Nueve
Estuvieran donde estuviesen, era un sitio oscuro como la boca del lobo y muy estrecho. Estaba aprisionada contra el cuerpo de él, rodeada por sus brazos, y el corazón le latía con todas sus fuerzas contra el pecho. El corazón de él también latía desbocado, algo que no era muy tranquilizador.
—¿Dónde estamos? —susurró ella con un hilo de voz.
Supuso que él le daría un tortazo para callarla, pero, sorprendentemente, contestó.
—En el cuartucho de la limpieza —susurró él—. No creo que nos haya visto.
—¿Quién?
—Hitomi–san. ¿Por qué intentaba matarte? No se lo reprocho, consigues que cualquiera quiera asesinarte, pero tiene que haber un motivo.
—Ha matado a un hombre o alguien lo ha hecho. Yo lo he visto.
—¡Por todos los santos! —exclamó Reno—. Eres muy oportuna. ¿Viste al hombre que lo hizo?
—No vi nada —contestó ella con indignación—. Además, esto es una cueva de gángsters, ¿no? ¿Acaso no se matan unos a otros todo el rato?
—No.
Se oyó un ruido al otro lado de la puerta y ella pudo oler los productos de limpieza.
—Me alegro de no tener claustrofobia —susurró ella—. Podría estar histérica.
—No, no podrías —el tono de él fue gélido—. Tengo que sacarte de aquí.
—Efectivamente…
—No te muevas —él la soltó, pero había tan poco sitio que siguió pegada a él—. No sé cuánto tardaré. Hagas lo que hagas, no te muevas ni hagas ningún ruido.
A ella le habría gustado quejarse. Le habría gustado rodearlo con los brazos y retenerlo. Era lo único seguro que conocía e iba a abandonarla.
—Claro —susurró ella con una serenidad que no tenía ni remotamente—. Tómate el tiempo que necesites.
Ella no pudo verlo en la oscuridad, pero supo que había sonreído. Una sonrisa sincera, no la burlona de costumbre.
—No voy a abandonarte, Ji–chan.
Él desapareció iluminado por un fugaz resplandor al abrir y cerrar la puerta.
¿Ji–chan? ¿La había llamado Ji–chan? Era un apelativo cariñoso y, que ella supiera, él la consideraba insoportable. ¿Por qué había dicho eso? Se dio cuenta de que estaba temblando. Se apoyó contra la puerta, apoyó la frente en la chapa metálica y tomó aliento. Él había vuelto a buscarla. Quisiera él o no. No tenía nada que ver con los sentimientos. Se había hecho responsable de ella y no iba a abandonarla. Pero ¿por qué la había llamado Ji–chan?
Tenía frío. Estaban en pleno invierno y no se abrigó al salir de su habitación. Evidentemente, los japoneses no eran partidarios de la calefacción central, al menos, en las madrigueras de los gángsters. Estaba quedándose helada y eso hacía más difícil que estuviera tranquila. Estaba temblando de frío y miedo e iba a empezar a tirar cosas si no se calmaba. Se dijo que lo tenía merecido por haberse criado en el sur de California y que nunca más volvería a quejarse del calor.
Perdió la noción del tiempo. Quizá Reno la hubiera abandonado después de todo. Los asesinatos gansteriles no podían ser tan raros, al fin y al cabo, eran yakuzas. No era tan ingenua en lo que se refería al crimen organizado; había visto Los Soprano.
Aun así, ¿por qué alguien, al parecer el misterioso Hitomi–san, había querido matarla? No había visto al pistolero; no podía identificar a nadie.
No tenía sitio ni para sentarse. Reno tuvo suerte de que los dos consiguieran estrujarse ahí cuando la metió en ese espacio diminuto. Lo consiguieron porque ella se aplastó completamente contra su cuerpo, duro como una roca. Pensar eso hizo que por lo menos entrara en calor. Le bastaba con recordar algunos momentos embarazosos para no quedarse helada. Afortunada o desgraciadamente, tenía una docena de ellos; el peor cuando estuvo en la cápsula y sus manos impersonales la volvieron loca.
Quizá, recordar esas cosas no fuera una buena idea. No sólo estaba entrando en calor por fuera, estaba excitándose y era algo que no quería hacer por nada del mundo. Reno estaba en otra galaxia y era una suerte. Ya tenía bastante lidiando con los estadounidenses medios. No podía manejar algo tan descabellado como Reno.
Él, como era de esperar, tuvo que abrir la puerta del cuartucho cuando ella estaba sonrojada y estremecida por dentro. Afortunadamente, estaba demasiado concentrado en sacarla de allí para darse cuenta.
—No hables ni te muevas hasta que yo te lo diga —susurró él—. Si no, nos matarán a los dos.
No tenía ganas de discutir. El pasillo estaba un poco más iluminado que el cubículo ése, pero, aun así, no se veía casi nada y sólo podía confiar en el hombre que tenía delante para que la dirigiera.
Se cruzaron con un hombre durante el trayecto por el laberinto de túneles subterráneos y Reno se movió a tal velocidad que sólo fue una sombra en la oscuridad. El hombre cayó inconsciente y Reno la agarró de la mano para arrastrarla hacia las entrañas del edificio.
Al principio, no se dio cuenta de que habían salido al exterior; hacía tanto frío como dentro y era noche cerrada. Para su asombro, estaban fuera de los muros que rodeaban al cuartel general de Ojiisan. Era una calle oscura y desierta.
—Ahora, ha llegado el momento de correr, Jilly.
Salió disparado y tiró de ella. Afortunadamente, tenía las piernas largas y pudo seguir su paso. Si no, la habría abandonado o la habría arrastrado por el polvo si se hubiera caído. Además, estaba en buena forma; corría tres veces a la semana y no fumaba, pero no estaba acostumbrada a correr a toda velocidad y el corazón se le salía del pecho. A Reno, sin embargo, parecía no afectarle la velocidad; seguramente iba tan deprisa para que ella no pudiera discutir. Daba igual, no estaba dispuesta a quedarse rezagada ni a quejarse. Si él podía hacerlo, ella también. Además, cuanto más deprisa corría, más se olvidaba de las imágenes; del hombre muerto y de todos los muertos que había visto esos días. Entonces, súbitamente, él se paró, la agarró, la empujó contra una pared y la mantuvo allí mientras ella intentaba recuperar el resuello. Él ni siquiera tenía la respiración entrecortada.
—Tomaremos un taxi en cuanto dejes de respirar como un viejo de ochenta años.
—Vete… al… infierno…
Era una calle apartada, pero las luces estaban encendidas. Él se limitaba a esperar a que ella recuperara la respiración. Jilly se apartó el pelo mojado de la cara; iba a contraer una pulmonía, pero en ese momento sólo quería que todo eso acabara de una vez.
Un instante después, él le agarró la mano, se la puso en su brazo, imitando a una pareja de enamorados, y se dirigió a las bulliciosas calles de Tokio. Hasta que no se encontró sentada en el asiento trasero de un taxi, no se dio cuenta de que él se había tapado su peculiar pelo con un pañuelo negro y que había escondido la coleta debajo de la cazadora de cuero. Salvo por la altura, podía ser cualquier joven japonés a la moda, pero a Jilly no había forma de disimularla. Por allí no se veían muchas gaijin de casi dos metros y ella no podía hacer nada al respecto.
Esperó a que Reno le diera las instrucciones al taxista, tan prolijas que casi no pudo seguirlas, y luego habló.
—¿Adónde vamos? —preguntó con la voz ronca de tanto correr.
Él no la miró; estaba mirando hacia atrás, seguramente, para comprobar si los perseguían.
—A la estación de trenes —contestó él—. Tomaremos un tren a Osaka y te montaré en un avión en el aeropuerto de Kansai —entonces la miró fugazmente—. Estarás segura.
—¿Por qué no me dejas sola? No hace falta que tomes el tren; probablemente sea mejor que estemos separados.
—Llamas mucho la atención en Japón y no tardarán en encontrarte —replicó Reno inexpresivamente—. Has visto algo que no deberías haber visto y ellos no quieren que puedas decírselo a nadie.
Ella quiso discutir ese razonamiento, pero no pudo e intentó otro camino.
—¿Quiénes son ellos? ¿Qué voy a decir? ¿Qué está pasando?
—Si lo supiera, a lo mejor te lo diría —contestó él—. Los rusos que te persiguieron sólo querían sacar a Taka de su escondite, pero alguien les decía a donde íbamos. Si hubiera sabido lo complicadas que eran las cosas, te habría escondido en algún sitio y habría alertado a mi abuelo, pero no hay muchos sitios seguros fuera del alcance de los hombres de mi abuelo. Debería haber sabido que tendrías problemas allí donde te llevara.
—Yo no tengo la culpa de que mataran a alguien —replicó ella rotundamente.
—Pero sí tuviste la culpa de andar rondando por donde nadie te había llamado. ¿Por qué no te quedaste en tu cuarto?
—¿Qué habría pasado? ¿Te habrías largado, le habrías dicho a tu abuelo que me mandara a casa y habríamos vivido tan contentos? Todos menos el hombre muerto…
—De ahora en adelante, haz lo que te diga —Reno suspiró—. Está pasando algo en la familia de mi abuelo y Hitomi–san tiene algo que ver. Intenté avisar a Ojiisan, pero me dijo que no me preocupara, que lo tiene controlado. Ahora mismo, no puedo hacer nada para ayudarlo. Tengo que ocuparme de ti.
Lo dijo con el mismo abatimiento que sentía ella.
—No —replicó Jilly—. Puedo cuidarme sola.
Su risa despectiva fue tan desquiciante que quiso pegarle una patada, pero estaba saturada de violencia para el resto de sus días, por muy odioso que fuera.
—Das tanta pena como un gatito —dijo él—. Si tu familia tuviera algo de cordura, no te dejaría salir a la calle sin un cuidador.
El taxi estaba parándose delante de un edificio enorme de aspecto Victoriano y Reno habló tan deprisa con el conductor que ella no entendió casi nada. Dejó violentamente un montón de monedas en la mano del taxista y sacó a Jilly del coche.
Ella pensó que debería de ser hora punta, porque él tuvo que abrirse paso entre la multitud… aunque, en Tokio, todas las horas parecían punta.
—Baja la cabeza e intenta ir agachada —le aconsejó él—. Intentamos pasar desapercibidos.
—Lo veo complicado —replicó ella, aunque se agachó.
El pelo rubio no debería ser una pista; casi la mitad de los jóvenes se habían teñido el pelo de algún tono rubio o anaranjado. Sin embargo, no podía hacer nada con su estatura y sus andares. Mantuvo la cabeza bajada, encogió los hombros y siguió a Reno lo más disimuladamente que pudo. Nunca había podido camuflarse en la multitud y en una sociedad tan homogénea como la japonesa, estaba condenada al fracaso desde el principio. Aunque Reno tampoco se quedaba atrás, pensó ella mientras él sacaba unos billetes en una máquina. Las gafas de sol por la noche llamaban la atención, y su estatura también. Sin embargo, lo peor era cómo actuaba; parecía el amo del universo, un príncipe de las tinieblas. La gente se apartaba a su paso y daba igual que se hubiera escondido el pelo y los tatuajes.
—No es posible…
Reno se dio la vuelta bruscamente con los billetes en la mano.
—¿Qué pasa?
—Creo que nos ha encontrado.
Kobayashi tampoco pasaba desapercibido y la multitud le abría paso como el mar Rojo a Moisés. Además, los dos hombres que lo acompañaban, aunque diminutos a su lado, parecían mortíferos.
—Jilly, escúchame y haz exactamente lo que te diga —le ordenó Reno con gesto muy serio—. No pienses por tu cuenta. Cuando te dé la señal, quiero que salgas corriendo hacia la izquierda lo más deprisa que puedas. Empuja a la gente si tienes que hacerlo, pero lárgate de aquí. Luego, toma un taxi y que te lleve a Narita.
—No tengo bastante dinero…
Él le dio un fajo de billetes.
—Móntate en el primer avión que despegue, vaya a donde vaya. Confía en mí.
—Yo no…
—¡Ya! —exclamó él mientras la empujaba. Casi se cayó al suelo justo cuando Kobayashi se abalanzaba sobre ellos con un brazo extendido para agarrarla. Ella se zafó, se quitó de en medio a un grupo de personas y entró a toda velocidad en la estación. Pudo oír el alboroto detrás de ella, pero no se paró y siguió corriendo mientras la multitud la engullía.
La indicación del baño de señoras no admitía confusión y entró mientras se guardaba el fajo de billetes en los vaqueros. Estaba casi vacío y se metió en una de las cabinas, cerró con pestillo e intentó recuperar la respiración. Entonces, miró con desesperación el agujero que había en el suelo. No podía usarlo con los vaqueros. Iba a tener que esperar.
Tenía que esperar para hacer sus necesidades; esperar para recuperar el aliento; esperar para saber si la encontrarían en el baño de señoras, para saber si Reno, en ese momento, era una mota de polvo en el suelo de la estación y para saber si ella iba a morir inminentemente. Sólo sabía una cosa. No pensaba tomar un taxi a Narita sin saber si Reno seguía vivo. Era así de sencillo, como que Reno la mataría cuando supiera que no se había marchado. Pero estaba cansada de intentar salvar el pellejo y no iba a dejar abandonado a Reno, por mucho que él quisiera librarse de ella. Estaba metida en eso a las duras y a las maduras y él iba a enterarse de lo obstinada que podía ser.