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—¡Esa pierna arriba! Ahora un giro, otro, otro, y otro... ¡Bien, Lucía! Venga, tú puedes. ¡Así perfecto!

Escuchar a Rebe, su profesora de hip-hop, darle ánimos le hizo desear que Susana estuviera allí para contagiarse de esa energía tan positiva.

Al llegar a la academia, Lucía se había planteado hacer campana porque se sentía tan abatida por su amiga que no tenía ganas de levantar un pie. Pero en cuanto Rebe había dado al Play y la voz de OT Genasis había comenzado a sonar con su Coco, Lucía se había arrepentido de ese pensamiento. Ese ritmo tan contrapicado y tan marcado le había permitido dejarse llevar por los movimientos que Rebe les había planteado previamente delante del inmenso espejo. Y parecía que le había salido bastante bien, a juzgar por su reacción...

—Hemos terminado. Estupendo, chicos. ¡Hasta el jueves!

Lucía se dirigía a los vestuarios empapada en sudor cuando Nadia la alcanzó.

—Este sitio es como un purgatorio, ¿verdad? —le dijo apoyando el brazo en su hombro.

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—¿A qué te refieres?

—A que da igual cómo entres, siempre sales mejorado.

Lucía sonrió porque su amiga tenía razón. Desde que había empezado a asistir a esa clase en septiembre, a Lucía le venía la mar de bien para reconciliarse consigo misma y también con el mundo.

—¿A ti qué te pasaba hoy? Se te veía muy de bajón al principio... —quiso saber Nadia.

Había empezado ya a quitarse la ropa de baile para ponerse la de la calle. Lucía se despojó también del chándal mientras le contaba en formato abreviado lo sucedido con Susana, sin dar nombres, porque le parecía que aquel asunto le era demasiado lejano. Su amiga pareció comprender muy bien la situación:

—Lagartas hay en todas partes. Depende de tu amiga que no se deje vencer por ella.

Lucía le dio la razón. Costaba creer que Alicia fuera a salirse con la suya, que Susana dejara libre a Iván para que se lo ligara ella si quería. Pero nadie podía hacer cambiar de opinión a Susana, nadie más que el propio Iván, y eso parecía bastante improbable después de las cosas que ella le había dicho esa mañana. No era nada extraño que el chico no hubiera vuelto a intentar acercarse a ella ni hablarle desde entonces.

Al salir a la calle, se encontró con que llovía. Maldijo al hombre del tiempo, que había anunciado sol para toda la semana. Se despidió de Nadia y permaneció un momento bajo la cornisa del edificio, con la esperanza de que amainara un poco. Cuando al cabo de diez minutos las nubes se habían espesado todavía más, Lucía se planteó la posibilidad de llamar a su madre para que fuera a recogerla. Total, el restaurante ya no la mantenía liada y a esa hora ya habría salido de la productora. Estaba cogiendo el móvil cuando ocurrió una coincidencia de lo más extraordinaria.

—¡Lucía! Estoy aquí —escuchó y, efectivamente, se trataba de su propia madre llamándola desde el coche.

Lucía dirigió la vista hacia allí flipando en colores. Se acercó un poco más para asegurarse de que era real. Últimamente lo hacía a menudo, sí, pero es que también estaban sucediendo demasiadas cosas atípicas. Quizá soñaba demasiado despierta y esa era una de las consecuencias.

—¿Qué te pasa? ¡Venga, hija! Te estás empapando y me vas a poner el coche perdido.

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Sí, definitivamente esa era la voz de su madre. Lucía corrió hacia el coche, abrió la puerta y se metió dentro.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó extrañada. Se apartó el flequillo empapado de la cara porque se le metía en los ojos.

—¿Cómo he hecho el qué? —replicó María con ojos asombrados y voz tensa. Después añadió—: Ay, hija, sí que estás rarita...

—Lo de venir a buscarme cuando estaba a punto de llamarte.

Escuchó perfectamente la respiración profunda de su madre antes de responder, en un tono totalmente diferente, más divertido y distendido:

—¿Estabas llamándome? ¡Qué coincidencia! Es que como llovía, pues eso... He venido.

Cuanto más se divertía su madre con aquella situación, menos gracia le hacía a Lucía, que empezaba a sospechar que debía contarle algo y no sabía cómo.

—¿Qué ha pasado, mamá? —inquirió con voz grave al tiempo que colocaba su mano sobre el brazo trajeado de María.

—No ha pasado nada —respondió ella poniendo ya el coche en marcha.

—¿Seguro?

—Seguro.

Su madre tenía ya toda su atención puesta en la carretera, aunque Lucía no se quedó muy satisfecha. Aun así decidió dejar la investigación para otro momento. Le sorprendió que el trayecto transcurriera prácticamente en silencio. María siempre tenía palabras en la recámara, ya fuera para meterse con el tráfico, con la lluvia o con ella misma.

De pronto Lucía vio que se desviaba del camino a casa al tiempo que le informaba:

—Tengo que hacer una parada previa, si no te importa.

Lucía resopló porque estaba cansada y tenía varios deberes que hacer para el día siguiente. Stella, la profe de inglés, les había puesto un montón de ejercicios el viernes y no había tenido tiempo de acabarlos durante el fin de semana. Por no hablar del trabajo de ciencias naturales que debía entregar también esa semana y ni había empezado...

En cuanto aparcó en un sitio libre que encontró junto a la acera, María dio un salto para salir del coche. Cogió el paraguas del maletero y abrió la puerta de Lucía:

—¿Vienes?

—¿No puedo quedarme aquí? —le preguntó Lucía con ojos suplicantes.

—No. Prefiero que me acompañes.

La chica abrió la puerta del copiloto con desgana, se cubrió bajo el paraguas de su madre y corrió hacia la puerta de lo que parecía un local. Con la lluvia no se veía bien lo que se ocultaba tras los cristales. Además de que estaba a oscuras, como abandonado. Su madre abrió el bolso y sacó el móvil. Marcó algún número y se lo llevó a la oreja, pero no esperó a que alguien respondiera, colgó antes.

—¿Qué estamos haciendo aquí, mamá? —le preguntó Lucía encogida debajo del paraguas.

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—Nada. Tengo que entregar algo a un cliente.

Entonces, de repente, una luz alumbró el interior del local. No era una luz normal, porque dibujaba una palabra en el fondo. Con la lluvia chorreando por el cristal de las ventanas resultaba muy difícil leerla. L, U, C, Í, A... ¡Ponía Lucía!

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Miró a su madre, que se estaba aguantando la risa infructuosamente. Cuando Lucía iba a comenzar la ristra de preguntas, se abrió la puerta del local y apareció al otro lado José María. Lucía se había quedado tan pasmada que no reaccionó y fue su madre la que tuvo que empujarla al interior.

Ahí lo tenía, justo delante... El restaurante de su madre, toda su ilusión entre esas cuatro paredes. Así que aquello era lo que le había estado ocultando durante el trayecto en coche. ¡Por eso había ido a recogerla! Desde luego, si algo tenía claro era que a su madre se le daba tan mal ocultar información como a ella misma.

Lucía comenzó a recorrer aquel espacio para empaparse de él. Todas las cosas que le había contado eran verdad... era un lugar MUY especial: a pesar del trabajo que le quedaba por hacer, se respiraba una especie de calidez y misticismo que lo hacían único. Las paredes de piedra, las vigas de madera, la barra... Era todo precioso. Y todavía lo iba a ser más.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó Lucía al fin.

—Ya ves. Suerte y un poco de... maldad —contestó María guiñándole un ojo.

Le explicó que los que iban a quedárselo se habían echado para atrás después de escucharla a ella hablar de las dificultades que se habían encontrado durante las obras. El propietario había accedido a rehacer todo el papeleo otra vez con tal de no dar más vueltas al tema. María se reía con una expresión alegre, iluminada... Lucía no la había visto nunca. Sintió un cosquilleo por la tripa, que identificó como euforia. Parecía que las ilusiones de su madre al final sí que iban a verse cumplidas.

Esta la cogió de la mano y la acercó a la barra que faltaba por pulir, llena de polvo y restos de pintura. Encima había un sobre grande bastante abultado.

—Te dije que debía entregar algo a un cliente y no mentía.

María sacó los papeles que contenía el sobre y se los tendió a Lucía.

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Lucía sintió un hormigueo de excitación en sus brazos. ¡Se hubiera puesto a pintar en ese mismo instante! Levantó la mirada de los papeles para dirigirla a su madre, que mantenía la boca estirada de oreja a oreja.

—¿Queréis que os pinte la pared?

Su madre rodeó la cintura de José María y ambos asintieron muy seguros.

—Espero que Mario te ayude con las citas... —añadió María para mayor sorpresa de Lucía.

Se abalanzó sobre su madre y José María y se fundió en un intenso abrazo. Le vino a la cabeza la imagen de su padre y la idea de que, una vez más, había dado en el clavo: «Nunca se sabe qué encontrará uno tras una puerta».