CAPÍTULO V

Una alcoba pequeña, pero bien amueblada, con un baño embaldosado que comunicaba directamente con ésta estaba esperándome, y cuando la hube examinado, madame Lafronde me dejó con Hester, diciendo que luego por la tarde ya hablaríamos.

Apareció una criada con una bandeja con el almuerzo, y mientras comía, acosando a Hester a preguntas entre bocado y bocado, me enteré de que la «familia» de madame Lafronde comprendía ocho chicas más además de Hester y yo misma. Las vería más tarde. No se levantaban hasta pasadas las doce, lo que explicaba el silencio y la ausencia de movimiento que ya había observado.

Cuando regresó madame Lafronde lo primero que me pidió fue que me desnudara completamente para poder examinar mi cuerpo. Lo hice algo cohibida pues aunque me había exhibido bastante veces ante chicos y hombres, la mirada impersonal y apreciativa de esa extraña mujer me llenaba de un temor nervioso ante el hecho que descubriera en mí algún defecto esencial.

Era de baja estatura y temía que la ausencia de vestidos acentuara el posible defecto. Sin embargo, con gran alivio por mi parte, dio muestras de total satisfacción y asintió con aire de aprobación mientras yo daba vueltas obedeciendo sus indicaciones. Cuando estuve vestida de nuevo, me interrogó apremiantemente hasta que todas las fases de mi vida sexual quedaron al descubierto. Respondí con franqueza y sinceridad a sus preguntas, sin preocuparme del embarazo que algunas evocaban.

—Ahora, querida —dijo, cuando terminó el interrogatorio—, quiero que sepas que aquí somos una gran familia feliz. No debe haber celos, ni fricciones, ni rencillas entre las chicas. Nuestros caballeros son muy simpáticos, pero los hombres son hombres, y una bonita cara nueva siempre distrae su atención de las ya conocidas. Tengo un plan que te va como anillo al dedo. Si te las arreglas bien, ayudarás a las otras chicas y saldrás ganando, y éstas en vez de tener celos tendrán todos los motivos para estar agradecidas. Todas estamos aquí para ganar dinero, y como debemos sacárselo a los caballeros, nuestro objetivo es obligarles a gastarlo y luego a volver y gastar más. Nunca lo olvides.

Y madame Lafronde explicó el papel particular que debía representar, un papel que inmediatamente hubiera revelado a una mente más madura que la mía la astucia y sutileza del genio inspirador de ese lucrativo negocio, y que explicaban su éxito, medido en términos de oro. A madame Lafronde no la engañaba nadie.

En resumen, propuso exhibir mi juvenil belleza ante la clientela como una especie de aperitivo visual, igual que el agua era colocada ante el sediento Tántalo, al alcance de su vista, pero fuera del alcance de su mano, lo cual tendría como efecto psicológico humedecer de tal modo sus pasiones que al final, forzosamente, se contentarían con el fruto femenino que estuviera a su alcance.

Debía excitar la pasión masculina dejando a las demás el deber de satisfacerla. Esto en cuanto a la clientela regular del «salón». En privado se harían excepciones con algunos clientes especiales que siempre podían y estaban dispuestos a pagar bien el favoritismo.

Las cosas ya no marchaban como antes de la guerra, explicó madame Lafronde. Incluso ese lucrativo negocio había sufrido con la bajada del barómetro económico, y demasiados caballeros que entraban se sentían inclinados a pasar la noche departiendo en el salón. Naturalmente, entre licores consumidos, propinas a las chicas y otras varias fuentes de ingresos menores, su presencia era deseable, pero los verdaderos beneficios del negocio se hacían en los dormitorios y no en el salón. En este caso, un pájaro en un dormitorio valía más que cinco en el salón.

Como una especie de estimulante destinado a inspirar a los caballeros a la irresistible necesidad de utilizar el servicio de dormitorio, me debía presentar de una forma juvenil y exhibirme ante sus ojos en un estado de constante semidesnudez. Varios pretextos y artificios explicarían ostensiblemente mi presencia y movimientos. Llevaría una bandeja con habanos y cigarrillos, serviría bebidas, y estaría dispuesta a prestar servicios generales con una sola excepción. Bromearía y charlaría con los clientes, contaría chistes verdes de vez en cuando, incluso les permitiría acariciarme dentro de ciertos límites, pero, a causa de mi juventud (¡sólo debía tener quince años!), no se podía esperar que prestara servicios profesionales.

Me asusté al oír que debía representar el papel de chica de quince años pero madame Lafronde insistió en que no sería difícil considerando mi cuerpo menudo y el hecho de que algunos artificios en el vestido, el peinado y otros detalles ayudarían a dar el quite.

El primer paso fue llamar a un peluquero que me rizó y cortó el cabello de modo que me llegara justo debajo de las orejas. Era naturalmente ondulado y cuando terminó la operación saltaba a la vista que madame Lafronde no se había equivocado al suponer que los rizos cortos darían un aspecto particularmente infantil a mi rostro. Me miré en el espejo realmente sorprendida de la transformación.

Cuando se marchó el peluquero, madame Lafronde me ordenó que me desnudara de nuevo, y después de tomar algunas medidas salió de la habitación para volver con varias prendas y una cajita que una vez abierta reveló una navaja de seguridad, jabón y una brocha.

—Podría haberlo hecho el peluquero —comentó secamente—, pero tal vez prefieras hacerlo sola.

—¿Hacer qué? —pregunté, mirando perpleja la navaja.

—Afeitarte los pelitos rizados del conejo —replicó, señalando la sombra oscura que se vislumbraba a través de la tela de la única prenda que conservaba.

—¡Qué! —protesté—. ¡Pero… incluso las chicas de quince tienen…!

—Aféitalos —interrumpió—. ¡Si no sabes cómo, lo haré yo por ti!

—¡Puedo hacerlo sola! —respondí presurosa—. Me he afeitado varias veces el vello debajo del brazo… sólo que… —y miré confundida a mi alrededor, pues, además de madame Lafronde y Hester, habían aparecido varias chicas y permanecían de pie junto a la puerta mirándome con curiosidad.

—Ve junto a la ventana de espaldas a nosotras y siéntate o no, como prefieras, si temes que alguien vea tu trampa amorosa. Pronto te acostumbrarás a ello.

Sin decir nada más, cogí el equipo de afeitar, me volví de espaldas a la sonriente concurrencia y sentada en el borde de una silla con las piernas separadas mojé y enjaboné el vello y lo afeité lo mejor que pude. Tuve que hacer varias pasadas hasta lograr eliminar los últimos pelitos, y cuando me levanté, muy confusa, para que madame Lafronde viera el resultado, expresó su aprobación y sugirió que cubriera la carne desnuda con polvo de talco.

La ausencia de vello del lugar acostumbrado hacía sentirme particularmente desnuda mientras volvía la mirada hacia abajo. Los dos lados del coño destacaban prominentemente como pequeñas colinas regordetas, y la fisura entre ambas, muy cerrada mientras permanecía de pie con las piernas apretadas.

Llevaba puesto un par de medias negras de la seda más fina y un par de zapatitos con tacones exageradamente altos. En torno a las piernas, justo encima de las rodillas, llevaba estrechas ligas color escarlata, adornadas con una pequeña roseta de seda. Luego me puso una exquisita chaqueta o abrigo de brocado de terciopelo negro con fantásticos bordados en hilo dorado.

—¿Y qué hago con las tetas? —pregunté, cuando madame Lafronde me tendió esa prenda—. ¿También tendré que cortarlas?

Ello provocó una risa general y me puse la chaqueta suelta. Terminaba en punta a medio muslo, dejando unos centímetros de carne desnuda entre su borde inferior y el final de las medias. Abrochada debajo del pecho con tres broches, cubría perfectamente mi estomago, pero a partir de allí, los faldones colgaban sueltos, y un coño desnudo y calvo quedaría al descubierto al menor descuido sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

El último toque de esta curiosa vestimenta fue un sombrero alto de astracán de estilo militar, con una pequeña tira de cuero negro reluciente que se ajustaba debajo de la barbilla. Madame Lafronde me ajustó el sombrero en la cabeza con un ángulo muy inclinado y retrocedió para considerar el efecto.

Miré mi imagen en el espejo del ropero. Sin ninguna vanidad comprendí que ofrecía un bonito cuadro, que sin duda colmaba los deseos de madame Lafronde, como atestiguaba el brillo satisfecho de sus penetrantes ojos viejos, las entusiastas congratulaciones de Hester y las miradas medio admirativas, medio envidiosas de las otras chicas que observaban en silencio.

Bajo el borde del sombrero negro de astracán, mi cabello colgaba suelto en cortos bucles rizados. El corpiño escotado de la chaqueta de brocado revelaba la mitad superior de mis pechos, mientras las anchas mangas exhibían perfectamente mis brazos a cada movimiento. La chaqueta misma, muy ajustada en la cintura, se abría lo suficiente para dar relieve a mis caderas. Más abajo, el brillo de la seda con la breve variación de color proporcionada por las ligas escarlata daba el toque adecuado a mis piernas, y los zapatos de tacón alto completaban el exótico conjunto.

Madame Lafronde dedicó el resto de la tarde y la noche a iniciarme e instruirme. Las puertas se abrían a los visitantes a las nueve, pero hasta las once o las doce no comenzaba a afluir un número considerable de caballeros que regresaban de sus clubes u otras diversiones nocturnas, y a partir de entonces los clientes entraban y salían, solos o en pequeños grupos, algunos para permanecer sólo un momento, otros para pasar un par de horas, o para quedarse toda la noche.

Hice mi entrada a las once. Muy nerviosa al principio, pero con creciente confianza a medida que observaba el efecto electrizante que producía mi entrada sobre la media docena de caballeros que permanecían en el salón en diversas actitudes de interés o indiferencia contemplando los encantos de las sirenas que les rodeaban. Cuando atravesé el cuarto con mi bandeja de habanos, cigarrillos y cerillas colgada con un tirante sobre el hombro, cesó el zumbido de las conversaciones como por arte de magia y todos los ojos se fijaron en mí.

Me aproximé a un caballero alto, bien vestido, que estaba sentado en un sofá con una chica a cada lado y le anuncié mis mercancías con voz tímida. Su mirada sorprendida recorrió el cuadro que se alzaba ante sus ojos y se entretuvo un momento en mis piernas. Librándose de los brazos de sus compañeras, se incorporó.

—¡Válgame Dios, en mi vida he fumado un habano, pero cogeré todos los que llevas si tú te quedas con ellos!

Ahora le tocaba intervenir a madame Lafronde. Entró en el cuarto por una puerta lateral donde estaba esperando y dijo:

—Queridos amigos, quiero presentarles a este nuevo miembro de la familia. Ésta es Jessie. Jessie está aquí por circunstancias un poco peculiares. Es huérfana y, estrictamente hablando, no tiene edad suficiente para estar aquí a título de profesional. Aunque como pueden ver, está bien desarrollada, en realidad sólo tiene quince años. La albergo únicamente por su condición de huérfana. Debe ganarse la vida vendiéndoles habanos y cigarrillos, caballeros, y sirviéndoles en todas las formas posibles… excepto una.

Madame Lafronde hizo una pausa.

—En otras palabras —interrumpió un joven alto y delgado con un fino bigote que estaba acariciando con indiferencia las piernas cubiertas de seda de una damisela que tenía en el regazo—. Sólo puede ser una hermana para nosotros. En cuanto entró en la sala supe que era demasiado bueno para ser cierto.

Un coro de carcajadas siguió a esas palabras, y madame Lafronde respondió sonriendo:

—Una hermana… bueno… tal vez un poco más que una hermana, caballeros, ¡pero no mucho más!

Desde el otro extremo de la sala Hester me hizo señas.

—Éste es mi amigo Mr. Hayden, Jessie. Quiere conocerte —dijo, señalando a su compañero.

Respondí a la presentación.

—¿Quieres traernos dos whiskys con soda, por favor, guapa? —añadió Hester.

Mr. Hayden me habló con simpatía y cogió un paquete de cigarrillos de mi bandeja, rechazando cortésmente el cambio que le tendí. Cuando me volví para cumplir la orden de Hester, el hombre al que me había dirigido primero me detuvo.

—Espera un momento, Hermana. He decidido empezar a fumar.

Puedo decir que el apodo «Hermana» fue adoptado unánimemente y me siguió durante todo el tiempo que estuve en casa de madame Lafronde.

El caballero cogió un puñado de habanos y buscó en su bolsillo. Mientras lo hacía, sus ojos se pasearon por debajo del borde de la bandeja.

—¡Alto! ¡Estoy cometiendo un error táctico! —exclamó, restituyendo todos los habanos excepto uno—. Ahora veo que los habanos deben comprarse uno a uno. ¡Puedes traerme otro cuando vuelvas!

No hacía falta más para lanzar la bola de nieve de mi popularidad, y pronto el salón resonó de hilaridad y risas mientras todos pedían habanos y cigarrillos a la vez, intentando retenerme ante ellos el mayor rato posible.

Si esto continuaba así, habría ingresos substanciales en la concesión de tabaco, pues, tal como había prometido madame Lafronde, la mitad de los beneficios serían para mí y esto además de todo lo que me daban en forma de propinas. Excitada y feliz, corría de uno a otro, respondiendo a las bromas y chanzas con palabras inocentes y cínicas a la vez, calculadas para completar el papel de ingenua de quince años.

A medida que avanzaba la noche fueron llegando nuevas caras y me convertí instantáneamente en el primer objeto de su atención. Al cabo de poco rato, los bolsillos de mi chaqueta de brocado pesaban con tanta plata; había restaurado mis existencias de tabaco varias veces y había recibido varias propinas generosas por traer licores, y además, un caballero me había dado cuatro chelines por el permiso de tocarme las tetas, «de forma fraternal», como manifestó él.

No podía apreciar qué efecto ejercía mi presencia sobre los ingresos regulares de la casa, pues aunque había un constante movimiento de parejas que entraban y salían de los dormitorios, no tenía forma de averiguar si se trataba de una actividad normal o incrementada.

A medida que avanzaba la hora, el movimiento comenzó a disminuir gradualmente y sobre las cuatro se marchó el último huésped. Cerraron la puerta con llave; las chicas comieron una cena ligera y se dispusieron a retirarse. Entonces fue cuando madame Lafronde me informó de que el servicio de dormitorios había presentado un claro incremento, el cual atribuyó con ecuanimidad a mi presencia.

Estaba satisfecha, y yo ciertamente tenía motivos para estarlo, pues cuando contaron el dinero y comprobaron las ventas de tabaco, quedó para mí la suma de dos libras y ocho chelines que se apuntaban a mi cuenta y estarían a mi disposición cuando lo solicitara.

Estaba agotada; apenas había dormido la noche anterior, pero mi excitación era tal que no sentía sueño y preferí charlar una hora con Hester en mi habitación. Debía hacerle cien preguntas. Quería saber cosas del agradable y atento Mr. Hayden, y me enteré de que era uno de los clientes fijos de Hester y uno de sus más apreciados amigos.

Se había interesado mucho por mí, y Hester le había confiado sin ningún egoísmo que yo estaría reservadamente a su disposición en alguna ocasión posterior, a lo cual él replicó galantemente que en ese caso insistiría para tenernos a las dos juntas. Qué buena era Hester, pensé, al estar dispuesta a compartir ese simpático hombre conmigo y arriesgarse tal vez a que la sustituyera en sus afectos. Me había atraído mucho y había varios más con los que no me hubiera molestado hacer algo.

—Produjiste una enorme sensación, encanto —dijo Hester—, podrías haber hecho una docena de camas. Oí lo que decían todos. Pero Lafronde tiene razón. Las otras chicas te hubieran querido arrancar los ojos. No hay nada que las enfurezca tanto como que una chica nueva les quite sus clientes fijos. ¿Te fijaste en ese tipo que fue conmigo? Viene cada tres o cuatro días. Supongo que todas las chicas lo han tenido, pero ahora siempre me escoge a mí. Tiene montones de dinero y es bastante amable, pero, fíjate, nunca se le pone tiesa y a veces se necesita casi media hora de trabajo para conseguir algo. A veces incluso tengo que usar el zumbador, pero hoy, oh niña, estaba tiesa como un palo. Le felicité y le dije que apostaba a que estaba pensando en ti y no en mí. «Palabra de hombre», dijo, «eres muy lista. Ese bomboncito me produjo un efecto extraordinario. ¡Quisiera saber qué posibilidades hay de gozar un par de horas de su compañía! ¡Creo que todo eso de su estado virginal son puras mentiras!». Le dije que hablara con madame Lafronde y que tal vez se podría arreglar. Y ya son dos clientes míos que se han encaprichado contigo, pero no tengo celos. Puedes quedarte con Bumpy si quieres. Cuesta demasiado que se le levante la polla.

Me reí.

—¿Qué quiere decir ponerle el zumbador?

—La máquina de masajes eléctrica.

—¿Máquina de masajes?

—Sí, máquina de masajes eléctrica. ¿No sabes lo que es una máquina de masajes eléctrica?

—Claro que sí. La usan para la cara. ¿Pero cómo…?

—¡La cara! Oh niña, no sabes ni la mitad del asunto. Espera… estás rendida… Te prepararé el baño y cuando te hayas bañado te daré un masaje que te hará dormir como un niño de teta.

Hester corrió al baño y dejó correr el agua. Luego entró en su dormitorio y volvió con una atractiva camisa de dormir de seda rosa, crema facial, perfume y una gran caja forrada de cuero.

Mientras chapoteaba perezosamente en la bañera, gozando del agradable calor del agua espumosa y perfumada, preparó la camisa de dormir y abrió la caja para mostrarme el aparato que contenía y que, en efecto, era una máquina eléctrica vibratoria para masajes provista de un largo cordón para enchufarla en una toma de corriente. En la caja había varias piezas suplementarias, y Hester escogió una provista de labios de goma vueltos hacia afuera formando una pequeña copa.

Cuando salí de la bañera y me sequé, me tendí desnuda sobre la cama. Hester hundió los dedos en el frasco de crema y los pasó ligeramente sobre mi cara, cuello, pechos y miembros.

De pronto recordé el aspecto peculiar que el afeitado había dado a cierta parte de mi cuerpo y la cubrí con la punta de la sábana. Sin decir palabra, Hester la retiró y sus manos se introdujeron entre mis piernas, untándolas suavemente de crema.

—Eres terriblemente buena por preocuparte tanto de mí, Hester —murmuré.

—No es nada. Tú puedes hacer lo mismo por mí alguna vez —replicó.

Cuando terminó de untar mi cuerpo enchufó la máquina de masajes. Comenzó a zumbar y al instante siguiente la copa de goma estaba vibrando sobre mi frente, mejillas y cuello. Mi carne temblaba bajo el estímulo refrescante y permanecí muy quieta, gozándolo en toda su plenitud. Gradualmente la goma avanzó sobre mi pecho, entre los senos, subió por uno hasta el pezón. Salí de mi lánguido reposo de un salto. Esa copa vibrante sobre el pezón estaba despertando sensaciones muy distintas de las de simple reposo físico.

Mis pezones se pusieron rígidos, la zona sensible alrededor de ellos se hinchó y comenzó a emitir radiaciones de excitación sexual que atravesaban todo mi cuerpo. Riendo histéricamente, me senté y aparté el objeto tentador.

—Estate quieta, ¿quieres? ¡Acuéstate! —me riñó Hester, dándome un empujón que me hizo caer sobre la almohada.

—¡Pero, Hester! ¡Esta cosa… es algo terrible! ¡No la pongas de nuevo encima de las tetas…! ¡No puedo resistirlo!

Hester sonrió.

—Comprenderás que es terrible antes de que termine contigo. Estate quieta o despertarás a las chicas de al lado.

El aparato diabólico, guiado por la mano de Hester, bajó por mi vientre en círculos cada vez mayores, y luego hacia arriba y hacia abajo. Tuve un presentimiento de lo que iba a pasar, y mientras bajaba lento pero seguro hasta llegar a la parte superior del montículo redondeado de mi coño, apreté los puños y retuve el aliento dispuesta a esperar todo lo que viniera.

Apenas estuvo lo bastante cerca para comunicar su vibración infernal a mi clítoris, temblores de agitación sexual comenzaron a sacudir mi cuerpo. Era simplemente irresistible; no podía oponerme a su acción por ningún ejercicio de fuerza de voluntad imaginable.

Pero no lo intenté. La fulminante intensidad de las sensaciones que habían hecho presa de mí anulaba toda voluntad o deseo de combatirlas. Recliné la cabeza, cerré los ojos y me entregué supinamente. Mis piernas se abrieron sin vergüenza bajo la insinuante presión de los dedos de Hester, y la copa vibrante se deslizó entre ellas. Arriba y abajo, pasó tres, cuatro, tal vez media docena de veces, ligeramente apretada contra la carne.

Mi organismo, al borde del último umbral de excitación e incapaz de seguir resistiendo la provocación infernal, se encogió, y al cabo de un segundo me agitaba en medio de los temblores del éxtasis sexual.

Cuando recuperé el aliento y en parte la compostura, exclamé:

—¡Hester! Eres… eres… ¡Podría matarte! ¡Engañarme con esa cosa!

—Te ayudará a dormir, guapa, y evitará que tengas malos sueños —replicó complacida y desenchufó el aparato guardándolo en su caja.

—¿También va bien para los hombres?

—Sí; a veces lo usamos para que se les ponga tiesa cuando no pueden o son demasiado lentos.

—Bueno —comenté—, no esperaba que me pusiera tan tiesa.

Soltó una risita, me cubrió con las mantas, me besó en la mejilla y apagó la luz.

—Que duermas bien, guapa. Te despertaré por la tarde.

Se marchó, dejándome sola repasando el estupendo cambio que veinticuatro horas habían producido en mi vida. La noche anterior, un duro catre estrecho en la incómoda sala de un reformatorio. Esa noche, el suave lujo de una hermosa cama con la seductora caricia de la seda y fino hilo sobre mi cuerpo y a mi alrededor las evidencias materiales de una vida fácil, alegre y lujosa. Gradualmente mis pensamientos se fueron haciendo borrosos y caí en un agradable letargo sin sueños, del que no desperté hasta nueve o diez horas después, permaneciendo todavía en la cama durante bastante tiempo en un dulce abandono.

Poco después empezaron el bullicio y los murmullos característicos de aquella casa, y sólo entonces me dispuse a abandonar el suave lecho.