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Cinco

Jilly cayó entre los arbustos, reptó sobre una ligera elevación y se dejó caer al otro lado, en una pequeña hondonada. Se quedó inmóvil, casi sin respirar, y oyó los coches por encima de su cabeza. Si se paraban, estaba perdida. Si seguían, estaba a salvo. Hasta que Reno la encontrara.

El otro coche tenía un sonido más potente que el del coche que había robado Reno. Oyó que metía una marcha más corta y que aceleraba antes de que las luces se desvanecieran. Se encontró sola, en un bosque japonés, en medio del invierno, con una sudadera como único abrigo y unas zapatillas de deporte en los pies. Resopló, se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Volvería a por ella en cuanto diera esquinazo a los rusos o quienes fueran. Dijo que volvería. La consideraría una pesadilla, una alteración insufrible de su vida perfecta, pero no dudaba de su sentido de la responsabilidad. ¿Podía hacer otra cosa? Por lo menos, estaba segura de que Taka, el primo de Reno, podía ser aterrador si se enfadaba y no le haría ninguna gracia que la abandonara. Sólo tenía que esperar.

A menos que los rusos lo alcanzaran. El coche robado tenía muy poca potencia y aunque Reno parecía espantosamente eficiente, no era inmortal. La gente que habitaba el mundo en el que había entrado su hermana al casarse vivía en constante peligro; lo había constatado personalmente. ¿Qué pasaría si Reno no conseguía despistarlos?

Irían tras ella. Así de sencillo y así de inexorable. Si no los despistaba y volvía a por ella, estaba muerta. Todo por haber ido a Japón sin pensárselo dos veces. Sólo había querido pasar la página de una noche de sexo desastrosa, un error estúpido con un malnacido insensible que empezaba a convertirse en una pesadilla andante. Quería estar con su hermana, quería dedicarse en cuerpo y alma a la época Heian del antiguo Japón. Además, quería olvidarse de cualquier resto de fantasía sobre Reno, el tipo duro por antonomasia.

Había conseguido eso y aquella noche tan desagradable con un estudiante de doctorado debería ser más una comedia que una tragedia. En cuanto a todo lo demás, no estaba dispuesta a morir por haber sido impulsiva. Si iba a morir, quería que significara algo. Abrió los ojos. Hacía frío. El aire olía a nieve y los huesos estaban congelándosele. Había pasado casi toda su vida en el sur de California y su piel era demasiado fina para el invierno en una montaña.

¿Volvería a por ella? ¿Qué pasaría si no volvía? ¿Qué pasaría si los rusos lo habían matado? ¿Iba a quedarse allí para que la encontraran y la mataran? ¿Iba a quedarse allí hasta que se muriera congelada? Nada de todo ello parecía especialmente agradable. Si no hubiera saltado del coche, él la habría tirado, estaba segura. Era despiadado y no tenía corazón, era un samurai punk fiel a su primo y a poco más.

Entonces, ¿por qué le pareció tan deliciosamente romántico? Era distinto a cualquier hombre que hubiera conocido. Era irritable, absurdo, singular y hermoso. Cualquier hombre o chico que conoció después de que lo viera la primera vez, palidecía en comparación con él. Incluso Duke tenía una cuarta parte de sangre china; seguramente lo eligió por eso.

Había sido una idiota, pero su experiencia con los hombres era para dar pena. Siempre había sido la rara. No era de extrañar que nunca hubiera tenido un novio de verdad. No había ido a bailes en el instituto ni a fiestas ni había tenido un grupo de amigas para reírse de tonterías con ellas. Además de ser desmesuradamente inteligente, era desmesuradamente alta. Si tenía que ser tan inteligente, ¿no podría haber sido baja y desvalida en vez de ser una forzuda de casi dos metros?

La deprimente realidad era que probablemente muriese virgen. Una virgen de veinte años con la cabeza de una científica y la experiencia de una niña de doce años. Además de los anhelos ridículos de una adolescente. El error más grave había sido intentar subsanar ese problema concreto con otro estudiante de doctorado, aunque unos diez años mayor que ella. Había sido lo bastante juiciosa como para mantenerse alejada de los profesores depredadores, que parecían tener a gala hacer tentativas con las chicas de sus clases.

Duke había sido sólo un gran error. Debió haberlo sabido por su nombre. Esperó demasiado tiempo a decirle que era virgen y a él le pareció un chasco y un chiste e incluso todavía no sabía si su intento brusco y atropellado de penetrarla la había desvirgado. Ella sangró y él se derramó sobre ella. Luego, se fue sin darle siquiera un beso. Además, fue tan estúpida de no darse cuenta de que al día siguiente todo el campus lo sabría. No era de extrañar que hubiera salido corriendo.

Cualquier vestigio de fantasía romántica debería haberse disipado ante la cruda realidad de Reno. No era un ingrediente para sus sueños; era un hombre que mataba cuando tenía que matar. Un hombre que, evidentemente, la encontraba enorme, desgarbada e irritante; cualquier cosa menos atractiva. Quizá fuera preferible quedarse congelada en el bosque antes que volver a verlo.

No, eso era ponerse melodramática. Al menos no sabía que una vez estuvo perdidamente encaprichada de él. Un encaprichamiento que se desvanecía rápidamente a medida que tenía más frío. Se rodeó el cuerpo con los brazos y se metió las manos debajo. Si empezaba a tiritar, no pararía. Apretó los dientes y puso el cuerpo en tensión para no temblar. Hacía un frío espantoso. ¿Dónde se había metido Reno?

Quizá debiera intentar salir sola del bosque. Su vida había sido un desastre tal que seguramente debería querer morir, pero todavía no había llegado tan lejos. Estaba dispuesta a tener una vida larga, activa y, probablemente, célibe.

Habían atravesado algunos pueblecitos al subir la montaña; si conseguía llegar a la civilización, podría encontrar ayuda. No les gustaría que no tuviera dinero ni documentos, estaban en la mochila que seguía en el coche robado de Reno, pero seguramente la ayudarían de todas formas. Además, en el peor de los casos, una cárcel japonesa probablemente sería más cálida que la falda de una montaña en invierno y su influyente padre podría sacarla de allí inmediatamente. Ralph Lovitz era una fuerza de la naturaleza, un hombre que había empezado de cero, un multimillonario con un sentido de la protección muy agudo e implacable cuando se trataba de su familia. Tenía más dinero que Dios y siempre se había ocupado de que no le pasara nada. Efectivamente, no le pasaría nada, se dijo a sí misma.

Un copo de nieve se posó en su nariz. Había perdido la sensibilidad en las manos, los pies y el trasero, apoyado sobre el gélido y duro suelo. Había renunciado a no temblar y estaba hecha un ovillo con los brazos alrededor de las rodillas. La nieve empezó a cubrirlo todo y la luna invernal hacía que el paisaje pareciera el escenario de un cuento. Un cuento truculento.

 

 

Estaba llorando. Afortunadamente, Reno había muerto o había dejado de buscarla; ya la encontraba bastante enojosa. Si seguía llorando, y era lo más probable, él habría querido estrangularla con sus propias manos. Dejó escapar un leve sollozo seguido por un hipo. Su hermana le habría dicho que las lágrimas no servían para nada. No, Summer le pasaría un brazo por los hombros y le diría que no iba a pasar nada. Sin embargo, Summer había desaparecido. A lo mejor, también estaba muerta. Era posible que Lianne Lovitz fuera a perder a sus dos hijas. Además, nadie encontraría su cuerpo; se quedaría congelada y, quizá, dentro de veinte años un paseante se topara con su cadáver…

Dejó escapar otro sollozo. Al menos, morir congelada no dolía. Te quedabas dormida y todo se nublaba, te quedabas dormida y se acabó. Pero ella no quería que se acabara. ¿Dónde se había metido Reno? Le daba igual lo majadero que fuera, le daba igual que la considerara una pelmaza, quería que volviera y la salvara. ¿Cómo era posible que la hubiera abandonado de aquella manera?

Volvería. El único motivo para que no volviera sería que estaba muerto. Era un hombre en un coche birrioso contra un todoterreno repleto de mercenarios resentidos. Era una necia por pensar que tenía la más mínima posibilidad de salir vivo.

Debería levantarse e intentar salir de allí andando, pero tenía los pies entumecidos y temblaba tanto que no podía levantarse. Tenía que dejar de llorar, las lágrimas se le congelarían en la cara. Se las secó con la manga. Él estaba muerto y ella abandonada; no sabía qué era peor.

—¿Estás llorando?

La voz tenía un tono de fastidio e impaciencia y le llegó de ladera abajo. Reno apareció de entre una espesa arboleda.

Ella no se lo pensó. Salió disparada, se abalanzó sobre él y lo tumbó de espaldas cubriéndolo de lágrimas.

—¡Creí que estabas muerto! Creí que te habían capturado, que te habían matado y que yo moriría sola en el bosque.

Él se quedó un instante debajo de ella. Luego, se quitó sus brazos del cuello y la levantó un poco para poder mirarla.

—No es fácil matarme —se limitó a decir.

Él tenía una expresión rara en los ojos, una expresión que ella no pudo interpretar, pero pudo imaginársela: fastidio.

—Perdona.

Ella se levantó precipitadamente y se resbaló un poco con el hielo. Él se levantó de un salto, sin esfuerzo, y la agarró del brazo mientras ella resbalaba.

—Vamos —dijo él al cabo de un rato incómodo—. La furgoneta está ahí abajo.

—¿La furgoneta? ¿De dónde la has sacado?

—La he robado.

Ella suspiró temblorosamente mientras se reponía.

—Tienes suerte de que tu abuelo sea un gángster. Si no, acabarías con tus huesos en la cárcel muy pronto. A no ser que robar coches se considere un delito menor.

—Yo no llamaría gángster a Ojiisan —replicó él mientras bajaba la ladera agarrándola de la mano—. Tampoco diría que tengo suerte. Creo que hay un traidor en su organización. Esos rusos tuyos tienen información confidencial; es imposible que supieran lo de la casa de verano a menos que se lo hubiera dicho alguien.

Ella resbaló y él la agarró del brazo con más fuerza. Jilly pensó que iba a hacerle moratones.

—Dijiste que ese sitio era suyo. Quizá sólo fuera una suposición con fundamento. Además, no son mis rusos. También te persiguen a ti.

—No creo en las suposiciones con fundamento —tiró de ella—. Deprisa. Tenemos que salir de aquí antes de que la nieve sea más profunda.

—Lo… intento… —replicó ella sin poder dominar los temblores.

Él se paró.

Gaijin estúpida —farfulló mientras se quitaba la cazadora de cuero—. Podías haberme dicho que tenías frío.

Ella no quiso aceptarla, pero él no le dio elección. Metió los brazos, se la puso y notó el calor que la rodeaba, el calor del cuerpo de Reno. Él era flaco y ella tenía pechos, pero él consiguió subirle la cremallera entre maldiciones. Aunque notó el roce de una mano en un pecho, él no se dio cuenta.

—¿No tienes frío? —preguntó ella sin dejar de tiritar.

Reno sólo llevaba una camiseta negra y asombrosamente, dadas las circunstancias tan adversas, ella se fijó en que para ser un punk tan delgaducho, rellenaba completamente la camiseta. También se fijó en el dragón tatuado que le bajaba por el brazo.

—Sobreviviré —contestó él lacónicamente mientras la arrastraba ladera abajo.

El descenso le pareció interminable, pero, al menos, dejó de temblar. Las zapatillas le resbalaban todo el rato sobre la fina capa de nieve, pero Reno, con sus botas de vaquero, parecía no tener ningún inconveniente. Su pelo rojo y resplandeciente era como una baliza luminosa en medio de la noche. Además, se dijo ella para sus adentros, le daría calor. Cuando por fin salieron a la solitaria carretera de montaña, la pequeña furgoneta de reparto estaba esperándolos.

—Gracias a Dios —musitó ella mientras se dirigía hacia la puerta del pasajero.

Él la agarró del brazo y tiró de ella.

—Conducimos por la derecha —le recordó.

Una vez alcanzado su destino, los músculos decidieron dejar de funcionar. Intentó subir a la furgoneta, pero las piernas se negaron a obedecerla y tenía las manos tan entumecidas que tampoco podían sujetarla. Él la levantó como si fuera una pluma, algo inconcebible, la sentó, cerró la puerta y rodeó la furgoneta. Hizo algo debajo del salpicadero y el motor se puso en marcha. Los faros iluminaron la carretera larga y estrecha que tenían delante.

—¿No temes que los rusos puedan encontrarnos? —preguntó ella vacilantemente mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

—No.

—¿Por qué?

—Mejor que no lo sepas —contestó él mirándola fijamente.

—¿Los has matado? ¿A cuántas personas has matado? —preguntó ella con estupor.

—Su coche se salió de la carretera. No sé si están muertos ni me importa. Al menos, ya no son un problema. En cuanto a la gente que he matado, también es mejor que no lo sepas.

Ella debería sentir náuseas, estar aterrada, estupefacta, pero la espantosa verdad era que se sentía muy bien. Él había matado para protegerla. Un arrebato instintivo, atávico, quiso que se hinchara de felicidad y gratitud. Era como un cachorrillo asustado. Para disimular el silencio, se inclinó hacia delante y manipuló los mandos.

—¿Se puede encender la calefacción?

—Seguramente, no. Deja de molestar. Ya te he dejado mi cazadora.

—No te la he pedido y no estoy molestando. No estoy acostumbrada a los inviernos.

—Se me había olvidado… eres una chica de California —él lo dijo como si fuera la tonta del pueblo.

Ella empezó a bajarse la cremallera de la cazadora.

—Toma la maldita…

Él la detuvo con un brazo.

—No te la quites. Yo no la necesito y tú, sí.

En realidad, ella prefería que él volviera a ponérsela. Podía verlo reflejado por las luces de los indicadores del salpicadero y sus brazos musculosos eran… perturbadores.

Tenía que olvidarlo, se dijo con severidad, él la consideraba una pesadilla.

—Muy bien, tiro la toalla —dijo ella—. Llévame al aeropuerto y me montaré en el primer avión que salga. No me resistiré.

—No te serviría de nada resistirte a mí. Te marcharás en cuanto sea seguro. Estamos solos hasta que me entere de lo que está pasando y no voy a permitir que te metas en alguna trampa.

—Te agradecería mucho que te preocuparas por mí si no fuera porque sé que sólo tienes miedo de tu primo.

Él esbozó una levísima sonrisa.

—Puedo defenderme de Taka. Te recuerdo que me crié con él, pero tienes razón, no quiero desquiciarlo innecesariamente. Además, aprecio a tu hermana.

—¿La aprecias? —ella no daba crédito a lo que había oído—. Ella me dijo que detestabas a todas las mujeres estadounidenses.

—Hay excepciones.

Reno no la miró y lo dijo en un tono áspero. Si bien dudaba sinceramente que ella fuera una de esas excepciones, tampoco iba a insistir.

—Entonces, ¿no vas a llevarme al aeropuerto?

—No.

Quedarse en Japón era un peligro para su salud. Quedarse con Reno era jugar con fuego. Entonces, ¿por qué se sentía tan aliviada? Porque se había librado de las alucinaciones de su cabeza.

—¿Por qué sacudes la cabeza?

Ella parpadeó atónita. Había estado mirándola. ¿Cuánto tiempo había estado mirándola sin que ella se diera cuenta? ¿Qué había dado a entender?

—Por incredulidad ante esta situación absurda —contestó ella con sinceridad.

Él nunca sabría que lo absurdo era su reacción hacia él.

—Te has metido en ella tú sólita. No puedes reprochárselo a nadie.

—¿Siempre eres tan indulgente?

Ante su sorpresa, él se rió. Nunca le había oído reírse. Ni siquiera lo había visto sonreír.

—¿Siempre eres tan consentida?

—Aunque no te lo creas, no estoy acostumbrada a tener que salvar el pellejo.

—Ya lo hiciste una vez.

—Isobel fue mucho más amable.

—Es verdad. Yo no soy muy amable.

—Ya me he dado cuenta.

Él volvió a reírse. Si no supiera que era imposible, ella habría pensado que estaba disfrutando con aquello. Estaba dominado por un enojo considerable y estaban intentando salvar sus vidas. No era probable que estuviera divirtiéndose.

Ella se dejó caer contra el respaldo del asiento y se cruzó los brazos. Se abrazó con su cazadora, como si fueran sus brazos que la protegían. Al menos, él no sabría lo que estaba haciendo. Quizá, cuando por fin la montara en un avión camino de California, le dejaría que se quedara la cazadora. Quizá le recordara lo tonta que había sido. Quizá le recordara su cuerpo duro y cálido debajo del de ella cuando lo tumbó en un arrebato de alivio histérico. Con o sin cazadora, iba a costarle mucho olvidarlo.

Necesitaba acostarse con alguien. Era así de sencillo. Su condición semivirginal estaba volviéndola loca. Tenía que volver a California, elegir al primer hombre atractivo que pudiera encontrar y acabar con aquello. Alguien con más discreción, paciencia y compasión que el cretino de Duke. Entonces, se inmunizaría completamente. Porque en su vida no había sitio para un yakuza punk. Para ser sincera, en la vida de él no había sitio para ella y cuanto antes lo aceptara, mejor.

En cualquier caso, se acurrucó más en el cuero.

Iba a ser el único abrazo que iba a recibir y podía disfrutarlo. Enseguida terminaría…

 

 

Lo más increíble y disparatado de todo era que estaba pasándolo bien. Estaba jugándose la vida por culpa de una gaijin y se sentía más vivo que nunca. Taka lo mataría.

Reno la miró. Estaba envuelta con su cazadora y con la cabeza girada hacia el otro lado. Habría preferido ser él quien la abrazara, pero apreciaba demasiado su vida como para exponerse a la ira de Taka. La conservaría intacta por muy tentadora que fuera. Había miles de mujeres en el mundo. Además, todavía menos que a Taka, quería irritar a Su–chan. Las mujeres eran así, podían conseguir que te sintieras como una escoria sólo con una mirada y él había hecho una promesa. Preferiría que Taka le diera una paliza.

Todo iría mucho mejor si la dejaba en paz. Taka y Su–chan se quedarían más contentos, su abuelo se quedaría más contento y Jilly y él se quedarían más contentos. Si ella dejara de mirarlo cuando creía que no se daba cuenta… Si él pudiera dejar de pensar en las posibilidades eróticas de su boca y de su largo y voluptuoso cuerpo…

Tenía que concentrarse en lo que tenía entre manos. ¿Quién había dicho a los rusos dónde podían encontrarlos? Alguien del círculo íntimo de su abuelo, alguien en quien él confiaba y el anciano no confiaba en mucha gente.

Al menos, los rusos habían acabado entre un amasijo de hierros en el fondo de un barranco. Sin embargo, parecía que alguien hubiera decidido acabar con ellos dos por mera diversión y los mercenarios separaban la diversión del trabajo. Si seguían persiguiéndolos, eso significaba que alguien estaba poniendo el dinero.

La miró. Nadie se acercaría a ella. Nadie le haría nada. No supo muy bien por qué sentía algo tan profundo por una extranjera desesperante, pero lo sentía. Nadie le haría nada; ni siquiera él.