Trece
Pero no emitió ningún sonido. Estaba paralizada con la mirada fija en su camisa. Él soltó una maldición y se la arrancó. Los botones salieron disparados. Entonces, agarró la pistola que llevaba a la cintura y ella, súbitamente, se movió, intentó alejarse de él reptando por la enorme cama, pero él la sujetó de la pierna y tiró de ella.
—Es una pistola, Ji–chan. La usaste para salvar nuestras vidas. Es una herramienta.
Ella se revolvió y le pegó unas patadas, empezó a volver a la vida. Reno tomó la mano de ella y le puso la pistola, la obligó a que la agarrara. Jilly dejó escapar un lamento agónico e intentó tirarla lejos de ella, fue el primer sonido que oyó él salir de su boca desde hacía varias horas.
—Tienes que aceptarlo. Tienes que aceptar lo que has hecho y no tienes otra alternativa.
¿Se dirigía a ella o a sí mismo? Ya no estaba seguro. Por algún motivo tenía que conseguir que asimilara lo que había hecho porque si ella no lo conseguía, ¿qué esperanza le quedaba a él?
Le cerró los dedos alrededor de la empuñadura y ella se alejó repentinamente sujetando la pistola. Apuntaba hacia él con las manos temblorosas, apuntaba a su cabeza. Se dio cuenta de que estaba tan perturbada que podría matarlo. Las manos le temblaban tanto que sólo tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de acertar, pero no quería jugárselo. Si se acercaba a ella, dispararía.
—¿Quieres matarme, Ji–chan? —le preguntó él con calma—. Soy la mejor posibilidad que tienes de seguir viva, pero es posible que no quieras vivir. Es posible que quieras tomar la solución de los cobardes.
La pistola seguía agitándose en sus manos y podía dispararse en cualquier momento. Ella fue capaz de quitarle el seguro la otra vez, en medio del jaleo, y podría haberlo repetido.
—Deja la pistola —dijo él—. O úsala. Una cosa o la otra.
Se quedó petrificada. Él se acercó a la cama, se arrastró hasta ella y le quitó la pistola. La dejó en la mesilla al alcance de la mano. Se sentó en los talones y la miró. La observó mientras ella intentaba volver a refugiarse tras el muro de hermetismo.
—Tendremos que intentarlo de otra manera —dijo él—. Date la vuelta.
Al principio, pensó que no le había hecho caso, pero le dio la espalda con los hombros encorvados para aislarse de él. Pudo ver su espalda estrecha y elegante, el dorso de su cuello absurdamente erótico y la cremallera que cerraba el corsé negro que Kyo le había llevado. Dio un respingo cuando la tocó, pero no se apartó. Él empezó a bajarle la cremallera. Notó que se estremeció con su contacto, pero no se quejó ni se movió.
Otro hombre podría haber tenido complicaciones con el corsé, pero él lo retiró fácilmente y lo dejó a un lado. Ella quedó de espaldas con un montón de faldones con volantes y las medias de rejilla, pero nada en el torso. No pudo evitarlo, se inclinó hacia delante y le besó la nuca. Jilly se estremeció leve y superficialmente. Le soltó el corchete de la falda, de las dos capas almidonadas. Ella había obedecido todo el día, ¿hasta cuándo duraría?
—Quítate las faldas, Ji–chan —susurró él.
Durante un momento interminable, Reno no pudo respirar mientras esperaba. Hasta que ella se puso de rodillas, de espaldas a él, y se quitó las capas de faldones por encima de la cabeza. Se quedó con unos pololos anacrónicos y un liguero de encaje que sujetaba las medias de rejilla.
Reno gruñó. Ella tendría que estar aterrada, tendría que haber reaccionado. No debería hacer lo que él le decía, no debería quitarse la ropa y esperar a que la tocara. No podía hacerlo. No podía quedarse mirando su espalda indefensa y tan excitado que podría aliviarse sólo con mirarla. No era por miedo a Taka ni por miedo a que ella pensara que sólo había sido un revolcón, una manera de aliviar la tensión.
Sencillamente, no podía hacérselo a ella. Se bajó de la cama y fue al armario para sacar uno de los yukata gentileza del hotel. Cuando se dio la vuelta, ella no se había movido y le puso la bata sobre los hombros sin siquiera mirarle los pechos, bastante excitado estaba ya. Ella permitió que le atara el cinturón.
—Tienes que dormir, Ji–chan —le dijo él mientras la tumbaba delicadamente—. Tápate.
Ella volvió a obedecer y se metió entre las sábanas. A pesar de su tamaño, pareció pequeña en comparación con la cama. El pelo le tapaba la cara y él se lo apartó delicadamente de los ojos. Ella parpadeó y luego cerró los ojos, dejándolo al margen.
Había necesitado muchísimo tiempo para recuperar el juicio, se dijo él mientras volvía a la sala de la suite. No recordaba haber necesitado nunca liberarse de una forma tan apremiante. Le gustara o no, deseaba a la hermana de Summer. La deseaba desde que la agarró en casa de Taka. Mejor dicho, la deseaba desde que la vio en el jardín de Peter Madsen hacía dos años. Además, podía poseerla en ese preciso instante.
Se quitó la ropa y se tumbó en el sofá. Era demasiado corto, pero tendría que aguantarse. Si alguien quería llegar hasta Jilly, tendría que pasar por delante de él. Podía dormir tranquilo.
Ella debió de hacer algún ruido porque abrió los ojos justo antes de que gritara. Se tumbó sobre ella como un rayo antes de que dejara escapar otro grito.
—Shh… Ji–chan. No pasa nada, te lo prometo.
Ella se rebeló y tuvo que agarrarla de los brazos.
—Tranquila. Si vuelves a gritar, van a sospechar.
Ella lo empujó, quiso quitárselo de encima. La soltó y se quedó mirándola, con los ojos fuera de las órbitas, mientras ella se bajaba de la cama y se refugiaba en un rincón como un animal acorralado y presa del terror.
—Haz que acabe —susurró ella—. Haz que se vaya.
—Ji–chan —Reno sacudió la cabeza—, no sé cómo hacerlo.
—Sí sabes —lo miró en la oscuridad con los ojos resplandecientes por las lágrimas—. Haz que se vaya.
Se acercó a ella dándole tiempo para que cambiara de idea, para que se dejara llevar por el pánico, para que se rajara. Pero no se movió. Él la empujó contra la pared, se estrechó contra ella y le abrió el yukata para que supiera exactamente lo que estaba pidiendo.
—¿Estás segura?
Ella estaba fuera de sí y lo agarró desesperadamente de los hombros para acercarlo más.
—Haz que acabe, haz que acabe, haz…
Ella seguía con el liguero y los pololos puestos y él le acarició los muslos y le soltó el liguero con los pulgares. Aun así, las medias se quedaron en su sitio. Siguió subiendo las manos hasta el borde de los pololos de algodón blanco. Se los bajó a lo largo de las piernas y comprobó que debajo llevaba un diminuto tanga de encaje negro.
Iba a matar a Kyo o a regalarle una caja de sake. Se arrodilló delante de ella y posó la boca en el trozo de tela mientras le quitaba los pololos por los pies y los tiraba a un lado. Era un sueño sexual bien palpable y el último retazo de buen juicio se esfumó.
Ella dejó escapar un sonido sordo, de deseo o lamento, mientras él le quitaba el tanga para poder emplear la boca. Tenía los dedos de ella clavados en los hombros y no sabía si era para alejarlo o acercarlo más. Le dio igual. Le encantaba hacer eso a las mujeres, era la segunda cosa que más le gustaba y con cada roce de la lengua, con cada levísimo mordisco, ella se estremecía de placer. Ella estaba diciendo algo, pero decidió no hacerle caso. Sería algún sinsentido. Subió las manos a lo largo de su cuerpo y le quitó el yukata mientras notaba su primer atisbo de clímax. Quería más. Le introdujo los dedos y ella jadeó. Le pareció increíble lo cerrada y húmeda que estaba. Dejó de pensar cuando ella empezó a respirar entrecortadamente y a arquear el cuerpo.
Se levantó, la levantó y se puso sus piernas alrededor de las caderas. Estaba preparado y quería penetrarla con todas sus fuerzas, pero se contuvo.
Empezó a entrar poco a poco en su calidez húmeda y estrecha. Volvió a salir y ella emitió un leve lamento de anhelo. Entró más profundamente y con un ritmo insinuante para borrarle cualquier recuerdo de la cabeza, para volverse loco. Penetró más con cada acometida para que ella fuese acostumbrándose y ella dejó caer la cabeza sobre su hombro. Notó sus lágrimas y el estremecimiento de su cuerpo, pero no se conformó. Tenía que vaciarla, que no retuviera nada. Entró completamente y ella dejó escapar un leve quejido de dolor.
Se quedó inmóvil, dispuesto a salir, pero ella lo atenazó con más fuerza.
—No pares —susurró—. No pares.
Efectivamente, ya fue imparable. Volvió a embestir y con cada embestida ella se estrechaba más a su alrededor. Cuando el clímax la dominó, lo arrastró con ella y salió rápidamente sin soltarla mientras el orgasmo sacudía todo el cuerpo de Jilly. Debería haber bastado, pero era codicioso y puso una mano entre sus piernas para acariciarla. Ella aplastó la cara contra su hombro para sofocar el alarido.
Había conseguido que durara lo suficiente como para que ella perdiera toda la consciencia, para que fuera animal, primitiva y suya. La llevó a la cama con él. Seguía en ristre o volvía a estarlo. Le había prestado tanta atención a ella que no sabía si alguna vez, le había bajado la erección. Lo único que le importó fue que seguía excitado y la deseaba. La tumbó de espaldas, se colocó entre sus piernas y ella arqueó el cuerpo, alargó las manos y lo introdujo en su cuerpo. Ella volvió a alcanzar el clímax cuando la llenó plenamente. Podría haber seguido eternamente; ella tenía que olvidar y también tenía razón: él sabía cómo conseguirlo. Podría seguir toda la noche si ella lo necesitaba; aunque su polla desfalleciera, podía conseguir su clímax de muchas maneras. No quería que ella pensara ni que sintiera nada que no fuera a él dentro de ella.
Cuando Jilly se durmió, no le quedaba ni un rincón del cuerpo sin acariciar. Se quedó esparcida por la cama y profundamente dormida. Él se quedó mirándola mientras el sol salía entre los rascacielos de Tokio. La miró y sintió un nudo en las entrañas. Un nudo de miedo, anhelo y algo más en lo que no quiso pensar.
En la cama había una mancha de sangre y la miró fijamente. No existían las vírgenes de veinte años; quizá tuviera el período. No tenía reparos en ese sentido, pero eso no explicaría ni el grito de dolor ni lo inesperadamente cerrada que estaba. Era imposible. Cuando la besó en su apartamento, ella no correspondió, pero pensó que era porque había estado espoleándola. Quizá fuera porque ella no había sabido cómo hacerlo.
Se bajó de la cama. Ella dormiría durante horas y acabaría con las pesadillas por el momento. En cambio, era posible que su pesadilla acabara de empezar.
El sol, empeñado en despertarla, resplandecía contra sus párpados, pero no quería moverse. Le dolía todo el cuerpo y, por fin, estaba tumbada en un colchón, no en un futón ni en una cápsula de plástico. Se estiró y cada músculo, cada articulación, le dolió de una forma deliciosa, muy placentera, como nunca había conocido antes.
Entonces, los recuerdos la invadieron con una presteza aterradora. El apartamento de Reno. La pistola. El hombre muerto. Después, no pudo recordar nada más hasta que se despertó en esa cama a mitad de la noche y Reno entró…
Se sentó con un nudo en la garganta. No había indicios de él. Las ropas de ella estaban esparcidas por toda la habitación, pero no pensaba tocarlas. Fue a por el yukata, que estaba en un rincón, y se acordó de lo que hizo él cuando se lo quitó.
La puerta del cuarto de baño estaba abierta, pero estaba vacío. Olió a champú y agua; se había ido. Fue hacia la ventana, con paso vacilante, y miró la vista de Tokio. Unos copos de nieve flotaban alrededor de la ventana y allí abajo, los peatones se amontonaban apresuradamente en el frío. Apoyó la frente en el cristal y cerró los ojos.
Estaba descorazonada, hecha un guiñapo. No por haber matado a un hombre, sino porque le espantaba lo que había hecho con Reno en esa cama gigantesca. Cuando se movió, la nieve caía con más fuerza. Había un reloj junto a la cama; una cama con las sábanas revueltas. Era pronto por la tarde y Reno había desaparecido. Lo cual, a esas alturas, era una buena noticia.
Vio un montón de ropa en el sofá. Evidentemente, Reno se había arrepentido de la imagen de Mita gótica y había conseguido unos pantalones anchos de seda, una camisa también de seda y una chaqueta de manga larga… y un tanga. Volvió a lamentarse por el recuerdo. No había sujetador, pero tendría que aguantarse; el suyo se lo había dejado en el apartamento de Reno y él no había encontrado uno de su talla o había preferido no buscarlo. Se abrió el yukata y se miró los pechos. Vio la marca de un mordisco en uno y la inflamación por el roce de su piel. Sobre ella. En esa cama.
Agarró la ropa y fue hacia el cuarto de baño mientras se maldecía. ¿Se había vuelto loca? ¿Por qué no podía ser como una mujer normal con la experiencia normal? Lo intentó con Duke, pero la mancha de la sábana le confirmó que no lo consiguió. Reno, sí. Se metió en la ducha y se frotó hasta el rincón más recóndito de su cuerpo. Intentó pasar por alto que él también hubiera usado ese jabón para frotarse su cuerpo; las partes de su cuerpo que había tenido dentro de ella una y otra vez. Le dolió, pero no recordaba haberse quejado. Cuando cerró el grifo, tenía la piel roja de tanto frotar. Al menos, los pantalones de seda eran anchos; unos vaqueros ceñidos habrían sido una tortura.
Iba a salir del cuarto de baño cuando olió a café. Por primera vez en su vida, el olor a café le dio náuseas.
Antes o después, tenía que verse con él cara a cara. Se miró en el espejo. Tenía el pelo mojado y se le rizaba ligeramente alrededor de la cara. Se miró la boca y se acordó de algo más espantoso todavía. Él hizo de todo con ella y ella participó encantada, pero no la besó. Ni una vez. Fue tal revelación, que le dio valor para enfrentarse con él. Salió del cuarto de baño y se lo encontró recostado en el sofá con un café en la mano; había otro en la mesita. Él levantó la cabeza y ella captó algo en su expresión, fría e indolente, que le avisó de que las cosas estaban a punto de empeorar. Reno se inclinó hacia delante para agarrar el café, pero no dijo nada y ese silencio hizo que ella quisiera gritar.
—¿Es para mí?
—Sí.
Otro silencio.
—He visto la ropa que me has traído.
Él inclinó la cabeza hacia un lado. El Reno burlón había vuelto y, encima, había encontrado otras gafas de sol, que llevaba encima del pelo fulgurante.
—Naturalmente —asintió él—. Entiendo que has superado tu experiencia traumática.
—¿Cuál?
Hizo la pregunta sin querer y él esbozó una sonrisa gélida y desagradable.
—Tú sabrás, Jilly. No sé cuál fue peor para ti; si dejar seco a un hombre o dejarme…
—¡Basta!
—Bueno, la verdad es que no me dejaste seco a mí, ¿verdad? Te limitaste a tumbarte y a gozar. A no ser que pienses que no gozaste tanto. ¿Tengo razón?
—No sé lo que pienso.
Él bajó los pies al suelo y ella retrocedió precipitadamente. Reno se rió.
—No te preocupes. No voy a tocarte otra vez. Tengo por costumbre mantenerme alejado de las vírgenes.
—Yo no era… Quiero decir, no lo era en realidad.
—No existen las medio vírgenes.
—En realidad, sí existen, pero no voy a explicártelo. Actúas como si te hubiera hecho algo espantoso.
—¿En vez de todo lo contrario? Te olvidas de algo. Yo no lo provoqué; me lo pediste.
—¿Qué?
—Haz que acabe —Reno repitió sus palabras—. Hice lo que me pediste. Hice que acabara. Un gran error.
Ella lo miró fijamente con el café caliente en la mano y el olor tentándola, pero no pudo moverse.
—¿Qué quieres decir?
Él sonrió con indolencia.
—Quiero decir que cuando me acuesto con una mujer, prefiero que sepa lo que está haciendo.
Ella notó que se había quedado pálida. Él volvió a recostarse, sin inmutarse.
—¿Sabes por qué detesto a las mujeres estadounidenses?
—No —se quedó atónita de que todavía pudiera hablar.
—Porque mi madre era estadounidense. Le pareció divertido ser una gran dama yakuza durante un tiempo, pero cuando se cansó, me dejó con mi abuelo y no volvió jamás. Pobrecito Hiromasa, abandonado y con fijación por su madre —él dio otro sorbo de café y volvió a esbozar esa sonrisa despiadada y burlona que ella había esperado que hubiera desaparecido—. Por eso, de vez en cuando, me gusta follarme a mujeres estadounidenses y luego dejarlas tiradas, para vengarme de mi madre.
Ella le tiró el café, que le empapó la camisa blanca y nueva.
—Te advertí que no hicieras eso —dijo él en tono inexpresivo—. No me gusta que me peguen ni que me tiren cosas. Suelo reaccionar de mala manera.
—¿Y cuándo no? —preguntó ella con furia.
Él se levantó y fue al cuarto de baño con un paso lento mientras se quitaba la cazadora y la camisa. Ella vio su pecho y su espalda… y los arañazos.
—Te perdonaré por esta vez, pero la próxima, te lo devolveré —le amenazó él.
Cerró la puerta y Jilly pudo oír el agua corriendo. Tenía los zapatos junto a la puerta. Se los puso, salió de la habitación, cerró la puerta silenciosamente y no miró atrás.