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Once

Reno se apartó del ordenador. Estaba completamente desesperado. Le dolía la cabeza; se había quitado las lentillas hacía tiempo, pero no le había servido de nada. Tantas horas en el ordenador casi sin dormir estaban agotándolo y ni siquiera estaba más cerca de las respuestas que estaba buscando. ¿Quién era Hitomi–san? ¿Era de otra banda de delincuentes como la todopoderosa familia Yamaguchi–gumi o trabajaba por su cuenta para hacerse con el control de una familia ya asentada? No había encontrado ninguna información sobre él, ni siquiera en los recovecos de Internet que conocía tan bien.

Miró hacia el futón. Estaba dormida con el pelo corto y rubio revuelto sobre la cara. Se dejó caer contra el respaldo de la silla y se quedó mirándola mientras dormía. No era su tipo; al margen de que cualquier mujer de menos de cincuenta años fuera su tipo. Era gaijin, era estadounidense, era tan alta como él y era una fuente de complicaciones. Tenía pocas reglas en su vida, pero una era no acostarse con alguien con ataduras. Ji–chan estaba tan atada a la familia de él que parecía un manual de nudos.

Eso no era lo que quería pensar en esos momentos, cuando estaba intentando no pensar en su entrepierna. Parecía el paradigma de la inocencia, no la arpía de lengua afilada que sabía que era. Siempre se mantenía alejado de las inocentes y las necesitadas. Sólo daban problemas. Ji–chan era exactamente eso. Un problema elemental. Había hecho todo lo posible para que ella se deshiciera de cualquier fantasía infantil que le quedara sobre él. Era lo mejor, lo más seguro. Sin embargo, en ese momento, ella estaba por encima de él y tenía que hacer lo que fuera para estar por encima de ella, lo cual podía ser más complicado.

Estaba muy cansado, tanto, que podría dormirse en la silla. Eso era exactamente lo que necesitaba. Le daba igual que pareciera como si ella se hubiera adueñado de su futón. Le daba igual que hubiera sitio suficiente para él. Ella había usado su jabón de almendra y el olor de su piel estaba volviéndolo loco. Si no hubieran estado en pleno invierno, habría abierto la ventana.

Una ducha fría podría sentarle bien. Luego, podría tumbarse en el suelo de la cocina, lo bastante lejos de ella como para estar a salvo. Había dormido en sitios peores y la incomodidad también le sentaría bien. Podría mirarla, a cierta distancia, y detestarla.

Media hora más tarde, mientras intentaba ponerse cómodo en el suelo de tatami, se dio cuenta de que el problema era que él también olía a jabón de almendra. Además, para que la tortura fuese completa, ella empezó a moverse en sueños y sus piernas, largas y desnudas, asomaron entre la bata de algodón, que también se abrió lo suficiente como para mostrarle una parte generosa de un pecho. Cuando se dio la vuelta, fue peor todavía. Su cuello, visto desde atrás, era lo más provocativo que había visto en su vida; vulnerable y con unos pelos rubios y rizados por encima. Por eso las geishas llevaban el kimono tan bajo por la parte de atrás. El dorso del cuello podía ser más excitante que una foto del Penthouse, al menos, eso le había dicho siempre su abuelo. Qué razón tenía el anciano.

Se dio la vuelta para darle la espalda, pero el aroma a almendras de su propio cuerpo lo alteraba tanto que pensó en ducharse otra vez, con jabón de la cocina. Sin embargo, no hizo falta. El día que no pudiera dominar su avidez sexual estaría perdido. Podía estar a un par de metros de Ji–chan y olvidarse de ella… o morir en el intento.

 

 

Nunca se acostumbraría a dormir en un futón, pensó Jilly al abrir los ojos en la penumbra del apartamento. Le dolía todo el cuerpo, aunque en parte podía deberse a la carrera que se había dado para escapar de los yakuza. Se incorporó un poco y se dio cuenta de que se le había abierto la bata y estaba enseñando los pechos. Se la cerró precipitadamente y miró alrededor para comprobar si había alguien. ¿La habría abandonado Reno una vez más? Vio un bulto en el suelo de la diminuta cocina. Estaba de espaldas a ella, pero su pelo era inconfundible. Estaba tumbado en el suelo y eso tenía que ser peor que el futón. Seguramente, preferiría tumbarse en una cama de clavos antes que tener que estar cerca de ella, se dijo con pesadumbre. Aunque debería estar más agradecida que dolida.

—Duérmete otra vez.

Su voz, somnolienta y profunda, llegó desde la cocina, aunque ella no se había movido.

—No puedo.

Él se volvió con la cabeza levantada.

—No querrás que vaya a echarte una mano, ¿verdad?

Hacía frío en el apartamento, pero le hirvió la sangre. Ella prefirió no pensar si fue por bochorno o por otra cosa. Volvió a tumbarse en el futón, con la bata bien cerrada, e intentó respirar profundamente.

Evidentemente, Reno, o Hiromasa Shinoda, tampoco era partidario de la calefacción central. Podía ver su aliento en la oscuridad y la capa de algodón no servía de gran cosa. Podía volver a vestirse y lo haría si fuese necesario, pero había salido corriendo de la fortaleza del abuelo de Reno con sólo una camiseta, que estaba empapada de sudor cuando se montó en el taxi. No se había cambiado de vaqueros desde que salió de Los Ángeles y la ropa interior limpia seguía en la mochila, que se había quedado en la guarida de los gángsters. Quería ropa limpia, quería una cama y quería ver a Summer. No iba a conseguir nada de eso, de modo que lo mejor sería olvidarlo y…

—Ya está bien.

Reno se sentó, apartó la manta y se la ató a la cintura. Se quedó desnudo de cintura para arriba y Jilly supo que el embrollo era mayor del que se había imaginado.

Era, sencillamente, irresistible. Tenía un pecho terso, delgado y musculoso y un abdomen plano. Si hubiera tenido la mitad de dotes que su madre, habría reptado por el suelo para lamerlo. Otro destello abrasador. Quizá, si seguía pensando disparates de ese calibre, conseguiría no morir congelada.

—¡Basta!

—Basta… ¿qué? —se quejó ella—. No puedo hacer nada para dormirme.

—No me mires así.

Podría haber sido tan tonta como para preguntarle de qué estaba hablando, pero no lo hizo. Lo miraba como si fuera un filete exquisito y estuviera muriéndose de hambre; como si fuera una bebedora ante una botella de whisky de veinte años. Como una medio virgen ridícula enamorada de la peor posibilidad que había podido encontrar. Sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Si hubiera podido, no habría vuelto a pensar en él, pero había cosas que no dependían de ella. Hacía años lo vio en el jardín de la casa de Genevieve Madsen en Wiltshire y su destino quedó escrito. El contacto con él, si bien hacía que lo despreciara, no había ayudado mucho en lo referente al deseo.

Lo cual, por otra parte, era tranquilizador. Los hombres y chicos que había conocido le habían interesado tan poco que llegó a plantearse si era frígida o, sencillamente, asexual. Sin embargo, en cuanto volvió a ver a Reno supo que no tenía ese problema. Su problema, puro y duro, era él, Reno. Aunque no tuviera nada de puro y sí…

Él se quitó la manta y se levantó. Jilly dejó escapar un grito. Estaba casi desnudo. Sólo tenía un trozo de tela alrededor de las caderas; como la que había visto a los luchadores de sumo. Aunque a él le sentaba infinitamente mejor.

—Cierra los ojos si te da vergüenza —dijo él mientras le tiraba la manta.

Ella estuvo tentada de ponérsela por encima de la cabeza, pero no podía apartar la mirada de él. Parecía de otro mundo, resplandeciente y bárbaro. El dragón tatuado que le bajaba desde el hombro hasta la cintura realzaba esa sensación. Él, imponente, pasó a su lado y ella, imprudente, no pudo evitar mirarlo. Tenía que ser el trasero más maravilloso del mundo. Dejó escapar un levísimo suspiro y se tapó la cara con la manta que le había tirado. Entonces, levantó la cabeza como impulsada por un resorte.

Olía al jabón de almendra que había usado en el cuarto de baño. Olía a la piel de él, algo indescriptible e indudablemente erótico. Llegada a ese punto, sería mejor que se metiera directamente en la ratonera de los matones yakuza antes que seguir fantaseando sobre su indiferente protector.

Cuando él volvió a salir del cuarto de baño, estaba vestido con unos pantalones negros, una camisa blanca amplia y una cazadora negra. Ella no pudo evitar preguntarse si seguiría llevando esa tela o se habría puesto unos calzoncillos más tradicionales. Quizá no llevara nada en absoluto…

—Se llama fundoshi —le comunicó él mientras volvía a la cocina.

—¿El qué?

—El trozo de tela que no podías dejar de mirar. Te propongo una cosa… Si salimos vivos de ésta, te dejaré que me lo quites… con los dientes.

Ella notó que la temperatura le subía otros cinco grados.

—Eres un mamarracho —replicó ella—. Utiliza tus dientes.

Naturalmente, sonó ridículo y él se rió.

—Si te portas bien, haré café.

Todo quedaba perdonado. Efectivamente, le arrancaría el dichoso fundoshi con los dientes a cambio de una buena dosis de cafeína.

—Supongo que no has hecho nada para conseguirme algo de ropa…

La miró por encima del hombro y con un brillo perverso en los ojos.

—No me importaría enseñarte a ponerte un fundoshi.

—Ni lo sueñes —ella se levantó y se cerró el yukata en un intento vano de parecer digna—. Voy a darme otra ducha.

—A este paso vas a desgastarte, Ji–chan.

—¿Por qué me llamas Ji–chan? Sé suficiente japonés para saber que es un apelativo cariñoso.

Él dejó escapar una risa gélida y nada tranquilizadora.

—Tu nombre tiene demasiadas endiabladas eles, ¿no? Te aseguro que no es nada personal. Además, por mucho que te duches no serás capaz de quitártelo de encima.

—¿El qué?

—A mí.

Si hubiera tenido algo a mano, se lo habría tirado, pero en ese apartamento zen no había nada.

—El café me gusta con leche y azúcar.

Ella se fue hacia el cuarto de baño y esperó algún comentario obsceno de él. Pero, por una vez, no dijo nada.

Ella pensó en no usar el jabón de almendra, él tenía razón, ya se había lavado bastante durante las últimas veinticuatro horas, pero en el último momento se animó a usarlo. Decidió no pensar en Reno al pasárselo por el pecho, entre sus…

—¿Qué pasa? —preguntó Reno justo al otro lado de la puerta.

—Nada. Me he dado un golpe en el codo.

Abrió el grifo de agua fría. Soltó un grito, pero se quedó debajo del chorro. Le daba igual el frío que hiciera en el apartamento, tenía que sofocar sus entrañas. Cuando no aguantó más, salió y se envolvió en una toalla. Fue a agarrar el yukata, pero se quedó parada al oír voces de hombres, de dos hombres, uno de ellos, Reno.

Se sentó en el retrete a esperar. Bastante tenía con desfilar delante de Reno; no quería más público. Esperó hasta que oyó la puerta de la calle y se hizo el silencio.

Con un poco de suerte, Reno también se habría ido y podría tomar el café en paz. Abrió la puerta del cuarto de baño y vio a Reno sentado al ordenador con una pistola en la mesa.

—¿Ha venido alguien? —preguntó ella.

—Un amigo. He pensado que convenía tener una pistola —contestó él sin darse la vuelta.

—¿No tenías una?

Ella miró el mortífero trozo de metal negro y se estremeció. Sólo pudo ver al hombre en medio de un charco de sangre con un agujero entre los ojos.

—Prefiero no usarlas si puedo evitarlo. Hay muchas maneras de hacer frente al peligro. No te preocupes, Ji–chan, prometo no dispararte si no me sacas de mis casillas.

—Hay personas muertas. Has matado a personas. ¿Cómo puedes bromear con eso?

—¿Quién ha dicho que esté bromeando? —replicó él—. Cuando tengo que elegir entre mí y otro, no tengo inconveniente en hacer lo que tenga que hacer. Además, si tengo que disparar a alguien para protegerte, lo haré sin pestañear. No te preocupes… no tendrás que tocarla. Kyo, aparte de la pistola, también ha traído ropa para ti. Pero no va a gustarte.

—Tampoco me sorprende.

—No es fácil encontrar ropa de tu talla en Japón. Si pudiera encontrar vaqueros suficientemente largos, no te quedarían bien de caderas.

—Mis caderas no tienen nada de malo.

—Para el criterio japonés, eres una bomba sexual con piernas. Esto es lo mejor que ha encontrado.

Miró hacia un montón de ropa blanca y negra que había junto a la puerta y sintió un escalofrío de espanto.

—Ni hablar, no vas a vestirme como a una de esas muñecas de porcelana.

—Se llaman lolitas góticas —le corrigió él.

—¿No has podido encontrar una camiseta y unos pantalones anchos?

—Las camisetas de tu talla son para turistas y de un algodón muy fino. Además, aunque tienes tan poco pecho como la mayoría de las japonesas, los sujetadores no te servirían y tus pechos llamarían demasiado la atención.

Ella resistió la tentación de cruzarse de brazos.

—¿Te importaría dejar de compararme con las japonesas? Me he pasado la vida sacando la cabeza a casi toda la gente de mi edad; no necesito que me recuerdes que soy un monstruo enorme.

Él la miró con los ojos entrecerrados. Era el Reno de siempre.

—Digiérelo.

—¿Sabes una cosa? A veces me parece que dominas demasiado bien ciertas expresiones.

Agarró el montón de encaje y tela y fue hacia el cuarto de baño. Él, sin embargo, había vuelto a mirar la pantalla, haciéndole tanto caso como si fuera una aventura de una noche. De las que habría tenido muchas, se dijo ella para sus adentros, y ella no iba a ser otra más. No era masoquista y sabía que si pasaba una noche con Reno, no podría olvidarla como si tal cosa. Por no decir nada de las repercusiones familiares.

Era una serpiente y no se acercaría a él mientras pudiera evitarlo. Podía salvarle la vida, aunque ella no podía entender por qué había asumido esa responsabilidad, y luego no tendría que verlo más. Al menos, hasta que Taka y Summer tuvieran hijos; incluso entonces, seguramente podría eludirlo dado lo poco que le gustaban las mujeres estadounidenses.

La vestimenta era peor de lo que se había imaginado. Primero, un tanga de encaje negro que estuvo a punto de desechar. Pololos con bordes de encaje. Medias de rejilla negras con liguero de encaje. Falda de volantes negra con borde de encaje, un corsé y mitones de encaje negros. Todo ello, encantadoramente rematado con un delantal blanco y una cofia. Parecía una mezcla de doncella francesa y Morticia Addams. Los zapatos eran el toque final.

—¡No voy a ponérmelos! —exclamó ella mientras salía del cuarto de baño descalza.

—Es la única ropa que Kyo pudo encontrar —replicó él sin darse la vuelta—. No me digas que no te sirve.

—La ropa me sirve y los zapatos también, pero no voy a ponérmelos. Tienen unos tacones de plataforma de once centímetros. Si me caigo desde ahí, me mato. Además, pareceré una jugadora de baloncesto.

Él se dio la vuelta y la miró de arriba abajo. Enseñaba demasiado las piernas con el liguero, las medias de redecilla y los pololos asomando por debajo de la falda de volantes y sus pechos, encorsetados, parecían enormes. Ella levantó la barbilla como si lo desafiara a que se riera. Él tuvo el buen juicio de no reírse.

—A lo mejor puedo encontrar unas sandalias. Aunque no irían con el resto de la ropa…

—Me da igual que los accesorios no sean perfectos. Sólo necesito algo que me permita andar. Además, ¿de dónde ha sacado tu amigo esos zapatos de mi talla?

—De donde sacó el resto de la ropa; de una tienda para josohumisha —contestó él.

—¿Para quién?

—Travestís. Pensé que si te maquillabas lo suficiente, podrías parecer uno.

Jilly le tiró los zapatos. Él agarró uno antes de que le diera en la cabeza, pero el otro alcanzó a su loto en la estantería. Reno se levantó y se acercó a ella lenta y amenazadoramente. Si ella hubiera sido una cobarde, habría retrocedido.

—Te dije que no volvieras a golpearme —susurró el en un tono espeluznante.

—No te he dado. Lo has atrapado.

—Pero lo has intentado.

Ella tuvo que retroceder un paso. Dos, mejor dicho. No obstante, él siguió acercándose y el apartamento era muy pequeño. Se chocó contra la pared y él la aprisionó con las manos a ambos lados de ella.

—No me tientes —gruñó Reno.

Ella, sin embargo, estaba cansada de que la intimidara.

—Adelante, estrangúlame si tantas ganas tienes.

La miró a los ojos y ella captó un brillo desconocido. Se dio cuenta de que se había quitado las lentillas. Estaba mirando a unos ojos muy marrones sin nada encima.

—No me tientas a eso, Ji–chan.

Se dejó caer sobre ella, cadera contra cadera y su pecho contra el encorsetado de ella. Fue un abrazo ardiente y extraño; él seguía con las manos en la pared. Lo miró a los ojos con la esperanza de que creyera que no le tenía miedo, pero notó que los labios le temblaron ligeramente. El corazón le latía con todas sus fuerzas y notó el corazón de él, también desbocado. Se preguntó qué estaba pasando justo cuando él la besó.