CAPÍTULO XI
Me dormí profundamente, sin sueños, pero no duró mucho. Algo me oprimía el rostro, frotaba mis labios, con una irritable persistencia que desafiaba mis esfuerzos mecánicos y soñolientos por apartarlo. Intenté volver la cara sobre la almohada alejándome de ello, y la idea de que estaba aprisionada de modo que no podía mover la cabeza se fue cristalizando gradualmente en mi mente. Igual como alguien que despierta de una pesadilla intenta disipar las sombras, intenté liberarme de algo que parecía oprimirme, aplastándome, estorbando mis movimientos. No pude hacerlo y me desperté completamente con un sobresalto.
Bajo la pálida luz que se filtraba de la calle a través de las cortinas, quedó al descubierto el hecho de que mi compañero antes dormido ahora estaba encima de mí, con una rodilla a cada lado de mi cuerpo. Tenía las manos debajo de mi cabeza, que había levantado ligeramente, y contra mis labios se apretaba y debatía, intentando hacer penetrar entre ellos aquella polla invencible.
Luché para levantar los brazos y rechazarle, y al mismo tiempo intenté apartar la cabeza. No pude hacer ni lo uno ni lo otro. Mis brazos estaban aprisionados por sus rodillas, y sus manos me impedían mover la cabeza. Ante mis movimientos aumentó su presión, siniestra advertencia de mi impotencia.
Naturalmente, comprendí lo que estaba haciendo. Estaba intentando joderme en la boca, algo que nunca había permitido a ningún hombre.
En la prostitución, como en otros círculos de la vida, existen distinciones sociales. La chupapollas está en el último extremo del escalafón y es mirada con considerable desprecio por sus compañeras que aún no han descendido a ese nivel. Si entre las pupilas de un burdel de primera clase se descubre que una es culpable de complacer a los clientes con la boca, no sólo pierde categoría, sino que es considerada convicta de práctica «desleal», que hace difícil que las otras chicas puedan competir con ella sin recurrir también al mismo procedimiento.
Esto no se aplica, naturalmente, a aquellos lugares llamados casas francesas, en los cuales la fellatio es la práctica aceptada, o a otros lugares de tipo bajo y degenerado en los cuales nada es demasiado denigrante.
Esto, unido al hecho de que estaba dormida y sexualmente agotada, fueron las consideraciones que inspiraron mis esfuerzos por escapar de la caricia invertida que ahora me amenazaba y no otros pensamientos de tipo estrictamente moral. El hombre me atraía mucho físicamente, había reaccionado ante sus avances sexuales con más pasión y placer que con ningún cliente anterior. Si un poco más temprano hubiera intentado seducirme, con cierta galantería y halagos, para que se la chupara, influida por mis pasiones exaltadas, seguramente hubiera accedido. Pero siempre he sentido pronto resentimiento ante cualquier cosa que huela a impudicia o desacato y, como ya he dicho, en ese momento lo único que deseaba era que me dejaran dormir.
—¡No haré eso! —chillé enfadada, mientras luchaba para soltarme de su abrazo.
—¡Ya lo creo que sí, nena! —fue la confiada y sorprendente respuesta.
Sus piernas se apretaron con más fuerza contra mis costados, aprisionando mis brazos de modo tal que no podía moverlos. Levantó más mi cabeza. La punta de su polla, con la membrana retraída, estaba encima de mi boca.
—Hijo… hijo… —balbuceé, inarticuladamente por la rabia, pues estaba obligada a apretar los dientes para rechazar al invasor.
—¡Abre la boca, nena! —ordenó fríamente, y me dio una sacudida en la cabeza para subrayar sus palabras.
Cuando comprendí que se ignorarían mis deseos y que mis esfuerzos por desalojarlo eran inútiles, una enorme rabia se apoderó de mí. Por un momento estuve a punto de gritar, pero el pronto recuerdo de la multa que se infligía a las chicas que permitían que se crearan escándalos o problemas en sus habitaciones por la noche, ahogué el grito antes de nacer.
Se esperaba, y se suponía que estábamos cualificadas para ello, que nos enfrentáramos con las situaciones desusadas y las resolviéramos con tacto y discreción. Los desórdenes nocturnos eran calamidades imperdonables, y no estaban justificados por algo menos grave que un intento de asesinato.
—¡Abre la boca, nena! —repitió y volvió a sacudirme la cabeza, esta vez con más fuerza.
—¡De acuerdo! —bufé—. ¡Tú lo quisiste!
Abrí la boca. Su polla penetró inmediatamente, y mientras así lo hacía hinqué mis dientes en ella. El intento era bastante maligno, pero la carne vigorosa, elástica resistía cualquier laceración. Sin embargo, el dolor causado por mis pequeños dientes afilados debió haber sido considerable.
La retiró de mi boca, y al mismo tiempo retiró una mano de bajo mi cabeza y me dio una bofetada en la mejilla con la palma abierta.
—¡Abre la boca, nena! —repitió, impertérrito—, ¡y si vuelves a morderme te daré de golpes hasta que pierdas el sentido!
Las lágrimas acudieron a mis ojos.
—¡Maldito…! —balbuceé—. Te… te…
Las manos que sujetaban mi cabeza volvían a aferrarla con fuerza. Sus pulgares se hundían en mis mejillas, junto a las comisuras de la boca, obligándome a abrirla.
Sólo podía ceder o gritar creando un escándalo tal que conmovería toda la casa.
Escogí la vía discreta y, aunque casi sofocada por la rabia, abrí la boca y me sometí al ataque que se perpetraba sobre ella. La gran cabeza en forma de ciruela se deslizó dentro, llenando la cavidad con su palpitante volumen.
Por un momento intenté apartar la lengua de ella, pero no quedaba espacio libre. Su polla era tan grande que tenía que abrir las mandíbulas al máximo y mis labios se distendían en un apretado anillo.
Seguir resistiendo era fútil, y un nuevo mordisco acarrearía una dura venganza. De modo que, aun ardiendo por dentro, me relajé y le dejé hacer.
Un sabor acre llenó mi boca, la cabeza de aquella polla, a la que no podía sustraer la lengua, estaba húmeda y viscosa. Cada pocos segundos se agitaba convulsivamente, obligándome a separar aún más las mandíbulas. Pronto comenzó a moverla, un breve movimiento de entrada y salida. El prepucio la cubría cuando retrocedía, dejando sólo la punta en la boca, lo que me permitió relajar momentáneamente mis mandíbulas distendidas. Cuando entraba, el prepucio retrocedía y la cabeza desnuda volvía a llenarme la boca, separándome las mandíbulas.
Esto prosiguió varios minutos, y todo el tiempo sostuvo mi cabeza con las manos. Su polla parecía más húmeda, pero no sabía si de su propio jugo o de la saliva de mi boca. Quería escupir, pero no me soltaba, y quedé obligada a tragar el exceso de humedad.
Finalmente, con sólo la punta de mis labios, se detuvo, y después de mantenerla quieta un instante, me sacudió la cabeza y susurró:
—¡Vamos, nena! ¿Qué te pasa? ¿Vas a chuparla o voy a tener que enojarme de nuevo?
No sabía nada de la técnica precisa de ese asunto, aunque, naturalmente, el mismo nombre que se daba a ese arte indicaba que se trataba de chupar. Sofocada, ahogándome, intenté chuparla mientras se introducía en mi boca. Advirtiendo mis terribles esfuerzos, volvió a detenerse, y como si considerara por primera vez la posibilidad de que realmente fuera una novicia, preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿En serio que nunca lo habías hecho antes?
Enmudecida, me las arreglé para insinuar una negativa sacudiendo la cabeza.
—¡Cielo santo! —profirió, y luego en tono ligeramente compungido—. ¡No debí ser tan duro! ¡Creí que sólo te estabas encabritando, guapa! Pero es algo que todas las jóvenes deben saber, y estoy contento de tener la oportunidad de ser tu maestro. Ahora escucha: ¡no intentes ahogarte!, ¡no puedes chupar cuando todo está dentro! Espera…
La retiró hasta que sólo la punta quedó entre los labios.
—¡Ahora chúpala mientras está así, y acaríciala con la lengua!
«Bueno —pensé con disgustada resignación—, mientras más pronto termine mejor», y seguí sumisa sus indicaciones.
Vigorosamente, si no con entusiasmo, chupé el gran bulto esférico y pasé la lengua sobre su superficie viscosa.
—¡Así se hace, nena! —susurró muy tenso al cabo de unos instantes—. ¡Estupendo! ¡Ahora… déjala entrar!
Y mientras yo permanecía pasiva, la hizo entrar y salir en breves, rápidos movimientos. Así, alternando ambas cosas, chupando un momento, sometiéndome a que me entrara hasta la garganta luego, prosiguió mi primera lección en el arte de chupar pollas.
Aún estaba llena de rencor, pero la primera furia se había disipado, y ahora concentraba mis pensamientos en llevar todo el asunto a un pronto término. Con este fin, intenté que la caricia resultara lo más excitante y fulminante posible. Chupé el glande tenso, lo palpé con la lengua, lamiendo, chupando, acariciando… y el efecto sobre mi compañero pronto se hizo evidente, Gemía extasiado, y de vez en cuando se apartaba de mí de modo que el sensible glande quedara cubierto por su elástica piel protectora.
Percibiendo que esta maniobra estaba destinada a retrasar el orgasmo, redoblé mis esfuerzos, y cuando volvió a intentar retirarlo le seguí levantando la cabeza, y con los labios firmemente apretados en torno al cuello del palpitante bulto, lo chupé y lamí sin descanso.
Los músculos de sus muslos y piernas, que se oprimían contra mis flancos, comenzaron a temblar. De pronto retiró la mano derecha de debajo de mi cabeza y la tendió hacia atrás, hurgando con los dedos en busca de mi coño. Eso era añadir el insulto a la injuria a mi modo de ver, e intenté apretar las piernas ante la mano invasora. El esfuerzo fue inútil. La introdujo por la fuerza entre las piernas, y con la punta de los dedos índice mayor encontró el clítoris y comenzó a excitarlo.
Ahora se iniciaba un nuevo conflicto. Con cada átomo de influencia mental que logré acumular intenté obligar a ese pequeño nervio a ignorar la incitación, a permanecer impasible ante la fricción que se le aplicaba, a quedarse inerte y sin vida.
Era como intentar detener el avance de la marea, El traidor y desleal órgano no prestaba ninguna atención a mi humillación, y se negaba a acatar las órdenes mentales que le transmitía. Pese al hecho de que debía estar tan dormido como yo, despertó casi instantáneamente, endureciéndose, y se irguió muy tieso. Lo frotaba de una forma particularmente excitante, un suave movimiento circular con el botoncito erguido ligeramente comprimido entre las puntas de sus dos dedos. Las pequeñas vibraciones comenzaron a generar y se transmitieron a la zona circundante, subiendo hasta mis ovarios y bajando hasta la misma médula de los huesos.
¿Por qué seguir hablando? Sólo había una posible conclusión.
Cuando se colmó y desbordó la última capacidad de resistencia, y en el mismo momento en que mi organismo cedía a la incitación erótica, mi atormentador, que aparentemente había esperado ese preciso momento, vertió en mi boca un chorro de cálido esperma. Me ahogué gargareando mientras una parte del mismo fluía en mi garganta, y el resto, que desbordaba entre mis labios, corría en cálidos riachuelos por mis mejillas, mi barbilla…
Apenas el torrente se agotó, se apartó de mí y se dejó caer gimiendo sobre la cama.
Con el líquido viscoso goteando aún de mis labios, y con su sabor peculiarmente acre invadiéndome la boca salté de la cama y corrí precipitadamente al cuarto de baño. Primero con agua, luego con pasta de dientes y cepillo, y finalmente con repetidos enjuagues, procedí a purificar mi boca.
Cuando hube terminado, regresé a la habitación, encendí la luz y me dejé caer en una silla, donde permanecí algunos momentos en silencio observando a mi verdugo, el cual, con amodorrada indiferencia, me contemplaba con los ojos entrecerrados.
—Bueno —dije con frigidez, rompiendo el silencio—. ¿No va a felicitarme por mi graduación en el curso de chupar pollas?
Sonrió secamente.
—Todavía estás resentida, ¿verdad? Vamos, chiquilla, no seas aguafiestas. Reconozco que fui un poco brusco, pero me hiciste pasar un rato estupendo. Me gustas, guapa, me has hecho gozar como no lo hacía desde hace tiempo, y no es adulación.
—Yo sí que pasé un buen rato —observé con acritud—, mira que tratar de joderme en la boca mientras estaba dormida y a punto de ahogarme. ¡Sabe que las chicas aquí no deben hacer esto! ¿Por qué no va a una casa francesa?
Esa queja pareció divertirle mucho. Se incorporó en la cama, riendo.
—¡No me rebajes tanto, guapa! ¡Soy un tipo de categoría, con algunas extravagancias!
—Ya veo; un honor especial que me concede. Toda una distinción, debo admitirlo.
—¡Ja, ja, ja! Perdóname, guapa. Palabra de honor, me portaré bien en el futuro. De todos modos, no fue tan terrible, ¿verdad? Mira, te voy a contar un chiste: había una jovencita francesa recién casada, y su madre le estaba dando algunos consejos confidenciales. «Hija —dijo—, el último fin del matrimonio es tener hijos. Ningún hogar está completo sin los pequeñuelos. Sin embargo, tener y cuidar hijos es una tarea pesada que impone difíciles y continuas obligaciones. Te aconsejo, hija, que no tengas ningún hijo durante los dos o tres primeros años. Más tarde, no te verás privada así del recuerdo de algunos años de felicidad y despreocupación que tu juventud merece». «Ah, querida mamá, —respondió la chica ruborizada—, no debes preocuparte. ¡Nunca tendré hijos!». «¿Nunca? —balbuceó la madre—. ¿Por qué dices que nunca tendrás hijos, querida?». «¡Oh!, mamá —replicó la chica, ocultando el rostro enrojecido en el regazo materno—, ¡nunca tendré hijos porque simplemente no puedo tragar ese horrible jugo! ¡Siempre tengo que escupirlo!».
—¿Y qué? —pregunté burlona, negándome a aceptar la ridícula historia.
—¿No te das cuenta, ja, ja, ja, no ves la gracia? Ni siquiera sabía que se podía hacer de otra manera. ¡Creía que una mujer tenía que tragarse el esperma para tener un hijo!
A pesar de mis esfuerzos para continuar enfadada, estaba recuperando el buen humor. Siempre he sido así, rápida para enfadarme, rápida para olvidar. Ese hombre tenía algo irresistible. Incluso su impudicia poseía cierta gracia, una cualidad ingenua, desarmante. Sólo el recuerdo de la bofetada que me había dado continuaba irritándome. Estaba allí sentado en la cama, sonriendo, envuelto descuidadamente en una sábana, que entre ocultaba y revelaba los suaves músculos blancos de su torso. Su cabello desordenado le daba un aire infantil, poniendo de relieve una frente blanca y bien formada contra el fondo de rizos negros azulados.
Al fin y al cabo, ¿qué mal había hecho? Y, de pronto lo recordé, ¿más temprano esa misma noche no me había hecho pasar diez minutos deliciosos acariciándome el coño con la lengua? El servicio que me había solicitado no era menos íntimo. Temblé involuntariamente al recordar el breve pero delicioso episodio. Se desvanecieron los últimos restos de mi resentimiento. Comenzaba a sentirme ligeramente avergonzada de mí misma por haber armado tanto escándalo.
—¿Todavía enfadada conmigo, nena? —preguntó quisquilloso.
—No —respondí, mientras mis labios esbozaban una sonrisa—, sólo que fue un poco… bueno, sorprendente verme despertada de ese modo de un profundo sueño. Supongo que no me creerá, pero era la primera vez que lo hacía.
—Claro que te creo, nena —me interrumpió—. No era difícil ver que no tenías ninguna experiencia. En serio que no sé qué me pasó. Me pusiste tan caliente anoche que volví a estar en forma poco después de dormirme. Me desperté y me quedé ahí acostado contemplando tu boquita bajo la pálida luz, y me encontré discutiendo ferozmente las posibilidades de hacerlo.
—¿Qué quiere decir discutiendo sobre mi boca?
—Bueno, algo así. Primero me dije, es demasiado pequeña, y luego me dije, no, quedará muy ajustada, pero se puede hacer. Y así continué pensando, hasta que finalmente me puse tan caliente que tenía que decidir que sí o que no, y así… y así…
—Y así empezó a joderme en la boca para resolver el problema. Muy bien, Su Alteza, ¿nos retiramos ahora o puedo servirle en alguna otra forma?
—Bueno, si no es abusar mucho de tu hospitalidad, agradecería una copa de coñac.
Llamé a la camarera. Después de una larga espera, compareció en la puerta medio dormida, escuchó el encargo y volvió al cabo de cinco minutos con el licor. Cuando estuvo consumido, apagamos la luz y nos dispusimos a dormir de nuevo.
Los tumultuosos acontecimientos de la noche, avivados tal vez por el coñac que compartí, se reflejaron durante las horas restantes en una fantasmagoría de sueños descabellados. En todos esos sueños le estaba chupando la polla a alguien. Por curioso que parezca, en ellos no sentía inhibiciones, ninguna reticencia. Al contrario, parecía estar haciendo algo muy natural y que despertaba en mí reacciones eróticas sumamente placenteras.
Primero, era René tal como lo había visto la última vez, pero con una curiosa discrepancia de tiempo que nos transportaba a nuestra antigua sala de juegos de la buhardilla.
«Voy a hacerte algo bonito», susurraba, y arrodillándome junto a él le desabrochaba los pantalones, le sacaba la polla y me la llevaba a la boca.
«¡No, no, hermana!», protestaba, pero no intentaba escapar a la seductora caricia.
El estremecimiento de placer comenzaba a hacer presa en mí cuando de pronto observé que Hester estaba junto a nosotros, contemplándome con mirada de reproche. Me detuve un momento para explicarle que no pasaba nada, que René sólo era mi hermanastro, pero incluso mientras hablaba, comprendí que no era René, sino Mr. Hayden, a quien estaba acariciando. Pasé de esta confusa mezcla de personalidades compuestas a otro ambiente. El afeminado Wainwright me estaba lamiendo deliciosamente el coño y se detuvo un momento para masturbarse. Di media vuelta y grité:
«¡Espera! ¡Sé un sistema mejor!».
Con los muslos sobre el rostro me llevé su pequeño miembro rígido a la boca y lo chupé hasta que tuvo una eyaculación.
Cuando finalmente me desperté, era entrado el mediodía y los ecos de algunos de los lujuriosos sueños aún vibraban en mi cerebro. Me sentía mojada entre las piernas y tenía el clítoris en erección. Cuando logré ordenar mis confusos pensamientos y separar lo real de lo irreal, me senté en la cama y contemplé a mi compañero.
Estaba durmiendo tranquila y profundamente, tendido de espaldas, con la cabeza rizada apoyada en la almohada, los labios ligeramente abiertos sobre perfectos dientes blancos. Había retirado las mantas y sólo estaba cubierto por una sábana. Miré hacia abajo en dirección a la forma abultada. A media altura la sábana estaba muy levantada, proyectada hacia arriba en forma de una pequeña tienda de campaña. Al fijar los ojos en esta significativa pirámide, vi que daba fuertes sacudidas con breves intervalos.
Retiré la sábana sin molestarle. Esa infatigable polla estaba en plena erección, tan firme y rígida como una barra de hierro. Blanca y graciosa la firme columna se alzaba en medio de la profusión de rizos oscuros y enmarañados de la base, su cabeza amoratada semioculta bajo su natural envoltorio de piel satinada.
Con la sábana aún levantada, le miré la cara. Revelaba el pacífico reposo de un profundo sueño. Pensé en mis curiosos sueños y me pregunté si él también estaría experimentando raros placeres con alguna nebulosa hurí del reino de las sombras; ¡a lo mejor, incluso estaba soñando conmigo!
La idea me hizo estremecer. Suavemente retiré la sábana. Tendí la mano, cerrando cautelosamente los dedos en torno a la columna pulsante. Por un instante me contenté con sostenerla así; luego, observando detenidamente su rostro en busca de signos de despertar, comencé a mover la mano hacia arriba y hacia abajo, suave, dulcemente, de modo que la membrana sedosa se cerraba sobre la cabeza escarlata, y luego, al retroceder hacia abajo, la revelaba en su plena desnudez.
Dos, tres veces, la moví así, deteniéndome después de cada movimiento para ver si iba a despertarlo. A la cuarta o quinta vez se agitó incómodo, murmurando algunas palabras incoherentes. Esperé, inmóvil hasta que su respiración regular me aseguró que aún estaba profundamente dormido, y volví a comenzar.
«Cuando se despierte —pensé—, haré que me cuente lo que estaba soñando para que esto se pusiera tan tieso».
Mi puño se deslizó hacia abajo, la blanca piel elástica descendió y de nuevo quedó al descubierto la desnuda cabeza escarlata. Al detenerme, reteniéndola en esta posición, vi una redonda gotita brillante de límpida transparencia que emergía lentamente del orificio de la punta.
Al observar esta reacción natural ante mis manipulaciones, una oleada de deseo hizo presa de mí, y en un instante estuve en un estado de pasión rayando en la ninfomanía, dominada por una sola idea, un deseo de hundir el rígido objeto pulsante en mi boca, chuparlo y lamerlo hasta que su esencia bullente aliviara el frenesí que ahora se había apoderado de mí.
Me arrojé literalmente sobre él, indiferente ahora a si estaba dormido o despierto, y envolví la cabeza color rubí con mis labios. Con una rítmica furia de lujuria chupé y lamí y agité la cabeza hacia arriba y hacia abajo para simular los movimientos de un polvo corriente.
Naturalmente, esta violenta perturbación despertó instantáneamente a mi compañero, pero estaba tan sumida en mi propia pasión que apenas advertí que estaba sentado en la cama y que sus manos me aferraban la cara como para dirigir los movimientos de mi cabeza.
Indiferente a todo, sólo intentaba obligar a la fuente viva que tenía entre los labios a verter su elixir lo más pronto posible. Instintivamente sabía que, cuando borboteara, mi propio organismo temblaría al compás. Ahora se estremecía en ese delicioso filo de anticipación y sólo necesitaba la inspiración final para precipitar su propio chorro de placer.
Entre mis apretados labios, la carne musculosa pareció erguirse aún más. La retuve así un segundo, y luego, con poderosas convulsiones, vertió su tributo, oleada tras oleada de cálida, punzante ambrosía. Ahogándome con el diluvio que estaba a punto de sofocarme, palpité con el éxtasis del orgasmo que se apoderó de mí en el mismo momento.
La reacción ante este furioso exceso fue un lapso de enervante lasitud. Cuando me recuperé y mis caóticos pensamientos se ordenaron un poco, quedé llena de sorpresa ante el frenesí demoníaco que se había apoderado de mí. Luego pensé en qué había sido de los chorros que había vertido ese indomable géiser. El extraño sabor penetrante aún inundaba mi boca, pero recordé que casi me había ahogado con la cantidad que la había invadido. Cuando él me había atacado la noche anterior, lo había escupido casi todo, aunque me había visto obligada a tragar un poco. Miré a la cama para ver si, inconscientemente, lo había rechazado. Pero la cama estaba seca y limpia. Aparentemente, todo había ido garganta abajo.
Recordé el absurdo chiste que me había contado de la chica francesa.
—Bueno —observé—, si es cierto que una chica puede tener un niño tragándose eso, creo que voy a tener uno.
—¡Fue fantástico, niña! —exclamó—. Es la primera vez en mi vida que recuerdo haberme alegrado al despertar.
—No sé qué me pasó —murmuré un poco confusa—. Fue algo repentino. Me desperté y vi esa cosa levantada. Sabía que estaba soñando algo agradable o no hubiera estado así. Pensé que le gustaría que la acariciara mientras estaba dormido, y luego, de pronto, sentí unos enormes deseos de hacer eso ¡y no pude contenerme!
—¡Fue maravilloso, nena, maravilloso! Siempre tengo una erección cuando me quedo dormido hasta tarde, y fue algo más excitante de lo corriente la forma en que me desperté hoy. He estado con muchas mujeres, pero a ninguna se le había ocurrido hacer esto, quiero decir, cuando todavía estaba dormido. ¡Es algo nuevo para añadir al libro!
—¿Qué libro? —pregunté.
—¡Oh!, hablaba en sentido figurado. Algo para recordar.
—¿En serio le gustó tanto?
—Bueno, ¡bastante! Si el viejo miembro pudiera hablar diría: «¡gracias, mil veces, señorita!».
—¿Qué estaba soñando que le hizo ponerse tan tieso?
—Bueno, resulta difícil decirlo. Fuera lo que fuera no podía ser ni la mitad de bueno que lo que pasó de verdad. Tengo sueños curiosos, pero nunca los recuerdo bien al despertar. Todo lo que recuerdo es que siempre había una chica en ellos. Debía estar soñando en ti esta vez. ¿Tienes sueños… quiero decir sueños sucios?
—Tuve unos terribles anoche —confesé—. ¡Supongo que fueron los que me hicieron hacer eso!
—¿Sobre qué eran, nena? —preguntó con curiosidad.
—¡Oh!, sobre todo de usted —mentí, pues no quería decir que había soñado con otros hombres mientras dormía a su lado.
—¿Eran sueños agradables? —insinuó.
—¡Bueno, ya vio lo que me hicieron hacer! ¡Apostaría que ahora está seguro de que estoy acostumbrada a hacer eso!
—No, en serio que no, nena. No me importaba al principio, pero luego comprendí que no estabas acostumbrada. Después me sentí un poco avergonzado de haberte obligado a hacerlo.
—¡Oh!, al principio estaba furiosa, pero ahora no me importa. Yo también lo pasé bien. Pero sin embargo, es verdad que no lo había hecho nunca. Pero apostaría que lo ha hecho así con muchas chicas.
—Sabrías que mentiría si dijese lo contrario. Y no me apreciarías más, aunque no lo hubiera hecho antes, ¿verdad?
—No —respondí lentamente—. No reprocho que un hombre se divierta todo lo que pueda. Si fuera hombre, haría toda clase de barbaridades. Se lo haría a las chicas y también al revés.
—¿Cómo al revés?
—Como hizo anoche… con la lengua.
—Oh, eso te gusta, ¿verdad?
—Me vuelve loca.
—Nena, me gustas. Hice un trato con la vieja para pasar contigo una noche a la semana, pero la verdad es que no estaba seguro de querer volver ni siquiera por segunda vez. Ahora no podrías echarme si lo intentaras. Me gusta una chica que no tiene la tonta idea de intentar engañar a un hombre con falsa modestia.
—Está casado… ¿verdad? —pregunté.
—Sí, por desgracia.
—¿Por qué por desgracia? ¿No es bonita?
—Eso es, exactamente. Demasiado bonita, demonio. Es la respuesta a por qué los hombres buscan chicas como tú. Es un iceberg, un frígido monumento a la castidad en su concepción más exagerada. Todo lo que está relacionado con el sexo es inmoral. La única justificación para que un hombre se acueste con su esposa es el deseo de crear descendencia e incluso eso es un asunto feo, degradante.
En mi imaginación se formó la imagen de una piadosa hembra dura, amargada tal vez por la falta de atractivos físicos, cuya vida estaba dedicada a la supresión de todos esos instintos y deseos naturales de la carne que hacen que valga la pena vivir. Había oído hablar de mujeres así.
—¡Cielo santo! —balbuceé—. ¿Por qué se casó con una mujer como ésa?
—Razones familiares —replicó.
De tendencia naturalmente crédula e ingenua, mi corazón inmediatamente quedó invadido de simpatía por la desventura de mi compañero. Todavía tenía que aprender que todas las historias tienen dos aspectos y que se deben conocer ambos para poder juzgar adecuadamente los respectivos méritos.
—Lo siento mucho —dije sinceramente—. Cuando venga aquí intentaré hacerle olvidar su desgracia. No soy fría, ¡pero me parece que ya lo sabe!
—Eres una chica estupenda y no te olvidaré. Quisiera quedarme más rato, pero tengo una cita a las dos y es importante. Será mejor que me vista y me arregle antes de ceder a las tentaciones.
Sin proseguir la conversación, nos vestimos, y Monty se dispuso a marcharse. Me retuvo un momento en sus brazos junto a la puerta, entreteniéndose sólo el tiempo necesario para levantarme el vestido, meterme la mano en las bragas y hacerme algunas caricias lascivas en el trasero.
—Te veré el miércoles sin falta.
Y se fue.