CAPÍTULO VI

Una semana transcurrió rápidamente, cada noche era una agradable repetición de la anterior, sin variaciones notables. Este período bastó para asegurar a madame Lafronde que el experimento era un éxito. La continua aprobación con que recibían los clientes mi apariencia semidesnuda, junto con otros indicios, era una prueba de que realmente constituía un atractivo que daba nueva popularidad al lugar.

Pero la intención de madame Lafronde no era limitar mis actividades a fines exhibicionistas. Ya la acosaban algunos caballeros cuyo interés por mi no se resignaba a mera satisfacción óptica, y la sutil patrona estaba dejando pasar el tiempo necesario para que la fantasía de esos caballeros se inflamara y produjera las mejores perspectivas económicas. Me reservaba para deleite sensual de una media docena de sus más excitantes y gastadores clientes. Para el resto, incluidos los habituales del salón, debía continuar siendo sólo un afrodisíaco visual.

Estas víctimas más o menos crédulas de mis encantos y devaneos vertían su plata en los amplios bolsillos de mi chaqueta de brocado, aprovechando astutamente las oportunidades que les permitía de acariciarme tentativa o superficialmente; me compraban habanos y cigarrillos, me daban generosas propinas por cualquier nimio servicio, suspiraban, y generalmente, visitaban un dormitorio con alguna de mis compañeras, donde, sin duda, gozaban de mí por aproximación, evocando visiones de mis piernas desnudas y otros presuntos encantos.

Cinco de los clientes a los que luego serví de forma más íntima se convirtieron en «fijos», es decir, exclusivamente míos, y fueron acudiendo más o menos regularmente. Un sexto, el caballero Mr. Hayden, se mantuvo fiel a lo prometido a Hester, y bien por virtud o por verdadero afecto hacia ella o impulsado por una amable generosidad para evitar herir sentimientos, insistió en tenernos a las dos a la vez y mantuvo una actitud de estricta imparcialidad.

Creo que el espíritu generoso de Hester no hubiera lamentado cederme su prioridad, pero aunque Mr. Hayden era uno de los hombres más agradables que he conocido, estaba contenta de que su sentido de la galantería me evitara verme en la situación de haber apartado su atención de quien sin duda era mi mejor y más fiel amiga. Nunca encontré otra como ella.

Clientes como Mr. Hayden, desgraciadamente siempre en minoría, constituían los aspectos brillantes y redentores de una vida viciosa y degradante en otros aspectos. Eran aquellos que, aunque una chica hubiera perdido su situación social, siempre la trataban con consideración llena de respeto. Generosos al recompensar los esfuerzos que se hacían para complacerlos, nunca solicitaban servicios pesados o denigrantes, ni eran adictos a vicios antinaturales que dejaban pálidas a aquellas prácticas sexuales consideradas generalmente como aceptables y legítimas.

También me tocó en suerte la protección de un tal Mr. Heeley, un caballero de esa deseable categoría, aunque con la desventaja secundaria de ser mucho más viejo y menos atractivo físicamente que Mr. Hayden. Había un tal Mr. Thomas, rico y de mediana edad, que había amasado su fortuna en Ceylán y siempre tenía interesantes historias que contar. Estaban Mr. Castle y Mr. Wainwright, los cuales eran adictos a excentricidades de carácter peculiar y desagradable. Al principio me quejé a madame Lafronde de que esos dos caballeros eran personajes non grata conmigo e insinué que no me importaría prescindir de sus atenciones. Me comunicó claramente que mis inclinaciones no tenían ninguna importancia al lado de las de los ricos clientes.

—Haz todo lo que quieran dentro de los límites de lo soportable. Satisface sus caprichos, rarezas, incluso aberraciones, si es posible, mientras estén dispuestos a pagar en consonancia. ¡Diviértelos, complácelos y haz que sigan viniendo tanto tiempo como puedas!

Ésa era la ley no escrita en el mundo de la prostitución. Creo que Mr. Hayden tenía unos treinta años. Podría haberme sentido fácilmente vanidosa con ese caballero de agradable conversación, educado y culto. Nunca supimos exactamente quién era con referencia al lugar que ocupaba en el mundo exterior, ni tampoco si su nombre era realmente Hayden, pues no era raro que los caballeros que frecuentaban los centros de diversión como el de madame Lafronde ocultaran prudentemente su identidad bajo nombres ficticios. Sin embargo, no cabía duda de que era un verdadero caballero.

Me gustaba mucho y creo que el afecto era correspondido en un grado aún mayor de lo que nunca manifestó, pero era de esas personas conscientes, de buen corazón, dispuestas a apartarse incluso cuando les afecta personalmente para no herir a otros, y sabía que Hester le adoraba.

Mr. Hayden tuvo el honor, si puedo decirlo así, de iniciarme en el verdadero servicio para el que me había enrolado. Mi ausencia del salón se explicó ante las numerosas preguntas con la vieja excusa «un mal período del mes, ya sabe». Hester, Mr. Hayden y yo gozamos de una exquisita cena y después nos retiramos al dormitorio de Hester donde retozamos alegremente durante una hora, revolteándonos sobre la cama con un agradable abandono mientras el vino que habíamos ingerido nos calentaba la sangre y preparaba nuestros sentidos receptivos para curiosas ideas.

Mr. Hayden era un joven sano y vigoroso, un espléndido ejemplo de perfección física. La vista de su cuerpo limpio y bien cuidado, y el magnífico miembro rígido y bien formado que quedó al descubierto cuando se desvistió, me hicieron saltar la sangre en las venas. No sabía qué procedimiento pensaba seguir para tomar dos mujeres a la vez, pero imaginaba que probablemente nos poseería por turnos, tal vez pasando alternativamente de una a otra.

Esperaba expectante que Hester tomara la iniciativa. Estaba ardiendo por dentro. Aunque me había bañado con gran cuidado poco antes, tenía el coño mojado ante la expectativa, el clítoris hinchado y palpitante. Podía excusar este ardor el hecho de que no había estado con un hombre durante tres largos años, y en el curso de este período estéril mis pasiones no habían encontrado otra salida que la que les proporcionaban mis dedos agitados, un sueño ocasional y, como he relatado, el orgasmo provocado por el supuesto masaje de Hester.

Nos acostamos en la cama una a cada lado de nuestro compañero masculino, Hester y yo desnudas a excepción de nuestras bragas, medias y zapatos, pues teníamos la intención de dejarle actuar hasta que estuviese satisfecho con nuestro juego y listo para dormir. Mr. Hayden nos acariciaba con imparcialidad durante un rato, pasando sus manos sobre nuestros pechos, toqueteándonos los pezones hasta que se pusieron firmes y rígidos y, finalmente, sus manos se desviaron hacia abajo sobre cada uno de los dos coños. El contacto de su mano cálida, que yacía sobre la mía, con uno de los dedos presionando ligeramente dentro de la hendidura produjo en mí un efecto que fue casi suficiente para poner mi mecanismo orgásmico en acción de forma inmediata. Literalmente tuve que apretar los nervios y toda mi fuerza de voluntad para evitar correrme. Si hubiese dejado que el dedo se quedase allí un poco más, o si hubiese ejercido la menor fricción, habrían fallado mis esfuerzos para restringir el orgasmo allí mismo.

Pero lo retiró después de un corto intervalo aparentemente sin haber observado mi delicada situación, e incorporando la espalda arrastró a Hester, poco a poco, contra su cuerpo hasta que consiguió ponerla a horcajadas con las rodillas de ella a cada lado de su pecho y se deslizó debajo de ella. Los rizos castaño oscuros de Hester estaban sobre su mentón y hacía falta poca imaginación para adivinar que su coño iba a ser lamido a la moda francesa.

«Si le hace eso delante de mis ojos no lo voy a poder resistir y tendré que hacer algo para detenerlo. ¡Sé que lo haré! —pensé».

A la luz de la experiencia que fui adquiriendo a lo largo de los años siguientes confieso esto: que ver a otra mujer siendo lamida a la francesa por un hombre produce en mí una reacción más violenta que cualquier otro espectáculo de naturaleza lasciva. Mis sentidos alcanzan tal frenesí a la vista de este acto, que si me dejo ir puedo tener un orgasmo sin siquiera tocarme, simplemente gracias al impulso transmitido al sistema genital a través de la trayectoria del ojo.

Después de haber acomodado a Hester cómodamente en su fuerte pecho, Mr. Hayden se acercó y me tomó por el brazo, manifestando con ese ademán que debía sentarme en medio de él, empalándome con su artefacto erecto de masculinidad, detrás de Hester. Obedeciendo sus mudas indicaciones me inclinó sobre él, pasando mi brazo alrededor Hester y juntando sus tetas regordetas en mi mano. Entonces, suavemente, sin aliento, me hundí hasta que sentí toda la longitud del glorioso y palpitante miembro dentro de la vaina de la que yo estaba provista.

Pero, por desgracia y para mi consternación, nada más notar el contacto de su rizado pelo sobre mi coño pelado, mis emociones —anulando todos los poderes de resistencia, como si se burlasen de mis inútiles esfuerzos para mantenerlas en suspenso— se rebelan incontinentes y en un segundo ya estaba jadeando, retorciéndome y suspirando en un paroxismo de éxtasis apasionado.

A medida que las reverberaciones desaparecen poco a poco y mis pensamientos adquieren una apariencia de coherencia, me lleno de mortificación. ¿Qué pensará Mr. Hayden de mi increíble lubricidad y precipitación? Hester, sorprendida al principio, se había girado, y después se echó a reír.

—¿Qué ha pasado? —preguntó jadeando.

—¡¡No lo sé!! ¡No pude evitarlo! —respondí, avergonzada.

Mr. Hayden también se estaba riendo.

—Es usted una trabajadora rápida, Hermana, —dijo sacudiéndose, y al darse cuenta de que yo, al menos en ese momento, estaba agotada por el orgasmo, agregó compasivamente—: ¡Mejor baje y descanse un momento mientras Hester y yo continuamos sin usted!

Me bajé de la cama y noté cómo todavía tenía mi cuerpo temblando. Mr. Hayden rodeando con sus manos las rodillas de Hester la empujó hacia atrás para situarla en el lugar que yo había dejado vacante, y un instante después su polla se deslizó entre sus piernas. En cuclillas encima de él, apoyándose sobre las manos, Hester subía y bajaba suavemente sobre el eje reluciente, alternando de vez en cuando un movimiento circular de sus caderas mientras se dejaba caer sobre su miembro, ocultándolo completamente de mi vista.

Mientras contemplaba ese juego sensual, mis propias pasiones comenzaron a excitarse de nuevo. Respondiendo a un impulso repentino introduje la mano entre las piernas de Hester y apreté los dedos en torno a la base de la columna blanca que la penetraba. Cada vez que ella bajaba, mi mano quedaba comprimida entre los dos cuerpos, y cada vez que sentía un apretón mi propio clítoris temblaba con simpatía.

Hester comenzó a gemir suavemente. Un delicado color inundó sus lindas mejillas y sus movimientos se hicieron más vigorosos. Cuando percibí la presión creciente de su coño húmedo apoyado sobre mi puño y las fuertes y regulares pulsaciones de la carne dura que apretaba mis dedos, los fuegos de un placer renovado comenzaron a arder dentro de mí. Mi potencia sexual había vuelto con la plenitud de sus fuerzas.

En este momento oportuno, Mr. Hayden le murmuró algo a Hester. Esta cedió instantáneamente el puesto de honor, se deslizó hacia adelante, y volvió a inclinarse sobre su cara. Un segundo después estaba en el trono que ella había dejado vacante y, asiéndola por detrás, comencé a agitarme respondiendo a la penetración del rígido cuerpo que me traspasaba y me llenaba de un excitante calor.

Acompañando los suaves gemidos de Hester mientras una lengua vigorosa y activa hacia resonar su organismo, alcancé mi propio éxtasis y me aferre a ella, medio desvanecida, mientras los chorros de bálsamo de vida caían sobre mi vientre.

Ya no era una novicia. Me había graduado del estado barato de callejera y era una practicante completa de la profesión más vieja del mundo.

Mr. Hayden acudió regularmente, fiel a su programa de imparcialidad, y sus visitas eran interludios en los cuales tanto Hester como yo olvidábamos las sórdidas circunstancias de puro comercio bajo las cuales prostituíamos nuestros cuerpos, y gozábamos como sanos y robustos animalitos.