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Veinte

Le dolía todo el cuerpo. Jilly no quiso abrir los ojos; notaba que la luz era demasiado brillante y que el sitio donde estaba tumbada era demasiado estrecho. Supo dónde estaba sin necesidad de verlo; los olores y sonidos de un hospital eran inconfundibles. Se preguntó, con serenidad, si iba a morirse. La idea no le importaba gran cosa siempre que no le doliera. Durante el último mes había esquivado tantas balas que quizá le hubiera llegado su hora. Debería sentir algo un poco intenso, pero en ese momento sólo quería respirar y no sentir dolor.

—¡Minina…!

Lo que faltaba, Lianne estaba allí. Jilly abrió un ojo para mirar a su madre. Lianne, como era de esperar, estaba impresionante con un vestido de noche y los diamantes en el cuello.

—Hola, mami… —la saludó Jilly con un hilo de voz—. No hacía falta que te vistieras por mí.

Lianne lloró a su manera. Nunca soltaba una lágrima, que le habría estropeado el maquillaje, pero Jilly supo por su expresión que estaba afectada.

—Estoy bien —la tranquilizó Jilly sin mucho convencimiento.

—¡No vuelvas a llamarme mami nunca más! —sollozó Lianne.

—No te preocupes, creo que estoy drogada.

—Desde luego. Tuviste un accidente de coche.

—Me acuerdo de eso. ¿Quién chocó conmigo?

—Se dio a la fuga. Fue una suerte que hubiera gente por allí que llamó a la policía y a la ambulancia. Tu coche estuvo a punto de caer a la autopista.

Jilly quiso sentarse, pero la cabeza empezó a darle vueltas y se tumbó otra vez.

—¿Se dio a la fuga? —preguntó Jilly.

Era demasiada coincidencia y no le hacía ninguna gracia. Sin embargo, ¿quién iba a querer hacerle algo en Los Ángeles? Todos los malos estaban muertos, ¿no?

—Quiero irme a casa —dijo ella al cabo de un lato.

—Yo te llevaré a casa, cariño. Mañana. Quieren tenerte en observación toda la noche para cerciorarse de que estás bien. Además, tengo un acto de beneficencia al que no puedo dejar de ir. Así que lo mejor será esperar.

—¿Qué me pasa exactamente? —preguntó Jilly con la sensación de que le ocultaban algo.

Sin embargo, Lianne ya se había levantado para marcharse.

—Tendrás que preguntárselo al médico. Aparte de tener un esguince en el tobillo, creo que sólo tienes golpes por todos lados, pero quieren estar seguros antes de darte el alta.

—Qué bien… —farfulló ella—. Sobrevivo a un accidente de coche y mis daños no tienen interés. ¿Estás segura? No puedo abrir un ojo…

—Estará bien cuando se deshinche. Dentro de un rato te llevarán a una habitación privada. Descansa esta noche y mañana te mandaré al chofer para que te recoja.

Jilly cerró los ojos. Fuera lo que fuese lo que le habían dado, la dejaba inconsciente. Estaba encantada de dormirse.

—Adiós, Lianne.

Incluso con los ojos cerrados, captó la vacilación de su madre.

—Cariño, si quieres que yo…

Jilly volvió a abrir los ojos aunque le doliera mucho la cabeza.

—¿Sí…?

Lianne se mordió el labio operado.

—Si quieres, puedo venir con Jenkins por la mañana. Si quieres mi compañía, puedo cambiar mis planes.

—No hace falta, Lianne.

Jilly cerró los ojos y un instante después, su madre se había marchado. Tenía que estar atiborrada de medicamentos, se dijo Jilly al notar unas lágrimas. No se hacía ilusiones con Lianne y no se las había hecho desde que tenía doce años… o menos. Últimamente se había sentido muy vulnerable y los medicamentos estaban tirando por tierra las defensas que le quedaban. No había necesitado una madre desde hacía mucho tiempo. Tenía que recordarlo. También se alegraba de que Summer no estuviera por allí. Le había costado muchísimo convencerla de que no había pasado nada con Reno. Summer volvió corriendo a California en cuanto se enteró de lo que había pasado y conocía muy bien a Jilly. En ese momento lo único que quería era ponerse a gritar y Summer, bastante escéptica, sacaría conclusiones. Además, no estaba llorando por Reno. Estaba llorando, sin más. Intentó darse la vuelta y se dio cuenta de que tenía cosas enganchadas a ella. El gotero, el monitor de la presión arterial y algo en el dedo. Fuera lo que fuese, le quitaba el dolor; quizá, si le dieran un poco más, se quedaría completamente inconsciente. Si pudiera pulsar un botón… Sólo evadirse un poco durante esa noche. Al día siguiente haría frente a sus penas y dolores, aceptaría que su madre tenía la sensibilidad y los sentimientos de una mosca y haría planes. No sabía qué planes, pero empezaría por alejarse de allí, de todo lo conocido y familiar. Al día siguiente pensaría adonde salir corriendo. Sólo sabía una cosa, no volvería hasta que lo quisiera con todas sus ganas. Reno aprendería si ella desaparecía. Aunque no sabía dónde estaba y su desdicha no tenía nada que ver con él. Además, nadie le diría que se había largado. Había conseguido convencer a su hermana de que no había pasado nada y Taka pasaría por alto cortésmente cualquier cosa que hubiera podido observar. Saldría corriendo todo lo deprisa y todo lo lejos que pudiera y no volvería hasta que hubiera resuelto definitivamente todo. No tardaría más de una década o dos. Hasta entonces, iba a dormir. Si alguien entrara y le diera más…

 

 

Reno había estado dispuesto a asaltar a un médico para robarle la bata y el letrero con el nombre, pero todo fue mucho más sencillo. El vestuario estaba claramente indicado, estaba vacío y nadie cerraba las taquillas. Fue una pena, tenía ganas de golpear a alguien, pero aceptó que la vida quisiera darle un respiro. La bata le quedaba un poco corta, pero le servía y, además, era del doctor Yamada. Se hizo con un estetoscopio y salió para recorrer el hospital a mitad de la noche.

Nadie se fijó en él. Había conseguido unas gafas de leer y el borde de la montura le tapaba lo suficiente los tatuajes. Le daban dolor de cabeza, pero ése era el menor de sus problemas. El aplicado doctor Yamada podría moverse por las plantas sin llamar la atención.

Tardó casi una hora en encontrarla. Estaba en una habitación privada al fondo de un pasillo. El personal de noche estaba encantado de dejarlo tranquilo y nadie se fijó cuando entró en su habitación y cerró la puerta silenciosamente.

Tenía cierto miedo de haber llegado demasiado tarde. Quien hubiera intentado matarla podría haberse adelantado para rematar la faena, pero la miró y suspiró aliviado.

Su aspecto era espantoso. Tenía puntos en los pómulos, moratones y un ojo hinchado. Estaba tumbada en la cama de un hospital y parecía pequeña. Agarró la silla y la metió debajo del pomo de la puerta; nadie podría entrar sin alertarlo. Sacó la pistola del cinturón, la dejó sobre la mesilla y miró a Jilly. El ojo sano se abrió como impulsado por un resorte y lo miró. Estaba completamente drogada y lo miró aturdida y sorprendida.

—¿Quién eres?

Él se había olvidado de que había cambiado de aspecto.

—Tu médico —contestó él.

Ella sonrió. Fue una sonrisa soñadora y resplandeciente.

—Eres Reno —susurró ella en tono de felicidad—. Sabía que vendrías.

Ella no sabía nada. Reno notó por sus movimientos y su habla que estaba demasiado drogada para darse cuenta de algo. Al día siguiente pensaría que había sido un sueño inducido por la morfina o lo que estuvieran dándole. Entretanto, caería en la tentación y haría algo que nunca había podido hacer en la vida real.

—Estás imaginándome —dijo él con delicadeza mientras se quitaba los zapatos con los pies—. Sólo soy un sueño. Ni siquiera me recordarás mañana por la mañana.

Por una vez, ella no discutió. Quizá eso fuera lo que tenía que haber hecho; tendría que haberla drogado cuando estuvieron de un lado a otro en Japón. Entonces, se fijó en unas lágrimas que le caían por las mejillas amoratadas.

—¿Estás malherida?

—No es gran cosa —contestó ella con cierto disgusto—. Un tobillo torcido y algunos moratones. Es mi corazón…

—¿Tu corazón? —preguntó él aterrado—. ¿Tienes lesiones internas…?

—Está roto —contestó ella con aflicción y sin dejar de llorar.

Él dejó escapar un juramento. Lo había dicho porque estaba drogada, pero le dio un vuelco el corazón. Estaba en medio de la enorme cama, pero parecía muy pequeña y él se tumbó a su lado. La abrazó con un cuidado exquisito para no hacerle más daño. Ella dejó escapar un sonido y él pensó que había sido de dolor, pero Jilly se estrechó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.

—Te he echado de menos —susurró ella.

—Lo sé.

La abrazó suavemente. Le pareció frágil y él había estado a punto de llegar demasiado tarde. Prefería no pensar lo que habría pasado si hubiera caído del puente. Prefería no pensar lo que le habría pasado a él. Ya había perdido a Ojiisan, la persona más importante en su vida miserable y egoísta. Si la hubiera perdido a ella…

No iba a pensar en que ella no era suya. Sólo quería abrazarla mientras lloraba; abrazarla mientras dormía; observarla todo el tiempo que pudiera.

Luego, cuando ella estuviera sana y salva, mataría al hombre que le había hecho aquello.

Se acordó de lo que le dijo a ella una vez. Si alguna vez notaba el peligro de enamorarse, se quedaría tumbado hasta que se le pasara. No se había dado suficiente prisa. Ella lo había atrapado como no había hecho ninguna mujer; le había destrozado la vida, le había destrozado su impulso sexual, le había destrozado todo. Sólo la quería a ella y en ese momento sólo quería abrazarla y cuidarla.

Estaba acabado. Lo bueno, sin embargo, era que podía superarlo. Era una locura transitoria. Tenía fuerza de voluntad suficiente para combatirlo, para alejarse de alguien que no encajaba en los planes de vida que se había hecho. Lo haría en cuanto estuviera seguro de que estaba a salvo. Por el momento, la abrazaría, le acariciaría el pelo, la besaría en la frente y no pensaría en nada más.

 

 

—Quiero el medicamento que me dieron anoche —dijo Jilly de muy buen humor.

Iba vestida con la ropa que le había llevado Jenkins y estaba sentada en una silla de ruedas camino de la salida del hospital acompañada por una joven residente que repasaba los documentos del alta.

—¿Medicamentos? —preguntó la chica—. ¿Le duele algo?

—No especialmente, pero he tenido el mejor sueño de mi vida.

Todavía podía notar los brazos de Reno alrededor de ella, oler al jabón de almendra y sentir los latidos de su corazón. Estaba feliz por primera vez desde hacía bastantes semanas y si se lo debía a algún medicamento, quería más.

—Lo siento, pero no nos hacemos responsables de los sueños. Si quiere que le recete algo para el dolor, puedo hacerlo.

—Da igual —replicó Jilly—. Seguramente, el siguiente sería una pesadilla. Ya puedo marcharme, doctora…

Quiso llamarla doctora Yamada, pero, teniendo en cuenta lo rubia que era, eso parecía muy improbable.

—Doctora Swensen —leyó en el letrero.

—Siempre que me prometa que estará tranquila durante unos días. Se ha dado un buen golpe y ha tenido suerte de no hacerse nada en la cabeza.

Jilly no estaba tan convencida; las alucinaciones de la noche anterior habían sido muy reales. Sin embargo, no iba a decir nada. Quería salir de allí y volver a la seguridad de la mansión familiar en Hollywood. Si el destino era tan gentil de mandarle el mismo sueño u otro más intenso en el aspecto sexual, estaría encantada, si no, se limitaría a dormir.

Jenkins la ayudó a sentarse en el asiento trasero de la limusina. Le dolía todo el cuerpo; para que no le hubiera pasado nada, se sentía como un trapo y sólo podía ver por un ojo. Se miró en el espejo cuando la enfermera la ayudó a vestirse y se encogió de hombros. Se alegró de que hubiese sido un sueño; estaba echa un adefesio.

El cielo estaba muy nublado.

—¿Va a llover, Jenkins?

Hacía semanas, quizá meses, que no llovía.

—Son los incendios, señorita. Este año tienen muy mal aspecto. Es humo. Un poco de lluvia vendría muy bien, pero no parece que vaya a caer.

Jilly intentó contener el nerviosismo.

—Los incendios no estarán cerca, ¿verdad?

—Si tenemos que evacuar, nos avisarán.

No fue la respuesta más tranquilizadora que podía haber esperado, pero tampoco iba a preocuparse. Era muy poco probable que los incendios llegaran a las colinas de Hollywood.

Cuando consiguió arrastrarse dentro de la casa, estaba a punto de caerse redonda y la visión de su madre en el recibidor no mejoró las cosas. Hasta que se fijó un poco más. Lianne iba vestida con su Armani de viaje y el equipaje a juego estaba en el suelo.

—¿Te vas? —preguntó Jilly intentando disimular el tono expectante.

No le apetecía nada tener que aguantar a Lianne en el papel de madre abnegada y lo habría representado con fruición, algo que era especialmente molesto. En ese momento, necesitaba paz y tranquilidad, no a Lianne por todos lados.

—Cariño, me había olvidado de que le había prometido a tu padre encontrarme con él en Praga. Puedo cancelar el vuelo si quieres; me fastidia dejarte aquí sola.

Jilly se preguntó qué haría su madre si le pidiera que se quedase. Era muy tentador ver cómo intentaba escurrir el bulto.

—No te preocupes. Además, no estaré sola. Consuelo y Jenkins también están.

—Bueno, la verdad es que no esperaba que fueras a quedarte. El trimestre empezó la semana pasada y no habías perdido una clase en toda tu vida. Les dije que podían tomarse la semana libre. Consuelo ya se ha ido y Jenkins y su mujer tienen organizadas unas vacaciones. Los jardineros sí estarán, pero sabe Dios si alguno habla inglés.

Jilly estaba tan acostumbrada a ese racismo espontáneo de su madre que no entró al trapo.

—Puedo estar sola perfectamente.

Fue al salón y se dejó caer en el sofá. La habitación estaba oscura por el cielo cubierto de humo del exterior y encendió una luz.

—Mientras tenga refrescos sin azúcar y una televisión, estaré de maravilla.

—Claro. Además, tenemos el mejor sistema de seguridad de toda la ciudad. No digo que vaya a pasar algo; nunca pasa nada. Aun así, llamaré a la agencia de trabajo temporal para que manden un par de personas cuando pase el fin de semana.

—No te preocupes. No quiero ver a desconocidos dando vueltas por aquí.

—Tienes que hacerlo por mí, cariño. No disfrutaré nada en Praga si voy a estar preocupada porque estás sola.

—Haz lo que te haga feliz, Lianne —dijo Jilly por no ponerse a gritar.

Su madre sonrió de oreja a oreja.

—Consuelo te ha dejado preparada algo de comida y puedes pedir toda la que puedan traerte. El lunes ya tendrás compañía.

—Sólo quiero ver la televisión y dormir.

—Ah, otra cosa. Un favor muy pequeño.

Jilly tenía una paciencia infinita con la egocéntrica de su madre, pero estaba agotándosela.

—Claro —dijo con un suspiro.

—Tenía prevista una entrevista con un joven del Times. Quiere saber cosas de la Fundación Lovitz. He pensado que podía ser una distracción para ti; debería venir mañana por la tarde.

—No creo que…

—Es joven y asiático, cariño. Podríamos hacer la entrevista por teléfono, pero puedes imaginarte lo incómodo que sería con la diferencia horaria. Sabes tanto de la fundación como yo y podría servirte para que te olvidaras de quien fuera el que viste en Tokio y te dejó tan mustia.

—Él también puede esperar a que vuelvas. No necesito jóvenes asiáticos en mi vida, gracias. Y en Tokio no pasó nada; sólo estoy cansada.

Lianne dejó escapar un suspiro interminable e inútil.

—Me quedaría más tranquila si tú…

—No voy a hacer la entrevista —replicó Jilly tajantemente—. Vete a Praga y déjame en paz.

Su madre hizo pucheros, algo que le salía muy bien con los labios llenos de colágeno. Su madre era el ejemplo típico de esposa trofeo. Estaba casada con un hombre veinticinco años mayor que ella y retocada quirúrgicamente para parecer que tenía la mitad de años de los que tenía. Dedicaba toda su atención y energía a Ralph Lovitz, su cuarto marido, a quien quería sinceramente; tanto que había pasado con él los últimos veinte años, lo cual, asombraba a Jilly. No creía que ninguno de sus padres fuera especialmente fiel, pero al menos eran discretos y el afecto que sentían el uno por el otro era verdadero.

—No sé por qué tienes que ser tan complicada —dijo Lianne en tono lastimero—. Sólo pido un poco de tranquilidad mental.

Jilly se había pasado casi toda su vida adulta protegiendo a Lianne.

—Tendrás que buscártela por tu cuenta, Lianne —dijo Jilly en tono cansado y cerrando los ojos.

Jilly supo que su madre se quedó allí un rato para intentar aguantar más que su hija, pero no podía competir con su tozudez. Jilly esperó hasta que oyó que se cerraba la puerta de la calle y que la limusina se alejaba por el camino de gravilla. Entonces, abrió los ojos, agarró el mando a distancia y encendió la televisión. Había un documental de animales. Violencia y sexo indiscriminado, justo lo que necesitaba, se dijo mientras se estiraba en el sofá y veía a las lagartijas retozando. Al cuerno con su madre, con Reno y con todo. Mientras estuvieran las lagartijas y ella, todo iría sobre ruedas.