CAPÍTULO IV

El tiempo corría monótonamente. Exceptuando distracciones momentáneas como las que acabo de describir, pocas cosas rompían la monotonía. Durante el primer año y medio recibí visitas ocasionales de mamma Agnes y a veces de René. Cómo me hubiera gustado pasar un par de horas en privado con él, pero no era posible, pues las visitas se limitaban a la sala de recepción y en presencia de una celadora que vigilaba que no se pasaran regalos de contrabando a las internadas. Incluso abrían las cartas que recibíamos antes de entregárnoslas. A menudo, cartas escritas a las chicas por amigos del sexo opuesto eran destruidas sin que las vieran aquellas a quienes iban dirigidas.

Gracias a una hábil maniobra una chica de nuestra sala, una chica de diecisiete años llamada Georgette, logró recibir algunas fotografías de hombres y mujeres haciendo todo lo imaginable. No eran dibujos como los del librito que habíamos encontrado con René, sino verdaderas fotografías.

Hacía dos semanas que Georgette tenía esas fotografías cuando aparentemente llegó a oídos de la superintendente la noticia de su existencia, ya fuera por casualidad o a través de un chivatazo malicioso.

Una noche entró en nuestra sala acompañada de dos celadoras y comenzó a registrar cuidadosamente. Una de las celadoras encontró el paquete de fotografías debajo del colchón de Georgette y supimos que lo que andaban buscando eran las fotografías, porque en cuanto las encontraron dejaron de buscar.

Se llevaron a la pobre Georgette a la oficina de la superintendente. En cuanto salieron, un profundo silencio se hizo en la sala. Nadie decía nada. Todas esperábamos con los nervios en tensión oír ciertos sonidos que nos harían temblar, maldecir, reír con fingida indiferencia o con los nervios desatados por la histeria. Minuto a minuto esperábamos atentas, pero los sonidos no se materializaban. Contamos diez, veinte minutos, media hora. Tal vez, después de todo, no iban a azotar a Georgette. Pero de pronto el tenso silencio fue roto por un chasquido distante, pero audible. Siguió otro, y con el tercer golpe un grito agonizante llegó a nuestros oídos. Cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Mecánicamente contamos los golpes mientras la horrible cadencia de chasquido y grito cortaba el aire. Cuando terminó el décimo golpe, las que estábamos inspiradas por sentimientos de piedad y simpatía soltamos un suspiro de alivio.

Pasaron cinco minutos y, ante nuestra sorpresa, los horribles gritos con su terrible acompañamiento de slap, slap, slap comenzaron de nuevo. De uno a diez duró la afrentosa serie. Era más de lo acostumbrado; no recordábamos ningún precedente en que el castigo se hubiera infligido dos veces seguidas.

Al décimo golpe, como antes, se hizo el silencio. Inconscientemente había apretado tan fuerte las manos que estaban blancas por la presión. Miré a Hester. Estaba sentada en el borde de la cama, con la barbilla entre las manos y la vista baja. Después de la segunda azotaina hubo un largo período de silencio. Por un momento esperamos ver regresar a Georgette al dormitorio y quedamos casi paralizadas de horror cuando el doloroso estribillo comenzó de nuevo. Incluso el rostro de Mrs. Barrows, nuestra celadora, estaba pálido mientras permanecía sentada ante la mesita junto a su cama, agitando nerviosamente un lápiz entre los dedos.

—¡Si me azotaran así, volvería y las mataría antes de hacer nada más! —susurró Hester.

Unos minutos después de disiparse los ecos del décimo y último golpe de la triple inquisición oímos cómo se abría la puerta del despacho de la superintendente y el sonido de lentos pasos en la escalera y en el pasillo. Finalmente, entró Georgette sollozando y sostenida por las dos celadoras. Mrs. Barrows abrió la puerta y ayudó a Georgette a acostarse.

Manos cariñosas la desnudaron y reclinaron su cara sobre la almohada. Cuando su trasero quedó al descubierto, quedamos horrorizadas. Era una masa de cicatrices encarnadas, cada cicatriz estaba terriblemente hinchada. Incluso Mrs. Barrows expresó sorpresa mientras corría a buscar un frasco de crema para atenuar la inflamación.

—¿Por qué te pegaron tres veces, Georgette? —susurramos con curiosidad llena de simpatía.

—Intentaban obligarme a decirles cómo conseguí las fotos —respondió Georgette con voz entrecortada por los sollozos.

—¿Se lo dijiste?

—¡No!

Todo debe tener un fin y se aproximaba el momento de mi liberación. Mamma Agnes murió. Había fallecido durante mi segundo año de prisión, y René había pasado poco después para decirme adiós. Se marchaba al Canadá y me mandaría dinero para reunirme con él cuando estuviera libre, dijo. Durante cierto tiempo mis pensamientos se iluminaron con cierta esperanza. Pero sus cartas, muy regulares y a veces con pequeñas cantidades de dinero al principio, gradualmente se fueron haciendo menos frecuentes y menos definidas en cuanto a nuestros planes originales. Finalmente cesaron por completo, y los muros del olvido se cerraron en torno a mi hermanastro René.

Estaba escrito, al parecer, que el día de mi liberación me encontraría sin hogar, sin ningún lazo que me uniera a mi vida anterior y sin medios para el futuro. En estas circunstancias, Hester, cuya libertad debía serle concedida varios meses antes que la mía, y que me había confiado que ya había hecho sus arreglos y que la esperaba un puesto en casa de una tal madame Lafronde, sugirió que yo también podía ponerme a la disposición de esa dama en la que tenía gran confianza.

Describió un brillante cuadro de la vida fácil y de las recompensas financieras que se podían disfrutar en el establecimiento de primera clase regentado por la tal madame Lafronde. Se dirigía a una clientela muy selecta reclutada entre los gentiles y la nobleza. Estaba segura de que madame Lafronde me recibiría con los brazos abiertos, y se mostró tan elocuente que no dudé mucho en aceptar su ofrecimiento de interceder en mi favor. Antes de que Hester atravesara la gran puerta de entrada camino de la libertad, convinimos en que recibiría una visita, ostensiblemente una tía, que vendría a verme pocos días antes de mi propia liberación. Esa tía no sería otra que la misma madame Lafronde y el propósito de su visita sería decidir si yo era una candidata aceptable para su salón.

El fuerte apretón de manos de Hester y el dulce beso que depositó en mi mejilla al decirme adiós llenaron mis ojos de lágrimas. Había llegado a sentir gran afecto por ella, y su ausencia pesaría mucho en mi corazón.

—No llores, Jessie, guapa —susurró—. Pronto estaremos juntas de nuevo. No te olvidaré. Recuerda ahora, cuando venga madame Lafronde, llámala «tía Mary» y actúa como si la conocieras, o si no…

La conversación fue interrumpida por una celadora y con un último abrazo y un beso nos separamos.

Los cuatro meses siguientes fueron los más largos y terribles de todos los largos meses que pasé en el reformatorio. El hecho de que una nueva vida estuviera al alcance de la mano, en realidad parecía retrasar el transcurso del tiempo en vez de acelerarlo.

Pero había momentos de felicidad provocados por la llegada de pequeños paquetes con dulces, pasteles y otros regalos permitidos por el reglamento. También recibía cartas que, a pesar de sus discretas palabras y la misteriosa firma «tu prima que te quiere, Frances», me aportaban sus mensajes de cariño y la certeza de que Hester realmente no me había olvidado. Y, fiel a su promesa, una semana antes de que recuperara mi libertad, fui llamada a la sala de visitas para recibir un visitante.

Cuando entré, mi mirada sorprendida cayó sobre la única ocupante, junto a la siempre alerta y vigilante celadora de guardia, una mujer ya mayor de aspecto muy respetable, incluso piadoso con un sombrero de oscura seda negra. Su aspecto era tan opuesto al de la visitante que esperaba, que dudé, olvidando por un momento las recomendaciones de Hester antes de partir. Mientras permanecía allí de pie, dudando, ella se levantó de la silla, se aproximó con los brazos abiertos y exclamó:

—¡Jessie, querida niña!

Los ojos penetrantes de la celadora estaban fijos en mí.

—Hola, tía Mary —murmuré mientras devolvía mecánicamente su abrazo.

Y así, en estas curiosas circunstancias, la «madame» de una casa de prostitución entrevistó a una posible pupila. Sus ojos recorrían incesantemente mi cuerpo mientras proseguíamos nuestra vaga conversación, destinada a engañar a la celadora, que permanecía sentada vigilándonos. Desde el principio advertí que la visitante me veía con buenos ojos, y sus comentarios sobre cómo había mejorado mi aspecto desde la última vez que me «había visto» y sobre lo bonita que estaba y lo contenta que se sentía de llevarme a vivir con ella, «querida, ahora que tu querida mamá ya no está», me dieron la clave de mi futuro y me aseguraron que al menos por el momento éste estaba asegurado. «Mi prima Frances» estaba esperando ansiosa mi llegada, dijo, y me mandaba muchos saludos cariñosos.

Antes de marcharse, informó a la superintendente de que pasaría por la institución la mañana de mi libertad para llevarme a casa sana y salva. Volví a mi sala deslumbrada, con las ideas confusas. Resultaba muy difícil imaginarse a esa simpática señora en el papel de patrona de una casa de prostitución. El día largo tiempo esperado llegó a su fin. A las nueve me condujeron al despacho de la superintendente y cumplí las formalidades usuales relacionadas con la concesión de libertad de las internadas.

—Su tía dijo que pasaría a buscarla a las diez, Jessie. Puede subir a su dormitorio y empaquetar sus cosas —dijo amablemente, una vez terminado el sermón de rigor sobre las locuras de una vida de pecado y las recompensas de la virtud.

Mientras extendía mis escasos efectos sobre el estrecho catre en el dormitorio, antes de envolverlos en un hatillo, un pequeño grupo de amigas y compañeras se reunió a mi alrededor, algunas para despedirse con envidia y otras para obtener promesas de que les enviaría tal o cual cosa del exterior.

La hora pasó volando, y antes de que tuviera tiempo de darme cuenta estaba recorriendo el largo pasillo que conducía a las oficinas exteriores y a la libertad.

Mi benefactora estaba esperando en el despacho de la superintendente y me saludó con un abrazo maternal de acuerdo con nuestro íntimo parentesco. La superintendente nos condujo a la puerta de la calle, y cuando ésta se cerró a nuestras espaldas me detuve para mirar hacia atrás, incapaz de creer que mi libertad era un hecho real. Mientras hacía esto, madame Lafronde me tiró del brazo.

—¡Vamos, niña! ¡Este maldito lugar me pone enferma! —exclamó mientras me hacía bajar corriendo las escaleras hacia la calle.

Hizo parar un taxi, y al cabo de unos instantes la institución, que había sido mi hogar durante casi tres años, retrocedió en la distancia, y al final se convirtió sólo en un desagradable recuerdo.

Dentro del taxi, madame Lafronde se abandonó y, reclinándose en el respaldo, sacó un paquete de cigarrillos de su bolso. Después de ofrecerme un cigarrillo que no acepté, pues no estaba acostumbrada a su uso, encendió uno y comenzó a chuparlo abstraída.

De acuerdo con sus indicaciones, el taxi aminoró la marcha después de recorrer una docena de manzanas y se detuvo. Pero no habíamos llegado a nuestro destino. A unos pasos de allí, cerca de la curva, había un gran automóvil negro. Cuando nos cercamos caminando a él, un chófer bajó de un salto y abrió el compartimiento trasero, y ante mi sorpresa y placer, Hester bajó riendo y me estrechó entre sus brazos. Llevaba un bonito sombrero y su cara irradiaba sincera alegría de verme. Siempre había considerado bonita a Hester, pero no estaba preparada para el cambio que experimentaba su apariencia gracias a un espléndido guardarropas.

No nos entretuvimos mucho y pronto, sumergidas en la lujosa intimidad del gran automóvil, comenzamos a recorrer rápidamente las calles. Hester y yo charlando excitadas mientras madame Lafronde echaba plácidamente largas columnas de humo por la nariz, interrumpiéndonos ocasionalmente con algunas preguntas u observaciones.

—Déjame ver tus piernas, guapa.

Reí nerviosamente mientras levantaba muy seria mi falda y observaba mis piernas con aire entendido.

—Hmmm, muy bien, guapa, unas piernas muy bonitas, realmente. Temía que Hester hubiera exagerado un poco… Y las tetas, a ver qué tal están… —y una mano inquisitiva y enjoyada recorrió mi pecho y se apartó después de una breve exploración—. Ah, sí, unas piernas y unas tetas muy bonitas. Una fortuna, querida, si eres prudente.

El trayecto terminó ante las puertas de una gran mansión de piedra en una calle tranquila, y poco después fui introducida en mi nuevo hogar. Era un lugar con una elegancia tranquila, suaves alfombras mullidas y paredes tapizadas. Miré a mi alrededor maravillada. No había nada que saltara a la vista y que caracterizara ese lujoso ambiente como una casa de prostitución, pero pronto aprendería que las cosas no siempre son lo que aparentan ser y que entre esas paredes acolchadas se desarrollaban cada noche dramas de lujuria como nunca había visto.

Y así crucé el umbral de una nueva vida y las puertas del pasado se cerraron tras de mí.