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Quince

—Eres una cretina.

No era la mejor forma de despertar, sobre todo, cuando no quería despertarse. Se sentía aturdida, desorientada, como si la hubiera coceado un caballo, y preferiría mantener los ojos cerrados hasta que todo se aclarara.

—No finjas estar inconsciente. A mí no me engañas. No te ha golpeado tan fuerte.

Jilly no abrió los ojos. Estaba tumbada sobre algo duro que podía ser el camastro del almacén. Se movió un poco, para comprobarlo, pero no estaba atada.

—Lárgate —farfulló ella contra el colchón.

Estaba bocabajo y estaba muy bien así. Se sentía más segura.

—Me parece que no tengo esa posibilidad.

—¿Cómo?

Ella levantó la cabeza lentamente y miró hacia la voz. Era Reno, naturalmente, que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Incluso en la penumbra, pudo ver que estaba hecho un asco. Tenía la camisa manchada de sangre y polvo, tenía sangre seca en el pelo y el corte de la mejilla estaba abierto otra vez.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella mientras intentaba incorporarse un poco—. ¿Por fin has conseguido sacar a alguien de sus casillas y te han dado una paliza?

—Digamos que alguien me sacó de mis casillas a mí —contestó él con ironía—. ¿Qué tal tu cabeza?

—Me duele. ¿Qué te importa a ti? ¿Por qué estás aquí? No me digas que has venido a ofrecerte en mi lugar porque no voy a creérmelo.

—Me lo imagino. No eres estúpida y yo tampoco lo soy. Sabía que Hitomi–san no tenía intención de soltarte. Quería tenerme aquí también. En cuanto aparezca Taka, nada se interpondrá en su camino para hacerse con la organización de mi abuelo.

Un recuerdo se abrió paso en el cerebro nebuloso de Jilly.

—No irá a matar a mi hermana…

—Lo intentará. Sin embargo, está a buen recaudo y no creo que sea tan tonta de sentirse ofendida y arrojarse en brazos de quienes están esperándola para matarla.

—¿Sentirme ofendida? —repitió ella incorporándose por la ira a pesar del dolor—. ¿Eso te parece? Si no me hubiera marchado, te habría matado, miserable rata de alcantarilla. Ya he matado a otro hombre antes…

Él apoyó la cabeza en la pared y ella pudo ver el moratón que tenía en el pecho, debajo de la camisa desgarrada.

—Aun así, eres una cretina. ¿Por qué no has cerrado la boca ahí dentro?

—¿Qué más daba? ¿Crees que nos habrían soltado?

—No, pero no tendrías dolor de cabeza.

—Gracias por preocuparte. Dame un par de aspirinas y estaré bien por la mañana.

—Estarás muerta por la mañana.

—Vaya, eres la alegría de la huerta.

Él se levantó a duras penas y se acercó al camastro. Ella se apartó todo lo que pudo, que no era mucho, y él se sentó apoyando la espalda en la pared y dejando escapar un sonido entre impotencia y agotamiento.

—Estate callada un rato, Jilly —le pidió él—. Tengo que pensar.

—No tienes que pensar —replicó ella—. Tienes que salir de aquí y enterarte de si tu abuelo sigue vivo. Tienes que prevenirlo sobre Hitomi.

—Ya lo sabe y sigue vivo; me habría enterado si no. No es fácil derrotar a mi abuelo, pero es posible que Kobayashi no haya tenido la ocasión de decirle que Hitomi–san ha pasado a la acción.

—¿Entonces? —preguntó ella—. Sácanos de aquí, avisa a tu abuelo y asunto resuelto.

—Has estado desmayada un rato. Lo he intentado, pero la puerta tiene un cerrojo por fuera y las ventanas, barrotes. Además, no tengo algo que pueda usar como arma.

—¿Y esas cajas? A lo mejor hay algo dentro.

—Bolsos de Chanel falsos. No creo que vaya a dejar a alguien inconsciente con un bolso.

—¿En todas las cajas?

Era un montón muy grande de cajas muy grandes, eso era un montón enorme de bolsos falsos.

—He comprobado un par de ellas. Podemos escondernos, pero no creo que fuéramos a ganar más de un par de minutos. Además, yo no me escondo.

—¿Yo sí? —preguntó ella ofendida.

—No tienes nada que decir en este asunto.

—Vaya novedad…

Volvían a discutir. Ella casi se había olvidado de las horas que habían pasado en aquella cama gigantesca; casi se había olvidado de la crueldad de sus palabras hacía unas horas.

—Te han dado una buena paliza —dijo ella con más calma al cabo de un rato.

—Sí, pero Azuki está en el hospital.

—¿Quién es Azuki?

—El chico que te pegó.

—¿No es un poco desproporcionado? —preguntó ella.

—Tuvo suerte de que no lo matara.

—¿Por qué? —preguntó ella después de un silencio.

—¿Por qué… qué? —preguntó él con los ojos cerrados.

—¿Por qué quisiste matarlo? ¿Por qué viniste aquí cuando sabías que estabas metiéndote en una trampa? ¿Por qué pasaste la noche conmigo en la cama y luego me dijiste que era una inepta en el sexo? ¿Qué está pasando?

—Creía que habíamos llegado a la conclusión de que no eres tonta, Ji–chan —Reno la miró con los ojos muy abiertos—. Adivínalo.

El problema era que la habitación estaba oscura, sólo iluminada por una bombilla, y la oscuridad hacía que todo pareciera más íntimo. Intentó separarse más en el camastro, pero no había sitio y sólo consiguió que él se fijara en ella.

—¿Intentas atravesar la pared, Ji–chan? Me parece que no es la forma de salir de aquí.

—Entonces, ¿vamos a esperar?

Él la miró larga y detenidamente.

—Si te aburres, tengo una idea…

—¡No! —exclamó ella.

Él se rió. Era un mamarracho.

—Sólo puedes ser virgen una vez…

—Que te den…

—No era lo que estaba pensando.

Reno se estiró con una sonrisa indolente y una mueca, como si le hubiera dolido algo.

—Deberías practicar esa mirada en el espejo —replicó ella con sorna.

—¿Qué mirada?

—La mirada de ser un tipo duro e irresistible.

—No sabía que diera resultado —Reno se rió.

—¿Por qué estás tan contento? —preguntó ella con indignación—. Estamos en manos de unos yakuza asesinos, no podemos escapar y mañana seguramente estemos muertos.

—Ya no tenemos nada que perder y va a ser una noche muy larga… —Reno se encogió de hombros.

—Lo será para ti. Yo pienso dormir.

—La cama es muy pequeña.

—Puedes quedarte en el suelo.

—Puedo quedarme contigo.

—Ni lo sueñes —Jilly se quedó helada—. No quiero saber nada más del sexo en toda mi vida.

—No es mucho decir cuando sólo vas a vivir un día —puntualizó él.

—Dijiste que soy un desastre en la cama.

—Dije que prefiero a las mujeres con experiencia. Por eso te doy la oportunidad de que practiques y me distraigas al mismo tiempo. Además, no puedo elegir.

—Usa la mano —gruñó ella.

Estaba donde no debería estar; arrinconada y encima de un camastro diminuto. Cuando él se acercó a ella, no pudo escapar. Podría haberse tirado al suelo de cemento, pero eso no lo habría detenido y la miraba con unos ojos muy peligrosos.

—No creo… —dijo él con una voz susurrante.

—Si me tocas, te mato.

—Tampoco lo creo. Me deseas.

Ella dejó escapar una risotada tan convincente que ella misma se la creyó.

—Deliras…

Estaba muy cerca, se movía como una pantera y tenía la boca casi pegada a la de ella. Jilly notó que se le aceleraban los latidos del corazón y que tenía las palmas de las manos húmedas y se olvidó del dolor de cabeza.

—Niégate, Ji–chan. Dime que no lo deseas.

Ella abrió la boca para decirlo, pero él se la tapó.

—Pero sólo si es verdad. Dime que no quieres que te acaricie —Reno bajó los dedos por su cuello—. Dime que no quieres que te bese —rozó los labios de ella con los suyos—. Dime que no quieres alcanzar el clímax conmigo dentro de ti.

Cualquier mujer con un poco de dignidad lo habría rechazado tajantemente. Lo intentó, pero era como si todavía no le hubiera entrado en la cabeza. Si lo rechazaba, él se retiraría al instante. Sin embargo, podía morir al día siguiente y, en ese caso, no le gustaría pasar sola la noche. Él estaba arrodillado en el camastro y había bajado las manos por la blusa y estaba desabotonándosela lentamente. Se la abrió y se la quitó de los hombros hasta que sólo le quedó la camisola de seda tapándola.

—Niégate, Jilly —le susurró él al oído—. Dime que te deje en paz. Dime una mentira.

Él le mordió levemente el lóbulo de la oreja.

—No quiero pasar la última noche de mi vida acostándome con alguien a quien no le importo nada.

Ella esperó algún comentario burlón de él y que todo acabaría de esa manera. Sin embargo, él se sentó en los talones y, por una vez, su hermoso rostro pareció tranquilo y reflexivo.

—Estoy aquí, ¿no?

Como declaración de sentimientos, era una birria, pero suficiente. Ella se sentó, se quitó la camisola por encima de la cabeza y la tiró al suelo. Él empezó a acariciarla lentamente por los costados.

—¿Te había dicho que tienes unos pechos preciosos? —susurró él cuando los tomó con las manos—. Son perfectos. Ni grandes ni pequeños… y tienen un sabor delicioso.

Él se inclinó y besó uno. Ella dio un respingo al notar como una descarga eléctrica que le recorrió todo el cuerpo y terminó entre las piernas. Él succionó el otro pecho y ella oyó un leve gemido que sólo podía haber salido de sí misma.

—No sé cuál me gusta más —susurró él mientras le lamía el pezón con la punta de la lengua—. Éste… —pasó al otro pecho y le mordisqueó el pezón— o éste…

—Dios mío… —susurró ella.

—¿Lo tomo como un sí…? —preguntó él besándola debajo de la barbilla.

Ella intentó aferrarse a la poca dignidad que le quedaba.

—Tú me utilizaste anoche —dijo ella.

—Si tú lo dices…

—Yo te utilizaré esta noche.

—Por mí, encantado.

La tumbó de espaldas en el camastro y se arrodilló entre sus piernas. Nunca se había sentido tan vulnerable. Estaba medio desnuda y él estaba completamente vestido. Además, le había dado carta blanca para lo que ella consideraba utilizarlo. No podía dominarse cuando la acariciaba con esos dedos largos y diestros. Era una causa perdida. No se movió cuando él tomó la cinturilla de sus pantalones de seda y empezó a bajarlos. Volvió a dejarla expuesta, sólo con el tanga, expectante.

Se quitó la cazadora y la tiró al suelo. También se quitó la camisa desgarrada y manchada. Su hermoso pecho tenía moratones. Las cosas empezaban a encajar. Había intentado matar al muchacho yakuza y le habían dado una paliza. Ella se apoyó en los codos y lo miró. Estaba amoratado, ensangrentado y hermoso. Además, era suyo; lo supiera él o no. Le acarició el vientre y empezó a desabrocharle el pantalón. Luego, le bajó la cremallera mientras él la miraba inmóvil, sin ayudarla ni estimularla.

No necesitaba estímulos. Esa noche, sabía lo que quería, lo que necesitaba, y no iba a permitir que nada se interpusiera en su camino. Esa noche iba a demostrarle lo bien que podía hacerlo. Él ya estaba erecto, como se había imaginado ella, y llevaba calzoncillos de seda, no el fundoshi que había pensado quitarle con los dientes.

—Siéntate —le ordenó ella en voz baja.

El arqueó una ceja, pero obedeció y se apoyó contra la pared. Ella empezó por el cuello. Lo besó en la base de la garganta y descendió delicadamente por los moratones hasta alcanzar sus pezones casi lisos. Los lamió y él gimió mientras la agarraba del pelo. Lo empujó para tumbarlo de espaldas sobre el camastro.

—Es todo para mí —dijo ella inapelablemente.

Él sabía a sangre, sudor y jabón de almendra. Le succionó un pezón, que se endureció dentro de su boca. Bajó hasta el abdomen con la boca y pudo notar que se le aceleraba el corazón y que se estremecía donde lo acariciaba con la lengua. Quiso morderlo y lo mordió, levemente, debajo del ombligo. Él dijo algo en japonés que ella no entendió, pero estuvo segura de que fue algo positivo.

—Levanta las caderas.

Él obedeció y dejó que ella le quitara los calzoncillos negros. Se le disipó cualquier duda que pudiera tener sobre su eficacia. La erección era mayor de lo que se había imaginado y no le extrañó que le hubiera dolido la otra vez.

—Creí que los hombres japoneses la tenían más pequeña que la media —comentó ella.

—Quienquiera que tomara las medidas, no estaba contigo. ¡Mierda!

La exclamación brotó cuando ella rodeó toda su extensión con los dedos.

—Nada de palabrotas —le riñó ella mientras le acariciaba todo el miembro con las yemas de los dedos—. Tienes que portarte bien.

—¿Cuándo me he portado bien? —preguntó él con la voz entrecortada.

—Si no lo haces, yo no haré esto.

Le pasó la lengua por la punta ya húmeda.

—Mie… —Reno se detuvo y dijo algo en japonés que ella tampoco entendió.

Jilly levantó la cabeza para mirarlo. Él tenía los ojos medio cerrados y se agarraba con fuerza a la manta.

—¿Qué has dicho? —preguntó ella con recelo.

—Sólo halagos —Reno sonrió—. Hazlo otra vez, Ji–chan. Por favor…

Lo curioso era que ella quería hacerlo. Quería tenerlo en la boca y que él gimiera, quería que él perdiera el dominio de sí mismo como ella lo perdió la noche anterior y quería hacerlo con la boca. Era un miembro grande y duro y pasó los labios sobre él metiéndose en la boca todo lo que pudo.

Él dejó escapar algo incomprensible y, por un instante, soltó la manta para pasar la mano sobre la cabeza de ella. Jilly se deleitó y exploró aquella parte de su cuerpo tan misteriosa y poderosa. Intentó acordarse de lo que decían las novelas de amor que tanto le gustaban, pero su cerebro llevaba el piloto automático. Levantó un momento la cabeza para mirar su rostro absorto.

—No sé qué estoy haciendo —dijo ella con una repentina preocupación.

—Haz lo que quieras —susurró él mientras le acariciaba la cara—, pero no me muerdas.

Ella se rió con cierta inseguridad todavía, pero quería demasiado tenerlo en la boca como para preocuparse. Lo quería en todos lados; encima, dentro… donde él quisiera. Ella estaba estremeciéndose y notaba su erección con tanta fuerza que la distrajo. Necesitaba más, pero no sabía qué hacer. Él le tomó la cabeza con las manos y, delicadamente, le marcó el ritmo. Además, le llevó una mano a la base del miembro, que no le cabía en la boca, para que la apretara con suavidad.

Ella, arrebatada por las sensaciones que despertaba en él, dejó de intentar mantener el dominio de sí misma. Se movió más deprisa y succionó con más fuerza. Quería que él se aliviara en su boca, lo necesitaba…

Sin embargo, cuando notó que él alcanzaba el clímax, la apartó, la levantó como si fuera una pluma y la puso encima de sí mismo a horcajadas con sólo una capa de seda entre los dos.

—No sé si me gustan los tangas o los detesto —dijo él con una voz entrecortada.

Rasgó la cinta, tiró el tanga a un lado y colocó el pene contra ella. Jilly esperó que lo introdujera, pero no se movió.

—Depende de ti —dijo él—. Toma lo que quieras.

—Yo no… yo no puedo…

—Claro que puedes —replicó él con una calma que no se correspondía con la tensión de todo su cuerpo—. Toma lo que quieras.

Reno la agarró de las caderas para tranquilizarla, no para dirigirla. Ella bajó un poco y notó que la llenaba, bajó un poco más y un espasmo la sacudió. Él la sujetó un instante y entonces, cuando ella recuperó el aliento, tomó otro poco y otro pequeño clímax se adueñó de ella. Miró hacia abajo, hacia donde se unían los dos cuerpos, y empezó a temblar

 

—Por favor… —susurró ella.

Él la agarró con más fuerza de las caderas por un instante y volvió a soltarla.

—Si lo quieres, Jilly, tendrás que tomarlo.

Ella lo tenía agarrado de los hombros. Empujó su cabeza hacia atrás y lo besó mientras lo introducía completamente dentro de ella con un movimiento. Él metió una mano entre su pelo y la besó con una avidez que la arrebató. Volvió a sentir una oleada abrasadora por todo el cuerpo y apoyó la cabeza en el hombro de él para sujetarse mientras las convulsiones sacudían todo su cuerpo.

Creyó que había terminado, pero él, todavía dentro de ella, la puso de espaldas sobre el camastro y con cada arremetida la transportó más lejos todavía. Hasta que él puso las manos entre los dos, acariciándola, y todo se desvaneció con un destello de calor blanco que la arrastró hacia las tinieblas y él dejó escapar un grito apagado de liberación.

Él seguía dentro de ella cuando consiguió regresar de las tinieblas y notó que tenía las mejillas mojadas por unas lágrimas que ella no sabía que hubiera derramado.

Él, pese a tanta fuerza y músculo, no pesaba mucho. Sin embargo, salió, se puso de costado y la arrastró consigo hasta que se quedaron cara a cara en el diminuto camastro. Se le había soltado el pelo de la coleta y también tenía las mejillas mojadas, pero Jilly no creyó que fueran lágrimas. Él sonrió. Fue una sonrisa tan devastadoramente dulce que ella se sintió perdida.

—Duerme, Ji–chan —susurró él—. Sólo nos quedan unas horas antes de que vengan a buscarnos. Descansa.

Ella quería más, pero estaba tan agotada que no pudo decir nada. Además, un poco más, la habría matado, se dijo mientras sonreía y apoyaba la cara en su hombro húmedo por el sudor.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó él en tono distraído.

La melena de él los tapaba a los dos como una especie de vínculo poderoso.

—Estoy feliz —contestó ella.

—Seguramente vayas a morir mañana y estás contenta… No soy para tanto…

—Sí lo eres y no voy a morir. Vas a salvarme como has hecho tantas veces hasta ahora y luego viviremos felices para siempre.

A ella le pareció que él se quedaba paralizado, pero lo pasó por alto y cayó en un sueño rebosante de felicidad entre los brazos de él.

 

 

¿Qué había hecho? Cuando creía que se la había quitado de encima para siempre, se había saboteado a sí mismo. Ya no se la quitaría de encima ni con una bomba. ¿Felices para siempre? Ni hablar. No la quería. No quería ocuparse de ella, no quería perder la cabeza con sus esfuerzos enloquecedores de inexperta en asuntos sexuales. Quería una vida como la que tenía, sin sitio para una gaijin pegada a él. Podía convencerse de que había tenido un buen motivo para cometer tan tremendo error, volver a follar con ella. Por la mañana iban a matarlos y era una reacción muy natural. El inconveniente, sin embargo, era que no tenía intención de morir. Tampoco pensaba dejar que la mataran a ella, por muy oportuno que pudiera parecerle. Sólo lo había utilizado como excusa para entrar en ella. A la fría luz del día, se daría cuenta de que no hay finales felices. Si no, él tendría que demostrarle lo despiadado que puede ser el mundo con los inocentes que todavía creían en los cuentos de hadas. Le gustara a él o no.