CAPÍTULO III
Pasé tres monótonos y horribles años en esa institución, sumergida en un ambiente de represión y humillación que casi ahogaba el alma.
Mi absoluta falta de adaptabilidad al trabajo manual que se asignaba a las recién llegadas me convirtió en blanco particular de la persecución de las celadoras. Mi físico delicado y manos pequeñas y finos dedos afilados, tan patentemente incapaces de realizar trabajos como fregar platos, lavar y fregar suelos con un grado de eficiencia parecía avivar su resentimiento.
Bastante dispuesta al principio a presentar cara a estas injusticias manifiestas pronto aprendí que justamente o no, siempre llevaba las de perder y que el menor indicio de insubordinación provocaba un castigo descorazonador, por no decir nada de la perdida de ciertas prerrogativas y supuestos privilegios que eran preciados en ese lugar cerrado, y que sólo se concedían a aquellas que aceptaban su destino con adecuadas muestras de humildad y servilismo.
Los primeros dos o tres meses fueron una perfecta pesadilla. Me explicaré: los sufrimientos eran más mentales que físicos, pues había poca o ninguna brutalidad física real. El castigo corporal, aunque autorizado para las incorregibles, raras veces se empleaba. No creo que se infligieran más de media docena de azotainas a chicas durante todo el período que pasé en la institución. Pero esas azotainas, cuando se administraban, eran algo para no olvidarlo.
Además de la humillación de verse obligada a tenderse boca abajo, sin bragas, sobre una gran mesa, los golpes infligidos sobre el trasero desnudo de la víctima eran tan severos que la hacían chillar de angustia. Cinco o seis o siete veces durante mi encarcelamiento, mi rostro palideció ante el sonido de esos gritos agudos, mezclados con el ruido apagado del fuerte cuero sobre la carne desnuda.
Sin embargo, el tiempo nos reconcilia con todas las desventuras y nos encallecemos ante lo inevitable.
Puesto que esa institución sólo admitía menores, muchas de las cuales eran chicas de menos de quince años, se proporcionaban medios de instrucción y se daban cuatro horas diarias de clase, excepto los sábados y los domingos. Descubrí que el estudio era un alivio dentro de la terrible monotonía. Nunca había sido muy estudiosa; de hecho, durante el año anterior a mi confinamiento mi interés por aprender se había desvanecido hasta casi desaparecer.
Pero ahora descubrí que el tiempo dedicado al estudio pasaba muy deprisa. Era algo así como un narcótico mental que impedía que los pensamientos se amargaran inútilmente. Mi aplicación impresionó favorablemente a las profesoras y celadoras, y gradualmente se volvieron amistosas y me trataron con mayor consideración Y, si es cierto que cada nube tiene su rayito de sol, el rayo de sol de ésta fue que recibí una educación que de otro modo no hubiera poseído nunca.
Pasé el período de prueba y fui relevada del trabajo de fregado. Lo realizarían nuevas infortunadas, dos o tres de las cuales aparecían cada semana.
Dormíamos en dormitorios o salas, cada una de las cuales era una larga habitación con veinte o treinta estrechos catres de hierro en fila. Estas salas se cerraban con llave por la noche y una celadora dormía en cada una, encerrada junto con sus custodiadas. Además, siempre había una inspectora de noche, que acudía en cualquier caso de emergencia.
Cada noche, a las nueve, se apagaban todas las luces, excepto una muy pequeña junto a la cama de la celadora, y no se permitía ninguna conversación entre las chicas después de esa hora. Durante el día, excepto en horas de clase o de trabajo, nuestros movimientos estaban muy poco coartados dentro de los límites del edificio y los terrenos, pero a las siete ingresábamos en nuestras respectivas salas y se nos permitía charlar, leer y ocuparnos de nuestras necesidades higiénicas. A las nueve teníamos que estar acostadas y dejar de hablar. Era imposible quedarse dormida inmediatamente, y la hora siguiente probablemente era la más desagradable de la terrible rutina. Hacia las diez, la sayona había encontrado la paz en el reposo.
Pero había una variación de esta rutina que siempre esperábamos ansiosas. Las celadoras de noche cambiaban semanalmente de dormitorio. Y como ocurre a veces en las instituciones correccionales, hay algunas personas de buen corazón que en vez de ejercer hasta la última gota de su autoridad para hacer la vida tan desgraciada como sea posible a sus miserables custodiadas, están dispuestas a mitigar sus rigores cuando es posible hacerlo con poco riesgo.
Cierta celadora que dormía en nuestra sala una semana cada cinco toleraba conversaciones en voz baja después de las nueve, aunque iba contra el reglamento. Otra, que también estaba con nosotras una semana cada cinco, dormía muy profundamente y roncaba tan fuerte que no cabían dudas sobre cuándo estaba dormida. Así, las semanas que una de estas dos celadoras estaba de guardia nos sentíamos bastante seguras para hablar en voz baja hasta la hora que queríamos. Cuando nos tocaba la celadora que roncaba, contábamos chistes sucios o intercambiábamos confidencias venales.
En la cama de la izquierda, con un espacio de medio metro entre ambas, había una chica llamada Hester. Sólo era unos meses mayor que yo, pero tenía mucha más experiencia. Era más alta que yo y muy bonita. Su cabello, que casi le llegaba a las pantorillas cuando lo dejaba suelto, tenía ese hermoso tono castaño que no llega al negro por un escaso matiz. Había sido muy simpática conmigo desde el principio y me había dado muchos consejos amables y útiles. Tenía una actitud filosófica y poseía una personalidad sumamente atractiva. Casi todas las chicas de ese reformatorio debían su reclusión a delitos de carácter sexual. Hester, había sido recogida en una casa de prostitución.
Me interrogó sobre el dinero que estaba acostumbrada a recibir por prestar mis favores, y cuando le dije, claramente, que aunque mi última y fatal aventura me había reportado diez libras, raras veces había recibido más de diez chelines, frecuentemente menos y algunas veces absolutamente nada, exclamó:
—¡Cómo!, ¡estás loca! Con tu tipo y tu carita de niña podrías ganar quince o veinte libras a la semana. Donde estuve los últimos tiempos me daban una libra cada vez que lo hacía, además de lo que recibía la patrona, y muchas veces obtenía mucho más. ¡Pero si estabas haciendo una obra de caridad!
Una noche, aprovechando la somnolencia de la celadora roncadora estuvimos susurrándonos chistes y experiencias hasta las once. A esa hora las luces estaban apagadas, pero la lámpara azul junto al lecho de la celadora rompía la oscuridad. Hester, de pronto, retiró las sábanas de su cama y estirando lascivamente las piernas exclamó:
—¡Qué daría yo por una buena polla tiesa!
Murmuré una frase de simpatía mientras observaba sus bonitas piernas, que se adivinaban en la penumbra, tendida de lado cara a ella.
—¿Oye, nunca te sientes así, Jessie? ¡A veces tengo tantas ganas de joder que casi me vuelvo loca!
—¿Y quién no, encerradas en este miserable lugar meses y meses? —repliqué tristemente.
Suspiró y después de un instante de silencio murmuró:
—¿Nunca hiciste un bollo, Jessie?
—¿Si hice qué?
—Un bollo… Chupárselo a otra mujer.
—¡No!
—Yo tampoco. Pero aquí hay chicas que lo hacen. Una vez le chupé la polla a un tipo. No me gustó mucho, pero si tuviera una ahora me la comería viva.
Se rió bajito.
—Bueno, no sé lo que vas a hacer. Morirte de ganas, supongo.
—¡Sé muy bien lo que voy a hacer! ¡Es mejor que nada! —exclamó, y doblando las piernas se puso una mano en el coño y comenzó a frotarlo vigorosamente.
Nos rodeaba el sonido de risas ahogadas, suspiros y movimientos de otras chicas mientras se agitaban incómodas en sus estrechos catres.
Observé el rápido movimiento de su mano, apenas visible en la semioscuridad. Y cuando cesaron los movimientos, con un gemido de satisfacción, mi propia mano se introdujo entre las piernas y discretamente oculta intentó apagar de forma parecida las llamas que habían avivado sus francas palabras y sus acciones aún más francas.
Lo que había dicho sobre chicas que hacían ciertas cosas era cierto. Ser descubierta en la cama de otra chica o en cualquier circunstancia comprometedora que indicara que había ocurrido algo de ese tipo, era una de las causas por las que se podía azotar a las chicas, y dos o tres de las azotainas que tuvieron lugar mientras yo estaba allí fueron exactamente por esa causa.
Sin embargo, algo de ese tipo ocurría la mayor parte del tiempo sin que las celadoras se enteraran. A veces, las chicas aprovechaban una oportunidad durante la noche mientras la celadora estaba dormida y se metían dos en una cama, pero era muy arriesgado, porque el interruptor que controlaba las luces estaba al alcance de la mano de la celadora y podía inundar de luz la habitación instantáneamente si oía algún ruido sospechoso.
Había un sistema más seguro. En cada sala había un cuarto de ropa blanca donde se guardaban sábanas limpias, fundas, toallas y mantas suplementarias. Era un cuarto pequeño, lleno de estantes, pero quedaba un pequeño espacio libre. Las puertas de estos cuartitos estaban cerradas con llave, pero las llaves estaban en manos de las chicas encargadas de la ropa blanca, nombradas para distribuir toallas, sábanas, fundas, etc., a medida que eran necesarias en sus respectivas salas.
Si se podía llegar a un acuerdo satisfactorio con una encargada de la ropa blanca, ésta dejaba la puerta abierta, y cuando las dos amantes se habían escabullido dentro sin que las vieran las celadoras, cerraba la puerta, dejándolas dentro durante media hora o algo así, y cuando la costa estaba despejada las dejaba salir y echaba la llave de nuevo.
Algunas semanas antes de mi ingreso en el reformatorio, había habido una cita de este tipo en el cuarto de la ropa blanca de otra sala, y las amantes habían sido descubiertas. Todo fue a causa de un accidente muy peculiar. Una celadora que bajaba por el largo pasillo entre las salas vio a una chica con la que deseaba hablar entrando en determinada sala. La siguió, pero cuando entró en la sala, la chica que había visto había desaparecido, lo que la desconcertó, y con razón. La chica que estaba siguiendo y una compañera ya estaban encerradas en el cuarto de la ropa blanca. Viendo a la encargada junto a la puerta, la celadora le preguntó si no había entrado tal y cual chicas unos minutos antes.
—No, señora —fue la respuesta—. No está aquí. Debe estar en el patio o abajo.
—¡Pero estoy segura de que la vi entrar no hace ni medio minuto!
—¡Debía ser otra chica, señora! —replicó la asustada muchacha.
—¿Otra chica? ¡No hay nadie más que tú! Vamos a ver, ¿qué pasa aquí?
La sorprendida celadora miró el dormitorio vacío. Sus ojos se posaron sobre la puerta del cuarto de la ropa blanca. Se acercó e intentó abrirla. La puerta estaba cerrada con llave.
—Deme la llave de esa puerta —pidió.
—Yo… la he perdido, señora —balbuceó la pobre.
—¡Deme esa llave!
En el cuarto de ropa blanca, dos temblorosas palomitas escuchaban la terrible conversación. Naturalmente, cuando la celadora abrió la puerta y encontró no sólo una chica, sino dos, comprendió lo que pasaba y las dos amantes y la encargada de la ropa blanca fueron azotadas sobre la mesa del despacho de la superintendente.
Después de esto, durante cierto tiempo se mantuvo una estrecha vigilancia sobre los cuartos de la ropa blanca, pero ésta se fue relajando gradualmente y volvían a utilizarse con considerable frecuencia.
Estaba Heloise, que todos llamaban Frenchy, que chupaba a otra chica a cambio de cualquier chuchería. Y muchas otras de las que se sabía o se sospechaba similar complacencia.
Hester, que se había convertido en mi amiga íntima y confidente particular, solía bromear conmigo en su forma seca, medio en broma, medio en serio, mientras permanecíamos sentadas sobre la cama antes de que apagaran las luces.
—Te lo juro, Jessie, me pongo caliente cada vez que te veo desnuda. Creo que un día de éstos me meteré en tu cama y te joderé bien jodida.
—¡No creo que tengas todo lo necesario! —repliqué riendo.
—Bueno, podría chuparte un poco al menos. ¿Crees que te gustaría?
—¡Jesús!, no sé. Dos tipos con los que fui me lo hicieron. No sé como sería con una chica.
—Debe ser un poco raro que otra chica te haga eso. Hay mujeres que pagan por ello. Y tal vez no lo creas, pero incluso hay algunas que están dispuestas a pagar sólo porque les dejes que te lo hagan, sin que tú muevas ni un dedo. Algunas personas tienen ideas de lo más raras.
Le conté el asunto del tipo ése que me había pagado para que lo azotara.
—Eso no es nada —replicó—. Hay montones de hombres como ése. Con los que tienes que tener cuidado es con los que quieren pegarte a ti. Algunos se ponen como locos y te pegan tanto que te hacen sangre. No les importa que te duela.
—Pero ¡yo no me dejaría pegar! —exclamé horrorizada.
—Bueno, cuando estás en una casa alegre tienes que hacerlo todo y fingir que te gusta. Esos tipos que hacen cosas raras generalmente son los mejores clientes. Además, siempre te dan algo a ti también —continuó—. El mejor cliente fijo que tenía era uno de esos raros; nunca adivinarías lo que tenía que hacer con él pues cada vez sacaba algo nuevo para hacer en la cama.
—¡Cuéntame, Hester! —supliqué.
Comenzó a reír nerviosa.
—Bueno, en realidad no era nada extraordinario, pero era tan… tan… absurdo, que me volvía histérica las primeras veces, hasta que me acostumbré. Se acostaba en la cama y me hacía arrodillarme, montada a horcajadas sobre su cara. Y luego tenía que hacerme una paja con los dedos, y cuando empezaba a correrme ponerle el coño en la boca. Y aunque no lo creas, en ese mismo momento se corría sin que yo lo tocara y la leche chorreaba mi espalda desnuda.
—¡Cielo santo! —suspiré.
—Anoche no pude dormir —continuó, cambiando de tema—. Estuve despierta todo el rato imaginando cosas y pensando qué me gustaría tener la primera noche que pase fuera de aquí.
—Ya lo supongo —dije secamente—. Una polla bien tiesa.
—No, cinco, todas al mismo tiempo.
—¿Cinco a la vez?
—¡Sí, una en el coño, una en la boca, una en el culo y… —se puso a reír—. Una en cada mano!
—¡Hester, eres el colmo! —exploté—. Estoy tan harta de arreglármelas sola que estoy a punto de ir al cuarto de ropa blanca con Frenchy. Está loca por mi bolso nuevo y aquí tampoco me sirve de nada.
—Bueno. ¿Por qué no lo haces? —sugerí—. Después puedes contarme como fue. Pero ¡atención! Me moriría si oyera cómo te azotan.
—Tal vez lo haga. No hay ningún peligro. No vigilan mucho. Además, tengo una idea para arreglar las cosas de forma que no puedan pescarnos. Vi a Amy y esa chica nueva que anda rondando siempre saliendo del cuarto de la ropa blanca a las cinco. Ya me pareció que Amy buscaba esto cuando empezó a ser tan amable con esa chiquilla.
—¡Jessie! ¡Jessie! —oí gritar a alguien mientras estaba sentada en el patio de gimnasia leyendo. Levanté la vista y vi a Hester corriendo hacia mí.
—Frenchy y yo vamos al cuarto de la ropa blanca. ¡Tú subes y te quedas en el pasillo desde donde puedes vigilar la escalera! Si viene una celadora, haces un signo a la encargada antes de que empiece a subir y ella tendrá tiempo de sacarnos antes de que llegue al dormitorio.
—¡De acuerdo! —convine, poniéndome de pie. Era un plan muy práctico. La sala estaba bastante lejos del fin de la escalera para darles tiempo a salir del cuarto de la ropa blanca si la chica que estaba de guardia en la puerta recibía una señal mía. El único riesgo que corrían era verse interrumpidas bruscamente a medio acabar.
Seguí a Hester por el pasillo y me situé de modo que pudiera vigilar las escaleras y estar al mismo tiempo a la vista de la encargada de la ropa blanca situada en la puerta del dormitorio, la cual, si yo comenzaba a caminar de pronto hacia ella, advertiría en seguida a Hester y Frenchy.
Pero no hubo interrupciones. Permanecí allí veinte o veinticinco minutos vigilando la escalera e imaginándome lo que estaba ocurriendo en el cuarto de la ropa blanca. La chica, finalmente, desapareció de la entrada y supe que había ido a abrir la puerta. Momentos más tarde, Hester y Frenchy aparecieron en el pasillo. No había nada en los gestos tranquilos de Frenchy que indicara algo desacostumbrado, pero la cara de Hester estaba escarlata y se la tapaba con el pañuelo. Frenchy se alejó fríamente hacia otro dormitorio y Hester bajó conmigo para salir al patio.
—¿Bueno…? —insinué, después de esperar que dijera algo—. ¿Cómo fue?
—¡Oh, Jessie! Fue… yo… ella… espera que me reponga… —y comenzó a reír histéricamente.
Cuando recuperó su compostura y su cara había adquirido de nuevo sus tonos naturales, dijo:
—Todavía no puedo hablar de eso; te lo contaré esta noche. Mira, todavía me tiemblan las manos.
—Oh, está bien —respondí disgustada—; pero no entiendo por qué te pones nerviosa ahora.
—Es la reacción. No te enfades, ¡te lo contaré esta noche, linda!
Y, esa noche, sentadas muy juntas en mi cama antes de que apagaran las luces, ante mi insistencia, Hester me contó en voz baja todo lo que había que contar.
—Bueno, entramos, y cuando oímos que echaban llave a la puerta encendimos la luz y nos sacamos las bragas y las escondimos debajo de unas sábanas en un estante, de modo que si era necesario pudiéramos salir corriendo y volver a buscarlas después. Seguidamente pusimos una manta en el suelo y me acosté encima. Frenchy quería hacer el sesenta y nueve, pero le dije que no quería, porque no sabía hacerme a la idea de hacer eso con una chica. Entonces dijo que de acuerdo, que ella me lo haría a mí. Fue la cosa más rara del mundo, Jessie, toda la noche y hoy, mientras pensaba en eso, me ponía cada vez más caliente, pero apenas entré en ese cuarto con ella perdí toda pasión. Estuve a punto de decirle que había cambiado de idea y que se quedara con el bolso de todos modos. Pero pensé que era una tontería hacer eso después de tantos problemas, y por qué no dejar que lo hiciera. Cuando me levantó el vestido empecé a reírme, no podía evitarlo, me sentía tan rara, no apasionada, sólo tonta. Bueno, se metió entre mis piernas y me metió la lengua dentro. Cuando sentí que entraba tuve ganas de apartarla, pero no lo hice, y después de meterla y sacarla un rato, empezó a lamerme por todas partes y a chuparme el culo. Creía que iba a volverme loca, en serio. No podía dejar de reír. No sentía ninguna pasión, pero la sensación se desencadenó de todos modos, y te aseguro que me corrí como una loca. Si todo hubiera terminado allí, no habría estado tan mal, pero se aferraba a mí como una lapa y yo tenía los nervios de punta y estuve a punto de arañarla. Casi tuve que gritar para que me dejara. Quería saber cuándo la dejaría hacerlo de nuevo. Le dije: «algún día», pero no creo que lo haga nunca. No vale la pena. No entiendo cómo algunas chicas pueden entusiasmarse tanto con estas cosas.