Seis
Takashi O'Brien estaba en el pequeño porche de una antigua posada. Estaba mirando el océano Pacífico. No era temporada alta en la isla de Hokkaido y casi todos los sitios estaban cerrados en invierno. Nadie sabía que Su–chan y él estaban escondidos allí, en un lugar que perteneció a su abuelo. Llegaron en una barca con víveres suficientes para resistir hasta que les dijeran que podían volver sin peligro. Sin embargo, Taka estaba poniéndose nervioso.
—¿Pasa algo? —le preguntó la somnolienta voz de su mujer.
Se dio la vuelta para mirarla. Estaba envuelta en una colcha, el pelo largo le tapaba los ojos y su boca era tan deliciosa como siempre. Se acercó a ella y la abrazó sin quitarle la colcha para que el frío del invierno no rozara su cuerpo desnudo.
—Ya debería haber sabido algo.
—Pero los teléfonos móviles no tienen cobertura aquí. El mío no funciona.
—Los móviles no funcionan, pero mi PDA utiliza una frecuencia distinta. Peter no la usará hasta que sepa que estamos a salvo y no ha dicho nada.
Ella se recostó contra él y Taka sintió su calidez que le llegaba hasta los huesos. Era fácil dejar de pensar y dejarse arrastrar por ella, pero ya había dejado que las cosas siguieran su curso durante demasiado tiempo.
—¿Crees que habrán podido anular a los rusos? —preguntó ella.
—Debería haber sido una tarea fácil. La organización de mi tío abuelo es muy resolutiva y no hacía falta que nadie más se viera mezclado. Pero tendría que haberse resuelto hace días. Algo va mal.
—Entonces, ¿vamos a volver?
—Yo voy a volver. Tú vas a quedarte aquí; estarás a salvo. Hay leña de sobra y los víveres durarán bastante si racionas tus refrescos bajos en calorías —notó que ella se ponía rígida entre sus brazos y la besó en lo alto de la cabeza—. Confía en mí.
—Ni hablar —replicó ella delicadamente mientras se apartaba de él—. Sabes que no puedes obligarme a que me quede aquí.
—Sabes que sí puedo.
Ella lo miró. Él ya había visto esa mirada otras veces y sabía que significaba que estaba metido en un lío. Ella estaba a punto de estallar. Seguramente, lo amenazaría con un cuchillo y luego se acostarían hasta que le sorbiera el seso.
—Vamos a preparar nuestras cosas —concedió él en tono de resignación.
—Me alegro de que estés aprendiendo.
Ella se dio la vuelta, entró en la posada vacía y dejó caer la colcha mientras se dirigía hacia el dormitorio. Él la recogió y la siguió preguntándose si tendrían tiempo para hacer el amor y transmitirle una sensación de falsa seguridad. Seguramente, no. Una vez en estado de alerta, no se le ocurría perder el tiempo.
Ella entró en el dormitorio. Él arrojó la colcha detrás de ella, cerró la puerta y echó la llave por fuera. Si se daba prisa, ella no se daría cuenta de que podía escapar si rompía las mamparas de papel del fondo de la habitación.
Pudo oírla gritar mientras salía corriendo del edificio y bajaba a la playa donde habían escondido la barca. Se había alejado bastante cuando la vio aparecer en la playa, completamente desnuda y gritándole con todas sus fuerzas. Por un momento temió que intentara seguirlo a nado, pero aunque estaba muy furiosa, tuvo la sensatez de no arrojarse al mar gélido.
—¡Volveré en cuanto haya pasado el peligro! —le gritó él.
Ella, sin embargo, no lo oyó entre los insultos que le gritaba. Daba igual. Lo único que importaba era que nadie pudiera hacerle nada. Él había contado con que su tío abuelo se ocupara de todo, pero estaba claro que iba a tener que hacerlo él mismo.
Luego, tendría que dedicar mucho tiempo a apaciguar a Summer.
—¡Tú, sádico mamarracho! —bramó ella—. ¡Vuelve inmediatamente!
Él aceleró para que el ruido del motor tapara sus gritos, miró hacia delante y se alejó mientras la ira de su mujer se disipaba en la niebla matutina.
Reno condujo a toda velocidad, como siempre. Si la policía los detenía, quizá fuera una suerte; los tendrían vigilados y ningún mercenario solitario podría acercarse a menos de cincuenta metros de ellos. Naturalmente, su abuelo tendría que tirar de algunos hilos para sacarlos, pero eso sería un juego de niños para alguien como su abuelo. A no ser que se lo encargara al mismo que los había vendido.
No, la policía no era la solución. No soportaba reconocer su debilidad, pero estaba cansado, tenía hambre y, sobre todo, tenía que dormir unas horas antes de poder pensar qué hacer.
Dirigirse otra vez hacia Tokio era una estupidez, pero tampoco sabía si ir directamente a Osaka o no. Tenía que deshacerse de la furgoneta de reparto y conseguir algo más potente. Podía comprar algo, pero eso dejaba un rastro por escrito y en esos momentos, Jilly y él tenían que desaparecer.
Ojiisan iba a tener que revisar muchas cosas antes de que él volviera a Inglaterra. Si volvía. No podía dejar de pensar que si se quedaba en Japón, su abuelo no daría cobijo a un traidor. No quería decir que el anciano hubiera perdido fuerza, sería como un toro hasta la muerte, pero últimamente había cedido mucho poder a sus subordinados. Una vez le dijo que las cosas habían cambiado, que donde antes había un código de honor, en ese momento sólo había canallas y traficantes de drogas. Ojiisan siempre se había mantenido muy lejos del mercado de las drogas. Se había ganado muy bien la vida con el juego y la protección, actividades mucho más respetables. También falsificaba algunos productos de marcas conocidas, pero no tantos como para molestar a la policía, que, cortésmente, miraba hacia otro lado.
Sin embargo, los cabecillas de las familias yakuza no se jubilaban. Los oyabun conservaban el poder hasta la muerte y sus kobun, sus leales soldados, lloraban su desaparición. Sin embargo, uno de esos soldados no era leal con su abuelo y eso podría contagiarse entre los más jóvenes, ávidos del dinero que podían proporcionar las drogas y las armas. Su abuelo tenía razón; ya no había código de honor.
La miró. Tenía la mirada clavada en la oscuridad del exterior y no pudo verla claramente en esa oscuridad. Le dio igual; lo que ella estuviera pensando no le importaba. Lo tenía decidido. Entretanto, tendría que retomar algunas medidas drásticas y creía que a su involuntaria acompañante no iban a gustarle lo más mínimo.
Ella estaba intentando por todos los medios hacer caso omiso de él mientras conducía a toda velocidad en medio de la noche, pero cuando sacó su teléfono móvil y empezó a teclear, estuvo a punto de dar un grito.
—¿Está permitido? ¿Puedes hablar por teléfono mientras conduces? —preguntó ella mientras se agarraba al asiento.
—Estoy conduciendo un coche robado, Ji–chan —respondió él sin inmutarse—. Creo que el teléfono es lo que menos me preocupa.
Empezó a hablar en japonés a una velocidad endiablada. Jilly no supo qué era más aterrador, si su forma de conducir o lo que estaba diciendo. Su forma de conducir la mataría antes, seguramente, no tardaría ni dos minutos, así que decidió no discutir con él mientras hablaba por teléfono. Esperó a que lo cerrara y se lo guardara en el bolsillo.
—¿Estoy muerta?
Él, atónito, la miró fijamente.
—¿Sabes japonés? —lo preguntó como si fuera una pervertidora de menores.
—Un poco. No sé con quién estabas hablando, pero le has dicho que estoy muerta. Que me maté porque mi coche se cayó por un precipicio de la montaña.
—Era mi abuelo… —dijo él con un fastidio evidente—. No le ha gustado que haya sido incapaz de proteger a alguien de la familia. Lo eres, me guste o no. No es agradable tratar con mi abuelo cuando está descontento.
—¿No quieres decirle la verdad a tu abuelo? A menos que sea verdad, aunque un poco prematura, y tengas pensado matarme…
—Tengo ganas, aunque sólo sea para callarte, pero a Taka tampoco le gustaría y deshacerme de tu cuerpo sería un engorro.
—¿Estás seguro? Dijiste que los hombres de tu abuelo borrarían todo rastro de tu baño de sangre en casa de Taka. Deshacerse de una pequeña estadounidense no debería ser tan complicado.
—¿Pequeña? —repitió él burlonamente—. Eres tan alta como yo. Pero, efectivamente, podría deshacerme de ti, aunque no tengo ningún interés en matarte. Ése es más el estilo de Taka. Yo sólo quiero librarme de ti. A no ser, naturalmente, que prefieras que te estrangule. Podrías darme motivos.
—Puedes estrangularme si quieres, siempre que antes me des algo de comer. En estos momentos, la comida me importa más que una vida larga.
—Aguanta.
Él lo dijo para darle confianza y su forma de conducir, que hasta entonces había sido peligrosa, se hizo casi suicida cuando empezó a zigzaguear entre el denso tráfico y a sortear peatones y ciclistas por milímetros mientras iba rozando los bordillos.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella cuando levantó la cabeza y vio las luces de neón.
El, naturalmente, no contestó. ¿Por qué habría esperado ella que lo hiciera? Llevaba dos días preguntándole cosas que él pasaba por alto.
—Si no me contestas, volveré a clavarte un palillo —le amenazó ella.
—No tienes —replicó él mientras la miraba.
—Efectivamente. Me muero de hambre. Dame unos palillos y algo de comida y cuéntame el plan.
—Vamos a un hotel del amor.
—De acuerdo… —dijo ella lentamente— pero antes, las ranas tienen que criar pelo.
—No saques conclusiones precipitadas. Son anónimos y los hay por todo Tokio. Te registras con una máquina, sin testigos. Te gustará, tienen habitaciones con distintos temas. Piratas, samurais, esclavas… El tipo de fantasías que les gustan a las chicas.
—No tengo especialmente arraigada la fantasía de ser esclava. Y lamento tener que decírtelo, pero tampoco eres Johnny Depp.
—Eso nos deja sólo el samurai —replicó él.
—¿Tienen dos camas?
—¿Un hotel del amor? Me extrañaría. No te preocupes… es como un parque temático del sexo. Todo está limpio y bien imitado.
—No voy a acostarme contigo, ni a imitarlo.
—No recuerdo haberte pedido que follaras conmigo. Si hubiera querido, ya lo habría conseguido.
Iba a acabar pegándolo. Sabía perfectamente que la consideraba un suplicio, pero no tenía por qué incomodarla además.
—No hay hotel del amor —sentenció ella—. Tendrás que dejarme inconsciente y… —no acabó la frase al acordarse de que ya lo había hecho—. Nada de hotel del amor.
—Eso o un hotel con habitaciones en cápsulas.
—¡Genial! Lo he visto en la televisión.
—No va a gustarte más.
—Un hotel con cápsulas me parece perfecto.
—¿Crees que voy a hacer lo que quieras?
—Soy menos pesada si lo haces.
Él sonrió. Sonrió justo cuando ella estaba pensando que nunca sonreía y casi prefirió que no lo hubiera hecho. Fue una sonrisa jactanciosa, como si hubiera conseguido exactamente lo que quería y supiera que ella no iba a echarse atrás.
Ella no iba a echarse atrás. Tendría que pasar toda la noche con él, como había pasado cada minuto desde que él apareció en el dormitorio de la casa de Summer, pero no la pasaría en un hotel ideado para el sexo ilícito. Había visto los hoteles con cápsulas en la televisión; eran estrictamente funcionales, para gente que tenía que dormir y nada más antes de volver a trabajar al día siguiente.
—¿Se acabó la discusión? —preguntó Reno en un tono meloso.
Jilly tuvo la sensación de que había caído en la trampa.
—Se acabó la discusión. Siempre que no sea un hotel del amor, no pondré inconvenientes.
—Las estadounidenses sois muy puritanas —comentó él—. Es mucho mejor ser pragmático con estas cosas. El sexo es recreativo y el matrimonio contractual.
—¿Y el amor?
—No existe.
—¿Qué me dices de Taka y Summer? —ella lo miró fijamente—. ¿Crees que no están enamorados?
—Su–chan es estadounidense y Taka lo es a medias.
—¿Quieres decir que sólo los gaijin se enamoran?
—Sólo los gaijin son tan tontos que le prestan atención al amor. Cuando te ocurre algo así, lo mejor es tumbarse y esperar a que se pase. Siempre se pasa.
—¿Lo dices por tu amplia experiencia en enamorarte?
—Lo he evitado. Es una debilidad y una pérdida de tiempo, si acaso existe. Estoy mejor sin conocerlo.
Paró el coche. Era una calle más oscura que casi todas las de Tokio. Apagó el motor y se volvió para mirarla.
—De modo que puedes dejar de mirarme como me miras cuando crees que no me doy cuenta. Follaré contigo si quieres, pero no conseguirás nada más.
Ella no había pegado jamás a un ser humano, pero le pegó un puñetazo con todas sus fuerzas. Fue tan rápido e instintivo que él no tuvo tiempo de frenarlo ni ella de darse cuenta de lo que había hecho hasta que fue demasiado tarde y notó el dolor en los nudillos. Él se quedó quieto.
—Supongo que esto significa una negativa —dijo Reno inexpresivamente.
Ella estuvo a punto de disculparse, pero no le salieron las palabras.
—¿Estás intentando que te odie? —le preguntó ella.
—Es posible —contestó él ante la sorpresa de Jilly y antes de abrir la puerta del coche—. Voy a buscar un sitio para quedarnos. Cierra las puertas con el seguro y agáchate.
Él cerró la puerta silenciosamente y empezó a bajar por la calle vacía. Era una figura estilizada y solitaria en medio de la noche. Ella, nerviosa, abrió la puerta.
—¿Vas a volver a por mí? —le preguntó con un grito.
Él se dio la vuelta y sonrió; fue un destello blanco en la oscuridad.
—No te preocupes, Ji–chan, te avisaré cuando decida echarte a los tiburones. Cierra bien la puerta.
Se hundió en el asiento, cerró la puerta con el seguro y se puso la cazadora de Reno por encima. Él tendría frío y estaría harto de ella. Le había pegado un puñetazo. Todavía no podía creerse que lo hubiera hecho. La última persona a la que pegó fue Tommy Hepburn porque le quitó un camión de juguete en primaria. Había pegado a Reno y si bien estaba espantada por un lado, por el otro estaba encantada. Le dolía la mano, todavía podía notar el hueso y la carne de su preciosa cara. Detestaba la violencia, pero le gustaría pegarle otra vez. Sería mejor que se lo pensara un poco antes de hacerlo. Reno no era un hombre que fuera a dejar a alguien que le pegara dos veces. Quizá él supiera que se lo merecía. Quizá no le importara. Quizá hubiera mentido y no fuera a volver y la dejaría sola en una ciudad desconocida. Se las apañaría. Siempre que no estuviera muerto, podía abandonarlo tan fácilmente como él a ella.
Lo haría si no había vuelto al cabo de media hora. No podía saber la hora, era más de medianoche, y, además, su noción del tiempo estaba descompuesta. Los días se mezclaban unos con otros. ¿Aterrizó el día anterior o el anterior a ése? No tenía ni idea de la fecha. Había retrocedido en el tiempo y las horas de sueño alterado, el movimiento constante y el desfase horario la habían trastornado.
Le devolvería la cazadora. Tenía que tener frío. No estaba nevando en la ciudad, pero estaban en pleno invierno y él sólo llevaba una camiseta ceñida.
Se quedaría donde estaba. Volviera él o no. A esas alturas estaba demasiado cansada como para preocuparse. Cerró los ojos e hizo los ejercicios de respiración para relajarse.
Alguien apareció en su ventanilla y dio unos golpecitos. Ella dio un grito. Había vuelto a por ella.
—Vamos —dijo él cuando ella abrió la puerta—. Haremos a pie el resto del camino.
—¿Y la furgoneta?
—Alguien la encontrará y la devolverá.
—¿No crees que deberías limpiarla?
—¿Limpiarla?
—Borrar la huellas dactilares —aclaró ella—. No querrás que la policía te asocie con el robo de coches.
—No pueden. Nunca me han tomado las huellas dactilares.
—¿No te las toman cuando te detienen?
—Nunca me han detenido.
Ella se bajó de la furgoneta con cuidado para que no le fallaran las piernas. No quería que él la tocara si podía evitarlo. Los síntomas de debilidad eran desastrosos.
—Estoy defraudada. Creía que eras el prototipo de tipo duro y sólo eres un farsante.
Ella no consiguió provocarlo.
—Lo que pasa es que no me dejo atrapar —sacó una gorra del bolsillo trasero—. Póntela y no levantes la cabeza. No creo que nadie vaya a verte, pero prefiero ser cauteloso. Tengo que dormir y no quiero tener que buscar otro sitio que te parezca aceptable.
Ella se puso la gorra de béisbol con una gatita rosa vestida de samurai.
—¿No quieres la cazadora? Tienes que tener frío.
Él no contestó y le metió un mechón de pelo debajo de la gorra. El contacto de su mano fue estremecedor; fue sorprendentemente delicado.
—Sígueme y no digas nada. Si alguien nos ve, supondrá que somos un par de doseiaisha de juerga.
—¿Un par de qué?
—De homosexuales. Aunque sería más probable que fueran a un hotel del amor y estarían más cómodos.
—¿Por qué…?
—Los hoteles con cápsulas sólo admiten hombres.
—¡Fantástico! —exclamó ella—. No sólo tengo que quedarme contigo, sino que tengo que pasar por travesti.
—Afortunadamente, nadie se fijará mucho. Nunca pasarías. Tienes que quedarte callada, aunque ya sé que es casi imposible para ti. No había nadie cuando me registré, pero nunca se sabe quién anda por ahí. La mayoría de las personas que se alojan ahí son oficinistas demasiado borrachos para llegar a sus casas y duermen muy profundamente, pero tendré que vigilar el baño si quieres usarlo.
—Tengo que usarlo —confirmó ella en tono sombrío.
—Entonces, haz lo que te diga.
Iba a tener que pasar demasiado tiempo obedeciéndolo, pero no era el momento de amotinarse. No estaba acostumbrada a que le dieran órdenes y no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer.
El edificio era cuadrado y anodino. Aunque había conseguido comunicarse en japonés en un tiempo récord, no había intentado aprender kanji. Habría necesitado años de estudio, incluso con un cerebro tan increíblemente receptivo como el suyo. Tuvieron suerte. La única persona que se cruzaron por el pasillo estaba borracho como una cuba.
Parecía una colmena de ciencia–ficción y más que cápsulas parecían nichos. Reno se paró delante de una columna de cápsulas y levantó la puerta. Ella vio una cama corta y estrecha con una luz en el techo, una balda muy pequeña y algo parecido a la pantalla de una televisión empotrada en la pared.
—Vaya, todas las comodidades de un hogar —comentó Jilly.
—Sube.
No podía hacer otra cosa. Podía oír leves ronquidos en las cápsulas de alrededor, pero no creía que fueran a despertarse. Se metió y se tumbó. Un instante después, él la siguió.
—¿Qué haces? —intentó gritar ella.
Reno le tapó la boca con la mano. Tenía la cara y el cuerpo completamente pegados a los de ella en ese espacio diminuto.
—No pensarías que iba a dejar que fueras sola a algún sitio, ¿verdad? Habrías tenido más espacio en un hotel del amor, pero te pusiste melindrosa y has acabado aquí, conmigo incluido. Aunque es demasiado pequeño para hacer algo que no sea dormir. A no ser que seas un poco pervertida y me parece que tú no eres especialmente pervertida.
Ella no pudo decir nada. Para empezar, él seguía tapándole la boca. Para seguir, se sentía agredida y abrumada por su presencia en ese cubículo. Tenía sus piernas contra las de ella, su pecho muy cerca, su boca… su boca…
—¿Vas a ser buena? —preguntó él con voz aterciopelada.
Ella asintió con la cabeza y mirándolo con furia y él apartó la mano.
—Una chica lista —añadió Reno.
Ella no se encontraba especialmente lista en ese momento. Se sentía aprisionada, tenía claustrofobia y calor… y estaba excitada, aunque le fastidiara reconocerlo. Además, no podía evitarlo de ninguna manera.
—Ya puedes quitarte mi cazadora —le dijo él.
—No voy a quitarme nada.
Él no le hizo caso. Ella intentó separarse para llegar a la cremallera, pero tenía la pared de plástico detrás y a él delante. Para levantar la mano tenía que pegarle un codazo. Era una buena idea y él debió de imaginársela porque no se inmutó, algo que a ella le molestó más todavía. Se bajó la cremallera e intentó quitársela con un giro del cuerpo, pero girar contra el cuerpo duro y ardiente de Reno fue un error y se quedó con media cazadora puesta y la otra mitad quitada. Él le puso las manos encima para quitarle la cazadora de los brazos y tirarla a los pies. Además, antes de que ella se diera cuenta, le agarró el borde de la sudadera y empezó a subirla para quitársela también. Si se hubiera resistido, lo habría acercado más. Llegados a ese punto, él haría lo que quisiera; aunque era muy delgado, parecía enorme en ese ataúd de plástico y demasiado fuerte. El espacio estaba pensado para un hombre japonés de tamaño medio y no para dos personas de casi dos metros de altura. Ella dejó que la sudadera acabara junto a la cazadora y se preparó para que él intentara bajarle los pantalones, pero, al parecer, ya la había desnudado bastante. Otro recordatorio más de lo fácil que era resistirse a ella.
Él consiguió medio sentarse y la miró.
—¿Tienes que ir al cuarto de baño? Yo vigilaré.
Ella asintió con la cabeza y él salió de la cápsula con una agilidad enervante. Levantó una mano para detenerla mientras comprobaba el pasillo. Entonces, asintió con la cabeza y ella salió.
El cuarto de baño era funcional y los urinarios estaban separados con mamparas. Los hombres japoneses eran más pudorosos que los estadounidenses, pero no iba a ponerse a pensar en eso. Entró en uno, cerró la puerta y oyó, con fastidio, a Reno que hacía tranquilamente lo mismo. Cuando ella salió, se lo encontró apoyado en la puerta. Él le dejó que se lavara las manos y luego la apremió para volver a la cápsula. Para su alivio, él no la siguió inmediatamente dentro del nicho.
—Ahora vuelvo —dijo él antes de bajar la puerta.
Ella resopló. Quizá no pensara dormir con ella; sería muy propio de él haberla atormentado cuando ya tenía su cápsula. Era un majadero. Se apoyó en la pared de plástico, cerró los ojos e intentó serenarse.
La puerta volvió a levantarse y Reno le tiró algo. Era una prenda de algodón muy fino parecida al pijama de una muñeca.
—Póntelo.
No le dio tiempo a replicar y volvió a bajar la puerta. Pensó en discutir, pero empezó a desabotonarse la camisa. Cuando él volvió, ella ya tenía puesto el pijama azul y la ropa impecablemente doblada con las zapatillas encima. Jilly temió que él llevara lo mismo que en el ryokan, pero seguía llevando la camiseta y los vaqueros.
Se metió en la cápsula con facilidad y cerró la cortinilla. Se tumbó y ocupó todo el sitio que dejó ella al intentar hacerse un ovillo en una esquina.
—Puedes tumbarte, Jilly. No vas a salir por encima de mí y pienso dormir hasta que nos echen por la mañana. Vas a estar muy incómoda en esa postura.
—Estoy bien —aseguró ella en un tono gélido.
—Yo no.
Sin esfuerzo aparente, la tumbó a su lado y apagó la luz. Estaban de costado, cara a cara, y ella se dio cuenta, un poco tarde, de que debería haberse dejado el sujetador puesto. Estaba pegada a él; caderas contra caderas, pechos contra pecho y las caras agobiantemente cerca.
—Duérmete —le ordenó él en tono aburrido.
Ella intentó retroceder, pero él la rodeó con el brazo y la sujetó.
—Tú primero —replicó ella.
Estaba demasiado oscuro para verlo, pero ella tuvo la extraña sensación de que había sonreído. No una sonrisa burlona ni vanidosa, una sonrisa de verdad.
—Si tú quieres…
Casi al instante, ella notó que su cuerpo se relajaba, que la tensión se esfumaba, que la respiración se hacía más lenta y que hasta los latidos del corazón se le apaciguaban.
Ella, en cambio, seguía desasosegada. Se movió y su brazo la agarró inmediatamente.
—Deja de resistirte —susurró él.
¿A qué se resistía? Se preguntó ella con desolación. Estaba deseando dormir, pero no parecía probable, por muy machacada que estuviera. ¿Tenía que dejar de resistirse al dominio de él sobre ella? Eso era más probable. Cuanto más intentaba que hiciera lo que él quería que hiciera, más se oponía ella. Si hubiera sido Taka, no habría discutido, pero Reno despertaba su rebeldía. ¿Se referiría a resistirse a sus sentimientos? Eso no iba a hacerlo ni ganaría nada si lo hiciera. Había pasado dos años en Los Ángeles con fantasías sobre él. Antes, pasó dos años con fantasías sobre Johnny Depp y se le pasó. Al cabo de pasar una hora con Reno, cuando la cruda realidad se hizo patente, se encontró a miles de kilómetros de su encaprichamiento de adolescente.
Desgraciadamente, mientras su cabeza había visto la luz, el resto de su cuerpo y sus sentimientos no habían sido tan rápidos. Él estaba completamente quieto, demasiado cerca de ella, y quiso cruzar el centímetro escaso que los separaba, estrechar su cuerpo contra el de él y acurrucarse con él. Quiso saber lo que era besarlo. Tenía la boca más bonita que había visto en un hombre, con labios grandes y carnosos. Le daba igual que esa boca sólo dijera cosas que la molestaban, era voluptuosa.
Tenía que ser la locura de los días anteriores. Había temido por su vida. No era de extrañar que estuviera desorientada y se aferrara a lo único medio conocido que había en ese mundo ajeno a ella. Aunque era peligroso, también era lo único seguro que conocía y, seguramente, su instinto meramente animal era lo que hacía que quisiera aparearse con él.
¿Qué…? ¿Aparearse con él? O se había vuelto completamente loca o se lo volvería si no se alejaba de él y volvía a la tranquilidad de Los Ángeles con el mínimo inconveniente de un corazón roto, un orgullo maltrecho y la perspectiva de un futuro en celibato.
Por lo menos, él la veía con el mismo interés que había demostrado su único y desastroso amante; quizá no supiera lo tonta que era en lo referente a él, pero la rechazaba tan escrupulosamente como Duke. En realidad, ni siquiera podía llamarlo un revolcón de una noche; más bien fue un revolcón de media noche, mejor dicho, de media hora y sólo recordarlo era…
Entonces, Reno se movió, pasó de estar profundamente dormido a moverse a la velocidad de una pantera y se encontró debajo de él. Pudo ver en la oscuridad el destello de sus ojos clavados en los de ella. Por un instante, el mundo pareció detenerse mientras él bajaba la boca.