaba perdida, pues llegaba a dominarla. Tonterías. Eso podía ser cierto en algunos casos y en otros no. Hester tenía buenas intenciones, pero no me conocía tan bien como creía. Esa noche ella también tenía una cita de dormitorio, pero se había escabullido un par de minutos para hablar conmigo.
—¡Ten cuidado con ese tal Austin, Jessie! ¡No es tu tipo!
¡Realmente no era mi tipo! ¿Qué clase de hombre creía ella que era mi tipo? ¿Un viejo inocente senil como papá Heely, o un loco pervertido como Mr. Castle, cuya única ambición en la vida consistía en darle por el culo a una chica, o un semilunático como Wainwright, que pagaba a una chica para que lo dejara masturbarse sobre sus piernas?
De todo lo cual puede deducirse que estaba bien convencida de que sabía mejor que Hester qué era lo que quería.
En la imagen del espejo, vi cómo se abría suavemente la puerta y apareció el rostro del hombre en el que estaba pensando. Fingí no haber observado su entrada, y un segundo después me agarró por detrás. Con las piernas colgando sobre su brazo me levantó en el aire y hundió el rostro en mi pecho. Sentí su cálido aliento sobre los senos mientras lo impulsaba a través del tejido de las escasas prendas que los cubrían.
—Le parece bonito entrar así en el dormitorio de una dama, sin ni siquiera llamar —le reñí bromeando—. ¿Imagínese que hubiera estado haciendo algo que no quería que viera?
—¡En ese caso, hubiera cerrado los ojos! —respondió—. ¿Pero qué podía estar haciendo que no quisiera que yo viese?
—A veces las chicas juegan con su cuerpo cuando tienen malos pensamientos, ¡y no les gustaría que un hombre viera eso!
—¡Ja! —rió, mientras me depositaba de nuevo en el suelo y se sacaba los guantes—. No estás confesando que te masturbas, ¿verdad?
—¿Cree que se lo diría si lo hiciera?
—¡Claro que no! Eso es algo que ninguna mujer confiesa nunca a un hombre.
—Bueno, prepárese para un golpe entonces. Lo hago a menudo.
—¡Sorprendente! ¡He conocido montones de jovencitas y mujeres, y eres la única que se masturba!
—¿Cómo sabe que las otras no lo hacían?
—Porque se lo pregunté y dijeron que no. ¡Te felicito! ¡Has subido diez puntos más!
—¿Porque me hago pajas?
—¡No!, ¡porque lo admites! ¡Nena, me has dado una idea! Voy a… pero espera… te lo diré después.
—¡Dígamelo ahora!
—No; pongámonos cómodos y tomemos un trago primero. Quiero decirte montones de cosas.
—De acuerdo, pero es cruel despertar la curiosidad de una mujer y luego hacerla esperar.
—Dejemos que tu curiosidad sufra algunos minutos. Pronto quedará satisfecha.
—Bueno, déme sus cosas entonces. Ahora siéntese en esa silla y acomódese. Aquí tiene whisky y soda tal como me indicó.
—También es para ti. ¿Te gusta, verdad?
—Sí, pero el problema es que, después de beber tres vasos, pierdo toda mi modestia virginal.
—¡Tanto mejor! ¡Tómate tres vasos ahora mismo!
Me reí.
—Ahí va el primero. Ahora se ha disipado la tercera parte de mi modestia. ¿Qué es lo primero que tiene que decirme? Espero que sea algo agradable.
—Primero, quiero decirte que estás espléndida. Eres una chica muy guapa, no importa lo que lleves puesto, o no lleves puesto, naturalmente, pero estos vestidos, tienen una sofisticación infantil que resulta irresistible. Son diabólicamente ingenuos. ¿Son idea tuya o alguien los pensó para ti?
El vestido al que se refería, como habrán adivinado, era otro de los trajecitos de niña que había pagado papá Heely. Había usado uno la semana pasada y parecía haber gustado a Monty, ante lo cual escogí otro para la presente ocasión. Era un traje de una pieza de seda negra con un cinturón blanco y largas mangas muy estrechas. Los puños, cuello y pechera estaban plisados y bordeados de encaje de color crema.
Para llevar con esos vestidos tenía unos zapatos españoles de tacón alto y medias de seda negra que llegaban justo encima de la rodilla y se sostenían con ligas elásticas. Exceptuando un detalle, el traje era eminentemente respetable. Ese detalle era lo extremadamente corto que era el vestido. Apenas me llegaba a la rodilla cuando estaba de pie, y cuando me sentaba en una postura normal no quedaba material para estirarlo de forma decente: el vestido era juvenil, pero mis piernas no. Cuando observé la inclinación de papá Heely a sentarse en el suelo a mis pies, adiviné fácilmente el motivo, y ustedes también pueden adivinarlo.
Esa noche, por ciertas razones optimistas relacionadas con lo que Monty había hecho de entrada en su visita anterior, no me había puesto bragas, y bajo el traje de seda negra no llevaba nada más que unas enaguas de seda transparente y sostenes.
Titubeé ante esa última pregunta, pues no deseaba revelarle el origen exacto de los vestidos, y no insistió, visto lo cual dejé pasar la pregunta sin respuesta.
—¿Qué más quiere decirme?
—Bueno, también quiero decirte que me he pasado toda la semana pensando sólo en ti. Lo pasé tan maravillosamente bien cuando estuve aquí la última vez, que no has abandonado ni un momento mis pensamientos. Mi hermanito ha estado constantemente excitado. A veces hasta resulta molesto, no sabes. Anteanoche pensé que realmente tenía que hacer algo con él. Probé la puerta de mi mujer y no estaba cerrada, de modo que entré. Estaba dormida, o lo que consideré más probable, fingiendo que estaba dormida. Éste es el momento, pensé, mientras la destapaba; la chica está aquí y ahí está el lugar apropiado en el centro de su nidito. Si no hubiera estado borracho, lo hubiera pensado mejor. Esto es lo que recibí.
Y volviendo la cara indicó algo que yo aún no había observado; tres largas cicatrices a medio cerrar que le recorrían la mejilla de arriba abajo.
—¡Cielo santo! —exclamé—. Si es así y no le importa, ¿por qué quiere hacerlo con ella?
—Cualquier puerto es bueno cuando hay tempestad —respondió con rudeza, encogiéndose de hombros—. Un hombre no puede dominar siempre su polla.
—¡Bueno, me parece raro! Si fuera hombre y no me gustara una mujer, ¡estoy segura de que no querría follármela!
—Eso es lo que crees, nena. Cuando un hombre está en cierto estado, tiene que hacer algo. Cuando estuve en Sudáfrica, incluso jodí con chicas cafres con huesos en el pelo.
—Y así, le arañaron su bonita cara. Le estuvo bien. ¿Eso es todo lo que recibió?
—De efectivo, sí. Hubo bastantes comentarios y observaciones de tipo interesante por añadidura.
No pude dejar de reír, pero al mismo tiempo, en lo más profundo de mi ser, comencé a sentir una comezón de celos porque hubiera deseado hacerlo con ella.
—¿Su mujer es bonita? —pregunté de pronto.
—Comparada contigo, tan bonita como una polilla comparada con una hermosa mariposa exótica.
Sus palabras aliviaron la vaga inquietud que había hecho presa de mí, y por el momento olvidé la cuestión.
—¿Qué más quiere decirme?
—Quiero preguntarte algo. Imagínate que quisiera llevarte alguna noche a un espectáculo, un cabaret, una fiesta, o tal vez a pasar la noche en un hotel, ¿podrías salir?
—Supongo que sí, tendría que preguntárselo a madame Lafronde. No le gusta que las chicas salgan, pero a veces se les permite. Nunca he pasado toda la noche fuera. Supongo que si le diera algo extra podría conseguir que me dejara salir, tal vez.
—De acuerdo; eso es. No puede tenerte en cautiverio. Si se pone terca, arreglaré las cosas. Y ahora que las preliminares están resueltas, la pregunta apremiante es: ¿cómo pasaremos la noche para aprovecharla al máximo?
Me acerqué mucho a él y haciendo trompeta con las manos en torno a los labios, le susurré lentamente:
—¡J o d i e n d o!
—¡Aprobado por unanimidad! ¡Empecemos!
—¿Me desvisto ahora?
—No, primero quiero gozar un poco de ese vestido, si no te importa arrugarlo. Acostémonos en la cama y juguemos un poco.
—¡De acuerdo!
—Pero espera… olvidé algo…
Iba a decirme algo más, empezó a decírmelo y luego dijo que me lo diría más tarde.
—¡Ah, sí! —exclamó riendo, reclinándose en la silla—. ¡Antes de empezar creo que es mejor que te tomes esas otras dos copas!
—¡Oh! Es algo que va a afectar mi pudor, ¿verdad?
—Mejor que no preguntes nada hasta haberte tomado esas copas.
—¡Me está matando de curiosidad! De acuerdo, ahí va una… y… ahí va la otra. En conjunto suman tres. ¡Mi pudor está ahora bien adormecido!
—Bueno —dijo, riendo todavía—, tú hiciste que se me ocurriera con tus tonterías de las pajas. Me hiciste pensar en algo curioso, una laguna en mi vida. He recorrido todo el mundo, he vivido más o menos con una docena de mujeres y he gozado los favores transitorios de centenares de ellas. He visto toda clase de espectáculos y exhibiciones sensuales y, si alguien me hubiera preguntado, habría jurado que no había ni un solo acto de toda la enciclopedia de las artes sexuales que no hubiera presenciado. He visto verdaderas violaciones de vírgenes en El Cairo. Pero mientras bromeaba sobre las pajas, se me ocurrió que nunca había visto a una chica masturbándose de verdad. Quiero decir, como si estuviera sola y nadie la estuviera mirando en ese momento.
—¡Cielo santo! ¡Ya sé lo que sigue! ¡Déme otro trago, rápido! ¡Mi pudor nunca había resistido tres copas, pero ahora se está revelando!
—¡Escucha, nena! —exclamó entre convulsiones de risa—. ¡Algo se ha estado revelando en mí toda la semana por culpa tuya! He intentado controlarlo todo el rato, pero está dispuesto a dispararse a la menor provocación, y creo que es mejor no exponerlo a ningún calor directo, es decir, ¡si quiero que esté en forma unas cuantas horas!
—¡Qué agradable modo de decir que quiere conservar una erección! De acuerdo, ¿qué pinto yo en este cuadro?
—Bueno, la idea que me hiciste venir a la cabeza, y teniendo en cuenta tus inagotables recursos, pensé que posiblemente tendrías la amabilidad de montar una pequeña función, pasártelo bien, y al mismo tiempo satisfacer mi punzante curiosidad. ¡Matar dos pájaros de un tiro, como dice el refrán!
Naturalmente, no pude contener la risa, pero al mismo tiempo algunas titilaciones eróticas que evocaba la lasciva sugerencia comenzaron a vibrar en mí, y sentía la cara ardiendo.
—Lo suponía. ¡En otras palabras, quiere ver cómo me masturbo! Bueno, lo he hecho cuando no había ningún hombre ahí. ¡Pero será la primera vez que lo hago con uno al lado!
—¿Entonces, accedes?
—¡Excelencia, soy suya, en cuerpo y alma, y su menor deseo es una orden para mí! Cómo… cómo… —exclamé, ahogándome de risa otra vez—, ¿cómo debo hacerlo?
—¡No me preguntes! ¡No sé cómo lo hacen las chicas! ¡Se supone que no estoy aquí! ¡Vas a hacerlo igual que si estuvieras sola!
—¡Muy bien! Pero es mejor que tome otro trago para estar segura de que mi pudor continuará inconsciente. ¡Nunca sufrió una prueba como ésta! Bueno, primero, oh, ha, ha, ha, ¿tengo que decirle lo que pienso mientras lo estoy haciendo, también?
—¡Eso añadiría mucho realismo!
—Bueno, primero, estoy sola, como usted dijo, y estoy pensando en algo que hice con un hombre que me gustaba… Estoy pensando en lo que usted y yo hicimos cuando estuvo aquí la otra vez…
—¡Un momento! Se supone que no estoy aquí, pero me obligas a interrumpirte un segundo. Lo que hicimos tú y yo la última vez… hicimos un montón de cosas. ¡Especifica más en favor de la claridad y el realismo!
—¡Bueno, ha, ha, ha, estoy pensando en todo lo que hicimos y especialmente en lo que me hizo primero, cuando estaba acostada aquí en la cama, antes de desvestirme!
—Sigue. Vuelvo a retirarme de la habitación.
—Estoy pensando en cómo me chupó aquí y me pongo caliente. La cosita aquí en el coño se pone dura y tengo ganas de que estuviera aquí para hacerlo de nuevo. Y mientras más pienso, peor me pongo, y pronto pienso que sería mejor hacer algo para aliviar la comezón.
»Al principio no puedo decidir si lo haré o no, y me dirijo al escritorio a buscar estas fotos y cojo ésta y la miro…
—Excúsame por entrar de nuevo, déjame ver la foto…
—Como estaba diciendo, cuando fui interrumpida por una voz fantasmagórica, miro la foto. Es una foto muy bonita de un hombre desnudo y una mujer desnuda, y el hombre ha metido la cabeza entre las piernas de la mujer y le está haciendo algo con la boca. Pienso para mis adentros que me gustaría ser esa mujer y que el hombre fuera Monty. Pero no lo son, de modo que después de mirarla un rato la guardo con las demás fotos y las escondo debajo de la ropa en el armario. Pienso que qué tiene de malo, que puedo hacerlo, un poquito al menos. De modo que vuelvo a la cama y me tiendo de espaldas, así, con las rodillas levantadas y ligeramente separadas, y me subo el vestido, así.
»Luego pongo la mano aquí abajo, así; con los dos dedos, oh, oh, oh, oh, y cierro los ojos, y ah, ah, ah, froto esta cosita dura, lenta y suavemente, sólo con la punta de los dedos, y es terriblemente agradable, y mientras más la froto…
Llegada a este punto, el realismo que había inyectado en la pantomima amenazaba con dominarme y me detuve, riendo histéricamente.
—… y mientras más froto… mientras más froto… —suspiré— más agradable es… hasta que… hasta que… esa sensación… parece estallar dentro de mí… ¡Oh!… como me está ¡PASANDO AHORA!
Sequé las lágrimas que la risa histérica me había hecho subir a los ojos. Tenía la cara encendida cuando la volví hacia mi compañero. Su rostro también estaba ruborizado; su reacción ante la representación viva no había sido menor que la mía. Saltó sobre mí y supe lo que pretendía hacer.
—¡No, no! —gemí—. ¡Ahora no! ¡Espéreme un momento! ¡Ahora estoy muerta! ¡Deje que me lave y estaré bien!
Con pasos temblorosos me dirigí al cuarto de baño y me lavé con agua tibia y perfumada. Cuando terminé, comenzaba a recuperar la vitalidad, y la cálida llama de voluptuoso deseo empezaba a reavivarse de nuevo.
—Bueno, Excelencia, ¿ha quedado satisfecha su insana curiosidad? ¡Ahora conoce el último secreto de una chica!
—¡Nena! —respondió con voz tensa—, creo que eso me afectó más que a ti. ¡Estuve a punto de correrme y no podría haber resistido ni un segundo más! Mira…
Desabrochándose la bragueta de los pantalones, sacó el pene y lo exhibió, túrgido y agitado, ante mis ojos; retiró la membrana y apareció la cabeza amoratada con límpidas gotitas de humedad.
—Sólo lágrimas de simpatía —murmuró—; no me corrí pero, estuve a punto.
Fui otra vez al cuarto de baño y traje una toalla húmeda para secar las lágrimas.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —advirtió, mientras yo manoseaba la columna palpitante—. ¡No costará mucho desencadenar la tormenta! Tendré que esperar que se apague un poco el fuego antes de meterla dentro, nena, y mientras tanto… —sonrió significativamente— y mientras tanto, puedes acostarte en la cama y yo reposaré mientras te recompenso por entretenerme de modo tan realista.
—¿Me desvisto?
—No, sólo acostarte como estabas hace unos minutos. Resultabas realmente encantadora con el vestidito levantado y el trasero blanco contra el fondo negro del vestido y las medias. Eso es… igual que estabas antes… ¡con las rodillas levantadas y las piernas separadas!
Se sentó en el borde de la cama, pasó los dedos por la cavidad que se abre entre mis piernas en una suave caricia y luego su boca descendió sobre ella.
¡Qué maravillas que puede hacer una lengua ardiente y entusiasta en el pubis de una chica! Intenté fortalecer mis nervios contra ella para prolongar la exquisita sensación, pero no sirvió de nada, no pude retenerla mucho, y demasiado pronto comencé a correrme en su boca. Cuando se desvanecieron los ecos, le aparté de mí para permanecer un rato tendida en lánguido desvanecimiento.
Sería demasiado largo relatar todo lo que sucedió a lo largo de aquellas sensuales horas de locura, aun suponiendo que pudiera recordar cada acto con sus lascivos detalles. Bastará bajar el telón con la escena final en la cual, horas más tarde, intoxicados ambos de licor y placer, volví el rostro de Monty entre mis muslos, con los cálidos labios apretados sobre mi pubis. Mi vestido, ahora desordenado y arrugado, le ocultaba a medias la cara mientras chupaba y lamía la ávida carne. Él mismo se había desvestido hacía rato y estaba completamente desnudo.
Mientras permanecía inclinado sobre mí, podía verle el pene, aún muy rígido, proyectando toda su musculosa extensión.
—¡Date media vuelta, Monty! —susurré—, ¡para que podamos hacer un sesenta y nueve!
Cambió de posición, y al instante siguiente estaba en contacto con mis labios en un húmedo beso mientras él se arrodillaba sobre mi rostro y volvía a hundir el suyo entre mis temblorosas piernas. Mis labios formaron un apretado anillo en torno a su boca y cuello y dejaron entrar al visitante.
El extraño, indescriptible sabor volvió a llenarme la boca, despertando en mí, no desagrado ni disgusto, sino una enorme voracidad de sentir cómo borboteaba como una cálida fuente en mi boca y garganta. Tan imperiosa era la necesidad, que apenas sentía la lengua penetrante que un momento antes había evocado un tormento tan exquisito. Sólo pensaba en chupar el néctar de la carne viva que encerraban mis labios, esperando recibir sus cálidos chorros en la boca.
Me haría llegar al orgasmo aún más deprisa que cuando me lamían el clítoris. Lo presentía, lo sabía, el veneno me había invadido el alma, ése, ése era el supremo acto de voluptuoso placer, y después de eso nada me haría estremecer así. Todo lo demás sería incidental, superficial, ésa era la caricia definitiva junto a la cual todas las demás palidecían en la insignificancia.