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Diecinueve

—Tienes que superarlo, cariño —Lianne Lovitz, visiblemente molesta, fue hasta donde estaba su obstinada hija—. No puedes pasarte semanas decaída. Me deprime y sabes que no soporto deprimirme. Además, la semana pasada empezó el trimestre y lo más lejos que has llegado antes de volver a meterte en la cama ha sido la puerta del jardín. Tienes que volver a ser como siempre.

Jilly levantó la mirada.

Había conseguido salir al exterior y estaba reclinada en una tumbona junto a la piscina con forma de corazón. Iba tapada de pies a cabeza con unos vaqueros muy anchos, una camiseta enorme y gafas de sol. Naturalmente, no hacía frío. Había cierta humareda y se olía a los arbustos quemados de los cañones. El olor a humo flotaba en el aire como un recuerdo indeseado.

Lianne, como era de esperar, iba con la mínima expresión de un biquini, que resaltaba de maravilla su cuerpo perfectamente bronceado y esculpido. Jilly ladeó la cabeza para observar a su madre. No sabía la edad exacta de Lianne; había dicho tantas mentiras que, seguramente, no la sabía ni ella misma. Los cirujanos más diestros del mundo se ocupaban de que Lianne siguiera perfecta, sobre todo si uno no miraba demasiado cerca ni esperaba que una expresión sincera estropeara su preciosa cara.

—¿Volver a ser como cuándo? —preguntó Jilly inexpresivamente—. Estoy muy bien. Sencillamente, no estoy de ánimo para soportar la arqueología mesopotámica.

—No entiendo cómo lo has estado alguna vez —Lianne se encogió de hombros exageradamente—. Si quieres quedarte en casa, me parece muy bien, pero, por lo menos, tienes que fingir que estás contenta.

—¿Por qué?

—Porque necesito gente contenta a mi alrededor. Me afectan demasiado los sentimientos de los demás y me irrita estar rodeada de infelicidad —Lianne dio un sorbo de agua con gas—. De verdad, cariño, no entiendo que seas tan desconsiderada, sabes cómo soy.

—Sí, Lianne, sé cómo eres —confirmó Jilly con resignación.

—Tienes que tomar algo.

Lianne se sentó en una tumbona junto a Jilly. Medía un metro y ochenta centímetros de perfección y desde que Jilly cumplió doce años y empezó a superar a su madre, se sintió como una giganta desgarbada.

—Un antidepresivo o algo así —siguió Lianne—. Te dejará como nueva. Le diré al doctor Medellin que te recete prozac y algunos tranquilizantes —arrugó su maravillosa nariz, seguramente, la única parte de su cuerpo que no habían retocado—. Si no… algunas de las nuevas pastillas para adelgazar, creo que hacen maravillas.

—No estoy gorda, Lianne —replicó Jilly sin poder dar rienda suelta a su furia habitual.

—Nunca se es demasiado rica ni se está demasiado delgada. ¿No estarías más contenta con una talla cuatro?

—Mido casi dos metros, Lianne. Parecería un espantapájaros.

Aunque, bien pensado, no era una mala idea. Aparte de su ración de helado de por la noche, no tenía apetito. Quizá debería dejar de comer completamente hasta consumirse; entonces, él lo lamentaría mucho.

Realmente, no estaba pensando en él; ni siquiera sabía quién era él. Estaba cansada y su madre estaba siendo más desesperante de lo habitual.

—La ropa tiene una caída mucho más bonita cuando estás un poco delgada —insistió Lianne.

—¿Cómo puedes saberlo? Nunca llevas ropa —gruñó Jilly.

El silencio de Lianne fue muy elocuente, pero Jilly debería haber sabido que Lianne no iba a quedarse cruzada de brazos.

—Has pasado demasiado tiempo con tu hermanastra. Summer siempre ha sido bastante cortante y a tu vuelta de Japón estás muy parecida. Sabe Dios por qué quisiste ir allí… ¡está lleno de extranjeros! Tu hermana está loca por querer irse a vivir allí, pero tú eres mi hija inteligente. No deberías cometer el mismo error.

—Lianne, Summer es licenciada en Historia del Arte.

—Sí, pero tardó lo mismo que todo el mundo. Además, no fue a Harvard, tuvo que conformarse con Stanford.

Jilly fue a rebatirla, pero se dio cuenta de que no tenía fuerzas.

—Concertaré una cita con el doctor Medellin —siguió Lianne—. Y con mi nutricionista y con mi astrólogo y con mi esteticista…

Jilly se quedó en silencio. Lianne era como el oleaje; sólo tenía que mantenerse firme y pasaría como había llegado. Sin embargo, Lianne no se movió, se quedó mirándola con más detenimiento que de costumbre.

—Tu hermana me dijo que te enamoraste.

—Summer está loca. Serán las hormonas por el embarazo.

—No me lo recuerdes. Me niego a ser abuela. Soy demasiado joven.

En otro momento, Jilly se habría metido con ella un rato, Lianne siempre quería hablar de sí misma, pero no consiguió reunir las fuerzas.

—Voy a salir —le comunicó mientras se levantaba.

—Vaya, eso está muy bien —Lianne sonrió—. ¿Vas a ir de compras?

—Sí.

—¿Adónde? Puedo ir contigo…

—Al barrio japonés.

—Juro por Dios que los japoneses sólo me han dado disgustos —Lianne hizo una mueca de desagrado—. Primero fue la niñera de Summer, que la puso en mi contra; luego, ese líder de una secta; luego, tu hermana se casa con alguien tan cariñoso como Drácula y ahora tú vuelves de Tokio como si te hubieran comido el perro. Sabrás que por allí se comen los perros…

—No, Lianne, no se los comen.

—Creo que deberíamos ir a París. Podríamos comprarte ropa nueva.

—No, Lianne.

—Entonces, ¿por qué vas al barrio japonés? ¿Por qué te metes en pleno Los Ángeles si estás deprimida? Eso no va a animarte. ¿Qué tiene que no puedas encontrar fácilmente en Beverly Hills?

Tenía que encontrar alguna manera de callar a su madre.

—¿Un vibrador de siete puntas?

Lianne soltó un alarido. Era muy típico de ella. No tenía ningún pudor con su despampanante cuerpo, pero era ridículamente recatada cuando se trataba de la sexualidad de su hija. Quizá fuera porque no quería ser tan mayor como para tener una hija con una sexualidad activa; mejor dicho, inactiva, que era como Jilly pensaba pasar el resto de su vida.

—Es una broma, Lianne. Voy al mercado.

—¿Por qué? Tenemos una cocinera.

—Quiero pulpo.

Eso consiguió callarla. Jilly notó la mirada de su madre clavada en ella mientras iba hacia el garaje con capacidad para diez coches, pero no se dio la vuelta.

El tráfico de Los Ángeles era más que suficiente para que no pensara en otras cosas, pero en cuanto aparcó se dio cuenta de que había cometido un error muy grande. Nadie tenía el pelo rojo como el fuego ni lágrimas de sangre tatuadas. No había tipos duros, altos y con cazadoras de cuero. Allí no había nada para ella.

Sin embargo, había comida. Encontró el restaurante favorito de su hermana y pidió sopa de mijo y oyakudon. Su madre tenía razón en una cosa, tenía que salir. Cuanto más tiempo se quedara en casa languideciendo, peor se pondrían las cosas.

Dio un paseo por el barrio, pero no parecía Tokio; no tenía su bullicio, no estaba Reno.

Tenía que mirar adelante, no atrás. Tenía que pasar página, volver a las clases, empezar una vida nueva.

Pasó mucho tiempo con Summer por ese barrio cuando era pequeña, pero en ese momento todo le pareció distinto. Luego, mucho tiempo después, fue a Japón, salió de la ciudad y vio cosas distintas. Había vuelto con la sensación de ruido, luz y sangre… y sexo. Tenía que haber más cosas. Si la buscaba, tenía que haber algún tipo de serenidad zen. Estaba anocheciendo y notó el tráfico de la hora punta. Tardaría un siglo en volver a su casa; en el supuesto de que quisiera ir a su casa. Estaba en un paso de peatones, esperando a poder cruzar la calle en medio de un gentío, cuando alguien se topó con ella. Fue un impacto tan fuerte que perdió el equilibrio y cayó a la calzada. Oyó un grito e intentó gatear al ver los faros de los coches. Hubo frenazos y bocinazos y alguien la arrastró hasta la acera. Por un instante, esperó ver a Reno cuando levantara la mirada.

—Debería tener más cuidado, señorita —le dijo un hombre de aspecto cansado—. Podrían haberla matado.

—Gracias —le contestó ella temblorosamente mientras se levantaba.

El semáforo se había puesto verde y la gente empezó a moverse, aunque algunas personas la miraron con curiosidad. Ella también empezó a andar y se dirigió hacia el aparcamiento con rasguños en las manos y rodillas. No reaccionó hasta que se sentó en el coche. Estaba temblando como un flan, se dejó caer contra el respaldo, cerró los ojos y respiró profundamente. Le pareció tener la sensación de que la habían empujado, pero era imposible; tenía que ser el nerviosismo postraumático o algo así… o quizá, sólo quizá, lo hubiera hecho ella misma, inconscientemente. Eso era una ridiculez. Él ya era parte del pasado, completamente, y ella no iba a arrojarse al tráfico como una fracasada digna de lástima. Ella iba a seguir con su vida.

Se mezcló con el tráfico en dirección hacia las colinas de Hollywood. Quizá su madre tuviera razón, quizá le conviniera ir a París; a algún sitio donde no estuviera buscando a Reno por cada esquina, donde no se imaginara que él la miraba allí donde fuera. Se secó las lágrimas y aceleró. No era una llorona, nunca lo había sido. Era fuerte, tranquila y competente. Cuando la madre de una era una niña mimada, alguien tenía que ser la adulta y cuando Summer se fue, la tarea recayó en ella.

Si Lianne estaba bromeando sobre París, algo más que probable, podría ir a Inglaterra a visitar a Peter y Genevieve Madsen. La campiña de Wiltshire era un sitio muy bueno para reponerse. Vio cómo su hermana encauzó su vida allí y ella podría intentarlo.

Su hermana, sin embargo, tuvo un final feliz. Taka fue a buscarla. Pero Reno no haría lo mismo. Nadie iría a buscarla; no habría un final feliz.

El camión apareció como caído del cielo, chocó contra su pequeño Honda y la arrastró hasta el borde del paso elevado. Pisó el freno con todas sus fuerzas y giró el volante desesperadamente, pero el coche no se paró y supo que iba a morir. Caería a la autopista que pasaba por debajo, quedaría hecho un montón de hierros retorcidos y, seguramente, se incendiaría… el airbag saltó, el coche se paró y todo quedó a oscuras.

 

 

Para Reno, la decisión había sido muy sencilla. Arreglar el desastre que quedó después de la destrucción del edificio y de la organización era una tarea muy importante y era imposible que los dos se fueran a Los Ángeles. La mujer de Taka estaba embarazada y la seguridad de su cuñada era una cuestión de honor familiar. Él era el único que podía ir.

Eso no significaba que le hiciera gracia. Necesitaba tiempo y distancia para que Jilly Lovitz pasara a ser un recuerdo vago y enojoso. Además, estaba costándole más de lo que le habría gustado. No podía quitársela de encima. Había ido de cacería un par de veces para follar sin más complicaciones con alguna de sus amigas, pero acabó volviendo solo a su casa. Ni siquiera podía hacerse una paja; no dejaba de ver y sentir a Jilly. No le extrañaba que fuera un manojo de nervios que contestaba de mala manera a todo el mundo.

Además, ir a Los Ángeles seguramente era una exageración. No quedaba nadie vivo que quisiera hacerle algo y Taka y él eran objetivos más evidentes. La información de Taka tenía que estar equivocada, aunque la hubiera recibido directamente de Peter Madsen.

Según las fuentes de Peter, alguien había estado vigilando la mansión de los Lovitz y había seguido a Jilly las pocas veces que había salido de su casa. Lo cual, planteaba una serie de interrogantes. ¿Irían tras el padre de Jilly, cuyas actividades económicas eran más que dudosas? Ralph Lovitz era un financiero, una forma elegante de llamar a un ladrón de guante blanco. ¿Irían tras la madre de Jilly? Era una cabeza de chorlito que hacía un par de años casi había conseguido que matasen a sus dos hijas cuando se había metido en una secta. Los Lovitz podían haberse ganado bastantes enemigos aunque llevaran una vida muy relajada en Los Ángeles. Si iban tras Jilly, ¿quién podría querer hacerle algo? Sólo había participado muy secundariamente en el asunto entre Hitomi y su abuelo y todo el mundo que se vio mezclado en eso estaba muerto. Quizá fuese un ex novio, pero no tenía ex novios. Le había bastado besarla para saber que no tenía casi ninguna experiencia.

Otra pregunta le atosigaba. ¿Por qué seguía en la casa de sus padres en las colinas de Hollywood? ¿No debería haber vuelto a las clases para seguir con su vida? No era una mujer a la que le gustara estar sin hacer nada. Él le había dejado muy claro lo que sentía y ella se había marchado sin rechistar, lira una joven pragmática y ya lo habría olvidado completamente. Seguramente, le iría mucho mejor que a él en ese sentido. Aunque él tampoco estaba teniendo grandes problemas. Supo desde el principio que era un problema e hizo lo que pudo para mantenerla a una distancia prudencial. Efectivamente, su fuerza de voluntad flaqueó un par de veces y fue un poco lejos con ella, pero no fue tan grave y todo estaba zanjado.

Sin embargo, si alguien estaba siguiéndola, tenía que cerciorarse de que no corría peligro. Todo indicaba que no quedaba nadie vivo que pudiera hacerle algo, pero tendría que confirmarlo.

No pudo dormir durante el vuelo que lo llevó al otro lado del Pacífico. Estaba muy nervioso. Llevaba dos semanas sin poder dormir bien, desde que el edificio voló por los aires y Ojiisan murió, y un avión no era el sitio ideal para remediarlo. Sólo tenía que cerciorarse de que ella estaba a salvo y volver inmediatamente. Ella ni siquiera se enteraría de que estaba allí.

Ojiisan tenía muchas propiedades inmobiliarias en esa zona de California y él habría podido alojarse en distintos hoteles, pisos o casas de las zonas más selectas de Los Ángeles, pero se quedó en un hotel del aeropuerto y alquiló un coche pequeño. Allí no tenía la protección tácita de la policía y tenía que pasar desapercibido.

El traje negro que llevaba era muy discreto; habría que fijarse mucho y muy de cerca para darse cuenta de que era de la seda más cara. Fue al cuarto de baño de la suite y se miró fijamente al espejo.

—Lo hago por ti, Ji–chan —dijo en voz alta.

Agarró unas tijeras, se cortó la coleta que le llegaba por la cintura y la dejó caer al suelo de mármol. Cuando estuvo preparado para salir, Reno había desaparecido y Hiromasa Shinoda había ocupado su sitio con las eternas gafas de sol puestas para tapar los tatuajes. Se hizo una pequeña coleta con el pelo teñido de negro. Ella no lo reconocería, se dijo a sí mismo con firmeza. Podría saber qué estaba pasando sin que ella se enterara.

Iba a salir de la habitación cuando notó que su móvil vibraba. Miró la pantalla y empezó a maldecir.