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Veintidos

Ella ni siquiera se extrañó por su aparición.

—Intento largarme de aquí. No sé si he matado al hombre que hay en la cocina, pero no voy a quedarme un segundo más —entonces, cayó en la cuenta—. ¿Qué te has hecho en el pelo? —preguntó con espanto.

—Deberías preguntarme qué estoy haciendo aquí…

—Bueno, ¿qué estás haciendo aquí?

—¿Tú qué crees? Intentar salvarte la vida… otra vez.

—Entonces, ¿por qué se te ha escapado un yakuza?—preguntó ella indignada—. No estás salvándome muy bien… Además, no quiero favores tuyos.

—No estoy haciéndote un favor, es a tu hermana.

No tenía sitio para pegarle y tampoco iba a gritar.

—¿Quién quiere matarme esta vez y por qué? Creía que estaba a salvo cuando salí de tu país.

—No tengo ni idea. Le dijeron a Taka que estaban vigilándote y me mandó para comprobarlo. Estaba buscando una escapatoria cuando tu amigo se coló. ¿A quién has conseguido desquiciar esta vez?

—¿Estuviste en el hospital hace dos noches?

—¿Qué hospital?

Debería haberse imaginado que eso seguía siendo un sueño.

—¿Por qué los yakuza siguen persiguiéndome?

—¿Por qué crees que son yakuza?

—Al hombre que hay en casa le faltan parte de los dedos. O ha sido un accidente laboral o es parte de tu familia del crimen organizado.

—Todos los integrantes de la organización de mi abuelo están muertos. Tiene que ser de otra familia.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

Se había olvidado de lo frío y peligroso que podía parecer Reno. El pelo más corto y moreno no era el suyo, nada era suyo. Además, ¿qué hacía allí para que todo volviera a removerse dentro de ella?

—Quiero que te escondas en algún sitio mientras compruebo todo esto. El garaje es seguro; lo comprobé ayer. Métete ahí, cierra bien y no abras hasta que la policía o yo te lo digamos.

—Vete por ahí…

—No irás a crear problemas, ¿verdad? —preguntó él en tono cansado.

—Es lo que hay…

Ella, rastreramente, fue a darle un rodillazo, pero él consiguió apartarse a tiempo y le dejó sitio para que saliera corriendo. Cruzó el inmaculado césped y fue hacia la casa. Tenía que encontrar su teléfono móvil, llamar a la policía y olvidarse de Reno y de cualquiera que estuviera en la tierra sólo para volverla loca. Él la alcanzó a la altura de la piscina, le puso una zancadilla y ella aterrizó de bruces sobre la hierba. Reno se sentó encima de ella y le dio la vuelta para que lo mirara entre el humo. Él la miraba fijamente con una expresión indescifrable. ¿Era furia, desdén, odio u otra cosa?

—Vas a levantarte y a hacer exactamente lo que te diga —dijo él en un tono engañosamente delicado—. Si no, te juro por Dios que dejaré que te maten.

—Estoy segura de que no te faltan ganas —replicó ella mientras se revolvía—. Pero tendrías que darle una buena excusa a Taka y no creo que vayas a encontrarla. ¡Quítate de encima!

Él no se movió y siguió a horcajadas encima de ella. Jilly tardó un instante en quedarse petrificada. Tenía una erección…

—Eres un enfermo —le dijo para resistirse.

No a él, sino al calor húmedo que notó entre las piernas.

Él se levantó y la arrastró con él.

—Estoy muy sano. ¿Vas a hacer lo que te diga?

—Ni lo sueñes.

Antes de que ella pudiera hacer algo, la agarró y se la echó encima del hombro como si fuera un saco de patatas. Ella le golpeó la espalda, pero él no se inmutó, rodeó la piscina y fue hacia el garaje. En cuanto llegaron a las sombras, giró hacia la derecha, hacia la caseta de la piscina, abrió la puerta de una patada y volvió a cerrarla. La caseta llevaba años cerrada; Lianne prefería estar todo el rato al sol y a nadie le había gustado excepto a ella. Había un colchón en el suelo y se tumbaba allí a leer a escondidas en las raras ocasiones en que Lianne o Ralph se acordaban de que existía y empezaban a buscarla. Seguía igual, si acaso, un poco más polvorienta, pero el colchón seguía allí y amortiguó su caída.

—¡He tenido un accidente de coche! —exclamó ella con furia—. Podrías ser un poco delicado.

—En estos momentos no me siento nada delicado. Si sigo un minuto más cerca de ti, seguramente te estrangularía. Voy a comprobar si tu supuesto yakuza está muerto. Luego, tendré que encontrar una forma de sacarte de aquí. Has destrozado la verja y la entrada de servicio está bloqueada desde la casa. Tendría que desmontarla.

—Yo sé desbloquearla.

Jilly empezó a levantarse, pero él volvió a sentarla empujándola de los hombros.

—Tú te quedas aquí o tendré que atarte.

—Promesas, promesas y no dejas de tirarme y hacerme daño. Estoy débil.

—¡Ya! Estás tan débil como un luchador de sumo. Además, te aseguro que estoy conteniéndome, podría hacerte más daño.

—Si eso es lo que te excita… —Jilly lo agarró de la chaqueta.

Él soltó una obscenidad, se quitó la chaqueta y siguió.

—Cobarde —dijo ella en tono burlón.

Reno se quedó inmóvil. La caseta estaba polvorienta y en silencio. Las ventanas estaban tan sucias que ella casi no podía ver la casa. Él se dio la vuelta y la miró pensativamente un buen rato. Luego, fue hacia la puerta. Ella estuvo tentada de tirarle la chaqueta, de buscar algo para arrojárselo, pero se quedó en el colchón, derrotada. Él no abrió la puerta, sino que la cerró con pestillo y se dio la vuelta para mirarla.

—¿Qué quieres de mí, Ji–chan?

Le pareció más viejo y cansado. No era el punk burlón y listo que ella conocía. Pareció tan dolido como ella.

Jilly lo miró dispuesta a pedir su cabeza en una bandeja de plata, pero sólo pudo decir dos palabras.

—A ti.

Ella no supo qué esperó. ¿Se alejaría de ella? Él cruzó la caseta hasta el colchón y se puso en cuclillas al lado de ella.

—Alguien está intentando matarte, Ji–chan. No me he acostado con nadie desde hace tres semanas, desde que te marchaste, y me cuesta mucho renunciar a eso. Tienes que dejarme que me vaya e intente salvarte porque si no, no podré evitar tocarte.

—¿Por qué no te has acostado con nadie desde hace tres semanas?

—Porque tú no estabas y, desdichadamente, sólo tú me apeteces. Ahora, déjame que me vaya para encontrar una forma de mantenerte a salvo.

Ella le acarició la cara. Tenía la piel suave y caliente y el flequillo le tapaba los ojos. Ella se lo apartó.

—Eso de estar a salvo está sobrevalorado —dijo ella.

Se inclinó y lo besó. Por un momento, él no se movió y mantuvo la boca firme. Hasta que algo se quebró dentro de él y la abrazó con la boca abierta, devorándola con una voracidad sorprendente y bienvenida. No le importó que le doliera el cuerpo del accidente, se fundió en su fuerza y ardor y quiso desaparecer dentro de él. Lo atrajo al colchón donde había soñado despierta con su amante perfecto. Arrastró a su príncipe de las tinieblas consigo y le bajó la cremallera con manos ávidas mientras él le quitaba las bragas y las tiraba al otro extremo de la habitación. Él apartó las manos temblorosas de ella y sacó toda su erección. Ella quiso acariciarla, llevársela a la boca.

—Si somos tan necios de hacer esto, hagámoslo deprisa —dijo él mientras le separaba las piernas.

—Pero yo quiero…

Él entró con una acometida y la llenó con tanta energía que Jilly se estremeció y notó el primer orgasmo.

Reno se apartó lo justo para agarrarla de la cabeza y besarla devastadoramente en la boca.

—¿Qué quieres? ¿Esto?

Volvió a entrar hasta el fondo, tanto que casi la sacó del colchón, con tanta fuerza que otro leve clímax se adueñó de ella.

—Quiero…

Otra embestida la dejó muda al sentirse desbordada por una oleada de placer lascivo.

—Quiero, quiero, quiero…

Él se movía deprisa y sus caderas, estrechas y poderosas, parecían un pistón. Ella las rodeó con sus piernas para que entrara más profundamente todavía mientras lo besaba con la boca abierta, las piernas abiertas y el corazón abierto. Lo quería plenamente dentro de ella, de cualquier forma que él pudiera tomarla. Quería atraparlo en su cuerpo y no soltarlo. Quería succionarle el miembro y todo lo que se le pudiera imaginar y repetirlo una y otra vez.

Él estaba ardiendo y sudoroso, como ella, y sus cuerpos chocaban repetidamente. Jilly notó que se acercaba la explosión final y supo que iba a gritar, que nada podría detenerla, que iba a deshacerse en mil pedazos y a chillar…

Él, al entrar en ella, se había apoyado en el colchón con las manos y ella agarró una para llevársela a la boca mientras se desintegraba en un destello blanco y notaba que él se derramaba dentro de ella.

Hasta que no quedó nada. Se derrumbó en el colchón con los ojos cerrados y sin poder respirar mientras los últimos coletazos del orgasmo sacudían su cuerpo. Se le habían derretido todos los huesos y cuando él se apartó, ella ni siquiera tuvo fuerzas para retenerlo. Se quedó tumbada en el colchón, con la camisa todavía puesta, y en un estado de felicidad tan perfecta que tenía que ser ilegal.

La felicidad dejó de ser perfecta cuando las bragas le alcanzaron en la cara.

—Vístete, Ji–chan —ordenó Reno—. Es posible que nos hayamos suicidado.

Ella abrió los ojos. No quería moverse. Quería que él volviera, pero el Reno gélido estaba allí otra vez y obedeció de mala gana. Él estaba de espaldas a ella y estaba vendándose la mano con algo. Ella se levantó, aunque le temblaban las piernas, y se acercó a él.

—¿Qué te pasa en la mano?

Él arqueó una ceja y esbozó una sonrisa que le pareció la burlona y suficiente de Reno.

—Nunca pongas la mano al alcance de una perra en celo —contestó él.

—No, échale agua fría.

Jilly se sintió abofeteada y retrocedió un paso congestionada de ira. Él la agarró y la abrazó sin hacer caso de su resistencia.

—Me gustas en celo —le susurró él—. Además, puedes morderme donde quieras.

Eso no la apaciguó.

—Creo que preferiría apalearte.

—Puedes intentarlo —replicó él en tono desenfadado—. No vas a quedarte aquí para que yo vaya a ver qué está pasando, ¿verdad? —preguntó él con resignación.

—No.

—Entonces, por lo menos, quédate detrás. No te he traído hasta aquí para perderte ahora.

Él la soltó un poco y ella se zafó de su abrazo.

—Como no soy tuya, no puedes perderme.

—¿No? Ya lo veremos.

Él abrió la puerta y salieron a la humareda.

—Los incendios deben de estar extendiéndose —comentó Jilly entre toses—. No había tanto humo hace un rato.

—A lo mejor alguien está colaborando.

Si alguien se había quedado en la casa, seguramente estaría muerto; no había luces para abrirse paso entre la oscuridad creciente. Fue hacia la puerta de la cocina. Sabía que Reno iba detrás y sabía que la tiraría al suelo para apartarla del peligro en cualquier momento, pero prefirió no pensarlo. La puerta se cerró automáticamente cuando ella salió corriendo, pero se sabía el código de seguridad de memoria. El cerrojo se abrió y ella se apartó.

—Pensándolo mejor, dejaré que te ocupes tú —dijo ella.

—Pensándolo mejor, no voy a dejarte sola.

La agarró del brazo y le hizo daño. Entró con ella en la casa y encendió la luz de la cocina. El yakuza seguía donde lo dejó ella, en un reguero de sangre, pero con el cuello abierto en canal.

—Creí que lo habías golpeado —comentó Reno sin soltarla.

Ella se quedó petrificada mirando al hombre inerte.

—No usé un cuchillo —confirmó ella con un hilo de voz.

—Alguien lo ha hecho.

Reno se agachó para mirarlo de cerca y como no la soltó, ella también tuvo que acercarse. El olor a sangre y muerte era agobiante, era un olor que la había perseguido lo que ya le parecía toda la vida.

—Por favor… —pidió ella intentando soltarse.

Él no le hizo caso y dio la vuelta al hombre, sin importarle la sangre.

—Caray…

—Caray, ¿qué? ¿lo conoces? —preguntó ella.

Él sacó la pistola que llevaba el hombre en una cartuchera debajo del brazo y se la dio a ella.

—No la uses contra mí —le pidió él.

Reno siguió mirando al hombre durante un rato, hasta que por fin se apartó y ella pudo respirar otra vez.

—Es Hideto Nakamura. No era de la rama japonesa de la familia de mi abuelo, siempre vivió aquí, pero tiene una relación; una relación imposible.

—¿Podrías explicármelo?

—Está muerto —dijo Reno en tono inexpresivo—. No tiene sentido. Tienes que hacer exactamente lo que te diga…

—¿Cuántas veces he oído eso?

—Voy a sacarte de aquí antes de deshacerme del cuerpo —Reno frunció el ceño—. No queremos que nadie haga preguntas que no quieres contestar.

La arrastró fuera de la cocina sin hacer caso de su resistencia.

—No me importa hablar con la policía. ¿Por qué no la llamamos?

—Las líneas telefónicas están cortadas y la señal de los móviles está bloqueada. A Nakamura siempre se le dio muy bien la electrónica. La pregunta es: ¿quién lo contrató?

—¿Y quién lo mató? ¿Y dónde está?

—Estoy aquí, Lovitz–san.

Reno soltó una maldición y se dio la vuelta. Kobayashi había aparecido de entre las sombras tranquilo y cordial, como siempre. Aunque empapado de sangre.

—Creí que habías muerto con mi abuelo, Kobayashi–san —dijo Reno sin alterarse.

La había soltado y sabía qué quería que hiciera. Quería que ella saliera corriendo, pero no se movió.

—Me habría gustado, Hiromasa–san. Habría sido un honor inmenso, pero supe que tenía que vengarlo.

—¿Por qué ibas a tener que vengarlo? Hitomi y sus hombres murieron en la explosión.

—La chica —respondió Kobayashi en tono lúgubre—. Si ella no hubiera ido, nada de todo esto habría pasado. Confié en que mi sobrino se ocupara de ella, en que se cerciorara de que se pagaba el precio de la sangre, en que mi señor quedara vengado, pero me falló. No una ni dos veces, sino tres.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jilly, que seguía impresionada por el gigante con las manos ensangrentadas.

—Tenía que haberla empujado debajo de un coche. Cuando no lo consiguió, tenía que haberla sacado de la carretera, pero la rescataron. Hoy también ha escapado. Me ha deshonrado. Tenía que castigar tanta ineficiencia. Sin embargo, tuve parte de culpa; yo tendría que haber rematado la tarea.

—¿También vas a matarme a mí, Kobayashi–san? —preguntó Reno, que estaba muy quieto—. Sabes que mi abuelo me quería y que nunca habría querido que me hicieras algo. También oíste lo que le dijo a Ji–chan antes de morir. ¿Te has olvidado?

Kobayashi arrugó la inmensa frente por un instante y en ese momento, Jilly se dio cuenta de que el guardaespaldas de Ojiisan estaba como una cabra.

—Ella tiene que morir. Alguien tiene que pagar por la muerte de mi señor.

—¿Por qué ella? No tiene nada que ver con su muerte.

—Todo iba como la seda hasta que ella llegó —Kobayashi parpadeó—. El oyabun sabía lo que estaba tramando Hitomi–san y lo tenía controlado. Hasta que ella llegó y lo desbarató todo. Tiene que morir.

—Sabes que tendrás que matarme antes —replicó Reno en un tono delicado e implacable.

—Haré lo que tenga que hacer.

Reno se apartó de ella y se acercó a Kobayashi con un destello en los ojos.

—Puedes intentarlo.

Kobayashi se quedó tapando la salida con su imponente cuerpo.

—No servirá de nada, joven señor.

Tenía algo en una de sus enormes manos, algo pequeño y delicado. Era la grabadora digital que debería haber usado el entrevistador. La encendió y Jilly cerró los ojos al esperar una explosión. No pasó nada, hasta que ella oyó el chasquido.

—Mi sobrino había colocado las cargas incendiarias. Él creyó que íbamos a escapar antes de que la casa se quemara, pero ésa no fue nunca mi intención. Todos moriremos aquí y nos reuniremos con mi señor.

—¡Corre, Ji–chan! —gritó Reno antes de abalanzarse sobre Kobayashi.

Era como una araña sobre un hipopótamo. Reno era alto, pero como un fideo en comparación con el cuerpo descomunal de Kobayashi y el gigantón intentaba quitárselo de encima como si fuera una leve molestia. Reno, sin embargo, estaba aferrado a él y le golpeaba el cuello con el codo mientras los dos se chocaban con los muebles.

De repente, Jilly se dio cuenta de lo que llevaba en la mano; la pistola de Nakamura. Se parecía mucho a la pistola que usó en el apartamento de Reno y volvió a sentir un nudo en el estómago.

—¡Basta! —gritó.

Sin embargo, su voz quedó tapada por los bufidos y los golpes de la desigual pelea. Entonces, Kobayashi consiguió tirar a Reno contra el suelo, que se quedó inmóvil, y se dio la vuelta para mirarla.

Jilly pudo oír el crepitar del fuego y notó que cada vez hacía más calor. El humo empezó a rodear la casa por fuera y los visillos del salón ardieron. Ella apuntó la pistola hacia Kobayashi, pero le temblaban tanto las manos que no podía mantenerla quieta.

—No me detendré con una bala —afirmó Kobayashi con seriedad—. Está escrito. El joven señor y usted morirán y renacerán…

Ella montó la pistola. Ni siquiera supo cómo había sabido hacerlo, pero oyó que la bala entraba en la recámara.

—No me apetece renacer —replicó ella con una voz tan temblorosa como sus manos—. Apártate de Reno; vamos a largarnos de aquí.

Él fue acercándose entre ella y el cuerpo inmóvil de Reno, pero no iba a salir corriendo y a dejarlo allí.

—Ya he matado antes —le avisó ella, aunque la pistola temblaba más todavía.

Kobayashi no dijo nada ni se detuvo. Si hubiera tenido las manos alrededor del cuello de Reno, habría apretado el gatillo, pero en frío se sintió incapaz. Vio que Reno se movió un poco y supo que tenía que alejar a Kobayashi de él. Le tiró la pistola y salió corriendo hacia la escalera larga y curva que era el orgullo de su madre.

El fuego se extendía a toda velocidad por el primer piso de la mansión. El sobrino debió de haber usado algún tipo de combustible para que fuera tan rápido y ella pudo notar el calor, espeso y mortífero, que la seguía escaleras arriba.

Oyó las sirenas de los bomberos, pero estaban muy lejos. Subió los escalones de dos en dos sin hacer caso del dolor del tobillo. Al llegar al primer descansillo, miró por la ventana y vio los coches de bomberos que no podían pasar por la verja, que estaba bloqueada por el coche de su padre. Ella misma había cerrado el paso a sus salvadores.

Kobayashi estaba subiendo las escaleras a una velocidad que ella nunca pudo imaginarse en alguien de su tamaño. Las llamas estaban prendiendo en el papel pintado de lo más alto de las escaleras y se habían adueñado del descansillo que daba a los dormitorios. Pronto no quedaría escapatoria y Reno estaba abajo, en medio de aquel infierno. ¿Por qué le habría tirado la pistola? ¿Por qué no había disparado a Kobayashi entre los ojos y había arrastrado el cuerpo de Reno lejos del peligro? Había elegido el peor momento para ser pusilánime.

Entonces, vio que Reno subía los escalones de tres en tres para alcanzarlos justo cuando Kobayashi la agarró de la camiseta y tiró de ella. Se cayó y lo golpeó, pero era demasiado grande y fuerte. Él la agarró y la llevó al borde de la balaustrada de mármol. Jilly supo que acabaría hecha papilla en el suelo, dos pisos más abajo, y que no podía hacer nada para evitarlo. Pateó inútilmente y le arañó la cara, pero él, impasible, la llevó hasta la balaustrada como si fuera un altar donde sacrificarla.

Entonces, Reno los alcanzó y su embestida con la cabeza los tumbó sobre las escaleras de piedra. Reno dio una patada a Kobayashi en la cabeza, pero no lo detuvo, como tampoco lo detuvieron los golpes en el cuello y los riñones. Kobayashi parecía no sentir dolor y arrastraba a Reno, junto a Jilly, hacia la balaustrada.

Estaba arrastrándola por los escalones. Ella lo miró desde el suelo, cerró un puño y lo estampó contra sus testículos. Kobayashi dejó escapar un grito agudo, perdió el equilibrio y la soltó. Reno aprovechó la ocasión y lo golpeó una y otra vez en la cabeza con la pierna. El gigante, aturdido, cayó sobre la amplia balaustrada de mármol y atrapó a Reno debajo. Reno lo empujó con todas sus fuerzas, pero Kobayashi no se movió y el fuego empezó a subir por la alfombra de la escalera.

—¡Lárgate! —gritó Reno mientras intentaba quitarse de encima al luchador de sumo.

Jilly no vaciló y saltó contra ellos. Un instante después, Kobayashi dio la vuelta y cayó por el hueco de la escalera hasta estrellarse contra el suelo con un golpe blando y nauseabundo. Reno sangraba por la cabeza tenía un brazo inmovilizado, pero consiguió levantarse.

—Vamos. Tenemos que salir de aquí.

Las llamas habían alcanzado los dormitorios y salían como lenguas de fuego por las puertas abiertas. Además, el humo era tan espeso que casi no podía ver a Reno. No habían llegado tan lejos para morir achicharrados.

—Se supone que eres el rescatador —dijo ella entre toses—. ¿Tienes alguna idea?

—Es tu casa —replicó él con crudeza—. Tú dirás.

—Vamos.

Él se sujetaba el brazo con la otra mano y no podía arrastrarla a ningún lado. La sangre se le metía en los ojos y ella intentó limpiársela un poco. Su sangre en su mano; la prueba de que estaba vivo, se dijo a sí misma. No podían morir todavía.

Jilly subió el último tramo de la escalera para adentrarse en el calor infernal. Sabía que él la seguía.

—¡Túmbate! —le gritó él.

Ella se agachó y el humo se arremolinó encima de ellos. Las únicas ventanas que podían abrirse de toda la casa estaban en su dormitorio; Ralph y Lianne preferían el aire depurado. El fuego estaba empezando a quemar el papel pintado de su habitación, el espantoso papel de niña pequeña que había elegido su madre, y ella lo miró con sentimientos contradictorios. Fue hacia las ventanas, dispuesta a abrirlas de par en par, cuando él la detuvo.

—Espera —dijo él entre jadeos—. Puede hacer de tiro y achicharrarnos vivos.

—No podemos hacer otra cosa. La piscina está debajo. Si podemos saltar suficientemente lejos, no nos pasará nada. Si no, los dos moriremos, así que podemos intentarlo. Sólo contéstame a una pregunta.

—No voy a contestar a nada…

—¿Qué me dijo tu abuelo antes de morir?

—¡Sabes japonés! —exclamó él.

—No pude oírlo.

—Da igual.

—¿Qué dijo?

Reno, desesperado, se pasó la mano por el pelo.

—Dijo: «Bienvenida a la familia, nieta» —gruñó él.

—Entonces, a lo mejor merece la pena vivir después de todo.

Él se apartó y cerró la puerta con el hombro mientras soltaba un juramento porque se había quemado.

—Eso lo sofocará un poco.

La agarró de la mano, abrió la ventana batiente y se asomó para ver dónde estaba la piscina. Se volvió y la miró con un brillo raro en los ojos.

—¿Te había dicho alguna vez que no puedo vivir sin ti?

—No —contestó ella—, pero puedes decírmelo más detenidamente cuando hayamos salido de ésta.

Jilly casi no podía respirar y la muerte se acercaba a ella a pasos agigantados, pero quiso gritar de alegría. Él sacudió la cabeza y le sonrió. Aun con el pelo corto y negro, era Reno, el tipo duro al que le gustaba vivir peligrosamente.

—Vamos, Ji–chan. No tenemos todo el día.

La agarró de la mano, echaron a correr y saltaron por la ventana con todas las fuerzas que pudieron reunir.

Se soltó de él mientras volaba por el aire lleno de humo y cayó en el agua, se atragantó y tocó el fondo de la piscina con los pies. Luego, ascendió hasta asomar la cabeza.

—¡Reno! —gritó.

Él surgió a su lado y le pareció como si se hubiera montado en su atracción favorita de Disneylandia.

—Aquí estoy, Ji–chan.

—¿Perra en celo? —preguntó ella antes de darle un puñetazo en la mandíbula con todas sus fuerzas.