Toda mi vida me acordaré de aquella noche. Estábamos en una especie de balcón con columnatas, en el primer piso. Habitualmente estaba reservado para el personal médico, pero yo había ido a sentarme en él, acompañado por Lobo, y los demás nos habían seguido en procesión, arrastrando sus sillas.

Estábamos sumidos en la oscuridad; por encima de nosotros pasaban balas trazadoras, amarillas, luego rojas, luego otra vez amarillas, luego verdes, que seguíamos con la mirada. De vez en cuando, luces, relámpagos seguidos de explosiones. Yo no conseguía apartar la vista del rostro alegre de Sikkin, preguntándome a qué monstruosa criatura se parecería al día siguiente, sin los medicamentos.

Nos quedamos allí, en nuestras sillas, toda la noche. Habitualmente venían a llevarnos a cenar, luego estábamos un ratito levantados y enseguida nos acompañaban a las habitaciones, antes de apagar las luces. Como no había nadie con nosotros para decirnos qué hacer, no hicimos nada. Nos quedamos allí. Nos habríamos quedado allí indefinidamente, sin comer, sin dormir, sin movernos.

Luego el sol volvió a salir por detrás de la montaña. Con su luz, no solo se difuminaron los relámpagos, también los ruidos. Durante unos cortos minutos, se hizo la calma. ¡El espectáculo era grandioso! Se podían abarcar con la vista las colinas, los pueblos, las ciudades lejanas, y el litoral y el mar, que al alba es de un azul ligero, blanquecino. Debía de haber por todas partes casas destruidas, cadáveres en las calles, banderas sucias sobre las barricadas… No se apreciaba nada de esto a simple vista. Solo la inmensidad apacible. El azul, el verde, y el gorjeo de los pájaros.

Bruscamente, una explosión. Seguida de otra. Y otra más. Enseguida empezaría todo de nuevo. Dije en voz alta: «Yo me voy». Nadie reaccionó. Me volví hacia Lobo, interrogándole con la mirada. Él se levantó también; pero solo para darme una palmada en el hombro, diciéndome: «¡Buena suerte!». Me dio la espalda; se fue. Pocos momentos después, su piano tocaba el concierto de Varsovia. Los bombardeos se habían reanudado aún con más intensidad, pero no conseguían sofocar la música; la acompañaban.

Me fui a mi habitación y reuní algunos objetos. Nada de maletas ni de carteras, solo lo que podía llevar en los bolsillos. Algunos papeles, un poco de dinero, mi agenda y medicamentos, nada más. Me marché.

A pie, sí. Franqueé la puerta principal y caminé por el borde del camino, sin desviarme, en dirección a la capital. Quince kilómetros largos. En tiempos normales, a nadie se le ocurre recorrerlos a pie. Pero nada era normal aquella mañana. Ni yo, ni el camino, ni la gente, ni las circunstancias. Caminé. A mi paso. Sin apresurarme, pero sin pararme nunca. No oía nada; no veía nada. Caminaba mirando la punta de mis zapatos y las piedrecillas del camino. Solo. Ni peatones, por supuesto, ni vehículos. Incluso en los lugares más poblados, la gente estaba encerrada en sus casas, o aún dormía.

Mi camino pasaba por delante de la casa de nuestra familia. O de lo que quedaba de ella. Entré, me di una vuelta por ella, seguí mi camino…

—¡Espere!

(Vacilé mucho antes de abrir este paréntesis. Me había prometido dejar a mi héroe solo en escena, con los personajes que evocaba. Pero me parece que no cumpliría con mi papel si guardase silencio hasta el final sobre el hecho siguiente: el jueves, al comienzo de nuestra conversación, cuando Ossyane pronunció por primera vez el nombre de su hermano, me sobresalté; acababa de recordar haber leído poco tiempo antes, en un suelto, que un hombre de negocios llamado Salem Ketabdar, que fuera ministro, brevemente, en los años cincuenta, había sido hallado muerto entre los escombros de su casa, situada en una disputada colina, muy cerca de Beirut.

Intenté, en muchas ocasiones, mencionar el asunto a mi interlocutor, y siempre me eché atrás diciéndome que mejor sería que le dejase abordar ese acontecimiento a su aire, en el transcurso de la narración, y no obligarle a anticiparse. Tenía curiosidad por saber en qué momento y con qué palabras evocaría la suerte de su casa, así como la del detestado hermano; y si la desaparición simultánea de ambos tenía alguna relación con su partida del país.

Llegados a este punto de la historia, no podía tardar en hablar de ello. Yo estaba al acecho. Pero solo mencionó furtivamente su paso por la casa. Demasiado furtivamente. Y se disponía ya a seguir su camino. Tenía que interrumpirle.

—¡Espere!

Me sentía incómodo, más que en ningún otro momento en el curso de esos tres o cuatro días que había pasado en su compañía. No quería forzar las cosas, ni desviar su narración; deseaba que sus palabras fluyesen por su propio cauce, por decirlo así… Y, sin embargo, no podía acomodarme infinitamente a sus silencios, el tiempo se echaba encima.

Le pregunté, por lo tanto:

—¿Cómo encontró su casa?

—En ruinas. Los muros aún estaban en pie, pero ennegrecidos por el fuego y acribillados de agujeros…

—No se quedó mucho rato en ella…

—No. La recorrí, recogí las llaves y me marché…

—¿Qué llaves?

—Todas las llaves. ¡Mire!

Sacó de su baúl una vieja cartera escolar, cuyo contenido vació sobre la cama. Debía de haber una cincuentena, ¿qué digo una cincuentena?, quizá fuesen cien o doscientas llaves esparcidas por la cama, unas en manojos, otras sueltas; algunas suntuosas, de estilo antiguo, forjadas y como esculpidas… Había recogido las llaves de las alacenas, las de los cofres, las de los cajones, las de las puertas interiores, las de los portones; y también las que se oxidaban desde hacía lustros en cajas de hojalata… La necesidad de reunirlas y llevárselas consigo en su viaje se me escapaba, a decir verdad. Para él, la utilidad de ese «salvamento» no parecía ofrecer ninguna duda; preferí no llevarle la contraria.

Pero ¡cuántas preguntas se atropellaban en mi mente!: ¿Por qué diablos no me hablaba de su hermano? ¿Lo vio muerto, cubierto de sangre, o acaso agonizante —imagen insoportable que, dado su extremado pudor, se esforzaría por olvidar—? ¿O bien podría ser que…? Parece aberrante, pero si quiero ser recto con la historia que refiero, estoy obligado a reseñarla, porque cruzó por mi mente: ¿Es posible que el hombre que tengo ante mí, en el transcurso de su breve incursión en la casa en ruinas, cometiera fratricidio?

Lo miro más de cerca, sin timidez. Contemplo sus ojos límpidos, sus manos de persona ociosa, su cabeza de niño viejo, sus labios serenos y educados… No se parece en nada a un hombre torturado; todavía menos a un hombre capaz de matar a sangre fría. Por más que lo examino, no descubro más que pureza y rectitud. Nada sospechoso, sino, en todo caso, un ligero temblor en el rostro, ínfimas conmociones subterráneas; y también, de vez en cuando, algunas ausencias en la mirada que no siempre he señalado; nada que no pueda explicar ampliamente su largo calvario…

No, ¡a pesar de todo, no sospecharía de Abel por la muerte de Caín! Expulsé con viveza de mi mente esas ideas sombrías. Todo me hacía creer que aún no sabía nada respecto a su hermano; nadie debía de habérselo dicho y él, simplemente, no debía de haber leído los periódicos.

¡Dejémoslo!, me dije. Espero que no se haya dado cuenta de mi perplejidad, me avergonzaría que nos separásemos con esta nota indigna…

Pero, solo para mayor tranquilidad, le hago una última pregunta:

—¿No había nadie en la casa?

—Nadie. Seguí mi camino.)

En las inmediaciones de la capital, había más animación. Llegué a una barriada ruidosa pero apacible, apacible aquel día, al menos. Un taxi aceptó llevarme hasta la embajada de Francia, donde pronuncié el nombre de Bertrand. Mi «sésamo». Las puertas se abrieron. Las máquinas tabletearon. Y, al día siguiente, estaba en París. Tuve suerte. Mi amigo se disponía a marchar tres semanas a Japón. Retrasó su viaje cuarenta y ocho horas para verme.

Nos volvimos a encontrar. Debo decir que él estaba un poco confuso. Confuso por haberme considerado perdido, y sobre todo por habérselo escrito a unos y a otros, incluso a Clara… Pero ¿cómo reprochárselo? Todo parecía indicar que yo era irrecuperable. De todas formas, no guardo rencor a nadie…

Pasé con Bertrand una larga jornada charlando, como en otros tiempos. Tenía que coger un vuelo nocturno; intentamos aprovechar lo mejor posible esas pocas horas. ¡Había tanto que recuperar!… Me habló de Nadia, de sus proyectos, de sus conversaciones con él, de su matrimonio, de su criatura…

Después, quiso hablar de Clara. Le interrumpí. No tengo deseo alguno de saber lo que haya podido vivir en mi ausencia. Supongo que, durante veintiocho años, no se habrá contentado con esperar y lamentarse. No quiero escuchar explicaciones detalladas. Apellidos, fechas, nombres… Nos amamos en una ocasión y lo que nos separó no era asunto nuestro. Ya no tengo tiempo para mirar atrás.

Solo pedí a Bertrand que me proporcionase la dirección de mi mujer. Le escribí. Pasé un día entero haciéndolo. Le conté todo lo que me había sucedido y cómo lo había vencido. Cómo, estando caído, me volví a levantar gracias a Nadia.

Luego, le di una cita.

No, no me ha contestado; no le di una dirección a donde pudiera hacerlo.

Podría haber llamado, es cierto. Pero al teléfono me habría emocionado excesivamente; ¡tengo tan poca costumbre…!; después de todo lo que han debido contarle acerca de mi estado mental, podía confundir el sentido de mi emoción…

Tampoco quería que me contestase demasiado pronto. No estoy seguro de hallarme en condiciones de entender su respuesta de viva voz, sea esta, por lo demás, positiva o negativa.

Por lo tanto, me he limitado a darle una cita. Lo más pronto posible, aunque dejándole tiempo para llegar… si decide venir.

Me pregunté qué día y qué lugar elegir. La solución se me impuso como una evidencia. Repetir simplemente nuestra antigua cita. El 20 de junio, a mediodía, en el Quai de l’Horloge. Entre las dos torretas.

Sí, el 20 de junio es mañana.

Acudió a la otra cita, ¿por qué no a esta? ¿No cree usted?