CAPÍTULO XVI

A través de la húmeda noche londinense, un lujoso automóvil avanzaba suave y seguro. El imperceptible zumbido de sus poderosos motores apenas se distinguió sobre el chasquido de las ruedas de caucho sobre el pavimento húmedo mientras volaban raudas a su destino.

Tras las ventanillas con cortinas se extendía una macabra niebla, apagando a veces las luces callejeras con sus vapores fantasmagóricos. Adentro se percibía un suave confort, calor, vida y color.

Si una mirada curiosa hubiera podido espiar a través de la ventanilla cubierta de cortinas, se hubiera revelado ante sus ojos una escena de sueño, profanamente distinta del desalentador exterior de la noche.

Afuera, la interminable procesión de luces semiapagadas intentaba atravesar en vano el manto gris que se hacía cada vez más espeso; adentro, la ligereza de un abandono inspirado por el alcohol, el brillo de las medias de seda bajo diáfanos vestidos flotaba en descuidado desarreglo sobre piernas bien vestidas.

Había cuatro ocupantes en la reclusión del automóvil, ligeramente iluminado. Dos eran caballeros, vestidos a la moda con los atuendos dictados por las costumbres de la época en materia de trajes de noche, y dos eran jovencitas cuya vestimenta, si no era exactamente lo que hubiera sido considerado de mejor gusto por los árbitros sociales, al menos era bonita y llena de colorido. Los caballeros, prescindiendo de su condición semiembriagada, se sentían patentemente a sus anchas en la atmósfera de lujo que sugería el automóvil y sus atuendos. Las chicas, si el observador imaginario las hubiera examinado con ojo crítico y hubiera tomado nota de la escasa longitud de sus vestidos, el colorete de sus mejillas, el exagerado color escarlata de sus labios y su indiferencia ante el indiscreto desorden de sus ropas, hubieran sido catalogadas instantáneamente como damas de ese vasto conjunto «¡poco recomendable!».

Uno de los caballeros era Monty, y una de las chicas, yo misma. El segundo caballero era otro vastago de la aristocracia que yo sólo conocía por el apodo de Zippy, y su compañera era una joven española de facciones graciosas llamada Carlota.

No era la primera salida nocturna en que yo participaba. Cediendo a la influencia de la mágica vara de oro que Monty había agitado ante sus ojos, madame Lafronde había consentido a esta desviación de las normas acostumbradas.

—No quiero oponerme a que saques todo el provecho que puedas de tus encantos. ¡Pero ten cuidado, niña, ten cuidado! —fueron sus últimas palabras sobre la cuestión.

Esa noche debíamos presenciar la proyección clandestina de algunas películas pornográficas que Zippy había concertado con un presentador en algún lugar oscuro muy apartado en el East Side de Londres. Después del espectáculo cenaríamos en la reclusión de una sala privada en un lugar popular.

Zippy era un tipo genial con una personalidad muy agradable. Poseía una disposición amable y divertida. Sus graciosos chistes y salidas nos hacían reír constantemente, y cuando estaba bajo la influencia del alcohol nuestras convulsiones eran incesantes.

Carlota, a quien había conocido unas horas antes, constituía un enigma. Su actitud hacía mí era desconcertante; siempre me ha costado poco hacer amistad con la gente, pero mis avances hacia ella quedaban sin respuesta y percibía cierta frialdad, que no alcanzaba a explicarme. A veces descubrí que me miraba a hurtadillas, e imaginé que había un brillo maligno en sus oscuros ojos.

Creyendo que tal vez consideraba mi amistad con Zippy como una posible amenaza para la seguridad de su dominio en sus afectos, tuve un escrupuloso cuidado de no insistir en el espíritu displicente de la amistad cuatripartita, y, sin embargo esa explicación no concordaba exactamente con las circunstancias, pues ella se mostraba particularmente tibia en sus demostraciones de afecto por el apuesto y joven aristócrata.

Esa noche, no obstante, aparentemente había olvidado su falta de animación habitual y había entrado en el espíritu festivo de la ocasión. Una botella forrada de seda pasaba de mano mientras el apagado zumbido del motor nos llevaba a nuestro destino.

Apoltronado en un extremo del asiento lujosamente tapizado, Monty se reclinaba conmigo sobre su regazo. En el otro extremo del asiento, Zippy sostenía a Carlota de modo parecido. Un bonito brazo se curvaba ligeramente en torno a su cuello y una pequeña carita graciosa se inclinaba sobre la suya.

Sumida en una agradable languidez alcohólica, les observaba soñadora. Me sentía feliz, satisfecha, y esperaba pasar una noche de feliz abandono sin que ninguna premonición o presentimiento de algo malo enturbiara mi ligereza.

Las faldas de Carlota estaban levantadas muy por encima de las rodillas, revelando una breve extensión de carne que brillaba como si fuera de marfil bajo la pálida luz y quedaba acentuada por el resplandor negro de sus piernas cubiertas de seda. Los broches metálicos que sostenían el extremo de las medias, manteniéndolas apretadas en torno a las piernas mediante ligas elásticas que subían y desaparecían bajo prendas transparentes, relucían como joyas cuando el movimiento del automóvil hacía que la luz se reflejara en ellos.

Una mano inquisidora, animada, sin duda, por el seductor desorden de las prendas, se apoyaba en su rodilla e iniciaba una insidiosa exploración hacia arriba, con movimientos que contribuían a aumentar el desorden de su ropa y a revelar mayor porción del muslo marfileño. Pronto nada quedó visible de la mano misma, excepto partes de un puño blanco, mientras el resto se perdía de vista entre las finas prendas.

Carlota soltaba una risita nerviosa y apretaba las piernas, maniobra en virtud de la cual la mano invasora quedó firmemente aprisionada entre muros de cálida carne palpitante.

Con la cabeza apoyada en el hombro de Monty, observaba este juego lascivo con los ojos entrecerrados. Qué lástima que Carlota no estuviera siempre alegre y contenta. Cuando estaba así, era realmente hermosa. Además, qué bonitas piernas tenía, tan esbeltas y graciosas y suavemente curvadas. Cuando las chicas tenían piernas así, no era de extrañar que los hombres las admiraran. Las mías habían sido así cuando era más joven, pero en los últimos dos años habían engordado, se habían hecho más sólidas, más maduras.

Extendí mis propias piernas y las contemplé pensativa.

—¿Qué estás haciendo, nena? ¿Admirando tus piernas? —murmuró Monty.

—No; estaba admirando las de Carlota y comparando las mías con las suyas.

—¡Oh, envidia! ¡Tu nombre es de mujer! ¿Crees que las piernas de Carlota son más bonitas que las tuyas?

—Sí —dije, cándidamente—. Eso creo. Las mías se están amatronando mucho.

—¡Shht! —respondió Monty, y hundió el rostro entre mis pechos, haciéndome reír ante el contacto de su cálido aliento con olor a whisky con mis pechos ligeramente cubiertos—. Sólo estás buscando que te alaben y, por pura obstinación, me niego a morder el anzuelo.

—El único momento en que se pueden apreciar adecuadamente las piernas de una mujer —declaró Zippy solemnemente desde su rincón—, es cuando están en torno a tu cuello. Afirmo que Carlota tiene las piernas más bonitas del mundo.

Monty y yo soltamos una carcajada, y Carlota se puso muy tiesa con fingida indignación.

—¡Oh! ¡Qué insolencia! Nunca en mi vida le puse las piernas alrededor del cuello.

—¡En sueños, cariño, en sueños! Un hombre tiene derecho a soñar lo que quiera, ¿no?

—¡No! ¡No sueños difamatorios como ése! ¡Si quieres soñar conmigo, sueña algo decente! Y… ¡oooh!… ¡saca la mano de ahí! ¡Basta!… ¡basta!… ¡Se me van a mojar las bragas!

El inesperado frenar del automóvil, seguido de dos toques cortos y dos largos de claxon nos advirtió que habíamos llegado a nuestro destino, y Carlota, escapando al fervoroso abrazo, se estiró los vestidos, preparándose para salir del coche.

Cuando éste se detuvo, aparentemente de acuerdo con planes preelaborados y respondiendo a señales de la sirena, la figura de un hombre surgió de la noche brumosa para conducirnos hacia el lugar donde debía celebrarse la diversión.

Nos condujeron a una habitación burdamente arreglada para representar un teatro improvisado; algunas sillas, una pequeña plataforma elevada dos o tres pies sobre el nivel del suelo y detrás de ésta una cortina blanca. El proyector y el operador estaban ocultos en un cuarto adyacente, desde el cual se proyectaban las películas a través de un pequeño orificio circular abierto en el tabique. No había otros espectadores, pues Zippy lo había arreglado todo para una proyección completamente privada.

La exhibición duró aproximadamente una hora y media, y consistió en varias películas distintas, algunas de ellas supuestamente filmadas al natural entre los apaches de París[1] y que cubrían la gama de todas las fantasías y perversiones sexuales. Otra basada superficialmente en el problema de si existe o no posibilidad física de que un hombre sea violado contra sus deseos, tenía por tema el secuestro de un joven el día de su boda por un grupo de amigos alegres y bromistas. Raptado del lado de su reciente esposa, lo despojan de sus vestidos y lo encadenan a una pared en posición vertical con los brazos levantados y las piernas separadas.

En estas indignas circunstancias es entregado a la merced de un grupo de chicas que, con actos lascivos, bailes y otros artificios, se esfuerzan por hacer que tenga una erección. Durante un tiempo, este moderno San Antonio es capaz de soportar las reacciones eróticas y se resiste con éxito a las artimañas de las sirenas. Pero, por desgracia, la carne es débil y, a pesar de su determinación de resistir las tentaciones impuras, Satanás, bajo la apariencia de una hermosa joven con dedos ágiles, obliga a su gallo a despertar de su sueño letárgico y levantar cabeza en obediencia a los poderes del mal.

Con este desastre, la batalla está prácticamente perdida, pues una vez que el pene de un hombre está túrgidamente erguido, ni la más casta determinación puede controlar sus acciones subsiguientes ni oponerse al curso de la naturaleza lasciva.

Levantándose el vestido, la tentadora da media vuelta y se detiene, con las manos apoyadas en las rodillas, apretando su redondo trasero blanco contra la rígida vara. Se acerca más y más, hasta que el obelisco traidor, siguiendo el estrecho camino entre las abultadas nalgas, alcanza y penetra en el puerto natural entre los muslos, y no falta nada para completar la victoria del pecado más que el lento movimiento circular de su trasero.

Frotándolo con la mano, chupándolo y mediante otras artes lascivas, la infortunada víctima es sometida a mayor desgaste de su vitalidad sexual mientras las sirenas, una tras otra, le arrastran al agotamiento, hasta que al final su pene queda reducido a un estado de inconsciencia e inercia del que ningún atractivo femenino podría despertarlo, y cuando esto se hace evidente el infortunado novio es liberado y se le permite partir hacia su luna de miel.

La sesión terminó con una horrible presentación de una chica y un diminuto pene. Era increíble, pero la evidencia estaba allí, clara e indiscutible en la reproducción filmada sobre la pantalla.

Cuando el espectáculo terminó, volvimos al automóvil, y media hora después estábamos en un restaurante donde nos habíamos reservado un pequeño comedor privado. Disfrutamos de una agradable cena, acompañada de vinos exquisitos, que prolongamos riendo y charlando y divirtiéndonos de distintos modos. Después de cenar, nos separaríamos, Monty y yo iríamos por un lado y, Zippy y Carlota, por otro.

Pero se estaba muy bien en el pequeño comedor. Todos estábamos semiembriagados, y en esas condiciones todo parece perfecto, y todo lo que se dice, terriblemente divertido. Así nos entretuvimos, contando chistes verdes, revolviéndonos la ropa y entregándonos a todo tipo de tonterías lascivas, mientras Monty y Zippy seguían bebiendo hasta comenzar a emborracharse en serio.

—En estas ocasiones —declamó Zippy, aprovechando una laguna en la conversación— es costumbre invariable, por no decir inviolable, que cada uno cuente a su manera las circunstancias de su primera experiencia sexual.

—Lo que quiere decir —interrumpió Monty, condescendiente—, es ¡que cada uno cuente su primer polvo!

—¡Creo que… sé explicarme sin… necesidad… de un intérprete! —protestó Zippy con gran dignidad.

—¡Estás medio borracho!

—¡Me ofende esta insinuación! Insisto en que no estoy medio borracho. Al contrario estoy medio… sho… sho… shobrio.

—¡Silencio los dos! ¡Los dos están borrachos! ¡Si empiezan a discutir, Carlota y yo nos vamos!

—¿Por qué empezamos a discutir? —interrogó Monty, rascándose la cabeza, perplejo.

—Oh, Zippy tuvo la idea de que cada uno de nosotros contara su primera experiencia sexual, y tú lo interrumpiste.

—Era una buena idea. Le pido perdón por interrumpirlo. Sería muy interesante saber en qué desgraciadas circunstancias estas señoritas perdieron su virginidad. Te nombro para que cuentes la primera historia.

—¡Oh, no! —protesté riendo—, sucedió hace tanto tiempo que casi no puedo recordar los detalles. Que empiece Carlota. Mientras ella cuenta la suya, intentaré recordar la mía. Eso suponiendo que dejen de beber. No tiene gracia contar cosas a una gente que está demasiado borracha para escuchar.

—De acuerdo —intervino solemnemente Zippy—. Ahora todos a escuchar, mientras Carlota nos cuenta su primer romance.

—Ah —murmuró Carlota soñadora—. Hasta el momento había guardado el secreto de mi desventura y las circunstancias bajo las cuales se produjo mi ruina en lo más recóndito de mi corazón, y nunca pensé revelarlos.

Hizo una pausa y permaneció silenciosa y pensativa durante largo rato.

—Era hija única de padres ricos que me prestaban todos los cuidados y atenciones que sus amantes corazones podían imaginar —comenzó—. Vivíamos en una hermosa finca en el campo, donde el arte y las realizaciones del hombre se suplían con todas las bellas y exóticas creaciones de la naturaleza. Cerca de casa había un encantador bosque de cuento de hadas en el que abundaban las flores silvestres en abigarrada profusión y a través del cual un pequeño arroyo de agua clara y límpida se abría paso hacia el distante mar.

»Desde mi más tierna edad recuerdo con qué placer paseaba por ese bosque en miniatura, escuchando arrebatada las cancioncillas de los pájaros que vivían en verdes nidos, cortando de vez en cuando una flor perfumada, observando a las grandes abejas negras y doradas mientras recorrían los capullos en su eterna búsqueda…

—Demasiados pájaros y abejas y flores y pocos polvos en esta historia… —gruñó Zippy descontento.

—¡Shht, Zippy, deja que cuente la historia a su manera!

—Cuando cumplí quince años —continuó Carlota, sin prestar atención a la interrupción— era tan pura e inocente como la nieve recién caída. Mis padres me habían protegido cuidadosamente de cualquier influencia contaminosa; no sabía nada; ignoraba todas las verdades de la vida…

—Un terrible error de los padres —observó Zippy con tristeza.

—A esta carencia de conocimientos, que ya tenía edad de poseer, atribuyo el hecho de que mi pura inocencia cayera en las redes del placer, y que mi fresca virginidad se perdiera para siempre —continuó Carlota, con voz emocionada.

Monty se secó una lágrima y Zippy volvió la cabeza para toser de un modo sospechoso.

—Nunca olvidaré el día; está grabado en mi alma con letras de fuego. Acababa de cumplir quince años; mi cuerpo era de mujer, pero en los demás aspectos era tan inocente y cándida como un niño. Creía que los niños eran traídos por las hadas que los dejaban en el umbral de la puerta en cestos de flores y parras.

Monty sollozaba audiblemente. Zippy buscó a hurtadillas una botella y logró servirse un gran trago antes de que pudiera arrebatársela.

—Necesito un estimulante —protestó ofendido—; esta historia me está rompiendo el corazón.

—Había descubierto un claro estanque entre las rocas con agua tan clara, que el fondo de arena se podía ver a través de la superficie cristalina. Varios peces habitaban este pequeño estanque y me deleitaba tenderme boca abajo y observar cómo nadaban lentamente, mientras la luz del sol, que atravesaba el agua traslúcida, hacía relucir sus escamas iridiscentes con todos los colores del arco iris.

»Ese día predestinado corrí junto al estanque, ansiosa de ver a mis amiguitos, a cada uno de los cuales había dado un apodo afectivo. Había traído un poco de pan y, mientras permanecía allí tendida observando cómo devoraban las miguitas, quedé sorprendida al oír una voz junto a mí.

»—¡Ah, pequeña Narcisa! —dijo—. ¿Te gusta tanto tu bella cara que contemplas su reflejo en el agua?

»Levanté la mirada y vi a un joven apuesto y sonriente que me contemplaba con curiosidad. Quedé sorprendida, pero no me asusté. No sabía que debiera asustarme de nada.

»—No, señor —repliqué—, estaba mirando unos peces que viven en este estanque. Son muy bonitos, de verdad. Sus escamas relucen como rubíes y esmeraldas y zafiros bajo la luz del sol.

»—¿Sí? —respondió, mirando el estanque.

»—Tiene que inclinarse y acercar más el rostro al agua para verlos —expliqué.

—Dicho lo cual, el joven, que era un perfecto desconocido para mí, se acomodó sobre las rocas en posición similar a la mía y contemplamos juntos el límpido estanque mientras yo identificaba a los distintos miembros de mi familia adoptiva.

»Su interés por los peces se desvaneció rápidamente y comenzó a hacerme preguntas que, cándida e ingenua, respondí sin titubear, revelándole tanto mi infantil simplicidad como mi identidad.

»No creía haber visto nunca a un joven tan apuesto. Era mucho mayor que yo, cinco o seis años, al menos. ‘¿Vienes aquí a menudo?’, preguntó. ‘Cada día’, respondí, ‘si no llueve.’ Y luego, vencida mi timidez por la curiosidad, pregunté: ‘¿Quién es usted? ¿Vive aquí cerca?’ ‘No’, replicó lentamente, ‘vengo de una ciudad lejana. Es un secreto, pero confiaré en ti, porque veo que eres seria. ¡No debes decírselo a nadie!’. Escuché con mucho interés. ‘Soy un emisario del rey. Me han enviado aquí para vigilar que no se moleste a los animales, los pájaros y las flores. Cuando los pajaritos caen de sus nidos, los subo de nuevo, y cuando las ardillas no encuentran nueces, las busco para ellas’. ‘¡Oh, qué maravilloso!’, suspiré extasiada. ‘¿Puedo ayudarle? ¡Hay chicos malos que ponen trampas para cazar conejitos, pero siempre que las encuentro les tiro piedras y las rompo!’. ‘Muy bien, querida Carlota (entonces ya sabía mi nombre), estaré muy contento de que me ayudes a buscar ardillas hambrientas, y si encontramos trampas de conejos, ciertamente las destruiremos. Podemos encontrarnos mañana junto a este estanque, pero recuerda, no digas nada a nadie, ni a tus padres. El rey se enfadaría’.

—Y así, con un alegre secreto encerrado en mi confiado corazón y la feliz expectativa de acompañar a ese maravilloso joven a la búsqueda de avecillas que se habían caído de sus nidos, corrí a casa…

—Es la historia más conmovedora que he oído —murmuró Zippy—, pero…

—¡Silencio! —susurré—. ¡Quiero oír el final de esta historia sin más interrupciones!

—Al día siguiente me estaba esperando allí, y pasamos un rato estupendo, recorriendo los bosques, explorando marañas sombreadas con espesas matas en las que nunca me había atrevido a penetrar sola. Pero era fácil cuando alguien sostenía las ramas y me llevaba en brazos en los lugares húmedos, donde podía haber serpientes verdes escondidas en la maleza.

»Había un lugar donde el arroyo se ensanchaba entre la alta hierba. En medio de ese terreno pantanoso había una isleta de árboles que había visto desde lejos sin acercarme nunca, pues no sabía si el arroyo era muy profundo alrededor. Se lo indiqué a mi compañero, y sin decir palabra me cogió en brazos y me transportó a través de la tierra pantanosa.

»Producía una extraña y dulce sensación que me transportara de ese modo, una sensación que nunca había experimentado antes. Me llenaba de una suave languidez, movió el brazo para acomodar el peso y su mano, bajo mis rodillas colgantes, entró en contacto con la piel desnuda donde el desorden de las ropas la dejaba al descubierto.

»Un suave calor comenzó a nacer allí donde la mano sostenía mis piernas, y una poderosa emoción comenzó a hacer presa de mí. Cerré los ojos y me abandoné a las desconocidas pero deliciosas sensaciones languideciendo, semidesvanecida, olvidando todo lo demás.

»Los siguientes recuerdos de lo que sucedió son vagos e inconexos. En estado seminconsciente comprendí, como en sueños, que llegábamos a la isleta, me depositaba sobre la hierba y hacía algo con mis vestidos. Un éxtasis indescriptible provocado por unas misteriosas caricias entre mis piernas, precisamente donde éstas se juntaban, comenzó a producir sensaciones tan terriblemente dulces que no puse en duda su moralidad ni tampoco me pregunté cómo surgían.

»Pronto el delicioso ritmo fue roto por un dolor seco. Un involuntario gemido de angustia escapó entre mis labios, pero el dolor se desvaneció más de prisa que el sonido, y una oleada de cálido placer volvió a invadir mi ser y pareció proyectarse por todo mi cuerpo. Tan intensas eran las sensaciones provocadas, que me desvanecí.

»Cuando recobré el conocimiento, todo lo que había ocurrido sólo estaba impreso en mi memoria como un sueño vago e indefinido, pero delicioso. Me encontraba en una curiosa situación. Estaba tendida sobre la hierba con la cabeza apoyada sobre el abrigo doblado de mi compañero. Tenía el vestido levantado y me había quitado las bragas. Mi compañero estaba ocupado limpiándome los muslos con un pañuelo que aparentemente había mojado en el arroyo. Cuando escurrió el agua de él, advertí que estaba teñido de rojo.

»Me senté y sentí una punzada de dolor, una extraña sensación entre las piernas. Intenté ponerme de pie, pero me sentía débil y mareada. ¿Qué había ocurrido? ¡Ah!, amigos, no es necesario que diga lo que había ocurrido. En ese momento de descuido, el legado de pureza había sido arrebatado a una doncella inocente y confiada; le habían robado esa preciosa joya que una vez perdida nunca se puede reemplazar; su castidad virginal había desaparecido para siempre.

Carlota se atragantó, dominada por la emoción.

—Canalla, malnacido —gruñó Zippy—, robarle a una chica su joya más preciada…

—¡Miserable emisario del rey, deberían encarcelarlo toda su vida! —exclamó Monty, deshaciéndose en lágrimas.

Sólo mi corazón permaneció impertérrito. Cuando la narración pareció tocar a su fin, murmuré:

—Fue una linda historia, Carlota. Ahora cuéntanos lo que pasó de verdad.

—La historia verdadera no es ni la mitad de bonita que la que he contado —respondió Carlota, que había recuperado su compostura.

—¿Qué ideas son ésas? —gruñó Zippy, incorporándose de pronto—. ¿Despertar nuestras simpatías de esa… forma tan inexcusable?

—¡Eso digo yo! —añadió Monty, con expresión ofendida en la cara—. ¿Qué ideas son ésas?

—¡A callar los dos! La obligaremos a empezar de nuevo, y si esta vez no nos cuenta la verdad, ¡le haremos algo!

—Oh, bueno, si insisten en la verdad, pueden oírla, pero les advierto que las circunstancias no poseen ningún interés romántico. ¡La ficción siempre es más interesante que la verdad!

—Eso queremos, la verdad —exclamó Zippy con renovado entusiasmo.

—¡No nos importa el interés romántico! —advirtió Monty.

—Bueno, veamos…, supongo que tenía doce años, o poco me faltaba. Mi tía Carmen y mi primito Fernando estaban pasando el verano con nosotros. Una tarde mamá y tía Carmen fueron a la ciudad, dejando a Fernando a mi cuidado. Era precisamente la oportunidad que estaba esperando. Una amiga me había susurrado algunos hechos interesantes confirmando sospechas bien definidas que yo ya me había formado, referentes a ciertos fenómenos.

—Espero que no haya pajaritos y abejitas en esta historia —murmuró Zippy, inquieto.

—Antes de que mamá y tía Carmen se perdieran de vista, ya había decidido que lo investigaría todo. Fernando tenía nueve años, bastante pequeño para aceptar mis órdenes en todos los sentidos y bastante crecidito para guardar un secreto cuando se le advertía que su descubrimiento acarrearía venganzas paternas.

»Se podía confiar en él, de modo que cuando mamá y tía Carmen estuvieron a una distancia segura, cerré las puertas, le invité a subir conmigo a mi dormitorio, y con el pretexto de enseñarle un nuevo juego lo hice desvestir, y yo hice lo mismo. El juego no era exactamente nuevo, pero era la primera vez que intentábamos jugarlo, y éramos un poco torpes.

»Manipulando su pichulina con los dedos, proceso que tuve que repetir varias veces, pues persistía en deshacerse en mis manos, finalmente logré que estuviera lo bastante erguido para cumplir sus funciones adecuadas, y después de algunos esfuerzos erráticos se deslizó en el orificio entre mis piernas, con una facilidad que más bien me sorprendió.

»Y éstas, queridos amigos, fueron las sencillas y poco románticas circunstancias bajo las cuales fui jodida por primera vez, aunque en realidad debería decirlo al revés, pues sería más adecuado decir que fui yo la que jodí. Espero que estarán satisfechos. De hecho, la primera historia que conté también era cierta, exceptuando algunos detalles secundarios.

—¿Cuáles eran esos detalles secundarios, si se puede saber? —pregunté.

—Bueno, en primer lugar, no ignoraba completamente lo que iba a suceder cuando me dejó sobre la hierba y me sacó las bragas. En realidad, lo estaba deseando llena de esperanzas, pues había sentido algo duro contra el muslo todo el rato mientras me llevaba. En segundo lugar, no estaba ni mucho menos inconsciente mientras lo hacía, aunque fingía estarlo. Y en tercer lugar, como ya he dicho, no era mi primer polvo, ni tampoco el segundo, aunque me hizo sangrar un poco debido a su tamaño.

Carlota se sirvió una copa de coñac, mientras Monty y Zippy permanecían pensativamente silenciosos.

—Ahora —dijo ella, poniéndose las manos en la nuca y reclinándose en su silla—, ¡cuenta la tuya!

—La mía —respondí— es idéntica a la tuya… quiero decir la verdadera… hasta tal punto que bastaría invertir las edades de los participantes, pues yo era varios años más pequeña. Y esto me recuerda algo que quería preguntarte vista tu experiencia… ¿Pudiste sacar algún jugo de una pichulina de nueve años?

—No lo sé —confesó Carlota—. Siempre parecía mojada cuando salía, pero no sé si era jugo de niño o de niña, porque yo tenía doce años entonces, me estaba empezando a crecer vello en el pubis y el jugo podría haber sido todo mío. Pero no te preocupes, un chiquillo de nueve años puede tener un orgasmo, tanto si emite algo como si no.

En ese momento, un camarero abrió la puerta, después de golpear discretamente para murmurar disculpándose que ya había pasado hacía rato la hora de cerrar. Una rápida ojeada al reloj de pared demostró que realmente eran las dos de la mañana.

Recogimos nuestras cosas y nos dispusimos a partir. Monty y Zippy estaban borrachos. Carlota caminaba de esa forma peculiar propia de alguien que no está seguro de sus pasos, y yo misma, al levantarme, comprobé que distaba mucho de andar con paso firme.

El chófer de Monty, que estaba recostado en su asiento medio dormido, se reanimó, bajó de un salto, nos abrió la puerta y esperó pacientemente que le dieran instrucciones.

Permanecimos varios minutos discutiendo futuros planes. Por mi parte, prefería ir directamente a una habitación con Monty. Mi sangre ardía y en mi estado febril, semiembriagado me imaginaba varias horas de delicioso abandono sexual. Pero fui dominada por los otros, que aún sentían deseos de aventuras. Querían ir a otra parte a pasar un par de horas antes de separarnos, y cada uno tenía ideas distintas.

—¡Escuchen todos! —anunció finalmente Monty con decisión de borracho—. ¡Iremos a casa! ¡Tengo un cuarto bonito y cómodo donde todo el mundo puede divertirse!

—¡Oh, no, no podemos hacer eso! —protesté presurosa—. ¡Tu mujer nos echará!

No podía haber formulado una objeción más desencaminada. Monty instantáneamente se puso testarudo.

—¡Escuchen —dijo con ofendida dignidad—, la casa de un hombre es suya! ¡Cuando quiere divertirse, allí tiene su… hic… derecho ina… inalienable a hacerlo!

Nadie podía oponerse a esa filosofía consagrada por el tiempo, y aunque el chófer pareció sorprendido al recibir sus órdenes, pronto estuvimos en camino. Aunque incluso en mi estado nebuloso no podía reprimir ciertas reticencias, las rechacé con el pensamiento de que su mujer sin duda, estaría dormida a esa hora y me inventaría algún pretexto para marcharnos tan pronto como fuera posible.

Pero, bajo el efecto de la botella de plata y otros estimulantes que surgieron de ocultas reservas del coche, el vigilante sentido de cautela disminuyó y pronto apenas recordaba adónde íbamos, y cuando llegamos allí estaba casi tan borracha como los demás y sólo vagamente consciente de lo que me rodeaba.

En un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en el hermoso cuarto que Monty había descrito modestamente como «cómodo y agradable». Bajo los pies sentíamos ricas, gruesas alfombras, y nos rodeaba todo el lujoso confort y embellecimiento que puede comprar el dinero. La suave lámpara de noche que estaba encendida dio paso a una mayor iluminación cuando los candelabros de cristal cobraron vida. En una inmensa chimenea abierta había fuego encendido, y en un instante esa señorial habitación se convirtió en escenario de una orgía.

Carlota y yo nos dejamos caer sobre mullidos divanes, mientras Monty y Zippy se despojaban de sus sombreros y abrigos y dejaban sobre una mesa las numerosas botellas, algunas llenas, otras medio vacías, que habían subido del coche.

Apareció un mayordomo adormecido sin que nadie lo llamara y permaneció junto a la puerta con la boca abierta.

—¡Vete a dormir! —ordenó Monty—. ¡Ésta es una fiesta privada, no queremos intrusos!

El hombre se retiró apresuradamente.

Hubo un interludio, los sucesos del cual sólo quedaron impresos en mi mente como una bruma nebulosa. Aquí y allí algunos incidentes cobraban relieve, sobreviviendo al caos de la noche. Naturalmente, bajo aquellas circunstancias era inevitable que Carlota y yo fuéramos impulsadas a desvestirnos, pues ninguna orgía de borrachos está completa hasta que las mujeres no se exhiben desnudas, y cuando llegó la hora del cataclismo, ella sólo llevaba zapatos, medias y una corta combinación, mientras yo, más circunspecta, sólo me había quitado las bragas.

En el otro extremo de la habitación, en un lugar donde el resplandor apagado de la luz rosácea caía ligeramente sobre sus muslos desnudos y sus pechos puntiagudos de forma cónica, Carlota estaba acostada, con la cabeza apoyada en el regazo de Zippy, y alternativamente chillaba presa de histeria o gemía mientras él realizaba con el dedo algunas operaciones ocultas entre sus piernas.

Sobre los almohadones aterciopelados del otro diván se revelaba una escena igualmente exótica. Acurrucada en los brazos de Monty, yo apoyaba la cabeza lánguidamente en su hombro mientras él manoseaba y jugaba con uno de mis senos que había logrado dejar al descubierto por el simple procedimiento de desgarrarme la pechera del vestido.

Mis propios dedos estaban apretados en torno a algo rígido, redondo y cálido que se proyectaba verticalmente de sus pantalones desabrochados. Hacía deslizar lentamente la piel satinada hacia arriba y hacia abajo, y cada vez que la cabeza rosácea emergía de su refugio de carne, la rígida columna temblaba como si estuviera viva. La apreté aún más, estrechándola con toda la fuerza de mi puño, y los movimientos espasmódicos continuaban teniendo fuerza suficiente para deshacerse de mi apretón y la cabeza se abría paso a través del estrecho anillo formado por mis dedos índice y pulgar.

Cada poderosa convulsión despertaba la correspondiente vibración de mis propios órganos sexuales y comenzó a asaltarme un ansia desorbitada. Deseaba sentir ese objeto palpitante, meloso en la boca, deslizar la lengua sobre su superficie húmeda, lamerlo y chuparlo hasta hacerlo estallar.

¿Qué importaba que Carlota y Zippy estuvieran allí? Estaban demasiado embebidos en sus propios pasatiempos para prestar mucha atención en lo que yo hacía. También era muy probable que ya supieran que era una chupapollas, pues Monty era muy indiscreto cuando se hallaba bajo la influencia del licor.

Un momento más, y sin duda alguna el meloso fruto que estaba anhelando se hubiera encontrado entre mis labios de no mediar una interrupción.

Esa interrupción fue el silencioso abrirse de la puerta que daba acceso al hermoso salón, ahora, empero, desordenado y cubierto de botellas vacías. Era la única que miraba directamente a la puerta y fui la primera en percibir un recién llegado.

Quedé helada en rígida alerta.

En el umbral de la puerta había una mujer que nos observaba gravemente en silencio. Por cuanto esta mujer era exactamente lo opuesto de la imagen mental que me había formado de la esposa de Monty, al principio no consideré la posibilidad de que fuera ella. Simplemente me preguntaba quién podía ser.

La mujer que nos estaba contemplando con rostro sereno, casi sin expresión, era joven, probablemente no mucho mayor que yo. Llevaba una bata bordada de rico tejido color vino muy suelta, atada con un lazo de seda, anudado a la cintura. Bajo el borde inferior asomaba el acabado de encaje de una prenda blanca, un camisón de dormir, sin duda. No llevaba medias, pero los pies estaban cubiertos con elegantes zapatillas de tacones altos.

Era soberbia, radiantemente bella, una rubia de tipo perfecto cuya tez hacía pensar en crema y melocotones, y cuyo cabello suelto brillaba bajo la luz como si fuera oro puro.

Su entrada había sido tan silenciosa, y permaneció tan quieta allí de pie, que durante varios minutos nadie excepto yo se enteró de su presencia. Monty, finalmente, intrigado por mi actitud tensa, volvió los ojos hacia donde yo estaba mirando. Zippy, a su vez, miró casualmente hacia la puerta y se incorporó bruscamente. Carlota, que miraba en dirección opuesta, continuaba gimiendo y suspirando audiblemente. Zippy la sacudió con vehemencia y murmuró un categórico «¡Shhht!». Ella le miró sorprendida y luego volvió la cabeza para ver qué retenía su atención. Cuando pudo ver, se sentó presurosa, estirándose tanto como pudo su prenda transparente sobre las caderas.

Debían ser las tres y media o más. Monty fue el primero en romper el silencio.

—¿Qué significa esta interrupción? —preguntó con voz pastosa.

Durante un largo instante no hubo respuesta de la figura inmóvil. Continuaba mirándonos con frialdad, sin emociones. Luego:

—Saca inmediatamente a tus poco recomendables compañeros de esta casa.

Las palabras fueron pronunciadas con voz tranquila, digna, baja y musical, pero firmemente decidida.

A esas alturas, había comprendido la identidad de la intrusa, y la sorpresa dio paso a un rápido sentimiento de agravio y cólera. De forma confusa, sorprendida, comprendí que me habían engañado y engatusado. Tan firmemente arraigado estaba el concepto que me había hecho de esa mujer, un concepto en el cual aparecía como una misántropa plana de pecho y con cara agria, desprovista de todo encanto femenino, que descubrir que en todos los aspectos era exactamente la antítesis de todo lo que me habían hecho creer, o dejado creer; primero fue un choque para mí, y cuando lo hube asimilado, motivo de una rabia que fue aumentando hasta adquirir proporciones devoradoras.

En cierto modo, aún no bien definido en mi mente, me habían engañado y burlado. Me habían permitido suponer que tenía una rival indigna de que se la considerara seriamente, y mucho menos de que se sintieran celos de ella. Una vez, impulsada por cierta intranquilidad, le había preguntado a Monty si era bonita. Su respuesta ardía en mi memoria. «¡Comparada contigo, tan bonita como una polilla comparada con una hermosa mariposa exótica!». El recuerdo fue una nueva fuente de rabia, pues sugería que no sólo me habían engañado, sino que también había sido víctima de mi propia vanidad ridícula. Esa mujer estaba dotada de un encanto majestuoso junto al cual el mío resultaba barato y vulgar, y tenía bastante percepción para comprenderlo.

Mientras ordenaba mis ideas con frustración y rabia, les englobaba tanto a Monty como a ella en mi resentimiento. Antes había sentido compasión por ella, pero ahora la odiaba con todo el amargo veneno que los celos pueden crear en el corazón de una mujer que debe enfrentarse con los encantos superiores e invencibles de una rival. Podría haber clavado las uñas en la suave piel de sus mejillas con vicioso placer, podía haber arañado con infinita satisfacción los túrgidos pechos voluptuosos que hinchaban la bata. Suspiraba por arrojarme sobre ella y desfigurar cada milímetro de su belleza dorada.

Vagamente, advertí que Monty se había puesto de pie y estaba avanzando furioso hacia ella.

—¡Escucha! ¡Estas señoritas son mis invitadas! ¿Cómo se te ocurre insultar a mis invitados? ¿Cómo se te ocurre que son poco… poco… recomendables?

Mantuvo su postura, sin retroceder ni una pulgada ante el gesto amenazador de una mano innoble. Ninguna emoción se exteriorizó en su rostro, excepto una de frío desdén.

—Saca a esa gente de aquí ahora mismo —repitió—. No toleraré su presencia aquí.

—¿De quién es esta casa? ¡No admito que se me insulte ante mis amigos!

Hizo un movimiento inseguro y se oyó el agudo chasquido de una mano en contacto con la carne. Le había dado una bofetada en la cara con considerable fuerza.

Una oleada de cruel placer me atravesó con el sonido del impacto, y el calor de la sangre ardió en mis mejillas. A través de una de las suyas, una señal rojiza manchaba la blanca pureza de su piel. Pero no cedió. Con gran calma y dignidad aparente permaneció inmóvil. Hubo un momento de terrible silencio, y la voz baja volvió a hablar:

—Llévate a tus degenerados amigos y sal de esta casa o me marcharé yo.

Lo que sucedió luego sólo se puede resumir brevemente. Mis propias emociones eran tan violentas, que lo veía todo a través de una especie de velo rojo y los detalles se confundían en un torbellino de movimiento y acción.

Monty la estrechaba entre sus brazos. Se agitaba y debatían en el umbral de la puerta, ella intentando escapar a su abrazo y él aparentemente intentando meterla en la habitación. No pronunciaban palabra; no se oyó ningún sonido excepto la pesada respiración, el crujido de las prendas de encaje y el rumor de pies agitados amortiguado en parte por las gruesas alfombras.

La palidez de su rostro había dado paso a un vivo rubor que ardía en cada mejilla. Una de sus zapatillas color bronce se había desprendido en el forcejeo, y ella jadeaba perceptiblemente. Con un violento esfuerzo, logró librar un brazo de su apretón, y apoyando la palma de la mano contra su mentón le obligó a apartar la cabeza. Por un momento pareció que estaba a punto de librarse de su abrazo de borracho.

Mientras se esforzaba por zafarse de sus brazos, se oyó el ruido de ropas desgarradas, y el cuello y la parte superior de su bata y su camisón quedaron hechos jirones. Los trozos pendían sobre sus hombros y brazos, y un seno blanco quedó al descubierto.

Aún puedo ver aquel orgulloso pecho redondo de alabastro asomando entre las ropas desgarradas, con el pezón rosado destacando prominentemente.

El inesperado desgarrón de las ropas le hizo perder el equilibrio y la ventaja transitoria adquirida. Se tambaleó hacia atrás, y, antes de que pudiera recuperarse, estaba otra vez indefensa entre sus brazos. Pero no cesó de luchar mientras la arrastraba hacia el centro de la habitación.

Me zumbaba la sangre en la cabeza. Me sentía ahogada, sofocada y respiraba jadeante. Zippy y Carlota estaban sentados muy tiesos, observando con ojos desorbitados, pero apenas les prestaba atención. Los recuerdos de sus cínicas alusiones a sus intentonas de tirársela zumbaban en mi cerebro. Bueno, no me tocaría de nuevo. Que se la tirara, si podía y que ella lo deshiciera a arañazos mientras lo estaba haciendo, si quería. Eso era lo que él pretendía ahora. Sabía que intentaría tirársela allí, delante de todos nosotros.

El sonido de más ropas desgarradas confirmó la suposición, y demostró su deseo por la mujer que le había atacado mientras intentaba desnudarla con gestos de borracho. El caleidoscópico vaivén de movimientos la reveló ahora semidesnuda, pues toda la parte delantera de su bata estaba abierta en jirones, y los fragmentos desgarrados de la camisa de dormir que llevaba debajo le pendían sobre las piernas. Sentía la cara ardiente y se me iba la cabeza.

Mientras los jirones de ropa se agitaban en torno a sus piernas bien torneadas, la levantó en el aire. Ella logró liberarse de sus brazos y recuperar pie firme, pero, al hacerlo, lo que quedaba de sus ropas se estiró hacia arriba y por un momento no sólo sus piernas, sino también su trasero, quedaron al descubierto. Al dar la vuelta, la luz se reflejó de pleno sobre el manchón de pequeños ricitos color bronce en la base de su vientre. Otra violenta sacudida, y los trozos de sus prendas desgarradas volvieron a cubrir el exótico espectáculo.

Estaba jadeando, murmurando palabras inarticuladas, pero como si comprendiera su estado de semidesnudez, se recuperó en un supremo esfuerzo y cruzando los brazos sobre el pecho se agitó con la fuerza de la desesperación. Sin duda, al adivinar sus intenciones, reunió todos los restos de sus desfallecientes energías en un esfuerzo sobrehumano por escapar a la humillación. Logró rechazarle de su lado. Él se aferró a ella en un esfuerzo por recuperar su equilibrio, se balanceó inseguro un instante y cayó de espaldas. Su cabeza fue a dar con el canto de hierro de la rejilla que había delante de la chimenea. Su cuerpo se agitó dos o tres veces, se puso tieso y permaneció inmóvil.

Hubo un silencio momentáneo, roto sólo por un débil silbido que salía de los labios del hombre caído, sonido que yo, y probablemente mis dos compañeros, atribuimos más a un indicio de embriaguez que a algo más grave.

Pero la mujer que estaba de pie temblando junto a él, al bajar la vista y ver su rostro, de pronto comenzó a gritar. En un instante, los criados, que probablemente estaban rondando por allí cerca, pero sin atreverse a intervenir, irrumpieron precipitadamente en la habitación.

—¡Llamen a un médico! ¡Llamen a un médico! ¡Llamen a la policía! ¡Saquen a esta gente de aquí! —gritaba, repitiendo las palabras una y otra vez.

Mientras dos criados levantaban a Monty del suelo para depositarlo sobre un sofá, otro corría a llamar a un médico y otro se dirigía a nosotros.

—Les aconsejaría que se retirasen lo más rápidamente posible. El señor parece estar en mal estado. No es responsable bajo las circunstancias, y sería mejor que se marcharan, dado que la señora está histérica.

Una sobria y silenciosa procesión bajó las escaleras y salió al aire de la noche. El fiel chófer de Monty, despertado por la inesperada agitación y luces en la casa, preguntó ansioso:

—¿Qué ha sucedido?

—¡Oh!, Monty tuvo una bronca con su esposa. Se cayó y se golpeó la cabeza con el hogar de la chimenea —respondió Zippy tristemente.

—¿Está herido?

—No lo creo. Sáquenos de aquí tan de prisa como pueda.

El inquieto chófer dudó un momento, pero finalmente decidió que lo mejor era hacer lo que le sugerían. Puso el motor en marcha y el coche se deslizó por la calle silenciosa.

Cuando se aclararon mis ideas, advertí que Carlota se estaba vistiendo y, por primera vez comprendí que había salido de la casa sólo con una combinación transparente, aunque había conservado la presencia de ánimo necesario para coger sus ropas y llevarlas consigo, lo que me recordó que mis propias bragas todavía estaban decorando el respaldo de una silla allí en la casa.

No sentí tentaciones de volver a buscarlas. Las grandes emociones de la última media hora se estaban disipando y me sentía débil y desfallecida. Comencé a temblar y me puse a llorar.

Carlota se volvió inesperadamente hacia mí y quedé electrizada al oír sus improperios:

—¡Maldita bruja! ¡Si no hubiera sido por ti, esto no habría sucedido nunca!

—¿Qué demonios quieres decir? —balbuceé, casi incapaz de creer lo que oía—. ¿Qué tuve que ver yo con eso?

La única respuesta fue una serie de maldiciones y palabrotas que me dejó petrificada de sorpresa.

Zippy intentó calmarla en vano. Comenzó a chillar.

—¡Déjame salir! —gritaba histérica—. ¡Déjame salir!

Creyendo que el licor y la excitación le habían producido una especie de shock, la rodeé con los brazos e intenté calmarla. Me rechazó con un gesto violento y gritó:

—¡No me toques, chupapollas, no me toques!

El chófer, que naturalmente podía oír el ruido, paró el coche, y abriendo la ventanilla que tenía a sus espaldas, intervino:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¿Qué pasa? —exclamó ansioso.

—¡Quiero salir! ¡Déjame salir! —gritó Carlota.

—¡Claro que puede salir si quiere! —respondió el hombre con dureza, y bajó para abrirle la puerta.

Carlota, literalmente se arrojó del coche, y con sollozos entrecortados se puso a correr y desapareció en la oscuridad.

—¿Qué… qué le pasó? —susurré, volviéndome hacia Zippy—. ¿Qué le pasará corriendo borracha de noche?

—No te preocupes por ella, Jessie. Sabe cuidarse.

—¿Pero… pero por qué me dijo esas cosas tan horribles? ¿Por qué no me quiere? ¡Nunca la he ofendido ni nunca le he hecho nada!

—¿De verdad no lo sabes? —preguntó.

—¡No, no lo sé! ¿Y usted?

—Bueno, tiene celos de ti. Eso es lo que le pasa.

—¿Celos de mí? ¿Por qué iba a tener celos de mí?

—Bueno, verás, Jessie, era la chica de Monty antes de que él te conociera.

—¡No! ¡Creía que era su chica!

—No —respondió con un gesto de resignación—. Monty me la pasó para calmarla. Yo hacía todo lo que podía, pero no estaba a la altura de las circunstancias.

—¡Oh! —balbuceé débilmente—. ¡Oh!

Zippy me rodeó el hombro con el brazo y me dio una palmadita de compasión.

—Monty es un buen tipo, pero se precipitaba demasiado. Todos debimos estar locos al aceptar ir a su casa esta noche.

—Yo no quería ir; intenté disuadirlo, pero ahora estoy contenta de haber ido. Descubrí muchas cosas que no sabía. No quiero volver a verlo.

Incapaz de controlar mis sentimientos, comencé a llorar de nuevo.

—Cálmate, nena. No te dejes llevar por las emociones. Tienes que tomar las cosas tal como se presentan en esta vida, las buenas junto con las malas.

Su brazo se apretó en torno a mí, y sin ofrecer resistencia dejé que atrajera mi cabeza sobre su hombro, donde continué sollozando hasta que logré contenerme. Este Zippy era un tipo simpático. Siempre me había gustado, pero nunca me había permitido ser más que discretamente amistosa con él a causa de Carlota. La presión de su brazo prestaba apoyo y consuelo, y pronto me sentí mejor.

—¿Vendrá a verme alguna vez? —murmuré—. Ya no tendré nada que ver con Monty nunca más.

—Claro que iré, si me quieres. No podía pedírtelo antes porque, bueno, no es de caballeros pisarle las prerrogativas a otro.

—Eso es lo que yo sentía respecto a Carlota. ¡Qué tonta fui! Por la forma en que actuaba, sabía que algo no iba bien, pero no sospeché lo que era. ¡No es raro que no le gustara!

El gran automóvil rodaba suavemente y en silencio, y dentro de unos veinticinco minutos estaría de regreso en mi dormitorio.

Faltaba poco para el amanecer, pero afuera todavía reinaba la oscuridad.