Veintitres
—Últimamente la vemos mucho por aquí, jovencita —la saludó el médico de Urgencias—. Dos veces en tres días es preocupante.
Ella intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió del todo. El esguince del tobillo le dolía como si estuviera roto, aunque le habían asegurado que no estaba roto; tenía quemaduras en el costado izquierdo y moratones por el resto del cuerpo. Había tenido mucha suerte de no haberse ahogado.
—¿Ha estado deprimida? ¿Ha tenido la sensación de no servir para nada? Si quiere, puedo conseguir que alguien hable con usted.
Ella lo miró fijamente durante un instante.
—No soy una suicida. Alguien ha intentado matarme.
—Llamaré a la asistente social —el medico le dio una palmadita en la mano.
—No quiero hablar con nadie; quiero irme a casa.
—La policía también quiere hablar con usted. Ha sufrido una conmoción, no es de extrañar que esté desorientada.
—¡No estoy desorientada! ¿Dónde está Reno?
—Tengo entendido que al norte de Las Vegas —contestó él.
Si le hubiera pegado una patada, habría acabado en tratamiento psiquiátrico. Se contuvo.
—Me refiero al hombre que ingresó conmigo. ¿Dónde está?
—¿El señor Shinoda? Le curaron y le dieron el alta.
Se había ido sin despedirse. Seguramente, ya estaría llegando a Tokio y, salvo que otro perturbado intentara matarla, no volvería a verlo. Naturalmente, siempre podía provocar a alguien. Él había dicho que cualquiera que pasara algún tiempo con ella tendría ganas de matarla. Eso no le había pasado nunca hasta que se topó con él, pero si era tan fácil, podía conseguir que alguien intentara estrangularla y Reno tendría que volver.
Se había vuelto loca. Él se había marchado y era un alivio.
—Quiero irme a casa —insistió ella.
—Lo siento, señorita Lovitz, pero en este momento no tiene casa adonde ir. Su casa ha desaparecido y todo el vecindario está evacuado. Tendrá algunos amigos por aquí que puedan acogerla… La policía se ha puesto en contacto con sus padres y están volviendo, pero entretanto necesita…
—Entretanto necesito largarme de aquí.
Olía a humo y le dolía cada centímetro del cuerpo. Además, el corazón, que ya lo tenía hecho añicos, había conseguido romperse más todavía. Enamorarse tenía que ser la mayor imbecilidad imaginable. Reno tenía razón: si notabas que podía ocurrirte, lo mejor era tumbarse hasta que se pasara.
—¿Quiere que llamemos a alguien?
—Quiero un taxi que me lleve al Beverly Hilton. Nada más.
—Espere un instante y la asistente social vendrá enseguida.
Él desapareció antes de que pudiera replicar otra vez y ella se contuvo un exabrupto. Se lo tragó y, súbitamente, cayó en la cuenta del nombre que ponía en el letrero que colgaba de la bata de ese médico algo mayor: doctor Yamada.
El doctor Yamada se metió en su cama, la abrazó y la besó y estaba segura de que no era un hombre mayor e irritante. Había un cristal en su cubículo y pudo ver al médico que hablaba con un policía y con una mujer con aspecto de carcelera. Seguramente, sería la asistente social, pero no iba a quedarse para comprobarlo. Se bajó de la camilla e hizo un gesto de dolor al apoyar el tobillo dolorido. Fue hacia el fondo del cubículo y las cortinas se abrieron. Estaba allí, después de todo, con una venda en la cabeza y el brazo en cabestrillo, pero la sonrisa de tipo duro seguía en su sitio, a pesar de que le había partido el labio con el puñetazo.
Ella consiguió no arrojarse a sus brazos. Se quedó petrificada y mirándolo fijamente.
—Nunca me dijiste qué pasó con tu maravilloso pelo…
—Tenía que pasar desapercibido. No puedes proteger a alguien si llamas la atención más que un loro.
—¿Te lo cortaste por mí?
Ella esperó que lo negara, pero no lo hizo.
—Alguien estaba persiguiéndote. Tenía que asegurarme de que no corrías peligro. Aunque llegué un poco tarde y ya estabas en el hospital.
—Y tú también estuviste.
Él tampoco lo negó.
—¿Quieres largarte de aquí? Estaban hablando de ponerte en observación psiquiátrica cuando pasé a su lado.
Él la mataría, volvería a hacerle añicos el corazón, debería tumbarse a esperar que se le pasara, pero sólo quería tumbarse con él.
—Creí que ya estarías llegando a Tokio —dijo ella sin moverse.
—¿Sin ti? Ni hablar.
Estaba perdida. En ese momento la miraba como si fuera la cosa más preciosa de la tierra y ella sabía cómo olía y el aspecto que tenía. El mundo estaba cabeza abajo.
—¿No me quieres ni un poquito? —preguntó ella.
—No seas ridícula, Ji–chan. ¿Por qué, si no, iba a estar aquí? Bueno, ¿quieres quedarte o prefieres demostrar que estás completamente loca y venir conmigo?
—¿Volverás a dejarte el pelo largo?
—Si tú quieres…
—Entonces, dímelo.
—No vas a facilitar las cosas, ¿verdad? Su–chan me previno sobre ti.
—A mí también me previno. Dímelo.
Él dejó escapar un suspiro.
—Aishiteru.
—En cristiano.
—Te amo.
—Yo también te amo —Jilly sonrió de oreja a oreja—. Vámonos de una vez.
Un instante después, habían desaparecido.
* * *