img1.png

Diez

Takashi O'Brien se debatía entre dos alternativas. Podía volver a la diminuta isla de Hokkaido para encontrarse con su furiosa mujer y decirle que habían asesinado a la persona que más quería en el mundo, aparte de él, o podía descubrir qué había pasado con su cuñada y por qué Reno no había podido protegerla.

Estaba acostumbrado a mentir y a vivir en un mundo tenebroso, pero ya no estaba acostumbrado a mentir a Summer.

Además, algo iba mal con su tío abuelo. Normalmente, podía acudir a él para saber qué estaba pasando, pero su instinto, que le había salvado la vida muchas veces, le decía que no lo hiciera. La oficina de Londres sólo sabía que habían matado a Jilly y hasta que no supiera quién había sido y cómo y por qué, no podía ver a su mujer para decirle la verdad. Entretanto, lo mejor que podía hacer era no dejarse ver y encontrar al hombre que debería haberla mantenido a salvo: Reno. Luego, le daría su merecido.

 

 

Jilly esperó todo lo que pudo. La gente entraba y salía y las vocecitas infantiles de las jóvenes japonesas resonaban entre los baldosines y luego se desvanecían. No se oía ningún altercado en la estación; lo que hubiera pasado allí, ya había terminado. Además, no podía pasar el resto de su vida en la cabina de unos baños japoneses. Salió con cautela y la habitación estaba vacía. Iba a entreabrir la puerta para ver cómo estaban las cosas en el vestíbulo cuando un grupo de mujeres, que hablaban sin parar, entró de golpe. Dejaron de hablar al verla y se hizo un silencio sepulcral.

Sumimasen —susurró ella mientras pasaba de largo.

Había estado en el cuarto de baño por lo menos un par de horas. Desgraciadamente, ya no parecía ser hora punta en Tokio y el vestíbulo de la estación estaba casi vacío.

Miró hacia donde vio a Kobayashi abalanzarse sobre Reno. No había nadie ni había sangre en el suelo. Aunque eso no demostraba nada; los japoneses habrían limpiado todo para que no quedara nada que pudiera molestar a los viajeros. Reno estaría hecho pedazos en algún sitio y no volvería a verlo jamás…

—¿Se puede saber qué haces aquí?

Ella no pudo evitarlo. Lo rodeó con los brazos y lo abrazó con todas sus fuerzas. Aunque le pareció muy raro, él no se quejó y lo consintió. Cuando por fin lo soltó, retrocedió un poco y lo miró de arriba abajo. Estaba bastante bien; tenía un corte justo debajo de una de las lágrimas tatuadas y había perdido las gafas de sol, pero estaba entero e impresionante.

—Da igual —dijo él con resignación—. Sabía que no harías lo que te dije. Vámonos de aquí.

—¿Vamos a Osaka?

Ella lo preguntó con una voz ronca por las lágrimas contenidas y se aclaró la garganta.

—No. Ahora estarán vigilando los trenes. No vamos a ningún lado, pero tendrás que hacer lo que te diga o te ataré.

—Lo prometo, lo prometo.

Se sentía ridículamente animada. Le daba igual que él fuera un miserable que la consideraba una pesadilla insoportable, pero estaba vivo y ella se quedaría con él; por el momento. Él la miró y a Jilly se le quitaron las ganas de hacer bromas. Reno era demasiado peligroso, incluso para ella. No debía olvidarse de quién era y lo que podía hacer.

—¿Los has matado?

—¿De quién hablas? —preguntó él al cabo de un rato—. ¿A Kobayashi y sus secuaces? No. Sólo organicé suficiente follón para escabullirme. Has tenido suerte de que no me fiara de ti o estarías aquí abandonada y sola.

—Doy gracias a Dios… —dijo ella.

—Dáselas más tarde. Vámonos antes de que alguien decida echar una ojeada.

Él extendió la mano y ella la tomó. Notó la fuerza y calidez de sus largos dedos.

Él, naturalmente, robó otro coche. Esa vez lo presenció, estupefacta por su destreza, y unos minutos más tarde ya estaban dando bandazos entre el tráfico nocturno a una velocidad de pánico.

—¿Adónde vamos? —consiguió preguntar Jilly mientras doblaban una esquina, a ella le pareció que sobre dos ruedas.

—Te llevo al apartamento de un amigo. Podrás ducharte, cambiarte de ropa y dormir en una cama mientras voy a hablar con mi abuelo otra vez. Tiene que saber que Kobayashi está en el ajo. Quizá esta vez no me trate como a un idiota. Aunque, conociendo a mi abuelo, no voy a hacerme ilusiones.

—¿Y qué va a pensar tu amigo?

—Él no está. Es el sitio más seguro que se me ocurre; sólo Taka lo conoce.

Reno aceleró, pasó rozando a una furgoneta de reparto y giró a la derecha. Ella cerró los ojos, rezó y no volvió a abrirlos hasta que él paró con un frenazo. Ella se bajó tambaleándose, se arrodilló en la acera y extendió los brazos.

—¡Tierra! —exclamó Jilly.

A Reno no le hizo gracia, se acercó a ella por detrás y la levantó.

—Sé conducir perfectamente.

—Como Dale Earnhardt.

—¿Quién es Dale Earnhardt?

—Un piloto de carreras. Murió en un accidente de coche —contestó ella.

Ella miró el edificio de pisos. Era anodino y con una fila de balcones estrechos, en muchos de ellos había futones colgados.

—Voy a intentar enterarme de dónde se ha metido Taka. Las cosas se han complicado mucho; no sé en quién se puede confiar. En cuanto me haya enterado, me desharé de ti.

—Encantador —replicó ella—. Agradeceré que te deshagas de mí. ¿Vamos a quedarnos aquí insultándonos?

—No. Entra delante. A lo mejor alguien ha pensado en este sitio y hay más rusos…

—¿Seguro que quieres que vaya delante? Creía que tenías que protegerme…

—Empiezo a pensar que no te mereces tantos desvelos.

Ella abrió la puerta y se encontró con un tramo largo y estrecho de escaleras que ascendían por fuera del edificio.

—En el tercer rellano —le explicó Reno—. No hay ascensor.

Ella, sensatamente, se calló lo que pensaba y empezó a subir las escaleras. Él estaba justo detrás y si hubiera querido, podría estar mirándole el trasero, pero no quiso.

Ella tenía la respiración un poco entrecortada cuando llegaron al tercer piso. Él pasó junto a ella y la rozó. Jilly notó que se le aceleraba el pulso y la sangre se le agolpaba en sitios donde no tenía por qué agolparse. Al menos, pudo mantener un gesto impasible.

Él abrió una puerta blanca que había al final del pasillo, se quitó las botas de vaquero de una patada, con una facilidad asombrosa, y dejó la puerta abierta para que entrara ella.

A Jilly le costó un poco más quitarse las zapatillas, pero acabó consiguiéndolo y las dejó en la pequeña plataforma situada a tal efecto antes de entrar. El apartamento olía a cerrado; como si nadie hubiera pasado por allí desde hacía meses. Reno abrió la puerta del estrecho balcón y Jilly miró alrededor. Siempre había tenido la idea de que los apartamentos de Tokio eran pequeños y estaban abarrotados de cosas. Ése, efectivamente, era pequeño, pero de una sobriedad zen. Había un sofá–cama contra una pared y un ordenador contra la otra. También había baldas perfectamente organizadas y unos diplomas enmarcados y colgados de la pared. Uno estaba en francés. Se otorgaba a Hiromasa Shinoda, cum laude, y era de la Escuela de Ingeniería de la Sorbona.

—¿Tu amigo es ingeniero? Creía que sólo conocías a moteros y gángsters.

—Y a agentes secretos —añadió él—. Hiro era amigo de la infancia y un empollón. Llevamos vidas muy distintas, pero compartimos algunas cosas.

—¿Dónde está? ¿No le importará que nos adueñemos de su apartamento?

—Está en el extranjero. Además, tengo la llave, ¿no? Sabe que lo uso.

—¿Por qué? Tienes tu apartamento.

—Efectivamente, pero la gente que trabaja para mi abuelo sabe dónde está. Vengo aquí cuando quiero desaparecer —fue a la diminuta cocina—. Hay pulpo seco. ¿Tienes hambre?

—Tentáculos… —comentó ella con desánimo—. No como tentáculos. Seguro que puedo encontrar otra cosa.

Sin embargo, no iba a entrar en la cocina con él; estarían demasiado cerca y estaba demasiado alterada.

—¿Quieres librarte de mí?

—Dijiste que ibas a hablar con tu abuelo. Si sobrevives, puedes traer algo de comida cuando vuelvas.

—Encantadora. Si me matan, puedes apañarte con el pulpo. Entretanto, el cuarto de baño está detrás de ti.

—Me imagino que será un cuarto de baño futurista que hace de todo menos cocinar.

—No funciona desde el otro lado de la habitación, Ji–chan. Tienes que sentarte…

—Y cuando salga, te habrás ido —lo miró con rabia—. ¿Qué pasará si no vuelves?

—Volveré.

—¿Y si te matan?

—No es fácil matarme. Vete al cuarto de baño, Ji–chan. Estás poniéndome nervioso con las rodillas juntas.

—Eres un ordinario.

—Y tú una puritana. La gente usa los cuartos de baño, aunque quieras fingir que no lo hace.

Ella estuvo tentada de sentarse en el sofá y esperar a que se marchara para salirse con la suya, pero su cuerpo no aguantaba más.

—Sabes que te detesto, ¿verdad? —preguntó ella mientras se daba la vuelta.

—Eso espero. Es lo que llevo tres días intentando.

Ella no le hizo caso, entró y cerró la puerta corredera. Le habría gustado haber podido dar un portazo con todas sus fuerzas. Todavía no había tenido un momento de respiro desde que llegó a Japón, todavía no había podido decidir si le gustaba estar allí o no lo soportaba, pero había una cosa que sabía muy bien: echaba de menos los portazos. No tenía la costumbre de darlos en su vida normal, pero, últimamente, su vida era cualquier cosa menos normal. Además, nunca había estado con alguien tan enervante como Reno.

Pero ¿por qué? ¿Por qué intentaba sacarla de sus casillas? No tenía sentido.

Sin embargo, el cuarto de baño sí tenía sentido y ella tenía cosas más apremiantes que solventar. Quizá, más tarde pensaría por qué intentaba desquiciarla y por qué ella picaba tan fácilmente.

 

 

Jilly estaba furiosa, como él quería que estuviera. Mientras estuviera furiosa, no estaría asustada y mientras no estuviera asustada, él podría ocuparse de todo.

Debería haber sabido que no se asustaría fácilmente y que no saldría corriendo como le había dicho. Para ser un genio, era completamente tonta en lo que se refería a su seguridad… y en lo que se refería a él. La había visto mirándolo y supo que no se marcharía. Como tampoco lo habría hecho él, aunque hubiese tenido la ocasión. Sin embargo, él no iba a acercarse más. Por eso, la solución era desquiciarla. Pero ella seguía mirándolo. Para ella, él debía de representar como una especie de rebeldía adolescente y el peligro solía intensificar las emociones de algunas personas, su sexualidad. Quizá por eso él no podía dejarla.

Daba igual. La había asustado lo suficiente como para que se quedara quieta mientras iba a buscar comida y ropa para ella; y respuestas. Esas respuestas eran lo más importante en ese momento. Nada de pensar en desnudarla; nada de imaginarse si su sabor sería tan delicioso como su tacto… o si volvería a conseguir que alcanzara el clímax, esa vez, con él dentro. ¡Estaba haciéndolo otra vez! Tenía que olvidarlo inmediatamente, antes de que decidiera que no tenía por qué olvidarlo.

 

 

Era su segunda ducha del día, pero no fue menos maravillosa. Se quedó hasta que el agua se enfrió y se quedó un buen rato más, hasta que empezó a estar helada. El apartamento inmaculado de Hiromasa Shinoda tenía cepillos de dientes en sus estuches sin abrir y lo que parecía pasta de dientes. Incluso se peinó con el peine de Hiromasa y se puso su yukata azul y blanco antes de volver al estudio del apartamento.

Reno no estaba, como había supuesto. Había comida en la diminuta encimera de la cocina, pero inidentificable. Sin embargo, había una bolsa de algo que se parecía remotamente a patatas crujientes, la abrió y empezó a comérselas; no estaba para andarse con melindres. Cuando las terminó, empezó a rebuscar en los armarios y encontró unas latas de café muy pequeñas con nombres como «fuego» y «jefe» y unos caramelos de colores muy raros y gomosos. Le daba igual. Tenía tanta hambre que se habría comido cualquier cosa. Fue hacia el ordenador con una bolsa de caramelos morados. No podía entender la mayoría de los diplomas que había en la pared, pero el de la Sorbona estaba en latín. Hiromasa Shinoda era un estudiante de matrícula de honor; seguramente, Reno sería el equivalente entre los vagos japoneses. Parecía una amistad absurda. Había una foto pequeña en una de las estanterías. Se acercó y pudo ver al misterioso Hiromasa.

A juzgar por las personas que tenía al lado en la foto de la graduación, era alto, como Reno. El pelo, corto y moreno, los pómulos, altos, y una cara delgada e inteligente. También tenía la misma boca carnosa que Reno y su misma nariz. ¿Sería una especie de primo? Parecía una versión normal del singular Reno…

Tomó la foto y la miró fijamente. Debía de estar más cansada de lo que se imaginaba porque había tardado mucho en establecer la relación. El joven caballero de aspecto conservador y discretamente vestido, el brillante licenciado en distintas universidades, Hiromasa Shinoda, no sólo se parecía a Reno, era Reno.

No oyó la puerta al abrirse y él, súbitamente, le quitó la foto de la mano y la dejó, bocabajo, en la mesita.

—No es tu tipo —dijo Reno.

Ella lo miró fijamente. Miró las lágrimas tatuadas, como gotas de sangre en los pómulos; las lentillas como ojos de gato que le daban un aspecto inhumano; los tres pendientes en una oreja; la coleta larga de color fuego…

—Es lo que llevas diciéndome desde hace tres días —replicó ella con una calma absoluta.

Él parpadeó. Fue la reacción más intensa que había conseguido sacarle y ella se lo tomó como un triunfo.

—¿Has traído comida?

Él miró hacia la cocina.

—Me parece que ya te has devorado todo lo que había. Hasta el pulpo seco. Creía que no comías tentáculos.

—No podía permitirme ser selectiva y sigo teniendo hambre.

Él se limitó a mirarla y ella se sonrojó sin poder evitarlo de ninguna manera.

—Ya que pareces obsesionada, sí, he traído comida.

Él estaba muy cerca de ella e, instintivamente, se cerró más el yukata. Él esbozó una sonrisa muy lenta y algo burlona, como si hubiera captado su recato y le hubiera hecho gracia. Ella iba a borrarle esa expresión de la cara.

—Entonces, Hiromasa–san —dijo ella en un tono gélido—, ¿por qué tienes este apartamento?

La sonrisa burlona se esfumó y él entrecerró los ojos.

—Puedes llamarme Reno.

—¿Tu abuelo te llama así?

—Mi abuelo dice que soy una deshonra para su nombre porque di la espalda a la… empresa familiar. No se lo reprocho; si no me hubiera marchado, no estaría metido en este lío.

—¿Qué lío? ¿Qué pasa exactamente con tu abuelo aparte de una pequeña guerra de gángsters?

—No tienes ni idea —contestó él en un tono gélido.

—Podrías decírmelo.

Por un momento, ella pensó que no diría nada.

—Mi abuelo es de la vieja escuela. Muy vieja escuela. Y su familia sigue su código. No va a traficar ni con drogas ni con sexo ni con armas. Es parte de la ética de Robin Hood. Sin embargo, Hitomi y los demás son de la nueva hornada.

—Si no se dedican a las drogas ni a la prostitución ni a las armas, ¿qué hacen? Me parecen muy inofensivos.

—Son bakuto. Se dedican, sobre todo, al juego, a la protección y a falsificar artículos de lujo. La mayoría de los delitos se cometen sin violencia. Desgraciadamente, no reúnen ni el dinero ni el poder que los gurentai podrían ofrecerles.

—¿Gurentai?

—Más parecida a la mafia de Estados Unidos.

—¿Y Hitomi forma parte de ella?

—Eso parece, pero no sé hasta qué punto llega todo. Nunca pensé que Kobayashi fuera a darle la espalda —Reno se acercó a la ventana y se quedó mirando la oscuridad—. Hasta que lo sepa, no puedo hacer otra cosa que tenerte aquí. Independientemente de lo mucho que quiera librarme de ti, no puedo correr ese riesgo —explicó él sin inmutarse—. Ya me he comprometido demasiado contigo para fallar.

—¿Y mis padres? ¿Y mi hermana? No pensarán que he muerto, ¿verdad? No quiero que pasen por eso. Aunque te cueste creerlo, mi muerte le dolería a mi familia. No todo el mundo me considera una pesadilla insoportable —hizo una pausa como si lo meditara—. En realidad, no conozco a nadie que me considere una pesadilla insoportable, menos tú.

—No han estado tres días atrapados contigo —replicó él dándose la vuelta hacia la cocina—. Quizá los demás sólo hayan visto tu lado bueno. Si te has pasado toda la vida sin fastidiar a nadie, debes de ser muy aburrida.

—A ti no te parezco aburrida.

Él se dio la vuelta y empezó a abrir la caja de comida.

—La vida sería más fácil si me lo parecieras.

Vaya, eso era interesante. ¿Había conseguido abrirse camino en su alma fría y sin corazón? Le recordó a alguien de su videojuego favorito, pero no supo a quién. Sin embargo, él no era un producto Disney y tenía que tenerlo presente. Era un hombre tentador, pero más complicado de lo que compensaba. Además, Summer la mataría.

—Así que has traído comida…

Prefería pensar en cualquier cosa antes que en algo que no podría conseguir jamás.

—Estás obsesionada. El sashimi es para mí, no me gustaría desperdiciarlo con una gaijin inexperta. Te he traído oyakudon y sopa de mijo. La versión japonesa de macarrones con queso y una sopa de pollo.

—¿Crees que tienes que aplacarme con comida?

Él giró la cabeza para mirarla.

—Sólo quiero que estés callada y tranquila mientras pienso qué hacer.

—Siento tener que decírtelo, pero la tranquilidad de espíritu exige algo más que macarrones con queso.

—Me importa un rábano tu tranquilidad de espíritu; me conformo con tu silencio.

Él se dio la vuelta y dio un respingo, como si no se hubiera dado cuenta de lo cerca que estaba ella. Estaba asustadizo y ella no supo si era una señal buena o mala. Dependía de lo que le ponía nervioso. ¿El peligro o ella?

Ella se apartó, no quería arriesgarse a tocarlo después de lo que pasó la noche anterior, y él se dirigió al ordenador.

—Sírvete tú misma —le dijo él—. Tengo que comprobar algunas cosas.

—¿Crees que es seguro? Alguien experto podría colarse y enterarse de dónde estamos.

—No. Sé lo que hago con los ordenadores.

Él lo dijo con seguridad y ella lo creyó. Empezó a prepararse la comida que había llevado. Había bastante para los dos. ¿Esperaría él que le sirviera como un ama de casa o como se dijera en japonés? Si lo esperaba, iba a esperar un buen rato.

Sin embargo, él tenía razón. La sopa de mijo fue como el contacto balsámico de una madre, no quería decir que Lianne lo hubiera hecho alguna vez, pero el calor se adueñó del cuerpo de Jilly como si hubiera dado un sorbo de whisky. El otro plato estaba hecho con pollo, arroz y huevo, suave y delicioso. Lo miró mientras se metía la comida en la boca, pero él parecía absorto en la pantalla. Por primera vez, pudo mirarlo de verdad. Sin el aire engreído y burlón y los ojos resplandecientes clavados en otra cosa, podía captar retazos del joven discreto de la foto. Las lágrimas seguían en los pómulos y sus pestañas eran exageradamente largas, pero sin el personaje estrafalario que lo protegía, de repente le recordó un poco a Hiromasa Shinoda. Debería haber borrado cualquier resto de fantasía que le quedara. Ya no existía Reno, sólo quedaba un joven brillante con un caparazón irresistible y excéntrico que lo recubría. Ella se preguntó qué pasaría si encontraba un resquicio en ese caparazón.

Él giró la cabeza y la miró inesperadamente. Entrecerró los ojos.

—¿Ya has visto bastante? —preguntó lentamente.

Ella no se inmutó.

—¿Por qué? ¿Piensas enseñarme más?

—Estoy intentando salvarte la vida. Por lo menos, podrías dejar de distraerme —gruñó él antes de volver a mirar la pantalla.

—¿Estoy distrayéndote? —preguntó ella con dulzura—. Me imagino que no tendrás ropa limpia que me sirva.

—Estoy organizándolo.

—¿Quieres decir que podemos confiar en alguien que no nos matará?

—Puedo confiar. No creo que me arriesgara a dejarte sola con él. En comparación con Kyo, parezco un perrito faldero.

—¿Kyo?

—Un metro ochenta y cinco realmente repulsivos. Desgraciadamente, es el único capaz de pararles los pies a los espías de Hitomi. No puedo garantizarte que vaya a gustarte, pero, al menos, estarás bien protegida.

—Qué ilusión… —comentó ella con sarcasmo—. ¿Y entretanto?

—Entretanto, intenta dormir un poco. No vamos a salir durante un tiempo.

—¿Dormir? ¿Dónde?

Él la miró. El corte del pómulo tenía mal aspecto y ella se preguntó si le quedaría cicatriz. Eso sólo lo haría más tentador.

—Puedes abrir el futón. No te preocupes, no tengo intención de dormir. Tampoco voy a volver a tocarte.

El recuerdo de la noche anterior se apoderó de ella; las manos entre sus piernas, su cuerpo arqueado entre los espasmos de un clímax abrasador que la dejó sin aliento.

—Mejor que no lo hagas si quieres conservar las manos.

Él miró hacia otro lado y ella no supo si la había creído. En definitiva, daba igual. Lo deseara o no, no iba a tocarla otra vez y ella lo agradecía. No quería que la tocara, no quería que la besara, no quería nada de él, menos salir de allí. Cuanto antes se convenciera, mejor para ella.