CAPÍTULO X
Los días se convirtieron en semanas, las semanas, imperceptiblemente, en meses, y casi antes de que pudiera darme cuenta, había pasado un año. Excluyendo los pocos incidentes desagradables de tipo secundario como los que acabo de describir, en conjunto el tiempo había pasado de forma agradable y rentable.
Milagrosamente, me había librado de los tres problemas cuyas sombras amenazadoras siguen siempre de cerca a aquellas que comercian con sus favores sexuales: la sífilis, la gonorrea y el embarazo: los tres jinetes del Apocalipsis de la prostituta.
Mi salud era buena y había aumentado de peso, adquiriendo un par de kilos que mejoraban mi figura, aunque a costa de parte de la esbeltez femenina que al principio había sido un atributo tan valioso. Sin embargo, ya hacía tiempo que venía observando un cambio gradual en mi organismo físico, que se hacía cada vez más pronunciado, y esta situación no es corriente en los ambientes que frecuentaba.
Voy a decir las cosas claras. La sensibilidad sexual, que es la capacidad de responder fácil y activamente a la excitación erótica, disminuye con rapidez en la mayoría de prostitutas profesionales, que están obligadas a ejercer sus funciones sexuales con una frecuencia que excede mucho las previsiones de la naturaleza. El acto sexual se convierte en una mera rutina en la cual el placer o el orgasmo sólo son simulados para satisfacer la vanidad del cliente.
Gimen y suspiran y murmuran frases apasionadas, pero si se pudieran leer sus pensamientos, la despiadada burla quedaría al descubierto, pues una sola idea los ocupa: el deseo de acabar y librarse del hombre lo más pronto posible.
Ésta es la norma que debería haberse aplicado en mi caso, pero no fue así.
Deseos que debían haber quedado apaciguados por una satisfacción muy frecuente se calmaban sólo un instante, y casi inmediatamente renacían de nuevo con redoblada insistencia. Y la tendencia iba en aumento. Por extraño que parezca, a veces, después de haber experimentado media docena de orgasmos en una sola tarde, estaba obligada a masturbarme antes de lograr dormir. Patológica y físicamente, tenía una hiperpotencia sexual; estaba destinada, aparentemente por la madre naturaleza misma, a ser una ramera.
En ese momento propicio apareció, por primera vez, una influencia realmente siniestra en el horizonte de mi vida. Y aunque yo misma percibía un espíritu de perversidad en esa influencia, me sentía atraída hacia ella como una polilla hacia la luz de la vela. A sabiendas de que el destino que representaba era el mal, no deseaba resistirme a ella.
Montague Austin —¡qué recuerdos evoca este nombre!—. Recuerdos de pasión, crueldad, horror, mezclados con el penetrante e intoxicador veneno de una lujuria trascendental que no conocía otra ley que la satisfacción de su propio frenesí.
Teóricamente, yo estaba chiflada por ese hombre, pero nunca lo amé, ni lo creí. No, no lo amaba, pero amaba los locos arrebatos, el exquisito tormento de lujuria que tenía el poder de despertar en mí, como ningún otro hombre que haya conocido antes o después. Como una adicta a los sueños placenteros del opio, me convertí en una adicta a Montague Austin. Era para mí una droga fatal que me tenía presa voluntariamente en su abrazo.
Por primera vez, al insinuar el tema de un nuevo cliente para mí, madame Lafronde manifestó una duda en cuanto a la prudencia de poder someter mi juventud y experiencia a la prueba que comprendía que supondría una relación con Montague Austin.
Sólo había visto al hombre una vez; no era un cliente habitual de madame Lafronde, pero sus sistemas para obtener información eran tales que en menos de veinticuatro horas estaba al corriente de su posición social, ingresos y aquellas partes de su vida que podían descubrirse con esta investigación. Toda la información, excepto aquella relacionada con su situación económica, era desfavorable. Resumió su opinión en una sola palabra expresiva: carroña. Pero tenía dinero, y el dinero tapa una serie de cualidades objetables que en otro caso serían imperdonables. Posiblemente, si actuaba con tacto y vigilancia, podría manejarlo.
En cuanto a mí misma, era la última en dudar de mis habilidades, de modo que finalmente, y con claras reticencias, madame Lafronde cedió a mi seguridad complaciente y optimista.
Ahora echemos una breve ojeada al hombre en sí.
Cuando se cruzaron nuestros destinos, tenía treinta y cuatro años. Hijo menor de un noble aristócrata inglés, había heredado dinero y posición social. La posición social había quedado mermada por sus aventuras disolutas, el dinero se había disipado en parte, pero aún quedaba bastante para que se le pudiera considerar un hombre rico. Estaba casado, mas, según rumores, su comportamiento había provocado un distanciamiento irreconciliable con su consorte.
A primera vista se podía calificar a Montague Austin como un hombre extraordinariamente apuesto. Pero una observación menos somera no hubiera dejado de descubrir signos de un carácter cínico y algo cruel en su cara de belleza morena y boca fina. Un poco más alto que la media, y notablemente favorecido con otros atributos físicos, era una figura idónea para intrigar realmente la imaginación femenina.
Con mi chaqueta de brocado, zapatos de tacón alto y mi gorra de granadero muy inclinada, realizaba mis funciones habituales una noche cuando de pronto sentí que me agarraban por detrás, y al volver la cara vi el rostro de sonrisa cínica de un hombre que no había visto nunca entre nuestros clientes del salón. Me detuve, esperando que me soltara, pero en vez de hacerlo me rodeó con un brazo en torno a las caderas y me levantó en el aire, con la bandeja de los cigarrillos y todo.
—Hay una marea en los asuntos de los hombres —dijo— que, si se sigue a tiempo, conduce a la fortuna. ¡Nena, tú eres la ola de mi marea, la que he estado esperando toda mi vida!
Soltó esta declaración con una solemnidad y seriedad tan bien simuladas, que todos los que pudieron oírlo rieron, y yo misma tampoco pude contener una sonrisa.
—Creo que usted es una ola de marea —repliqué—, pues me veo izada por los aires. Si tiene la amabilidad de soltarme, tal vez le permita comprarme un paquete de habanos.
—¡Cielo santo! —exclamó trágicamente—. ¡Pregona habanos mientras arde Roma! ¡Me muero por un beso y me ofrece nicotina!
—¡Oh, está bien! —dije riendo, y le besé ligeramente en la mejilla—. ¡Ahora sea bueno y suélteme!
Me depositó en el suelo, pero siguió manteniéndome prisionera con un brazo bajo el mío.
Cediendo a su insinuación, dejé la bandeja de los cigarrillos sobre una mesa, le acompañé a un rincón apartado de la sala y me senté en sus rodillas.
Abandonando su actitud jocosa, inmediatamente se puso serio y pidió una cita en el dormitorio. Un temblor atravesó mi cuerpo mientras sus dedos jugueteaban con los pezones de mis pechos. Le miré a los ojos, pero pronto bajé la vista cuando se materializó algo de la lujuriosa obsesión que me dominaría después. Comprendiendo que era absurdo contarle cuentos de hadas a ese hombre, le expliqué francamente que no estaba autorizada a concertar citas si no era a través de la intervención de madame Lafronde.
—Ah, comprendo —replicó, captando inmediatamente la situación—; eres una atracción especial. Tanto mejor, le hablaré inmediatamente y supongo que no vale la pena entretenerme antes de hacerlo.
—Todas las otras chicas pueden concertar citas —exclamé.
—Gracias por la información —respondió secamente—, pero les has quitado toda oportunidad. Ni siquiera podría tener una erección con ninguna de ellas ahora.
—Tengo una amiga aquí —murmuré, buscando a Hester con la mirada—. Esa chica morena, ahí junto a la puerta. Puede hacer que cualquiera tenga una erección. ¿Quiere que se la presente?
—No, gracias —respondió mirando ligeramente en la dirección que le indicaba—. Ahora, o tú o nadie. ¿Cuándo puedo hablar con tu patrona?
—Le diré que quiere hablar con ella, pero no creo que sirva de nada.
—Posiblemente puedas convencerla. ¿Cómo te llamas, guapa?
—Jessie —repliqué.
—Bonito nombre. El mío es Austin, Montague Austin, Monty para ti. Vamos, corre y dile a la vieja que quiero hablar con ella en privado.
Ya he expuesto el resultado de su entrevista con madame Lafronde. Puesto que por aquel entonces me había convertido en toda una atracción del salón, ya que además de mis primeras funciones había aprendido una serie de canciones obscenas y danzas sugestivas, tenía cierta reticencia a conceder las primeras horas de la noche, pero llegó a un acuerdo por el cual Montague Austin, o Monty como le llamaré a partir de ahora, debía gozar de prerrogativas exclusivas sobre mi persona una noche por semana. Una sensación de lujuriosa excitación me invadía mientras me preparaba para nuestra primera cita. Últimamente había observado que las ansias de un orgasmo repetido con más frecuencia crecían en mí. Parecía que por frecuente que fuera, el deseo nunca quedaba completamente satisfecho. Incluso los dos o tres clientes sexualmente potentes que tenía me dejaban ahora con la irritante sensación de una mujer cuyas pasiones han sido inflamadas y luego abandonadas en estado de brasas.
El afeminado Wainwright, que aún venía regularmente, me causaba una tortura casi frenética con su lamer y chupar, y a pesar de la preocupación y la vigilancia que estaba obligada a observar para impedir que me mordiera los muslos, me dejaba en tal estado que casi siempre me masturbaba en cuanto se marchaba.
Eran un poco más de las once y media. Me había escabullido del salón, abandonando por esa noche mi papel de tabaquera, y me estaba arreglando, en espera de la prometida visita de Mr. Austin.
«Qué lindo sería —pensé, mientras me espolvoreaba el cuerpo con talco violeta— si este Austin me chupara a la francesa y luego echáramos, sin descansar, unos tres polvos seguidos».
Mis nervios vibraban ante la lujuriosa visión así evocada, y una cálida sensación atravesó mi cuerpo. Las pequeñas puntas escarlata de mis senos se hincharon y, en la parte superior del pubis podía sentir que algo también comenzaba a erguirse.
Unos minutos después de las doce llamaron discretamente a la puerta y apareció la camarera, preguntando si estaba dispuesta para recibir a Mr. Austin. En ese momento estaba de pie ante el espejo, considerando el vestido que había escogido para la ocasión, cediendo a un impulso de ponerme uno de los cortos trajes de seda negra que me había comprado papá Heely. No podría decir por qué se me ocurrió ponerme ese vestido juvenil en la presente ocasión; probablemente una vaga intuición, pero que resultó afortunada en cuanto al efecto que produjo sobre mi nuevo cliente, aun cuando hasta la entrada de la camarera continuaba dudando, sin decidirme a ponerme o llevar algo distinto más acorde con las circunstancias.
—Muy bien, Maggie —respondí—, ya puede hacerlo subir.
Me até los cortos rizos en la nuca con un lazo, los rocié ligeramente con mi perfume favorito y estaba dándome un último toque de polvos en la cara cuando unos pasos en la puerta anunciaron la presencia de mi visitante.
La puerta se abrió para dejarle paso, se cerró de nuevo, y los pasos de la camarera volvieron al vestíbulo. Mr. Austin se detuvo evidentemente sorprendido al percibir la escena que se abría ante sus ojos, luego su cara se iluminó en expresión de aprobación.
—¿Es la misma chica con la que hablé anoche?
—¿Quiere decir esa chiquilla que corre por ahí con una bandeja de cigarrillos, mostrando las piernas a todo el mundo? —respondí en tono jocoso—. No, soy su hermana gemela. Ha salido esta noche y me pidió que le recibiera en su lugar.
—¡Bueno! Estoy muy contento de la sustitución. ¡Es mucho más atractiva que su hermana gemela!
—¡Me alegra que no le moleste, Mr. Austin!
—No Mr. Austin; ¡sólo Monty a partir de ahora, por favor!
—De acuerdo, Mr. Austin… quiero decir… ¡Monty! —convine prestamente.
Después de un breve intercambio de cumplidos, Mr. Austin volvió a demostrar, como había hecho anteriormente, que era un hombre que se dirigía con presteza y sin circunloquios hacia lo que deseaba. Con la misma desenvoltura que empleó para superar las reticencias de madame Lafronde, procedió a aprovecharse inmediatamente de la oportunidad que se le ofrecía.
Me cogió bruscamente en brazos y me llevó a la cama. Se sentó en el borde de la misma inclinado sobre mí, y su mano comenzó a moverse bajo mis vestidos. Con sólo un adecuado pudor simulado, propuse desvestirme.
—Todavía no —respondió—, eres un cuadro muy hermoso tal como estás.
Un momento después su mano inquisidora encontró unas bragas que, si no exactamente a prueba de dedos, al menos constituían un obstáculo para una fácil exploración. Se debatió un momento, luego me levantó el vestido y por propia iniciativa se puso a sacármelas.
Reí nerviosamente mientras las bajaba por las piernas. Ya estaba ardiendo. Mi sensibilidad estaba reaccionando ante la influencia sexual brutalmente franca que ejercía el hombre, y eché un vistazo encubierto a su regazo. La tela en el interior de una pernera del pantalón estaba tensa sobre una protuberancia alargada. Parecía enorme. Como arrastrada por una fuerza interior, puse la mano encima. Tembló ante el contacto y la estreché a través de la tela.
No sé si las ideas que ocupaban mi mente mientras me preparaba para su visita se debían a un vaticinio o fue mera coincidencia, pero el deseo que había expresado en mis pensamientos se convirtió en realidad.
Mi vestido estaba levantado, mis bragas de hilo fuera. Monty, junto a la cama, apoyado sobre mis rodillas y sosteniendo su peso sobre una mano posada en la cama entre mis piernas abiertas, había dado el primer vistazo a mi coño desnudo. Sus ojos brillaban y un ligero rubor cubría mis mejillas. Con un movimiento inesperado metió la cara entre mis muslos y pegó la boca al pubis. Una lengua cálida, suave, penetró en el vientre palpando, acariciando, y luego comenzó a moverse arriba y abajo. El cálido temblor de la caricia excitó mis sentidos y me relajé en lánguido abandono cediendo a ese delicioso hechizo.
Sus labios aferraron mi clítoris; palpitó respondiendo a la incitación con tal vigor, que me vi obligada a retirarlo para evitar un orgasmo inmediato. Me debatí entre dos impulsos; quería «dejarme ir», y al mismo tiempo deseaba que el delicioso éxtasis durara tanto como fuera posible.
Sin embargo, el problema no lo resolví yo, sino Monty, que se levantó, se desabrochó los pantalones y saltó sobre la cama entre mis piernas temblorosas.
Duro, rígido y caliente podía sentirlo allí dentro, dilatando mi carne hasta el límite de la tolerancia, inspirándome un loco deseo de agitarme rápidamente, violentamente sobre él hasta que vertiera el bálsamo que ansiaba la fiebre que ardía en mí. Durante unos instantes permaneció inclinado sobre mí, inmóvil, mirándome a la cara. Su cuerpo no se movía, pero dentro de mí podía sentir las contracciones musculares del túrgido objeto que me penetraba. Se seguían con regular precisión, y cada vez que percibía ese atormentador palpitar, mis ovarios amenazaban con liberar su propio chorro de lágrimas de placer.
—¡Oh! —gemí finalmente e incapaz de resistir los deseos, moví las caderas en suplicante incitación—. ¡Cómo me has puesto! ¡Haz algo por favor!
—¡De acuerdo! ¡En marcha!
Y un instante después esa rígida vara entraba y salía en una loca danza de placer.
—¡Oh, oh, oh! —gemí, y como incitado por mi fervor, el túrgido brazo comenzó a dar golpes más breves y secos, excitándome aún más.
Las olas arremolinadas crecían y crecían, izándome sobre su cresta, ya sin resistirme, sino entregada a un ávido sacrificio voluntario, debatiéndome para liberar la reserva de pasión que comenzaba a desbordarme.
Percibí cómo se aproximaba la crisis, ese delicioso preludio de pasión en el cual uno tiembla al borde del éxtasis, en el cual los sentidos parecen dudar un dulce instante del gran salto.
Y en ese momento crítico, el arma penetrante que estaba realizando ese torbellino en mi cuerpo cesó súbitamente en sus movimientos y se detuvo en rígida inactividad.
Encima de mí veía un rostro que sonreía sardónicamente mirándome la cara, y comprendí vagamente que había interrumpido sus movimientos con la intención de detener el orgasmo en el último instante. Pero se había detenido demasiado tarde, la marea era demasiado alta para retroceder, y después de una breve duda, continuó subiendo y me arrastró gimiendo en su abrazo.
Cuando hubo pasado el lánguido período que siempre sucede en mí a un orgasmo fuerte, lo encontré aún en cuclillas encima mío y con la polla, tan rígida y tiesa como al principio, penetrándome todavía.
—¿Por qué se paró precisamente cuando iba a correrme? —me quejé débilmente—. ¡Casi me hizo volver atrás!
—Eso es lo que quería —replicó con cinismo—, pero lograste salir adelante de todos modos. Ya conoces el proverbio, niña: no puedes hacer una tortilla sin romper los huevos. Me gusta contemplar un rato los huevos antes de hacer la tortilla.
—Está muy bien —convine—, pero cuando hay muchos más huevos en el cesto, no vale la pena ser tacaño con ellos.
—¡Cómo! —dijo con una sonrisa—. Hay muchos más huevos en el cesto, ¿no? Me alegra saberlo. Pero dime, ¿los segundos son tan buenos como los primeros?
—¡Ya lo creo! —exclamé con fervor—. Los segundos son mejores que los primeros, y los terceros mejores que los segundos. ¡Cuantas más tortillas como, más me gustan!
Soltó una carcajada.
—Parece que hablas en serio. Creía que después de algunos meses en un lugar como éste estarías tan harta de tortillas que casi te repugnarían. Eres una chica graciosa. Estás desperdiciando tu talento aquí. Cuéntame la historia. Inocencia e inexperiencia aprovechadas por algún rufián, ¿supongo? —añadió quisquilloso.
—Estoy aquí por dos motivos —respondí con calma—. El primero es ganar dinero y el segundo es porque me gusta hacer lo que hago para ganarlo.
—Bueno, ¡bendita sea! —balbuceó—. ¡Qué franqueza! ¿Y de verdad no te sedujo ningún villano?
—¡Nada de seducir! Fui yo la que hice la seducción.
—¡Bravo! ¡Eres una chica de las mías! ¡Tú y yo vamos a entendernos muy bien, Tessie!
—¡No Tessie… Jessie!
—Ah, sí; Jessie. Perdóname. Bueno, si de verdad te gustan las tortillas, ¿por qué no hacemos otra?
—¡Cuando quieras!
—¿Qué te parece si nos desvestimos y pasamos una noche en grande? No pensaba quedarme toda la noche, pero he cambiado de idea.
—De acuerdo, Mr. Austin. Soy suya… ¡hasta que la mañana nos separe!
—No Mr. Austin… Monty, si no te importa.
—¡De acuerdo… Monty! —repetí, riendo.
Después de lo cual separamos nuestras respectivas anatomías, saltamos de la cama y comenzamos a desnudarnos. Es decir, Monty se desnudó, pero cuando sólo me quedaban las medias y los zapatos sugirió que conservara esas últimas prendas de momento. Es curioso, pensé, cuántos hombres encuentran un placer en el espectáculo del cuerpo desnudo de una chica excepto las medias y los zapatos, y murmuré algo en este sentido a mi nuevo compañero.
—Es muy fácil de explicar, pequeña —replicó—. La total desnudez puede sugerir tanto fría castidad como obscenidad, mientras que la desnudez con el suplemento de un bonito par de piernas cubiertas de seda y finos zapatitos es la imagen perfectamente equilibrada de la sensualidad estética.
—¡Pero si las piernas y los pies son hermosos también sin medias! ¡Todo el mundo dice que tengo bonitas piernas!
—No es una cuestión de belleza, sino de erotismo. Pondré un ejemplo más claro. Supongamos que tenemos dos chicas, las dos igualmente hermosas. Una aparece ante nosotros completamente desnuda. La otra está vestida, pero se levanta el vestido dejándonos ver el conejito. ¿Cuál de las dos resulta sexualmente más excitante?
—La que se levanta el vestido —respondí inmediatamente sin vacilar.
—Correcto. Y esto responde a tu pregunta. Te veo más perversa con las medias y los zapatos que completamente desnuda.
Mi atención pasó entonces de mi propia desnudez a la de mi compañero. Su cuerpo estaba bien formado y en admirables condiciones atléticas. Suaves músculos torneados destacaban bajo la clara piel blanca, contrastando agradablemente con otros clientes barrigudos y flácidos que tenía. Pero lo más impresionante era la rígida arma que continuaba manteniendo su virilidad durante la conversación y el acto de desvestirnos, proyectándose rígida y orgullosa en su vientre. La miré con admiración.
—¿Cómo pudo meterme eso dentro sin hacerme daño? —comenté, mientras consideraba sus formidables dimensiones.
—Lleva su propio anestésico, guapa.
—Parece tan fuerte como para sostenerme en el aire sin doblarse.
—Es invencible, guapa. Podría ponerte encima y hacerte girar como una peonza.
—Le quitaré las fuerzas y la haré caer pronto.
—Es una gran empresa. Puedes perder muchas fuerzas propias en el intento.
—¡Ja! —dije burlona—, apuesto que estará doblegada y adormecida en menos de una hora.
Predicción, que tal como fueron las cosas, resultó ser ciento por ciento equivocada.
Volví a la cama y Monty me siguió, arrodillándose entre mis piernas extendidas. Apretando mis nalgas con sus fuertes manos mientras se hundía sobre mí, introdujo de nuevo el dardo envenenado.
Nuestro anterior encuentro sólo había despertado mi apetito, de modo que apenas sentí la polla bien adentro, levanté las piernas, las enlacé en torno a su espalda y sin pérdida de tiempo comencé a moverme. Aparentemente satisfecho de mi iniciativa, permaneció quieto y me dejó actuar sin intervenir.
Apretando las caderas contra él podía sentir su vello púbico apretado contra mi cuerpo. Agitando el trasero hacia uno y otro lado, efectuando luego movimientos circulares, intenté captar una segunda dosis del dulce néctar con el que la madre naturaleza recompensa a los que trabajan diligentemente en su jardín.
La primera señal de la crisis que se aproximaba se manifestó en un temblor muscular de los muslos, y Monty, que aún me aferraba las nalgas, comenzó a subir y bajar sobre mí con golpes lentos, deliberados. Ahora el cálido objeto estaba inmerso en mí en toda su longitud, distendiendo la carne al máximo; podía sentir cómo me oprimía la matriz. Ahora, salía, lenta, muy lentamente, hasta que sólo la puntita permanecía apoyada contra los labios temblorosos de mi coño.
Una pausa, una agonía de expectación, y volvía a penetrar, penetrar, hasta que el vello rizado de la base se oprimía de nuevo contra mi clítoris. El orgasmo pendía sobre mí, sentía cómo se acercaba, y en un frenesí de impaciencia alcé las caderas para ir al encuentro de sus golpes, pero, en vez de continuar su trayectoria, permaneció inmóvil a medio camino. Mi orgasmo temblaba en el filo de la balanza. Desesperada logré llevarlo a término con un supremo esfuerzo y caí, medio desvanecida.
—¿Qué es eso, caballero, un método? —me quejé cuando pude hablar—. ¡Me hizo la misma jugada la otra vez!
Una hora más tarde comenzaba a concebir la sospecha de que, en el campo de las hazañas eróticas, había encontrado a mi maestro. Dos horas después, lo sabía con certeza. Había experimentado casi una docena de orgasmos, mientras la polla de mi compañero permanecía tan tiesa y rígida como al principio. En cada ocasión había logrado hacerme tener una eyaculación sin prestar él mismo ningún tributo a la naturaleza. Faltaban pocos minutos para las tres.
—Te veo un poco cansada, nena —dijo sonriendo con ironía—. ¿Crees que podrás soportar otra tortilla?
—¡Sí! —repliqué valerosa aunque en realidad comenzaba a sentirme como una esponja exprimida.
Por una vez en la vida casi había llegado al punto de saturación.
Pensé devolverle la jugada y, permaneciendo completamente quieta, obligarlo a calentarse solo. Pero no fue necesario. Ya había jugado bastante conmigo y se puso manos a la obra con decisión. Poco después aumentó la presión de su abrazo y mi cuerpo se puso tenso recibiendo los fuertes golpes mientras un cálido líquido fluía en mi vientre con tanta fuerza que podía sentir cómo cada chorro caía sobre mi vagina.
Me mantuve rígida un instante decidida a no abandonarme, pero al sentir ese cálido líquido borboteando en mi interior no pude seguir mis planes, y cuando el cuarto o quinto chorro me tocó, saltaron todos los frenos y me corrí de nuevo.
El epílogo de este último orgasmo fue una sensación de extrema lasitud, y estuve perfectamente de acuerdo con mi compañero cuando éste, aparentemente sin otros planes inmediatos sobre mi persona, sugirió que apagáramos la luz y durmiéramos. Bajé de la cama, efectué las operaciones higiénicas habituales, me desprendí de los zapatos y las medias, me puse un camisón de seda, volví a la cama junto a él y en menos de diez minutos había caído en un profundo sueño.