El parque de atrás del colegio parecía un lugar neutral. Aquella era la primera reunión de El Club de las Zapatillas Rojas y las Pitiminís, por lo que el espacio en el que se encontraran era muy importante. Primera regla:
Más que nada por las sorpresas que se pudieran encontrar. Al aceptar esa reunión, por la mente de Lucía habían pasado toda clase de sucesos inexplicables y, bastante, terroríficos. Como que, de pronto, apareciera de la nada y por sorpresa Alicia dispuesta a aplastarlas, después de que sus acérrimas enemigas le hubieran dado el chivatazo. También había imaginado que el grupo de las Pitiminís crecía y crecía como una marea negra y densa, rodeándolas a ellas hasta hacerlas desaparecer. Sí, tenía bastante imaginación, pero es que considerando los antecedentes... no era tan raro.
Cuando tras la última clase las chicas se dirigieron al punto de encuentro, las Pitiminís ya estaban allí. Lucía no solía ver a todas las Pitiminís juntas. Había algunas con las que ni siquiera se había dirigido la palabra antes... Contó a boleo y le salieron siete: dos más que ellas. Definitivamente, si la cosa se ponía fea, estarían en desventaja. Se habían acomodado en uno de los bancos y charlaban entre ellas como si nada, abrigadas con sus bufandas de lana, sus guantes de pelo, la mar de sofisticadas. Tanto charlaban que ni se enteraron de que El Club de las Zapatillas Rojas había llegado, hasta que Frida tosió bien fuerte, para llamar su atención.
—Perdonad. Se nos había pasado que teníais que venir a vernos —soltó Marisa sin moverse del sitio. Empezaba bien la cosa, la jefa marcando su papel para mortificarlas.
—Pues sí que tenéis poca memoria a corto plazo. Acabamos de vernos en clase —replicó Raquel.
Estaba claro que el inicio de esa reunión marcaría su desarrollo. Si se dejaban pisotear por las Pitiminís nada más empezar, acabarían doblegándose a sus deseos y convirtiéndose en unos monstruos de su talla, justo lo que habían prometido a Marta que no sucedería.
—Bueno, ¿empezamos? —propuso Marisa para pugnar por el control de la reunión.
Las Pitiminís no les hicieron hueco en el banco, así que no tuvieron más remedio que quedarse de pie alrededor de ellas. Sin duda, aquel imprevisto sumaba un negativo a su bando. Como estaban en pleno mes de febrero y hacía un frío que pelaba, se juntaron entre ellas como pudieron para entrar en calor.
—Propongo llenarle la silla de chinchetas. —Marisa fue la primera en tomar la palabra.
—No creo que con eso consigamos nada más que unos cuantos gritos —repuso Lucía.
—Yo me conformo. Que sufra de dolor... —dijo Sam asintiendo enérgicamente.
—Pues yo no. Hay que pensar a lo grande. Yo quiero que se vaya del colegio para siempre. Cuando acabe de sufrir por las chinchetas, volverá a hacerle a alguien una de las suyas —protestó Lucía, y las chicas le dieron la razón enseguida.
Las Pitiminís se quedaron pensando su respuesta, que acabó siendo también afirmativa.
—Yo también quiero perderla de vista —confirmó otra Pitiminí que estaba sentada en lo alto del banco.
Tenía las medias rotas, así que Lucía cayó en la cuenta de que esa era a la que Alicia había hecho la zancadilla esa misma mañana, en la entrada del colegio, delante de todo el mundo. También de ella.
—Entonces pensemos en algo más a largo plazo —sugirió Raquel. Comenzó a dar saltos en el sitio, con las manos en los bolsillos. El sol descendía en el cielo y el frío se intensificaba.
—¿Como qué? ¿Que se marche del colegio? —preguntó Marisa con desconfianza—. Eso es bastante improbable... —Tras una pausa añadió—: A no ser que le hagamos la vida imposible de verdad... —Se llevó la mano a la barbilla en una expresión pensativa.
—Podemos preparar un planning para fastidiarle TODAS las horas de TODOS los días de TODAS las semanas —propuso Sam. Puso especial énfasis en la palabra «TODAS».
—Sí, tampoco sería tan difícil. Yo tengo muchas ideas... —volvió a hablar la Pitiminí de las rodillas rascadas, y mencionó de pasada la posibilidad de repintarle ese pelo azul de un material más escatológico, o de pegarle la boca con Super Glue para que dejara de soltar barbaridades.
Las distintas Pitiminís fueron pronunciando ideas tan descabelladas como las de la primera, hasta que se sumaron todas al plan.
—Lo llamaríamos el Perfecto Planning Perverso. PPP en clave, para que nadie más se entere —dijo Marisa guiñando un ojo a sus amigas.
Mientras las Pitiminís se iban animando, las Zapatillas Rojas permanecían calladas, sin intervenir en la confabulación. Solo escuchaban y se miraban preguntándose qué hacer. Si querían evitar entrar en la dinámica de Marisa, debían exponer una solución distinta. Ellas no eran perversas, debían encontrar una manera de conseguir su objetivo sin transformarse en el monstruo que les había advertido Marta... Sí, Alicia debía marcharse del colegio, pero por su propia cuenta resultaba increíble. Sin embargo, si la directora, los profesores y todo el colegio descubría lo mala que era, desearían tanto como ellas que no formara parte de él.
—¿Y si conseguimos que la echen? —puso Lucía en voz alta sus propios pensamientos.
—¡¿Chivándonos?! —exclamó Marisa escandalizada.
La pregunta quedó en el aire. Lo cierto era que nadie quería tener la fama de chivata (por mucho que, en alguna ocasión sin demasiada importancia, Marisa y alguna otra hubieran delatado a Lucía, por ejemplo, en el comedor, cuando iba a deshacerse de un plato de comida para ella repugnante). Que alguien tuviera esa etiqueta significaba que era un miserable, que ponía por delante a los profesores antes que a sus compañeros (sin importar cuál), que era incapaz de guardar ningún secreto y que no merecía ningún respeto.
—No tenemos por qué chivarnos. Basta con que los profesores vean la clase de persona que es —dijo Susana de pronto, con voz dolida.
—Sí, yo he oído que alguno ya se ha quejado por su comportamiento —añadió Bea.
—Entonces solo falta un pequeño empujoncito... —concluyó Lucía.
Aquella idea, tan sencilla, tan falta de perversión, fue calando en las mentes de las allí presentes, que lo fueron viendo cada vez más claro. Al menos las Zapatillas Rojas.
—Con que la piquemos un poco cuando haya una profe cerca... —agregó Raquel poniendo la guinda al plan.
—Ni eso. Ella es cruel hasta con la persona más amable del mundo —replicó Lucía recordando su primer contacto con Alicia: cómo ella la saludó, cómo la otra la hundió...
—Incluso con las que no le han dirigido la palabra nunca —apuntó Susana.
Lucía pasó la mano por la espalda de Susana, que temblaba por una mezcla de frío y angustia. Ella apoyó la cabeza en su hombro y se quedaron abrazadas. Bea se cogió al otro brazo de Susana y le dio un beso.
Marisa susurró algo a Sam, que respondió algo inaudible también antes de que otra la siguiera. Las Pitiminís se tomaron un tiempo para hablar entre ellas mientras las Zapatillas Rojas se congelaban. Aquel era un buen plan, pero como no tenía el cariz malvado al que las Pitiminís estaban acostumbradas, era muy probable que no lo aceptaran. Lucía estaba convencida de que Marisa disfrutaba de verdad fastidiando a los demás (aunque no fuera al nivel de Alicia). Y quería disfrutar también de ese PPP que había ideado con sus amigas. Todavía no se creía que estuviera allí, intentando llegar a un acuerdo con ese grupo de víboras.
—Entonces qué, ¿compramos? —preguntó Frida. Se sopló las manos y se las sacudió para entrar en calor. A su lado, Raquel hacía lo mismo.
Marisa levantó la mano para pedir más tiempo. Lucía tuvo que morderse la lengua. ¿Y si le decían que se fueran a la porra? ¿Y si llevaban a cabo su plan ellas mismas? Se respondió a sí misma: cuantas más fueran, más oportunidades tendrían de ganar a Alicia.
Al fin Marisa se volvió en su dirección y, poniéndose rígida, en su sitio, como para ganar gravedad, anunció:
—Compramos.
Lucía todavía no podía creer que dos grupos rivales se acabaran de poner de acuerdo para terminar con un enemigo en común. Pero es que aquello era la guerra, y Alicia el enemigo...