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No había tiempo que perder. Acababa de sonar el timbre y el esperado momento había llegado. Lucía se puso en pie y corrió a la mesa de Susana, que se entretenía en recoger el libro y la libreta de la clase que acababa de terminar.

—¡Venga! ¿A qué esperas? —le dijo Lucía y Susana asintió.

Tomó aire, se puso en pie y se dirigió a su taquilla para coger la mochila. Lucía, y ahora también Frida, la seguían como si fueran su sombra; cualquiera diría que estaban tan ansiosas como ella. Susana quitó el candado, sacó su mochila, la abrió y metió la mano dentro. De pronto, su rostro se volvió más pálido que las paredes. Comenzó a remover la mano por el interior de la mochila a un lado y a otro, abriendo y cerrando bolsillos, cada vez más bruscamente. Al final dio la vuelta a la mochila para que cayera todo su contenido al suelo: lápices, gomas y poco más. Susana metió la cabeza dentro, como si así fuera a descubrir un bolsillo secreto, o una dimensión desconocida.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucía ya un poco preocupada.

—No está —susurró Susana, que seguía buscando sin parar.

—¿Qué no está? —Ahora era Frida la que no entendía.

—¿Qué va a ser? ¡Pues la carta! —acabó gritando Susana, que había perdido ya los estribos.

Lanzó la mochila contra el interior de la taquilla y se sentó en el suelo, con la cara escondida entre las manos. Respiraba acelerada. En ese momento entraron Raquel y Bea en la clase, con expresiones alarmadas. Cuando preguntaron qué sucedía, Lucía lo resumió en cuatro palabras: no encontraban la carta.

—A ver, tranquilízate. ¿Seguro que la guardaste ahí? —le preguntó Frida a Susana. Gracias a su espíritu deportivo, siempre sabía qué aconsejar para sobrellevar situaciones difíciles.

—Sí, creo que sí.

—¿Has mirado en tu abrigo? —le sugirió Lucía.

Susana negó con la cabeza. Así que Lucía sacó de la taquilla el abrigo y metió las manos en todos los bolsillos de que disponía. Ahí no había nada más que algún clínex y billetes del metro viejos.

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—Y la has traído seguro, ¿no? —le preguntó Bea otra vez.

Susana movió la cabeza afirmativamente sin levantar la mirada ni mentar palabra. Frida, Lucía, Raquel y Bea optaron por sentarse con ella en el suelo. Lucía y Bea le acariciaban la espalda mientras Frida y Raquel enumeraban las distintas situaciones por las que podría haber pasado la carta:

—Quizá la cogiste y te la dejaste en la mesa. A veces hacemos cosas de manera automática —sugirió Raquel.

Entonces empezó a enrollarse explicando esa circunstancia que tiene una explicación de lo más científica: parece que un gran porcentaje del tiempo el cerebro de las personas funciona con el piloto automático activado. Cuando eso sucede, nuestra mente no se centra en nada específico del aquí y el ahora, sino que comienza a vagar. Así que, según Raquel, era muy factible que Susana hubiera dejado la carta en algún lugar de su habitación mientras guardaba sus libros y demás cosas, y que no hubiera llegado a guardarla en la mochila.

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—¿Está tu hermano en casa? —quiso confirmar Lucía.

Susana se miró el reloj y negó con la cabeza. Aitor estaba también en clase en el instituto.

—Entonces no nos queda más remedio que esperar a la tarde... —le dijo Lucía. Susana respiró hondo con la intención de hacerse a la idea.

Cuando se dieron cuenta, sonó el timbre de vuelta y ni siquiera les había dado tiempo de desayunar. Encima la siguiente clase era la de deporte... ¡Se iban a desmayar!

La profe, Maite, aquel día debía de estar también con el piloto automático puesto, porque apenas les hizo caso. Tras unas pocas carreras alrededor del patio, que Lucía y Susana burlaron acortándolas cuando nadie las veía, les hizo hacer algunos ejercicios para valorar la condición física de cada una y revisar los apuntes de ese tema que les había pasado hacía unos días. Así pues, habían superado la clase sin desfallecer en el intento.

Después de una clase de ciencias naturales soporífera con la profesora Delfina, se plantaron en la puerta del comedor dispuestas a comerse una vaca entera (o una merluza llegado el caso). Las chicas estaban ya dentro del comedor, esperando en la cola a que llegara su turno para coger la bandeja, los cubiertos y los platos, cuando de pronto escucharon a alguien gritar cerca de la puerta. Se miraron interrogantes, pero decidieron no prestar más atención: el hambre las dominaba. Hasta que Luis, el skater de la clase de Lucía, entró y anunció:

—¡Alguien está haciendo una declaración de amor!

Al principio se quedaron paralizadas. La primera en reaccionar fue Susana, que debió de atar cabos rápidamente: abrió mucho los ojos y salió al exterior. Subida a unas sillas, Alicia leía en voz alta, delante de docenas de desconocidos, de todos los cursos del colegio, la carta que Susana y sus amigas habían escrito la tarde anterior, con la intención de reconquistar a Iván.

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—No puede ser —se le escapó a Lucía, que no podía ni imaginar lo que debía de estar viviendo Susana.

A su lado, su amiga permanecía callada. En su rostro, una expresión de odio extremo. Apretaba los puños a ambos lados de su cuerpo, como si se estuviera conteniendo las ganas de saltar sobre Alicia y estrangularla.

—Vamos a pararla... —empezó a hablar Frida, pero Susana la frenó con la mano.

Negó con la cabeza y continuó escuchando a Alicia burlarse de su carta. Lucía comprendía que no quería darle a Alicia lo que estaba pidiendo a voces: carnaza, un poco de batalla.

—No sé cómo abrirte mi corazón, pero lo estoy intentando. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan a gusto con nadie, Iván. Tú eres especial, aunque no te lo demuestre siempre.

En ese momento, justo en ese momento, Lucía vio cómo Iván en persona hacía acto de presencia en aquel lugar. Parecía que todo estuviera coordinado... Un murmullo comenzó a expandirse entre el gentío, y a hacerse cada vez más sonoro:

—¿Qué Iván es? —se preguntaban unos a otros. La gente quería saber.

Nadie esperaba que cuando Alicia finalizara la lectura de la carta, les ayudaría a desvelar sus dudas:

—Susana, una carta preciosa. Seguro que Iván también lo cree, ¿verdad? —preguntó mirando directamente al chico aludido, que contemplaba a Susana con una expresión difícil de definir: confusión, incredulidad... ¿vergüenza?

Lucía se fijó en que Susana tenía los ojos enrojecidos y se mordía el piercing. Se limpió la primera lágrima con la mano justo antes de salir corriendo de allí. Alicia había conseguido convertir un gesto romántico en uno completamente humillante. ¿Se podía ser más mala?

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