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Siete

Contuvo la respiración, lo miró fijamente, esperó, esperó a que bajara más la cabeza, a que su boca grande y carnosa se posara en la de ella. Se dejaría llevar, se hundiría en el colchón debajo de él, se fundiría con el cuerpo que caía sobre ella, se dejaría llevar y lo poseería…

—Duérmete.

Él lo dijo en un tono gélido e inexpresivo cuando su cuerpo era duro y ardiente. Muy duro, se dio cuenta con turbación. Aunque había dicho que no la deseaba…

—No saques conclusiones precipitadas —dijo Reno como si le hubiera leído el pensamiento—. No puedo tumbarme encima de una mujer hermosa sin ponerme duro, pero no es nada personal. A no ser que quieras que lo sea.

Ella quería que lo fuera. No quería ni pensar ni hablar ni resistirse más. En realidad, lo único que quería hacer era dejarse arrastrar por el hombre seductor y desconocido que tenía encima. Él había dicho que era hermosa y ni siquiera iba a besarla…

—No quiero que lo sea.

—Eso es mentira —ella esperó que se burlara, pero siguió en un tono extrañamente delicado—. Pero esperaremos a que seas sincera. Hasta entonces, duérmete.

—Lo intento, pero no controlo mi cuerpo como tú —Jilly se dio cuenta de lo que había dicho—. Quiero decir, como controlas tu cuerpo.

Sus ojos resplandecían en la oscuridad.

—Lo dijiste bien la primera vez. Puedo ocuparme de tu pequeño problema.

—Gracias, pero no me apetece que vuelvas a dejarme inconsciente.

—No era lo que había pensado.

Él introdujo una mano entre los dos cuerpos y entre las piernas de ella. Jilly soltó un grito e intentó quitárselo de encima. Él le tapó la boca con la otra mano y se inclinó para susurrarle al oído.

—Shhh… No conviene que nadie sepa lo que estamos haciendo.

Ella intentó sacudir la cabeza, pero él la tenía sujeta. Él puso una pierna entre las de ella para separárselas. La acarició a través de la fina capa de algodón. La acarició como si, efectivamente, conociera su cuerpo mejor que ella misma y se arqueó debajo de él.

—Yo te habría propuesto que lo hubieras hecho tú misma, pero me habrías dado otro puñetazo —susurró él—. Estás muy tensa y es la única forma de que te relajes y te duermas. Tómalo como una terapia médica.

Ella quiso morderle la mano, pero le resultó imposible.

—Cierra los ojos, Ji–chan, y déjate llevar. Cuanto antes lo hagas, antes llegarás al clímax.

Nadie la había acariciado de aquella manera. Él tenía razón, podía haberlo hecho ella misma, pero su contacto a través de la tela, cada vez más húmeda, era algo tan poderoso que no creía que hubiera forma de resistirse a él. Conocía su cuerpo y no era una mojigata. Podía alcanzar el orgasmo fácilmente, pero nunca había sentido algo así; las manos de un hombre sobre su cuerpo, su calor abrumándola en la cápsula diminuta, su aliento en la oreja… y no era un hombre cualquiera, era Reno quien la acariciaba.

Su cuerpo se estremecía con una oleada de sensaciones e intentar apartarse de él con un giro del cuerpo sólo lo hacía más intenso. Se retorció al sentir un leve clímax y se dejó caer hacia atrás con un ligero jadeo mientras él le apartaba la mano de la boca.

—Ya… —susurró ella en tono áspero—. Ya te has ocupado de mí, ya he llegado al clímax. Ahora déjame en paz.

Su risa contenida llenó la oscuridad.

—¿Llamas a eso un orgasmo? Los hombres estadounidenses deben de ser unos amantes nefastos.

La segunda oleada la alcanzó con más fuerza y casi no pudo contener el grito. ¿Cómo había sabido acariciarla con firmeza, con delicadeza, con esos dedos largos y delgados? Se retorció otra vez cuando otro clímax irresistible se adueñó de ella.

Ya no hubo resistencia. Era algo en aumento, hacia un lugar negro donde no había estado jamás, más allá de la excitación, más allá del orgasmo, más allá de la vida y la muerte, dispuesta a zambullirse en la oscuridad. Lo agarró para intentar acercar su cara a la de ella, ávida de su boca, pero él, repentinamente, se puso rígido y ella se derrumbó sobre su hombro para sofocar un grito entre convulsiones, estremecida, muñéndose.

Luego, se dejó caer desfallecida. Tenía la cara mojada y se dio cuenta de que estaba llorando. Sus jadeos llenaron la diminuta cápsula.

Él se echó a un lado y dejó de sujetarla.

—Eso ha estado mejor —comentó él con naturalidad—. Tendrá que bastar por el momento. Tienes que aprender mucho sobre el sexo, ¿no?

Ella no podía hablar. Ni siquiera podía darle la espalda sin estrecharse contra él. Los estremecimientos fueron desvaneciéndose lentamente. Ella quiso desaparecer, morirse, fingir que no había pasado nada. Dio un respingo cuando notó su mano en la cara. Era de una delicadeza inusitada.

—Cierra los ojos y duérmete, nena —susurró él con ternura mientras le cerraba los párpados con los dedos—. Mañana podrás pegarme. Ahora, duerme.

Ella se durmió.

* * *

Ji–chan estaba llorando. No soportaba que las mujeres lloraran. Aunque fuera la reacción a una experiencia sexual fabulosa. Además, sus lágrimas no se debían sólo a la intensidad del clímax.

Encima, si había sido tan necio de hacer algo así, podría haberse bajado los vaqueros y desfogarse también. Se había quedado ahí tirado con una erección que iba a matarlo. Entonces, ¿quién se ocuparía de Jilly y la protegería? Debería saber que nadie se había muerto por no aliviar una erección. Empezó a tener erecciones a los doce años y no se acostó con nadie hasta los catorce, y había sobrevivido.

Oyó la respiración profunda de ella; estaba dormida. Era él quien estaba completamente despierto. Podría hacerse una paja, ella no se daría cuenta, pero no iba a hacerlo. Como un niño de doce años, quería conservar la erección y pensar en Jilly. En cuanto la hubiera sacado de Japón y estuviera en buenas manos, derramaría toda esa energía en alguien que lo deseara. Pese a sus sarcasmos, no quería follar con ella a fondo. Podía esperar a alguien que no tuviera más implicaciones.

Cerró los ojos. No tenía ni idea de lo que iba a hacer al día siguiente. Ese mismo día, mejor dicho. Iba a tener que conectar con su abuelo sin utilizar los conductos habituales, lo cual sería engorroso. Los integrantes del núcleo duro de su abuelo lo reconocerían fácilmente y él no sabía quién quería cazarlo. Matsumoto–san lo había odiado siempre, como Tomatsu–san. Además, había uno nuevo, Hitomi–san. Era un desconocido y no recordaba que Ojiisan hubiera metido jamás a alguien nuevo en la organización sin decírselo a su nieto y heredero.

El problema era que antes de ocuparse de eso tenía que encontrar un sitio donde esconder a Ji–chan y no se le ocurría ningún sitio seguro ni nadie con quien dejarla.

Lo pensaría por la mañana. La erección no cedía, pero podía controlar la mente. Necesitaba descansar y por el momento estaban seguros en esa burbuja. Se movió un poco para juntarse con ella y entonces consiguió quedarse dormido.

 

 

Jilly se despertó por fases, pasó por las siete capas de su felicidad antes de darse cuenta exactamente de dónde estaba. Estaba de espaldas en la cama de un hotel de cápsulas con el cuerpo de Reno extendido sobre el de ella. Se acordó de lo que pasó antes de que se quedara dormida y lo empujó hasta que él se apartó con un gruñido y abrió los ojos.

—Cretino —le insultó ella mientras se apartaba todo lo que podía.

El encendió la luz y la cegó por un instante. Cuando volvió a abrir los ojos, él estaba mirándola.

—¿No tendríamos que marcharnos de aquí? —preguntó ella con toda la calma que pudo.

—Enseguida. Todo el mundo está preparándose para marcharse y tú no deberías estar aquí.

—¿Vas a decirme que nadie trae nunca a una mujer?

—El único motivo para traer a una mujer es el sexo y hay sitios más cómodos, por si no te habías dado cuenta…

Ella tuvo suerte y esa vez pudo dominar el rubor. Una vez completamente despierta, tuvo la repentina e incómoda imagen de Reno encima de ella, desnudo, ardiente, maravillosamente… Parpadeó. Ni siquiera sabía lo que estaba imaginándose; no tenía nada que ver con las novelas de amor y sí con el ejercicio, si tenía que creer a Reno. En cuanto a ella, sería mejor que no lo supiera. Al menos, mientras estuviera en Japón con ese hombre concreto, por muy tentador que fuera.

—Entonces, ¿vamos a esperar?

Se sentía abrumada aunque estuviera encajonada en el rincón más lejano de la cápsula.

—Espera. Tengo que hacer unas cosas.

Reno levantó la puerta y salió.

—¿Vas a volver?

Lo preguntó antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, de lo preocupada que había parecido. Claro que estaba preocupada. Estaba en un país extranjero y había gente que quería matarla. No era nada personal por Reno. Aunque él no lo creyera. Sobre todo, cuando ella tampoco sabía si creérselo.

—¿No he vuelto siempre?

Él volvió a cerrar la puerta sin esperar la respuesta y ella tomó aliento. Había un espejo empotrado en la pared de plástico e hizo un esfuerzo por mirar a la desconocida que la miraba fijamente. Tenía el pelo revuelto, ojeras y los labios pálidos. Fuera por la falta de sueño, por la tensión o por la mezcla de las dos cosas, parecía como si un camión le hubiera pasado por encima. Necesitaba darse una ducha, lavarse los dientes y ponerse ropa limpia, pero era improbable que fuera a conseguirlo en el futuro más inmediato.

Por lo menos, podía intentar que él le diera algo de comer. Podría aguantarlo mejor cuando hubiera comido algo. Lo de la noche anterior había sido una aberración producida por el cansancio y el hambre. Además, él no le había dado alternativa. ¿Era una violación que alguien te llevara al orgasmo por la fuerza? Quizá. Quizá debiera pedirle a Taka que hiciera algo con él. Aunque no se imaginaba a sí misma explicándole a su imponente cuñado lo que había pasado en la cápsula del hotel. Lo mejor sería mantener un silencio digno. La noche anterior no había sido capaz de frenarlo, como tampoco había sido capaz de frenar su reacción. Y menuda reacción… Nunca había sentido algo parecido, algo tan estremecedoramente intenso. Si hubiera sabido que eso era lo que podía pasar con un hombre, se habría librado de su virginidad hacía mucho tiempo. Aunque lo había intentado. En la universidad nadie se interesó por alguien de su edad, aunque ella estaba convencida de que era una vieja de espíritu. Nadie se acercó lo suficiente para comprobarlo. Reno sí se acercó. Y mucho… Iba a tener que hacer todo lo que pudiera para poner tierra por medio. Algo imposible en aquellas circunstancias. Quizá volviera con una escapatoria irrefutable para ella y no tendría que volver a verlo; salvo en algunas reuniones familiares que no pudiera eludir, lo cual, no le importaba. Eso mejoraría mucho las cosas. Dentro de cinco años, podría mirarlo a los ojos sin sentirse extrañamente vulnerable. Bueno, quizá sólo le llevara cinco días. Hasta entonces, tenía que ponerse otra vez la misma ropa, la ropa que había llevado demasiado tiempo. Se peinó un poco con los dedos, aunque se quedó con un aspecto demasiado punk para su tranquilidad de espíritu. Nunca le había importado parecer punk, en realidad se había cortado el pelo así para parecerlo, pero en ese momento, Reno ya era bastante punk por los dos.

De todas las canalladas y barbaridades que Reno había hecho desde que apareció en casa de Taka, la peor fue volver a la cápsula con ropa limpia, el pelo mojado y recién afeitado. Quiso verlo muerto.

—No me mires así —dijo él como si le hubiera leído el pensamiento—. No puedo colarte en el cuarto de baño. Voy a llevarte a un sitio seguro donde puedas ducharte y cambiarte de ropa —se sacó una tela del bolsillo y se la ató alrededor de la cabeza—. Vamos. El coche está esperándonos.

—A ver si lo adivino. Un coche robado.

—No me ha dado tiempo de comprarlo. Baja la cabeza y no contonees las caderas.

—¡No contoneo las caderas! —replicó ella indignada.

—Sí lo haces. No andas como un hombre. Tienes unas caderas de actriz porno y los hombres no dejan de mirarlas.

Ella no supo si sentirse ofendida o halagada. Era más fácil ofenderse.

—A lo mejor piensan que te has traído a tu novio femenino.

—No andas como un gay, andas como una bomba sexual.

—Que te den… —dijo ella con furia.

—A Taka no le gustaría.

—Que le den a Taka.

—A Su–chan no le gustaría.

Jilly tiró la toalla.

—Todo sería mucho más fácil si dejaras de sacarme de quicio.

—Fácil… ¿para quién? Además, no tengo que esforzarme mucho.

—No, eso es verdad —ella lo miró fijamente—. Eres desquiciante por naturaleza.

—Recuérdalo. Mantén la cabeza agachada, no digas nada y haz lo que te diga.

—Majadero.

Jilly salió de la cápsula y se preparó para pasar otro día de un lado a otro.