Se habían producido tumultos en Adana. La multitud había saqueado el barrio armenio. Un anticipo de lo que iba a producirse, seis años más tarde, a una escala mucho mayor. Pero era ya el horror. Centenares de muertos. Puede que millares. Innumerables casas incendiadas, entre ellas, la de Nubar. Aunque él había tenido tiempo de huir con su esposa, que tenía un nombre, Arsinoe, que se ha ido volviendo cada vez más raro, y con su hija de diez años y su hijo de cuatro.
¿Dónde encontrar refugio, sino junto a su amigo, su único amigo turco? Durante el día siguiente, permanecieron escondidos, todos juntos, en la amplia casa Ketabdar. Pero al otro, o sea, el 6 de abril, como decían que se había restablecido la calma, Nubar quiso aventurarse hasta la suya para ver si podía salvar algunos libros y algunas fotos. Se hizo con una cámara portátil, y mi padre, que había decidido acompañarle, con un aparato similar.
Las calles parecían, efectivamente, tranquilas. La distancia que había que recorrer era solo de unos centenares de metros, y por el camino, los dos amigos pudieron tomar algunas fotos.
Iban ya a llegar a casa de Nubar, o al menos a sus escombros humeantes, cuando, de pronto, se oye un clamor. A pocas calles de allí, a la derecha, avanza una multitud blandiendo garrotes y antorchas, en pleno día. Nuestros fotógrafos vuelven sobre sus pasos, Nubar a todo correr, mi padre conservando su paso sultanesco. ¿Por qué apresurarse? La muchedumbre todavía está lejos. Tanto, que permanece inmóvil, mide y encuadra cuidadosamente, y toma una foto de la vanguardia de los amotinados.
Nubar grita, enloquecido. Entonces, mi padre se decide a correr, apretando la cámara contra su pecho, como si fuera un niño. Y atraviesan ambos, sanos y salvos, la verja del jardín.
Pero la muchedumbre les pisa los talones. Un millar de energúmenos furiosos que patean el polvo, que sacuden ahora la verja. En pocos segundos estarán dentro para matar, saquear e incendiar. Pero aún vacilan, quizá. La imponente morada que la verja rodea no es la de un rico hombre de negocios armenio, sino la de un miembro de la familia real.
¿Se prolongará la indecisión? ¿No cederá la verja, sacudida cada vez con más fuerza, librando a los alborotadores de sus últimos escrúpulos? La muchedumbre, por otra parte, se agolpa cada vez más, los gritos de muerte no cesan de crecer en intensidad.
Llega entonces, de improviso, un destacamento del ejército. Un oficial, uno solo y muy joven, con un puñado de hombres, pero su irrupción no deja de causar efecto. Desde lo alto de su montura, valiéndose del sable, que agita, y del gorro de negra lana rizada, el comandante cambia algunas palabras con los cabecillas; luego hace una señal al jardinero para que le deje entrar.
Mi padre lo recibe como a un salvador, pero el militar no tiene tiempo para amabilidades. Exige secamente que se le entregue el material fotográfico causante de aquel desorden. Como mi padre se niega, el otro se torna amenazante: si no se le obedece, se retirará con sus hombres y no responderá de nada.
—¿Sabe usted quién soy? —dice mi padre—. ¿Sabe usted, al menos, de quién soy nieto?
—Lo sé —responde el oficial—. Su abuelo fue un noble soberano que tuvo una muerte atroz. ¡Dios haya acogido su alma!
Y mientras hablaba así, había en su mirada más altivez resentida que compasión.
Hubo que ceder. Entregar toda la panoplia importada con grandes gastos para las actividades del Círculo Fotográfico. No menos de una decena de cámaras, entre las más perfeccionadas… Mi padre solo consiguió esconder la que acababa de utilizar, que empujó con el pie debajo de un mueble; en su interior, la imagen que había estado a punto de costarle la vida.
Los militares se llevaron el resto. Desde la ventana del primer piso, Nubar y mi padre les vieron tirar al suelo aquellas joyas delante de los cabecillas, pisotearlas ostensiblemente, acabar con ellas a culatazos y lanzar luego los trozos, a manos llenas, al otro lado de la verja.
Solo entonces la muchedumbre consintió, saciada, en dispersarse.
Los dos amigos se miraron, incrédulos; apenas aliviados por haber escapado de la muerte, tanta era su tristeza.
Los buenos tiempos habían terminado. Habían acabado los años del Círculo. Ya no abrazarían de la misma manera a la fotografía, su común amante, su casta concubina europea, por la que acababan de arriesgar la vida juntos. Mi padre se haría coleccionista, exclusivamente, y no tomaría ya ninguna foto: la de los amotinados había sido la última; por el contrario, Nubar se convertiría en fotógrafo profesional. Pero no en Adana. Ni se le ocurrió volver a levantar su casa. La sola idea de salir de nuevo a las medrosas calles del barrio armenio se le había hecho insoportable. Había nacido en aquella ciudad, pero el porvenir no habita entre los muros del pasado.
Solo quedaba elegir el lugar de exilio.
Muchos armenios huían entonces de Adana y de otras localidades de las provincias para reagruparse en la capital, Estambul. «¿Escapar de las zarpas del tigre para ir a acurrucarse entre sus fauces? Yo, no», dijo Nubar.
Lo que tenía en mente era América. Solo que, para semejante empresa, le hacía falta mucho dinero y diversos requisitos previos, establecer contactos, obtener papeles… Tiempo, en suma. Ahora bien, Nubar se veía apremiado. No quería quedarse en casa de su amigo más que unos días; y estaba absolutamente decidido a no salir de la casa Ketabdar sino para abandonar el país.
Fue su esposa —sí, Arsinoe— quien le sugirió la solución. «Sugerir» es la palabra exacta, tratándose de ella. Era la persona más tímida y más desdibujada que pudiera existir, siempre con los pies juntos, la manos juntas, la mirada baja; imagino que debió de excusarse y hacer cien muecas antes de inmiscuirse en lo que no era asunto suyo, su vida. Tenía un primo instalado desde hacía algunos años en el Monte Líbano. De vez en cuando enviaba cartas alentadoras. ¿Convendría quizá ir allá abajo durante cierto tiempo, mientras esperaban lo de América?
Es cierto que también allí abajo estarían en territorio otomano. Pero desde hacía medio siglo la montaña tenía un estatuto de autonomía, garantizado y vigilado de cerca por las potencias. Si no constituía el refugio ideal para los armenios, era al menos el destino menos arriesgado. Y, en todo caso, el menos inaccesible.
Nubar dio vueltas a la idea durante dos días. Una vez que llegó a una decisión, informó a su amigo.
—Así que has decidido abandonarme —le dijo mi padre—. Mi casa no es lo bastante espaciosa para ti.
—Tu casa es espaciosa, pero esta tierra es angosta.
—Si la tierra resulta angosta para mi mejor amigo, ¿por qué no ha de serlo para mí?
Nubar no estaba de humor para explicarle en qué diferirían las perspectivas de un maestro armenio y de un príncipe turco… Además, mi padre no aguardó la respuesta. Se había marchado ya a deambular por el jardín, bajo los nogales, fumando a grandes bocanadas. Nubar le vigilaba de tanto en cuanto por la ventana. Al cabo de un rato, decidió ir a reunirse con él. Lo notaba desconcertado.
—Eres mi amigo más querido, el anfitrión más generoso, al que no se abandona sin remordimientos. Date cuenta de que lo que nos sucede, ni tú ni yo lo hemos querido. Pero ni tú ni yo podemos impedirlo. Tengo que…
El amigo y anfitrión no escuchaba. Pasada una hora, había madurado su propia decisión.
—¿Y si partiera contigo?
—¿Al Líbano?
—Puede ser…
—Si vinieses… si vinieses conmigo… te daría…
—¿Qué me darías?
Los dos amigos habían recuperado de pronto su jovialidad, su juventud. Y su gusto común por el chispear de dos ingenios enfrentándose. Pero este juego, en concreto, los iba a llevar lejos…
—¿Qué podría darte? —se preguntó en alta voz Nubar—. Posees tierras, ciudades enteras, y una residencia principesca, ¡mientras que de mi casa, tan modesta, no queda una piedra sobre otra!
»Habría podido darte mis libros más preciados; incluso a un hombre que lo posee todo, siempre se le puede ofrecer un libro antiguo.
»Habría podido darte mis más bellas fotografías, las más logradas, aquellas de las que estoy más orgulloso.
»Pero ya no tengo nada, todo ha ardido, los libros, los clichés, los muebles, las ropas… lo he perdido todo.
»¡No tengo otra cosa que darte que la mano de mi hija!
—De acuerdo —dijo mi padre—. Voy contigo.
¿Se tomaban en serio los dos amigos esta promesa? Más bien tengo la impresión de que el asunto comenzó para ambos como una humorada. Pero que, después, ninguno, de ellos se quiso desdecir, para que el otro no se ofendiese.
La hija de Nubar tenía diez años. Desarrollada para su edad, al parecer, pero delgaducha y morena, siempre con vestidos tristes; una niña estirada a lo largo, más que un proyecto de mujer. Se llamaba Cécile. Se casará con el amigo de su padre cinco años más tarde. En 1914. Poco antes del verano. Poco antes de la guerra. Tendrá una fiesta suntuosa, quizá la última en la historia en la que turcos y armenios canten y bailen juntos. Y asistirá a ella, entre otros miles de invitados, el gobernador de la montaña, que en aquellos tiempos era, precisamente, un armenio, Ohannés pachá, antiguo funcionario otomano; improvisará para la ocasión un discurso sobre la recuperación de la fraternidad entre las comunidades del Imperio —«turcos, armenios, árabes, griegos y judíos, los cinco dedos de la augusta mano del Sultán»—, que será enormemente aplaudido.
Ni en plena fiesta conseguía Nubar desembarazarse de sus inquietudes; pero el recién casado estaba tan feliz como un golfillo callejero: «¡Vamos, suegro, expláyate un poco, únete a nosotros! Mira a toda esa gente que ríe y que bate palmas en torno a ti; ¿no hemos encontrado aquí lo que nos faltaba en Adana? ¿Qué necesidad tenemos de emigrar a tu América?».
Todo parecía, en efecto, ir lo mejor posible. En previsión de su matrimonio, mi padre acababa de hacerse construir, en los alrededores de Beirut, en el lugar llamado Colina de los Pinos, una morada suntuosa en piedra arenisca, a imitación de la que había abandonado. Había traído de Adana los muebles de la familia, las joyas de su madre, el viejo instrumental de su padre, los tapices, cajas llenas de títulos de propiedad y firmanes y, por supuesto, todas las fotografías.
En la gran pared del salón de la nueva casa Ketabdar, reinaba ya la imagen más inesperada: la de los amotinados, con las cabezas ceñidas y los rostros sudorosos bajo la llama de odio de las antorchas; mi padre iba a mantener a la vista, durante toda su vida, este singular trofeo cinegético. Durante años vendrían ola tras ola de visitantes a escrutar de cerca a aquellos personajes, buscando en vano algún rostro familiar. Y mi padre los dejaría atascados un largo rato, antes de decirles: «No busquéis, no hay rostro alguno que reconocer, son la turba, son el destino».
Siempre se sentaba dando la cara a aquellos hombres; al revés que Nubar, que siempre les daba la espalda; y que, incluso, cada vez que entraba en la habitación, bajaba invariablemente los ojos para evitar volver a verlos.
Mi padre habría querido que a partir de entonces su amigo viviese con él. Pero Nubar prefirió alquilar en la vecindad una casa mucho más modesta, que le servía también de taller. El gobernador le había nombrado fotógrafo oficial y, en algunos meses, su comercio floreció. Igual que ese trigo de alta montaña que se apresura a crecer porque sabe que la primavera será breve.