No conocí nuestra casa de Adana; no, ni siquiera llegué a verla. Pero se encuentra en el decurso de mi vida, río arriba, y me parece que tiene para mí tanta importancia como las casas en las que he vivido.
Se levantaba en el centro de la ciudad y, sin embargo, en un lugar apartado. Tenía muros altos y un jardín de árboles sombríos. Construida en piedra arenisca, enrojecía con la lluvia, y en tiempo seco se envolvía con un fino polvo ocre. La gente pasaba junto a ella fingiendo no verla. Debía de ser, para ellos, un lugar de espantos insondables; espantos vinculados con cualquier morada perteneciente a la familia reinante; espantos relacionados, igualmente, con la presencia de la locura; y también con el doctor Ketabdar, del que decían entonces que se dedicaba a prácticas ocultas, inconfesables.
En una casa así, en brazos de semejante pareja, el niño era un objeto incongruente, que aumentaba todavía más lo irreal de la situación. Estaba allí contra natura y, por decirlo así, se veía en él no un don del cielo, sino el producto de un trato con las tinieblas.
El niño, mi padre, salía poco. Nunca fue a la escuela. Eso tenía en común con otros críos de linaje otomano: era la escuela la que venía a él. Los primeros años, tuvo un preceptor titular; después, a medida que fue haciéndose mayor, diversos maestros para las distintas materias. Nunca recibía a los chiquillos de su edad ni visitaba a ninguno; no tenía amigos, ni compañía, a excepción de los maestros.
Estos últimos no eran gente como los demás. Las personas que aceptaban acudir cada día a la casa «apestada» vivían también, en su mayor parte, al margen de las convenciones de su tiempo. El profesor de turco era un imán que había abandonado sus funciones; el profesor de árabe, un judío de Alepo expulsado por su familia; el profesor de francés, un polaco que había llegado a dar, Dios sabe cómo, en aquella ciudad de Anatolia, y que respondía al nombre de Wassa, diminutivo, sin duda, de un patronímico tres veces más largo…
Mientras el doctor Ketabdar vivió, los maestros se contentaron con enseñar. A horas fijas. No se toleraba ningún retraso. No estaba bien visto ningún exceso. Escuchaban sus directrices, le daban cuenta de los progresos del alumno y acudían cada viernes, en visita de cortesía, para cobrar sus sueldos.
A la muerte del anciano médico, la disciplina se relajó. Mi padre debía de tener dieciséis años. Ya no le controlaba nadie. A partir de entonces, las horas de enseñanza se prolongaron con interminables discusiones, a los maestros se les invitaba a menudo a comer, a cenar, todos a la vez. En torno al joven se formó una pequeña corte. En ella se hablaba de todo y no se veía con buenos ojos profesar ideas vulgares, cantar indebidamente las alabanzas de la Dinastía o ponderar los méritos de la fe.
Un centro de libre expresión, como los hubo en todas las ciudades del Imperio durante aquellos años. Pero no hay que pensar que en nuestra casa de Adana se urdiesen conspiraciones. Se mantenían prudentemente apartados de la política. Había en el grupo demasiados extranjeros, sobre todo demasiados miembros de minorías —armenios, griegos…—; cualquier acusación de las autoridades otomanas los habría puesto en un aprieto. Todo lo más, se hablaba, algunas veces, acerca de las sufragistas, de la escuela obligatoria, de la guerra ruso-japonesa o incluso sobre algunas rebeliones lejanas, en México, en Persia, en España o en China. Constituía su pasión algo muy diferente: los descubrimientos, las novedades técnicas. En el lugar de honor, la fotografía. Y cuando, un día, al calor de una discusión, surgió la idea de dar nombre a ese cenáculo, fue, sin la menor vacilación, el de «Círculo Fotográfico».
Como era el único con medios financieros suficientes para costear semejante pasión, mi padre hizo venir —de Leipzig, creo— el material más reciente y los textos de iniciación.
Muchos miembros del Círculo se ejercitaron en este arte, resultando el de más talento el profesor de ciencias, Nubar, un armenio. Era también el más joven de los maestros, tenía solo seis o siete años más que su alumno. Entre ambos iba a nacer una duradera amistad.
Un vínculo semejante entre un turco y un armenio resultaba ya, en aquella época, muy inhabitual. He estado a punto de decir «anacrónico». Y también sospechoso. Relaciones de negocios, intercambio de cortesías sociales, recíproca estima, parece ser que sí, que aún se veían en ciertos ambientes; pero no una verdadera amistad, una complicidad profunda. Las relaciones entre ambas comunidades se deterioraban a ojos vistas, en Adana más que en otras partes.
Pero lo que pasara fuera de los muros de la casa Ketabdar apenas si tenía incidencia sobre lo que sucedía dentro. Quizá, hasta producía el efecto inverso: como una amistad verdadera, una amistad fraternal entre un turco y un armenio se estaba convirtiendo en algo raro, resultaba, por lo mismo, tanto más apreciada para los dos jóvenes; mientras tantos otros proclamaban a gritos sus diferencias, ellos dos reivindicaban como única diferencia su amistad. Se juraron, con solemnidad un poco infantil, que nada los separaría nunca. Y también que ninguna ocupación les haría distraerse jamás de su pasión común, la fotografía.
Algunas veces, durante las reuniones del Círculo, mi abuela dejaba su habitación para ir a sentarse entre ellos, que proseguían con sus discusiones, mirándola a veces al hablar; ella también los miraba, parecía escuchar con interés; sus labios se movían; después, sin razón aparente, se levantaba en medio de una frase y volvía a encerrarse.
En otras ocasiones, se mostraba agitada y lanzaba gritos en su habitación. De modo que su hijo se levantaba e iba a reunirse con ella, para atenderla como su padre le había enseñado a hacer. Cuando se apaciguaba, volvía con sus amigos, que retomaban la conversación donde la habían interrumpido.
A pesar de este infortunio, nuestra casa conoció en aquellos tiempos algunos años felices. Ciertamente, esa es la impresión que transmiten las fotos de la época. Mi padre conservó varios centenares de ellas. Todo un baúl, en el que había escrito orgullosamente, con tinta sepia: «El Círculo Fotográfico. Adana.»
A veces se las enseñaba a las personas por las que tenía estima, explicándoles en detalle las circunstancias de cada toma, las técnicas utilizadas, los trucos de encuadre y de iluminación. Acerca de estos temas podía resultar inagotable, como un charlatán de feria… Hasta tal punto que un visitante extranjero confundió un día sus intenciones; creyó que su anfitrión pretendía venderle los clichés y le propuso un precio. Mi padre estuvo a punto de ponerlo de patitas en la calle; el desdichado lloraba de confusión.
Finalmente, las fotos permanecieron en el baúl hasta su muerte, salvo dos o tres que había enmarcado. Entre ellas, un notable retrato de su madre. Sentada en un sillón, un poco rígida, con los ojos yéndosele hacia la ventana, a la izquierda, como una alumna distraída.
La había tomado él, seguro. Dado el estado en que se encontraba mi abuela, a ninguno de los amigos se le habría permitido que la fotografiase. Era un acto demasiado arriesgado y demasiado íntimo.
Aparte de los de estas, la mayoría de los clichés que contenía el baúl no eran suyos. Allí estaban los de Nubar y los de otros cinco o seis miembros del Círculo.
Los más antiguos se remontaban a 1901. El más reciente, a 1909. A abril de 1909. Preciso, ¿verdad? Aún puedo serlo más: al 6 de abril. Mi padre se refirió a él delante de mí las suficientes veces como para que no pueda olvidarlo. Después de aquella fecha, no volvió a tener jamás una cámara fotográfica entre las manos.
¿Qué pasó aquel día? Un cataclismo, por utilizar esa expresión. El cataclismo del que nací yo.