Doce
No fue el beso que ella había esperado. Durante dos años había pensado cómo sería un beso de Reno y durante dos años se había imaginado algo sacado de una novela de amor. La realidad fue turbadora. Le cubrió la boca con su boca abierta y frotó su pelvis, lenta y provocativamente, contra la de ella. Eran de la misma altura y pudo notar su protuberancia sobre las capas de enaguas. Su boca era voraz, casi despiadada; la besaba como si la odiara y ella levantó las manos para empujarlo con fuerza. El no se movió, pero separó la cabeza. Ella tenía los labios inflamados.
—¿Por qué me besas?
Ella lo dijo con voz ronca y notó que los ojos se le habían empañado de lágrimas. Parpadeó con rabia para secarlos.
—No lo sé —contestó él apretándola con las caderas contra la pared—. ¿Quieres follar conmigo?
Ella intentó pegarle una patada, pero el debió de suponérselo porque le sujetó las piernas con una de las suyas.
—No —contestó ella dominada por la furia.
—No finjas, Ji–chan. Estás encaprichada de mí. Estoy a punto de satisfacer tus sueños —dijo él sin respiración y en tono burlón.
—Estás a punto de recibir una patada entre las piernas y no podrás satisfacer los sueños de nadie, ni los tuyos.
—Sabes que no voy a permitírtelo. Sabes que no puedes hacer nada si no te lo permito. Te lo preguntaré otra vez; ¿quieres follar conmigo?
—No sé por qué me lo preguntas —replicó ella con amargura—. Ya ha quedado claro que no te intereso y…
—¿Te parece que esto es falta de interés? —preguntó él estrechándose contra ella.
—Eres un pervertido que se excita con mujeres vestidas de niñas. No tiene nada que ver conmigo.
—Entonces, quítate la ropa y veremos si sigo excitado —propuso él.
Ella lo miró a los ojos y a las lágrimas tatuadas.
—Reno —dijo con serenidad—, si estás tan aburrido, sal y acuéstate con alguien. Estoy segura de que encontrarás a alguien que le apetezca.
—A ti te apetece —entonces, la soltó tan repentinamente como la había aprisionado y sonrió—. No, tienes razón, no eres mi tipo. Además, respeto mucho a Taka y me mataría si follara contigo.
—¡Deja de llamarlo follar! —exclamó ella con desesperación—. Se llama hacer el amor.
—Jilly, yo no hago el amor, yo, follo.
—Yo, no.
Él ladeó la cabeza y la miró.
—¿Te apuestas algo?
Volvió a abrazarla y a besarla. Ya la habían besado antes. Cuando tenía diecisiete años decidió, por afán científico, saber lo que era «darse el lote», y se encontró con que el profesor de física avanzada estaba por la labor. Aprendió a usar la lengua y los dientes, a estimular, a exigir y a succionar delicadamente. El experimento fue bastante pringoso, pero le dio una idea bastante aproximada de lo que hacía la gente cuando juntaba las caras. Craso error. Reno no besaba como Jeffrey ni sus besos eran como los toscos besos que le dio Duke durante aquel apareamiento desdichado y desastroso. Él la besaba como un ángel delicado y triste; tan maravillosamente que su cuerpo parecía elevarse al intentar estar más cerca de él. La besaba como el demonio, ardiente, ávido y profundo, y ella quiso dejarse llevar, piel contra piel, a algún sitio oscuro y abrasador donde sólo hubiera sexo. La besó en la boca con la lengua; la besó en los párpados, que tenía completamente cerrados; la besó en el mentón y en las sienes; volvió a besarla en la boca y ella se dejó caer contra la pared, aturdida, incapaz de moverse, incapaz de hacer otra cosa que no fuera dejarse besar por él.
Bajó la boca por uno de los lados de su cuello pellizcándolo levemente con los labios y con su aliento cálido sobre la piel. Sus manos ascendieron lentamente por sus muslos y sus dedos se entrelazaron con el liguero de encaje. Ella dejó escapar un jadeo de entrega.
—Basta.
La palabra, pronunciada contra la delicada piel del cuello, fue como un jarro de agua fría. Ella abrió los ojos y miró los suyos con un aturdimiento momentáneo. También abrió la boca para decir algo, pero él sacudió la cabeza para callarla y esos momentos, ardientes y furtivos, podrían no haber existido jamás. Seguía empujándola contra la pared, pero no quedaba nada de sexo en el ambiente. Todo era violencia.
—Están aquí —dijo él moviendo sólo los labios.
La miró a los ojos durante un rato largo y silencioso y ella tuvo la espantosa sensación de que estaba despidiéndose. Entonces, la agarró de los hombros y la empujó con tal fuerza que casi la mandó al otro extremo de la habitación; chocó contra la silla del ordenador, se golpeó con la mesita y acabó en el suelo. Se arrastró todo lo deprisa que pudo hasta un rincón para quitarse de en medio. Le pareció que un ejército había irrumpido en la casa y tardó un momento en darse cuenta de que sólo eran tres, con trajes impecables y el pelo repeinado, que se acercaban a Reno.
No iba a tirar la toalla sin pelear. Era la sombra en movimiento que saltó y pegó una patada en el cuello a uno de los hombres. El hombre cayó entre estertores y Reno se dio la vuelta, dio un puñetazo en el abdomen al segundo hombre y, cuando se dobló por la mitad, otro golpe en el cuello, dejándolo fuera de combate.
Sin embargo, el tercero, mas fornido, lo agarró del cuello y tiró de la cabeza hacia atrás. Reno pateó y forcejeó, pero ese hombre era mucho más fuerte y apretaba con todas sus fuerzas mientras Reno lo agarraba de las manos. Iba a morir. Lo estrangularía o le rompería el cuello y luego se ocuparía de ella.
No tenía alternativa. La pistola había caído al suelo cuando chocó con la mesa. Jilly la recogió mientras Reno y su oponente peleaban por el apartamento. Reno era fuerte y consiguió empujarlo contra la pared, pero él no soltó su cuello. Ella pudo oír que Reno se asfixiaba y sus esfuerzos eran desesperados.
Debería haber dicho algo; algún aviso o algo parecido, pero no lo hizo. El hombre derribó a Reno al suelo, que desde allí miró fijamente a la enorme figura que se cernía sobre él. Jilly vio la pistola en su mano. Nunca se habría imaginado que era tan fácil. Apuntó y apretó el gatillo. Notó el violento retroceso en la mano y el ruido fue ensordecedor. Cerró los ojos con todas sus fuerzas, aterrada.
Oyó el ruido sordo de un cuerpo al caer al suelo y la respiración entrecortada de alguien. ¿La suya?
Notó que alguien se le acercaba y le dio igual quién fuera. Podía ser cualquiera de los dos hombres, pero, efectivamente, le daba igual. Si Reno estaba muerto, todo lo demás le daba igual.
Alguien se agachó delante de ella y le acarició la cara; dio un respingo, pero había sido una caricia delicada que le apartó el pelo de la cara. Reconoció el olor a jabón y supo que debería abrir los ojos para confirmar que él seguía vivo, pero no pudo. No podía mover ni un músculo. Él la besó; fue un roce muy leve en los párpados. Él tomó la pistola de su mano sin vida.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo él con una voz inesperadamente amable—. Alguien habrá oído el disparo. Tenemos que largarnos antes de que llegue la policía.
Ella abrió los ojos y sólo lo vio a él, que le tapaba la vista del apartamento.
—Tienes que venir conmigo —él siguió siendo inusitadamente amable y ella se preguntó el motivo—. Dame la mano.
Ella le dio la mano, la mano que había apretado el gatillo, que seguía estremecida por el contacto con la pistola, y dejó que la levantara.
—No mires —le advirtió él.
Sin embargo, miró. El hombre al que había disparado estaba bocabajo sobre un charco de sangre. Le había reventado media cabeza. Ella dio unas arcadas y Reno la abrazó.
—Respira hondo —susurró él—. No pienses en eso ni lo mires. Mira hacia delante y ven conmigo.
No podía hacer otra cosa. Se tambaleó y se dio cuenta de que en los pies sólo llevaba las medias de rejilla. Fue a darse la vuelta para buscar los zapatos de plataforma, pero él no la dejó y la sacó a rastras de la atroz escena. Una vez en el pasillo, ella se apoyó de espaldas en la pared e intentó recuperar la respiración mientras él entraba otra vez en el apartamento. Cuando volvió, llevaba las zapatillas deportivas de ella y sus botas… y la pistola. La pistola que ella había disparado estaba metida en la cinturilla de su pantalón, medio tapada por la cazadora negra.
Ella esperó con paciencia a que él le pusiera las zapatillas y luego lo siguió. Bajaron los tres tramos de escaleras y salieron a la resplandeciente mañana invernal de Tokio.
Reno no estaba acostumbrado a sentirse impotente. No se mimaba ni mimaba a nadie; hacía lo que tenía que hacer sin vacilación y esperaba que los demás hicieran lo mismo.
Sin embargo, no había esperado que Jilly Lovitz le hubiera volado los sesos a alguien para salvarle la vida y no sabía muy bien cómo reaccionar.
Ella estaba conmocionada, lo cual, pensó que estaba bien. No había dicho una palabra desde que disparó la pistola y había hecho todo lo que le dijo que hiciera. Era como un robot silencioso, obediente y desorientado. Todo habría sido mucho más fácil si hubiera sido así desde el principio; él no habría tenido que dar explicaciones, discutir con ella y contenerse. Si hubiera sido así, habría podido dejarla en algún sitio seguro y olvidarse de ella. Esa mujer espectral hacía que pensara en una tumba, no en una cama.
Tenía que despertarla, pero no sabía cómo. Además, quizá lo mejor fuera que se quedara recluida en la seguridad de la conmoción y la negación de la evidencia. Él no cometía el error de pensar que matar era fácil. No lo era nunca, independientemente de lo adiestrado que estuvieras y de las veces que lo hubieras hecho. Para Jilly sería demoledor.
La gente de Tokio era demasiado respetuosa para mirarlos mientras la llevaba de la mano por el metro. Cuando salieron en Harajuku, ni siquiera miró a los que iban disfrazados como ella. Era un zombi. Él estaba llevándola al único sitio que se le había ocurrido que podía ser silencioso y sosegante. Meiji Shrine era un parque inmenso en medio del distrito de Harajuku, pero en otro mundo y otro siglo. Cruzaron el enorme arco torii y bajaron por el sinuoso sendero. No había nadie en el jardín a esas horas tan tempranas; el sitio estaba desértico, lejos de miradas inquisitivas y de hombres con pistolas. Ni siquiera los desalmados Yamaguchi–gumi, los gurentai mañosos más inhumanos de la historia, profanarían un sitio sagrado con una pistola.
Parecía que tenía frío con el corsé y la falda corta y con volantes, pero no podía darle la cazadora. Tenía la camisa manchada de sangre y tenía que ocultársela hasta que consiguiera sacarla del aturdimiento. Le pasó su brazo por el de él, sin soltarle la mano, con la intención de parecer dos enamorados disfrazados que habían entrado de la calle, pero a nadie le importaría; el Meiji Shrine era un sitio acogedor y tranquilo para quien quisiera ir allí. La estrechó contra sí para darle algo de calor y ella se lo permitió. Estaba más fría de lo normal y parecía más ligera, casi etérea.
—Buscaré algo para comer —comentó él en tono despreocupado—. Hay una cafetería por aquí. Un poco se sopa de mijo nos sentará muy bien.
Ella no dijo nada, su cara no tenía expresión alguna, era hermética, y dejó que la llevara por el sendero de cantos rodados. ¿Por qué habría deseado alguna vez que fuera dócil? Era una pesadilla cuando le replicaba, pero cualquier cosa era preferible a esa muñeca sin vida. Rodearon el santuario. Había gente por allí y no había llevado nada para taparse el llamativo pelo. Era un necio por llevarlo así. Lo primero que haría en cuanto llegaran a algún sitio seguro sería cortárselo y teñírselo de negro. Era como un anuncio de neón con piernas; hasta entonces, su ruma y la de su abuelo lo habían protegido, pero en ose momento, estaba llamando la atención de sus enemigos como un faro iluminado.
Compró un café para ella en una máquina y la sentó mientras se lo bebía. Luego, tomó sopa de mijo y algo de comida en la cafetería; otra buena señal. Mientras pudiera comer, estaría bien. Nunca había conocido a nadie tan fascinado con la comida, lo cual le desesperaría si no le excitara.
En ese momento, en esa ocasión excepcional, el sexo no se le pasaba por la cabeza. Tenía que protegerla y esconderla hasta que saliera de ese estado, pero pasear por los senderos recónditos del parque podía ser muy largo. Además, parecía como si fuera a congelarse vestida de esa manera tan ligera y erótica. ¡No iba a pensar en el sexo! Miraría al frente, tendría presente que estaba en estado de shock y no se fijaría en el trozo de liguero que podía verle si se echaba un poco hacia atrás. Tenía que ayudarla, no babear.
Era media tarde cuando salieron de los inmensos jardines y ella no había articulado palabra. Las calles iluminadas empezaban a llenarse de gente y era fácil pasar desapercibidos en Harajuku, aunque fuera con una gaijin gigante. Consiguió montarla en un vagón y la protegió con su cuerpo de las miradas curiosas y de las manos demasiado largas de algunos oficinistas. Hicieron trasbordo para tomar la línea Marounouchi, que rodeaba el centro de la ciudad, la sentó y la vigiló. Podían pasar horas así mientras pensaba qué hacer con ella.
Estaba en estado de shock y sabía que la gente podía morir por eso, pero no pensaba llevarla a un hospital; harían muchas preguntas y no tenía suficientes respuestas. Además, allí no podría protegerla. Sin embargo, tenía que hacer algo. Su cara impasible y su silencio hermético estaban volviéndolo loco. No era tan tonto como para tener remordimientos por no haberla protegido; había hecho lo que había podido y si ella no hubiera liquidado a ese hombre, los dos estarían muertos. Ella tendría que asimilarlo en cuanto encontraran algún sitio seguro donde meterse.
Jilly se imaginó que tenía frío. Tenía las manos entumecidas y las piernas y rodillas heladas, pero no le importaba. No sabía dónde estaba y tampoco le importaba. Mientras estuviera con Reno, no tenía que pensar. Podía quedarse en ese reducto seguro que había encontrado, donde nada la rozaba, donde nada se entrometía en la nube de serenidad que se había creado alrededor. El frío la alteraba, intentaba arrastrarla otra vez al presente y ése era, precisamente, el sitio adonde no quería ir.
Él la rodeó con el brazo, pero no fue el abrazo atenazador que solía ser. Debía de haberse dado cuenta de que había tirado la toalla. Ya no iba a discutir, iba a hacer exactamente lo que él quisiera que hiciera. Mientras no quisiera hablar con ella, todo le parecía bien. Porque si abría la boca, empezaría a gritar y sospechaba que no podría parar. Sin embargo, todo era seguridad a su alrededor, como una burbuja de serenidad que nada podría alterar. Agarró a Reno del brazo y se apoyó en él. Lo acompañaría a donde quisiera llevarla.
Un hotel probablemente era una idea estúpida, pero no se le ocurrió otra. Pensó en un hotel del amor, para comprobar si así le cambiaba esa cara de pasmo, pero casi todos estaban dirigidos por familias yakuza y era demasiado arriesgado. Un hotel para ricos empresarios occidentales era una solución transitoria y aunque se corriera la voz de que los habían visto, la seguridad de esos hoteles solía ser excelente. Podía tener la certeza de que pasarían algunas horas sanos y salvos, incluso, probablemente, una noche o más. Si los localizaban, esperarían a que salieran del hotel.
Consiguió una gorra de béisbol en un puesto callejero y se la puso al revés para que la visera le tapara la coleta, que, además, se había metido por debajo de la cazadora. No era gran cosa como disfraz, pero tendría que servir. Además, tampoco mirarían a esa gaijin y lolita gótica que era más alta que la mayoría de los hombres japoneses. Si la suerte, bastante adversa hasta entonces, decidía cambiar de sentido, podrían ganar un poco de tiempo. El suficiente para ponerse en contacto con Ojiisan y alertarlo sobre Hitomi y Kobayashi. Al menos, había tenido la lucidez de llevar los pasaportes y las tarjetas de crédito suplementarios que siempre proporcionaba el Comité. Los documentos de Jilly no eran perfectos, pero tuvo que aceptar lo que había dado el poco tiempo que tuvo desde que le avisó su amigo Kyo. Se registraron como un estadounidense de origen coreano y su novia, y el personal del Trans-Pacific Grand Hotel, de una cortesía exquisita, no se inmutó. Si lo hizo, seguramente pensó que Jilly estaba tan colgada que no podía ni andar, pero, discretamente, no dijeron nada y los alojaron en una habitación de esquina en el piso treinta y dos.
Una vez dentro, dejó a Jilly en una butaca y fue hacia la puerta con la idea de comprobar la salida de emergencia y las escaleras por si alguien daba con ellos. Sin embargo, antes de que pudiera poner la mano en la puerta, ella apareció detrás de él con la misma mirada perdida. La agarró de los brazos y volvió a sentarla en la butaca.
—Tienes que quedarte aquí —le dijo con paciencia mientras se agachaba para quitarle las zapatillas—. Tengo que cerciorarme de que tenemos alguna escapatoria.
Fue a alejarse y ella se levantó otra vez para seguirlo. Reno soltó un exabrupto.
—¿Sabes…? Estás empezando a ponerme nervioso. Ya sé que estás traumatizada, pero si no haces algo para superarlo, vas a conseguir que nos maten a los dos. Siéntate y espérame.
Ella se sentó y cuando él volvió a la habitación, seguía inmóvil con las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo. Cerró la puerta con pestillo y echó las cortinas. Fue al minibar, sacó una botellita de whisky, la abrió y se la bebió de un trago. Luego, sacó otra, la abrió y se acercó a ella.
—Bébetela.
Ella no le hizo caso y miró hacia otro lado. La agarró de la barbilla con brusquedad, la obligó a abrir la boca y vació la pequeña botella en su garganta. Ella se atragantó y, por primera vez, se movió; le pegó y la diminuta botella salió volando.
—¡Di algo! —gritó él con desesperación—. ¡Di algo de una vez!
Ella cerró los ojos. Fue la gota que colmó el vaso. La agarró de los brazos y la levantó.
—Has matado a un hombre. No pudiste hacer otra cosa. Si no lo hubieses hecho, él me habría matado a mí y luego te habría matado a ti. Después, habría salido de allí y habría matado a más gente. Era un sanguinario que merecía morir y tú hiciste un servicio a la humanidad al saltarle la tapa de los sesos.
Ella parpadeó y él la zarandeó con fuerza.
—¿Preferirías estar muerta? Es posible, si hubieras sabido lo vacía que te sentirías al hacerlo. Además, todo se complica. Cada muerte se lleva un poco de ti que nunca recuperas. Nunca volverás a ser la misma, Ji–chan, y no te servirá de nada resistirte.
Volvió a parpadear. La agarró del cuello para obligarla a mirarlo y la impotencia y el dolor se desbordaron.
—Muy bien, si no vas a decirme nada, me aprovecharé —dijo él en un tono despiadado.
La tomó en brazos, la llevó al dormitorio, la tiró en la cama y se quedó mirándola.
—Depende de ti, Ji–chan, no voy a parar hasta que me lo digas.
Se quitó la cazadora y la tiró a una butaca. Entonces, vio su mirada de espanto clavada en la mancha de sangre que tenía en la camisa, la sangre del hombre que había matado. Ella abrió la boca para gritar.