CAPÍTULO XIV
Cuando me desperté debían ser alrededor de las doce. Me dolía terriblemente la cabeza y sentía en la boca un sabor acre que me intrigó un momento, y luego recordé todo. Me senté en la cama. Estaba completamente desnuda y sola. En el pequeño taburete junto a la cama había una botella vacía de whisky que explicaba, al menos en parte, el dolor de cabeza.
Dobladas descuidadamente sobre una silla estaban mis ropas: vestido, enaguas, sostenes y medias. No recordaba haberme desvestido, y tampoco sabía cómo y bajo qué circunstancias me había quedado dormida. Monty debía haberme quitado la ropa, y luego se debía haber marchado sin despertarme. No tenía la menor idea de a qué hora se había ido.
Me levanté trabajosamente de la cama y me dirigí al espejo. Me estremecí y me llevé las manos a las sienes adoloridas. ¡Qué noche! Monty se había ido sin despertarme. Eso me recordó algo, y me acerqué al tocador. Había algunos billetes encima, bajo una botella de perfume, y debajo de ellos un trozo de papel con algo garabateado con lápiz:
«La próxima vez no te pongas lápiz de labios. Lo dejaste todo teñido de rojo. Te veré el miércoles por la noche. Cariños y besos.
Monty».
Me pasé los dedos por los labios y sonreí involuntariamente al observar el resultado. Luego rasgué la nota en pequeños pedacitos y los arrojé en la papelera.
No tenía deseos de vestirme, de modo que sólo me lavé la cara, me cepillé el cabello y volví a la cama después de llamar a la camarera. Me trajo café y tostadas, y le pedí que dijera a madame Lafronde que tenía dolor de cabeza y no bajaría hasta más tarde.
Sobre las tres, madame Lafronde subió a verme.
—¿Qué pasa, Jessie? ¿Algo va mal?
—No; mi compañero me tuvo despierta toda la noche y tengo dolor de cabeza, eso es todo.
—Puedes descansar esta noche. No hace falta que bajes, si no tienes ganas. ¿Cómo te va con Austin?
—Muy bien. No es tan malo, me gusta. Me dio cinco libras más.
—Muy bien, sé lista y haz que siga de humor dadivoso. Tenía mis dudas sobre él al principio. Tiene mala fama.
Permanecí en mi dormitorio el resto de la tarde y después de anochecido, pero sobre las diez empecé a sentirme inquieta, y al oír muchas risas bullendo en el salón, decidí vestirme y bajar. Bajo la genial dirección de un caballero que acababa de llegar de América, se estaba desarrollando en medio de risas una partida de «strip poker». Cinco chicas estaban sentadas en torno a una mesa pequeña, les repartían las cartas, y la penalidad para la que perdía era sacarse una de las pocas prendas de ropa que llevaba. Para mantener la moral de las jugadoras, se ofrecía un gran premio para la ganadora y premios de consuelo para las demás.
Una de las chicas ya estaba sólo en bragas, y otra en bragas, sostén y una media. Mientras estaba allí intentando comprender los pormenores del juego, se oyó un grito, y la desafortunada en bragas arrojó las cartas disgustada.
—¡Vamos, Bobby! ¡Nada de tretas! ¡Sácatelas!
Ahora bien, una cosa es quitarse las bragas en presencia de un hombre en la intimidad de un dormitorio y otra es sacárselas ante un grupo de personas sonrientes, y sonreí ligeramente observando el rostro ruborizado de la víctima.
Pero en los círculos deportivos uno no se puede echar atrás, y ella era una buena jugadora. Se sacó las braguitas de seda, y los espectadores, o al menos el elemento masculino de éstos, tuvieron el placer de contemplar la porción de oscuros ricitos retorcidos que crecían en el vértice de sus piernas y se extendían en forma de abanico sobre su monte púbico.
—¿Ahora puedo vestirme de nuevo?
—¡No, no, no! ¡Hasta que termine el juego!
Y así continuó, con inmenso regocijo de los espectadores, hasta que todas menos una de las ruborizadas espectadoras quedaron sentadas desnudas, algunas fingiendo una desenvuelta despreocupación, otras intentando cubrirse el pubis y los pechos con manos y brazos.
«Una insípida idea para divertirse —pensé para mis adentros mientras contemplaba el juego con indiferencia—. ¿Por qué les gustará tanto a los hombres mirar el coño de una chica? Cualquiera diría que es lo más bonito del mundo. Desde luego, si algo le encuentran de bonito debe estar en su imaginación. Pero… —pensé, continuando mi filosofía acomodaticia—, si a los hombres no les gustaran, sería muy triste para nosotras».
Y una sonrisa involuntaria cruzó mis labios al recordar el chiste sobre el orador en favor del sufragio femenino que gritó desde la tarima: «Al fin y al cabo, damas y caballeros, las mujeres sólo son ligeramente distintas de los hombres…». A lo cual interrumpió una voz procedente de la galería: «¡Viva la ligera diferencia!».
Permanecí lo necesario para cobrar algunas monedas en forma de propina de un caballero con una agradable borrachera que se pegó a mí y no me soltó hasta que dejé que me metiera la mano en la pechera del vestido y me tocara las tetas. Tenía muchas ganas de subir a la habitación conmigo, pero me las arreglé para desviar su atención hacia Hester, y me escabullí.
La noche siguiente era la de Wainwright. Llegó puntualmente como siempre, y cumplió su acostumbrado rito de insensateces. Generalmente me divertía un poco con mi exaltada condición de Princesa de las Hadas, y aunque siempre tenía que prestar atención para impedir que me mordiera en el momento del orgasmo, había algo en el fantástico procedimiento que me dejaba muy excitada.
Me chupaba deliciosamente, pero raras veces continuaba lo necesario para liberar los ardores que despertaba la caricia. Antes de que pudiera tener un orgasmo, se apartaba de mí y comenzaba a masturbarse.
Esa noche yo estaba particularmente inquieta. El agotamiento que siguió a mi orgía con Monty se había desvanecido con un día y una noche de descanso, y estaba cargada de nuevo de voluptuosos deseos.
Wainwright había concluido sus galanterías preliminares y estaba de rodillas sobre su Princesa de las Hadas, con la cabeza y los hombros inclinados hacia abajo y el rostro entre sus piernas abiertas. Su lengua había iniciado sus inquietantes maniobras, y los primeros estremecimientos de lasciva excitación comenzaban a aparecer.
Con lánguidos ojos entrecerrados observé su polla, que se proyectaba de su vientre. Era pequeña y delgada, mucho, más delgada de lo corriente, pero estaba túrgidamente erguida. Era como la de un niño comparada con la de Monty.
Esta asociación de ideas hizo que se me ocurriera la idea de que podría manipular mucho más fácilmente en la boca una polla tan pequeña. La idea arraigó y me hizo arder, y un momento después ya no era una idea, sino un deseo.
Sin una palabra de explicación al sorprendido Wainwright, me aparté de él, di la vuelta a la cama, y me puse encima de él con los muslos sobre su rostro. Después de un momentáneo titubeo y con una torpeza que traicionaba su desconocimiento de esta clásica posición, su lengua volvió a buscar mi clítoris.
En cuanto advertí que sus actividades se habían reanudado de nuevo, bajé la cabeza y me llevé su pequeño pene a la boca. El mero hecho de que su tamaño fuera tan distinto del único que había acariciado de forma parecida, despertaba una especie de fascinación en mí y me puse manos a la obra con toda mi recién adquirida pericia.
Pero, decepción, sufrí un desengaño que me hirió y disgustó. Como néctar que se convirtiera en vinagre en la boca, el pequeño pene antes erecto que yo estaba chupando tan voluptuosamente casi inmediatamente comenzó a encogerse. De su primer estado de viril rigidez degeneró en un gusanillo flácido, invertebrado, sin vida, y mientras más me esforzaba por inspirarle un poco de virilidad, más fulminante se aproximaba el desastre.
Lo solté de la boca, disgustada, y emulando su propia táctica, lo manipulé pacientemente con los dedos en un esfuerzo por resucitarlo, pero no había nada substancial a que aferrarse; era como intentar que se irguiera una cuerda, tan pequeño y flácido había quedado.
No podía hacer nada con eso, y disgustada me levanté de la cama. Wainwright despertaba piedad.
—¡Oh, Princesa! —gimió—. ¡Pégame si lo deseas!
Parecía que realmente quisiera que le pegara. Se me ocurrió la idea de que si se marchaba en esas humillantes circunstancias, tal vez no regresaría. Era un protector demasiado valioso para perderlo. Siempre había resultado rentable ceder a sus caprichos; podía ser prudente hacerlo así en ese caso. Mientras se arrastraba por el suelo a mis pies, tomé una súbita decisión.
—¡Te azotaré, vil criatura! —grité.
Mirando apresuradamente a mi alrededor en la habitación, divisé su propio cinturón semioculto bajo las ropas que había dejado sobre una silla. Soltando el trozo de cuero flexible volé a su lado y comencé a pegarle en los muslos y nalgas.
—¡Toma… toma… y toma —grité—, mala bestia, depravada! Si vuelves a hacerlo te… te… —y me detuve para pensar una amenaza bastante terrible.
—¡Oh, Princesa! ¡Oh, Princesa! —gemía, y se tendió de espaldas aparentemente indiferente a que los golpes cayeran sobre el pene o los testículos.
Cuidando de no pegarle en esas susceptibles partes, continué dejando caer los golpes sobre él. Se retorcía, temblaba y gemía, y de pronto, con gran sorpresa por mi parte, vi que el pene volvía a erguirse de nuevo. Y allí, ante mis ojos, se desarrolló una de esas extrañas manifestaciones de aberración sexual que tanto deleitan los corazones de psicoanalistas y psiquiatras.
Su mano descendió en busca del miembro reanimado, que ahora se alzaba en estado de semierección. Sus dedos lo estrecharon, y mientras yo continuaba dejando caer una lluvia de golpes sobre su cuerpo desnudo, se masturbó hasta quedar agotado.
Un espectáculo adecuado para un gabinete del Infierno de Dante se hubiera revelado ante los ojos de cualquiera que hubiera irrumpido inesperadamente en esos momentos. El hombre, revolcándose desnudo por el suelo, masturbándose furiosamente, mientras yo, sin otras prendas que las medias y los zapatos, con el cabello desordenado, el rostro enrojecido, gritando imprecaciones, danzaba a su alrededor azotándole frenéticamente por todos lados.
Cuando todo terminó y se hubo vestido y se marchó, me dejé caer sobre la cama. Mi corazón latía violentamente y me sentía medio sofocada. En la cama, junto a mí, había una pila de dinero. Lo conté indiferentemente y me recobré de un salto. ¡El hombre se había vaciado literalmente los bolsillos! Había billetes, chelines, medios chelines e incluso peniques, una suma que superaba todo lo que me había dado hasta entonces. ¡Ciertamente el hombre era un lunático!
Se oyó un insistente golpear en la puerta y entró Hester apresuradamente.
Me miró sorprendida. Todavía estaba desnuda, con la cara ardiendo, el cabello en desorden.
—¡Jessie! ¿Qué pasa? ¿Tuviste problemas con Wainwright?
—No, ninguno.
—Oímos que le pegabas y estaba inquieta. Nunca lo habías hecho.
—Oh, maldito loco —mascullé—, creo que está loco.
Y relaté lo que había sucedido, omitiendo sólo la verdadera causa de que hubiera perdido su erección.
—No podía llegar a tener una erección sin que le azotara, y así lo hice… ¡con su propio cinturón!
—¿Te dio todo eso? —balbuceó, observando la pila de dinero que todavía estaba sobre la cama.
—Sí —respondí secamente.
—¡Vamos! ¡Tienes una suerte bárbara! ¡Me gustaría tener un cliente que estuviera loco como este tipo! ¡Incluso me dejaría pegar por tanto dinero!
—Bueno, me enerva. Todavía estoy temblando.
—Ya lo veo. Me asustaste cuando entré. ¡Te veías tan… tan rara!
—¿Qué hora es, Hester?
—Son sobre las dos.
—¿Vas a bajar de nuevo?
—No; no hay nada que hacer. Voy a retirarme.
—Escucha, Hester, estoy nerviosa. Duerme conmigo esta noche.
—De acuerdo, voy a buscar… ¡No! ¡No lo haré! ¡Sé lo que estás pensando, pequeña perversa!
—¡Por favor, Hester!
—¡No lo haré! ¡Usa la máquina de hacer masajes o hazte una paja si estás tan caliente!
—¡Por favor, Hester!
—¿Qué demonios te pasa, Jessie? ¿Nunca tienes bastante? ¡Deberías hacerte castrar!
—¡Por favor, Hester!
—¡Oh, está bien, está bien, desagradable degenerada!