Cuatro
Que la despertara cuando llegaran… Cuando llegaran ¿Adónde? Reno aceleró. No tenía ni la más remota idea de adonde iban. Ella tenía razón. Ir a Osaka y meterla en un avión a su país no tenía sentido.
Miró a la chica que tenía al lado. No quería pensar en ella. No quería recordar su cuerpo estilizado y mojado, aunque esa imagen le abrasara la retina. No iba a pensar en su olor a sándalo mezclado con agua. Rotundamente, no estaba dispuesto a pensar en el contacto de su piel húmeda y escurridiza, en la delicadeza que cubría ese yukata. No iba a pensar en nada que no fuera librarse de ella lo antes posible.
Ella, naturalmente, tenía razón. Los rusos podían haber desconocido su existencia, pero ya sabían que existía y era posible que no la olvidaran cuando hubiera abandonado Japón. Parecía que no se les desalentaba fácilmente, algo inconcebible. Cualquier mercenario digno de tal nombre no luchaba ni por principios ni por venganza. Mataban por dinero y con Thomason muerto, no iban a recibir dinero. Sin embargo, al parecer, hacían caso omiso de un hecho tan sencillo. ¿Quién podía estar pagándolos? ¿Quién les proporcionaba información? Por algún motivo, Jilly seguía siendo su señuelo principal y él no tenía la más mínima intención de ser su guardaespaldas personal.
Iba a necesitar ayuda, quisiera reconocerlo o no. Además, iba a tener que dársela su abuelo; Peter y el Comité no tenían recursos en ese momento.
La guarida de su abuelo, en una de las zonas industriales de Tokio, era una fortaleza bien armada; nadie podría hacerse con ella allí. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y empezó a teclear con un ojo en la carretera y una mano en el volante. Afortunadamente, Jilly había preferido cerrar los ojos, si no estaría dándole gritos.
Sólo Dios sabía lo que había visto en ella. Era demasiado grande, casi tan alta como él, y si bien su cuerpo era de los que abundaban en sus sueños más libidinosos, no era su tipo. Despreciaba a las mujeres estadounidenses. Apreciaba, a regañadientes, a la mujer estadounidense de su primo Taka, pero, en general, no le gustaban. Al menos, fuera de la cama. Además, no iba a follar con la cuñada de Taka si quería conservar su virilidad.
El teléfono móvil le vibró en la mano con la respuesta a su mensaje: No te acerques a la residencia; es demasiado peligroso. Yo encontraré a Taka. Vete a la casa de campo de las montañas y espera a que te diga algo.
Era una buena idea. Estaba cansado. Había pasado casi toda la noche mirándola mientras dormía, mirando cómo le subían y bajaban los pechos debajo de la capa de algodón. No le había mentido, la posadera la había desvestido. No la había tocado. Él no tenía la culpa de haber deseado que tuviera un sueño inquieto y que se hubiera movido de un lado a otro para que se le abriera la bata. Sin embargo, se había quedado completamente inmóvil, tan inmóvil que llegó a pensar que la había matado accidentalmente. En ese caso, Taka lo habría matado sin pestañear. Estaba a gatas en medio de la habitación para tocarla, para cerciorarse de que todavía estaba viva, cuando ella dejó escapar un ruido, entre un suspiro y un lamento. Se quedó paralizado y a punto de abalanzarse sobre ella por la irresistible sensualidad del sonido, pero no lo hizo y volvió a su futón para observarla mientras la luz del amanecer se filtraba en la habitación. Le encantaba poder dominarse en las pocas ocasiones que decidía hacerlo. Ésa fue una de esas ocasiones y no la tocó.
Estaban a salvo por el momento; había tomado caminos tan secundarios que habrían despistado a un lugareño y los mercenarios rusos estarían perdidos en el entramado de carreteras que serpenteaban alrededor de Tokio. Cuando hubieran salido de la extensa ciudad podría relajarse un rato y pensar qué hacer con ella.
Quizá Ojiisan se pusiera en contacto con Taka y sus desvelos terminarían. Taka no dejaría jamás a su cuñada en manos del inmisericorde Reno; ellos se habían ocupado de que Jilly y él hubieran estado separados por medio mundo desde que se conocieron. No creía que hubieran cambiado de idea. Sobre todo, cuando Su–chan invocó la ley al poco de casarse con Taka.
—Tengo que pedirte un favor —dijo ella.
Él la miró. Summer Heathorne no sabía lo que era el miedo y, además, Taka lo habría abierto en canal si le hubiera faltado al respeto. Al menos, más de lo que se lo faltaba a todo el mundo excepto a su severo abuelo.
—Muy bien —dijo él con una leve reverencia, algo excepcional.
—Seguramente no te guste —Summer no parecía muy convencida.
—Intento por todos los medios no hacer nada que no quiera hacer, pero me salvaste la vida y te lo debo.
—Quiero que te mantengas alejado de California.
Él no dijo nada durante un instante.
—Mi abuelo tiene bastantes intereses económicos a lo largo de la Costa Oeste de tu país, entre otros, inversiones inmobiliarias en Los Ángeles y sus alrededores. Voy a donde me manda y como soy bilingüe, soy el más indicado, sobre todo, con Taka fuera de órbita.
—Puede mandar a otra persona. Además, sólo quiero que te mantengas alejado de la zona de Los Ángeles.
—¿Por qué?
—Por mi hermana.
—No recuerdo a tu hermana —mintió él.
Ella, demasiado alterada, no se dio cuenta.
—La viste en casa de Peter y Genevieve. Es alta, un poco peculiar, tiene el pelo rubio cuando no se lo ha teñido. Se llama Jilly.
—Me acuerdo —reconoció él sin dejar traslucir lo bien que se acordaba—. ¿Qué le pasa?
—Quiere venir de visita y no quiero verla por aquí.
—¿Qué tengo que ver con todo eso?
—Eres el motivo por el que no quiero que venga —él no dijo nada y ella siguió atropelladamente—. Se ha encaprichado de ti como una adolescente tonta. Tienes que entender que mi hermana ha estado siempre muy protegida. Es excepcionalmente inteligente; terminó el colegio a los quince años y la universidad a los dieciocho. Siempre ha estado rodeada de personas mayores que ella y nunca ha podido tener relaciones normales.
—¿Qué tengo que ver con todo eso? —repitió él.
—Está encaprichada de ti —Su–chan se mordió el labio inferior—. No sé qué le dijiste ni qué pasó en Inglaterra; yo estaba un poco absorta…
—Taka y tú estabais ensimismados el uno en el otro. Podríamos haber follado en el jardín y no te habrías dado cuenta.
—¿Lo hicisteis? —preguntó ella con la cara pálida.
—¿Follar en el jardín? ¿Follar en general? No. En realidad, creo que ni siquiera hablamos antes de que la sacarais de allí de mala manera.
—No hizo falta —Su–chan suspiró—. Perdió el sentido común sólo con verte. No debería sorprenderte; sabes que atraes a las mujeres. No pueden dejarte en paz.
—Su–chan, si tu hermana se ha enamorado de mí, no tengo la culpa.
—No se ha enamorado —replicó ella con rabia—. Se ha encaprichado, eso es todo.
—¿Por qué lo sabes?
—Cuando llama, pregunta por ti. Ha conseguido hacerse con un par de fotos tuyas y las tiene en la pantalla del ordenador. Seguramente esté practicando para escribir su nombre como Jilly Reno.
—No estás hablando de una niña de doce años —le recordó él.
—Taka también cree que estoy exagerando —reconoció Summer—. Sé cómo eres y no intentaría cambiarte. Sólo quiero que te mantengas alejado de mi hermana hasta que se le pase todo esto.
—De acuerdo. No me gustan las mujeres estadounidenses y tampoco me gusta California —no era verdad del todo porque las pocas veces que había visitado Los Ángeles, le había gustado—. ¿Cuánto tiempo crees que tardará en olvidarme?
—No lo digas con tanta vanidad. Los encaprichamientos de las jóvenes suelen durar muy poco.
—Pero tu hermana no es una joven como las demás, ¿verdad?
Él seguía sin poder creerse lo joven que ella era. A él siempre le habían gustado las mujeres por lo menos dos años mayores que él; más experiencia y menos sentimientos… Ella era una combinación muy peculiar de un cuerpo joven con un espíritu maduro. Además, había sido incapaz de dejar de mirarla.
—Tiene veinte años. Todo marchará sobre ruedas siempre que mantengas las distancias. Seguramente, a estas alturas se le habrá pasado, pero no quiero correr el riesgo.
—No voy a hacer daño a tu hermana, Su–chan.
—Reno, haces daño a cualquiera que te toma cariño y mi hermana es vulnerable. No quiero que le rompas el corazón.
—Te prometo que no me acercaré a ella. No quiero tener a una chica babeando y pegada a mí.
Ella no pareció convencida. Era una mujer muy inteligente y conocía a las personas.
—¿Me lo prometes?
—Lo prometo —Reno dejó escapar un suspiro de resignación—. No me apetece nada que alguien piense que está enamorada de mí. Me gusta el sexo intrascendente.
—Nada de sexo con Jilly —le advirtió ella rotundamente.
—No me acercaré a menos de cinco mil kilómetros de ella, puedes creerme.
Su–chan no pudo hacer otra cosa. Sin embargo, aquello fue antes de que los mercenarios rusos se presentaran para matarlos a ellos y a cualquiera que les importara a ellos. Era posible que Summer hubiese preferido que otra persona fuese a Japón para salvar la vida de su hermana, pero, en definitiva, lo que importaba era su vida y no se pondría quisquillosa con el que la hubiera ayudado. Además, estaba siendo tan insoportable con Jilly que ella no querría volver a verlo jamás. Se ocuparían de todo lo demás cuando los rusos se hubieran dado cuenta de que estaban metidos en una misión fantasma.
Hasta entonces, tenían que desaparecer. La casa de verano que su abuelo tenía en Saitama sería perfecta. Estaría cerrada en esa época del año, pero había personal de guardia por si a su austero abuelo le apetecía darse unos baños termales. Saitama era famoso por sus fuentes termales con efectos curativos; curaban el cáncer, aumentaban la virilidad y alargaban la vida. Las visitas de su abuelo eran cada vez más frecuentes. Quizá fuera para recibir una dosis de virilidad, pero lo dudaba. Su abuelo parecía viejo y frágil. El hombre que llegó a parecer indestructible parecía, repentinamente, mortal.
Además, lo que él no necesitaba en ese momento era un reforzamiento de su virilidad. Jilly Lovitz ya se lo ponía bastante difícil cuando estaba decidido a no tocarla. No necesitaba más estímulos y la cosa se complicaba por cómo lo miraba cuando ella creía que él no se daba cuenta. Podría poseerla sin ningún esfuerzo. Siempre había poseído a cualquier mujer que hubiese querido y Jilly era una más.
Sin embargo, no quería a ésa y no sólo porque Su–chan se lo hubiera pedido. Jilly Lovitz tenía muchas ataduras, demasiadas circunstancias y demasiado pasado. Tenía que deshacerse de ella rápidamente. Contaba con que Ojiisan sacara a Taka de su escondite para que se ocupara de todo. Taka podía mantenerla a salvo de los mercenarios rusos y de los asesinos solitarios… y de él.
Siguieron la vía del tren hacia el norte. No sabía si ella estaba dormida o lo fingía para no tener que hablar con él, pero le daba igual. Sólo quería librarse de ella.
Paró en una estación y entró corriendo para comprar un par de sus famosos recipientes con comida japonesa. Jilly no abrió los ojos cuando volvió. Él dejó los paquetes en el asiento trasero y arrancó. Tres horas más tarde, estaban subiendo por la carretera estrecha y sinuosa que llevaba a la casa de verano de su abuelo. Ella se había despertado hacía tiempo y había devorado su comida sin rechistar. Él había pensado que la anguila cruda le disgustaría y estuvo a punto de animarla a que la tomara con wasabi, pero ella sabía muy bien qué hacer con la comida japonesa.
—¿Tú no vas a comer? —preguntó ella.
—Cuando lleguemos.
—Cuando lleguemos ¿adónde? —ella, evidentemente, no se sentía intimidada—. ¿Seguimos trazando círculos?
Él no le hizo caso y ella le clavó los palillos. Reno se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de salirse de la carretera.
—¡No hagas eso! —exclamó.
—No me fastidies —replicó ella con una voz muy delicada—. ¿Adónde vamos?
—A un onsen de mi abuelo. Son unos baños termales tradicionales —le aclaró él al ver que había fruncido el ceño.
—Creo que ya me he dado bastantes baños japoneses —dijo ella con ironía.
—Está cerrado en invierno y en lo alto de las montañas —le explicó Reno aunque no tenía por qué hacerlo—. Nadie nos encontrará. Esperaremos a que Ojiisan se ponga en contacto con Taka.
La miró y comprobó que había sobrevivido al wasabi. Le quedaba un resto en la comisura de sus carnosos labios y tuvo el deseo disparatado de lamérselo.
—Quieres ver a tu hermana, ¿verdad? Para eso viniste a Japón, ¿no?
—Tenía bastantes motivos —contestó ella—. Ver a Summer era el principal, pero había pensado recorrer el país para investigar un poco, para ocuparme de unos asuntos. En este momento, la investigación puede esperar; sólo quiero volver a casa.
Él no podía reprochárselo. No estaba acostumbrada a tener que huir para salvar el pellejo. Aunque tuvo que hacerlo otra vez, cuando una secta de lunáticos la secuestró. Eso, sin embargo, fue un ligero incidente en su cómoda vida estadounidense. Aun así, estaba aguantándolo bastante bien. Se parecía a su hermana en muchas cosas; no tenía miedo y era fuerte y osada. A esas alturas, la mayoría de las mujeres con las que se había acostado estarían histéricas. Jilly, en cambio, había aguantado, aunque había visto los cadáveres y había escapado de los asesinos a sueldo. Sin embargo, no había ningún motivo para compararla con esas mujeres porque no iba a acostarse con ella. Jamás.
Como iban hacia el norte, anocheció pronto y los faros iluminaron débilmente la carretera por la que ascendían. Ese utilitario no estaba preparado para cuestas muy empinadas y tenía la bota pegada al suelo.
Ella llevaba algunas horas sin abrir la boca y lo agradeció. No le apetecía que ninguna gaijin le diera la lata ni le exigiera tonterías. Aunque la verdad era que no tenía motivos para pensar que la hermana de Summer fuera exigente. Hasta el momento se había portado bien y se libraría de ella antes de que se pusiera insoportable.
La miró. Ella estaba mirando por la ventanilla y vio el reflejo de su cara en el cristal. Era guapa. Sería un necio si lo negaba. Tenía unos grandes ojos marrones; unos ojos redondos con pestañas muy tupidas, casi como los de un bebé. Su boca era un poco demasiado grande, pero le gustaba y no podía dejar de pensar en las cosas que haría con una boca así. Tenía el pelo corto, algo rizado y rubio, un rubio que él sabía que era completamente natural. Le gustaría poder olvidar esa parte.
Llegaron a la cima y empezó a descender por el camino que llevaba a la casa de su abuelo. No se veían luces al final del camino; algo bastante raro. Su abuelo le había dicho que el guardes la tendría preparada para él. Hacía frío y olía a nevada.
Frenó tan bruscamente que el coche derrapó un poco. Miró fijamente a la casa a través de la oscuridad y la neblina.
—¿Vamos a ir andando? —preguntó ella mientras se soltaba el cinturón de seguridad.
—Algo me huele mal —contestó él. La carretera era muy estrecha para que fuera tranquila y silenciosa y no había ningún sitio donde dar la vuelta, ni en ese diminuto coche. Siguió mirando fijamente a la casa. Entonces, metió la marcha atrás y empezó a subir la cuesta lo más deprisa que pudo.
Las luces se encendieron en la casa y oyó el tableteo de lo que sólo podía ser una ametralladora. Una bala hizo añicos el parabrisas.
—¡Agáchate!
Jilly estaba intentando abrocharse otra vez el cinturón.
—¡Olvídalo! —bramó él mientras la empujaba hacia abajo.
Vio los faros de un coche junto a la casa. Iban a perseguirlos y fuera el coche que fuese, sería más rápido que ese montón de chatarra que había robado. Si no se le ocurría alguna escapatoria, iban a morir. Ella estaba agazapada y sólo podía ver su cabeza rubia. Dejó escapar un juramento mientras las llantas giraban a toda velocidad sobre el polvo del camino y los faros que veía enfrente se hacían cada vez más grandes.
—Cuando te lo diga, quiero que saltes del coche, ruedes hasta los arbustos y te quedes ahí.
—¿Qué haga qué?
Por fin, su voz adquirió un tono de cierto pánico.
—Frenaré un poco. Hay una curva ahí arriba y dejarán de vernos un momento. Salta del coche y escóndete en el bosque hasta que vuelva a por ti.
—¿Y si me encuentra alguien que no eres tú?
—Entonces, significará que estoy muerto y que tendrás que apañártelas sola.
—No quiero separarme de ti.
Si hubiera tenido tiempo, habría meditado sobre el extraño tono de su voz y cómo lo había alcanzado en el estómago. Quizá lo hiciera más tarde; si llegaba a más tarde.
—No tienes elección. Si no saltas, te tiraré. Prepárate.
Casi habían llegado a la curva y el coche estaba acercándose muy deprisa. Tomó la curva, giró el coche completamente, abrió la puerta del pasajero y fue a empujarla. Ella estaba rodando hacia los arbustos antes de que pudiera tocarla. Metió la primera y las ruedas chirriaron antes de salir disparado, de frente. Un instante después, cuando ellos tomaron la curva, vio las luces en el retrovisor. No se dieron cuenta de que ella había saltado. Si algún día no podía dejar atrás a unos mercenarios rusos en su propio terreno, ese día merecería morir. Era mejor que ellos incluso con ese cacharro. Apretó a fondo el acelerador, las ruedas chirriaron y salió a toda velocidad con los rusos arrastrándose detrás de él.