No había querido interrumpir la narración de Ossyane para evocar mis propias reminiscencias. Con todo, a medida que hablaba, volvían imágenes a mi mente.
Conocía su casa, construida en piedra ocre en la Colina de los Pinos. Nunca había entrado en ella, pero pasaba cada día por delante de su verja en autocar, camino de la escuela. Vuelvo a verla con toda precisión; no se parecía a ninguna otra; ni realmente moderna, ni montañesa, ni otomana: una mescolanza de estilos. El conjunto, con todo, resultaba bastante armonioso, hasta donde aún puedo juzgar… También recuerdo una verja, habitualmente cerrada, pero que se abría a veces para dejar pasar un DeSoto negro y blanco. Y un jardín de césped recortado en el que no jugaba ningún niño.
Mis recuerdos se remontan a mediados de los años cincuenta; la época de la que Ossyane me acababa de hablar quedaba ya lejos. Pero resulta que, en revistas antiguas, en viejos catálogos artísticos y en conversaciones de los que me rodeaban, había leído y oído mencionar el nombre de la casa Ketabdar. Ha quedado en la memoria como un lugar importante de la vida artística en el Levante de entreguerras. En ella se presentaban exposiciones y se celebraban conciertos, veladas poéticas y, sin duda, muestras fotográficas, supongo…
Mi interlocutor no comentó mucho al respecto. En su recuerdo, toda aquella abundancia no ocupaba, evidentemente, sino un reducido espacio. El barullo lo ensordecía, las luces lo cegaban. Se encerraba en sí mismo y soñaba con viajes.
Nuestra primera sesión había durado cinco horas largas. A veces puede observarse un auténtico cambio en la tónica de la conversación, aunque rara vez he consignado mis preguntas; pero la mayor parte del tiempo, él dictaba y yo no hacía otra cosa que transcribir un texto redactado ya en su mente. A continuación, tomamos en el bar del hotel una comida ligera, tras la cual volvió a subir para dormir la siesta. Creí que estaba agotado y que me citaría para el día siguiente. Me propuso, en cambio, que nos viésemos aquella misma tarde, a partir de las seis.
Habiendo yo perdido en Occidente la costumbre de la siesta, fui a sentarme en un café para poner algo de orden en mis notas. Luego, a la hora convenida, volví a llamar a su puerta.
Se hallaba vestido y recorría ya la habitación, esperándome. Sus primeras frases estaban preparadas.
En Francia podía, por fin, perseguir mis propios sueños. Comer en mi propia mesa. Esto es más que una imagen. Recuerdo la primera vez en que me senté en la terraza de una taberna, bajo un voladizo. Fue en Marsella, poco después de atracar el barco, antes de tomar el tren para Montpellier. La mesa era pequeña, de madera sin desbastar, y tenía marcas de navaja. Me dije: ¡esto es la felicidad!; ¡la felicidad de estar en otro lugar!; ¡la felicidad de no sentarme ya a la mesa familiar! Sin invitados que pretenden brillar con su labia o con sus conocimientos. Sin la silueta paterna, sin la mirada que se sumerge en la mía, en mi plato, en mis pensamientos. No había tenido una infancia desdichada, no. Fui atendido, no padecí necesidades. Pero viví constantemente bajo el peso de una mirada. Una mirada inmensamente cariñosa, una mirada esperanzada. Pero exigente. Pesada. Agotadora.
Aquel día en Marsella, aquel primer día en suelo francés, tenía una sensación de ligereza. Muy cerca de mí, ante la terraza, pasaron tres jovencitas. Llevaban ropas sueltas y extraños sombreros tipo canotier. Como si se hubieran escapado de una fiesta, o de un cuadro. Iban riendo. Ninguna me miraba, pero tenía la impresión de que se habían disfrazado y se pavoneaban para mí.
Me dije, confiado, que pronto conocería a una mujer. Mucho más bella aún que aquellas tres, la más bella de todas. Nos amaríamos, nos abrazaríamos durante horas. E iríamos a pasear juntos por la playa, cogidos de la mano. Luego, cuando volviese a embarcarme, al acabar mis estudios, estaría cogida de mi brazo y yo inclinaría la cabeza sobre ella para oler morosamente su blusa.
Si me hubieran dicho que me iría de Francia ocho años más tarde, en el mismo barco, sin mi diploma de médico, pero coronado con una aureola de santo rebelde… ¡Ese era el sueño de mi padre, no el mío!
En Montpellier, entre los estudiantes de medicina, iba a adquirir enseguida reputación de «empollón». No trabajaba mucho más que cualquier otro, pero lo hacía mejor. Mis maestros me habían educado en el rigor. No contentarse nunca con entender a medias. Dedicar el tiempo que hiciese falta, pero comprender, asimilar. Además, poseía una memoria perfecta. También eso lo debía, en parte al menos, a mis maestros. Nunca olvidaba lo que aprendía.
No le cuento esto para vanagloriarme. Al fin y al cabo, ¿de qué me sirvió haber brillado en mis estudios si nunca llegué a ser médico? Si lo menciono es para explicar que, desde que llegué, conseguí cierta estima. Era algo así como el prodigio extranjero, más joven que la mayor parte de mis condiscípulos, y el que siempre sacaba las mejores notas. Y, por otra parte, afable, sonriente y tímido sin exageración. Un buen compañero, en suma. Muy feliz en aquel nuevo mundo donde, a decir verdad, no había nada que me deslumbrase, aunque me encontraba con una multitud de pequeñas sorpresas.
¿De qué conversábamos? A menudo sobre las clases, los profesores, los alumnos o sobre nuestros proyectos para las vacaciones. Y, como era de esperar, sobre chicas, puesto que habitualmente estábamos entre varones. Yo, en seguida me quedaba silencioso y algo pasmado. Realmente, ¿qué podía decir? Los demás contaban sus aventuras, reales o inventadas; yo no tenía sino mis sueños y los triviales deseos de mi edad. Les escuchaba, me reía con ellos y me sonrojaba a veces, cuando evocaban con cierta insistencia el cuerpo femenino.
Tampoco intervenía mucho más cuando mis compañeros hablaban de «la situación». Surgían nombres que, en su mayor parte, no me resultaban desconocidos: Daladier, Chautemps, Blum, Maginot, Sigfrido, Franco, Azaña, Stalin, Chamberlain, Schuschnigg, Hitler, Horthy, Benes, Zogú, Mussolini… Los conocía un poco a todos, pero estaba convencido de saber menos que los otros. Estaban todos tan seguros de lo que exponían… yo, el extranjero, el recién llegado, me contentaba con escuchar. A veces con atención; otras, perdido en mis ensueños, dependiendo de la intensidad de los acontecimientos y de la textura de la conversación. La tensión subía y volvía a decaer a merced de las conferencias internacionales, las declaraciones encendidas y, sobre todo, de los movimientos de tropas.
No, por supuesto que no era indiferente, ¿cómo habría podido serlo? Por otra parte, sabía más cosas de las que daba a entender a mis compañeros. Pero ellos tenían su manera de discutir y estaban en su tierra… Y, además, me había acostumbrado a escuchar en silencio. En la mesa familiar, siempre estaba rodeado de personas de más edad, mejor informadas o más seguras que yo. Cuando tenía una opinión acerca de lo que decían, la formulaba para mis adentros. Y detestaba el que mi padre me preguntase súbitamente: «Y tú, Ossyane, ¿qué opinas acerca de esto?». Porque entonces, como por un sortilegio, ya no pensaba nada, mi mente se quedaba en blanco, las palabras dejaban de hilvanarse unas con otras y acababa farfullando alguna simpleza.
Por otra parte, en Montpellier yo también tenía mi terreno, en el que mis compañeros me escuchaban y en el que había adquirido cierta consideración. Cuando hablábamos de nuestros estudios, lo que constituía, pese a todo, la más esencial de nuestras preocupaciones, aquel cuya opinión pesaba más era yo. Los demás la respetaban aunque fuesen de más edad. Cuando se habla de biología o de química, no existen diferencias entre un extranjero y uno del país…
¿Si sufrí por ser un extranjero? A decir verdad, no. Si le he dado esta impresión, es que me he expresado mal. Ser extranjero constituía una realidad de mi existencia que debía tener en cuenta. Como ser macho en vez de hembra y tener veinte años en lugar de diez o sesenta. En sí mismo, no era una abominación. Implicaba que hacía y decía ciertas cosas en lugar de otras. Tenía mis orígenes, mi historia, mis lenguas, mis secretos, innumerables motivos de orgullo, quizá hasta mi propio encanto… No, ser extranjero no me molestaba, y más bien me sentía feliz de no estar en casa.
A veces echaba de menos mi tierra, es cierto. Pero no la casa familiar. No me acuciaba en absoluto el deseo de volver a ella. Así, aunque habíamos convenido que el primer verano regresaría a pasar allí un mes o dos, al acercarse las vacaciones escribí a mi padre para decirle que estaba proyectando visitar Marruecos y Argelia. Tenía muchos deseos de explorar esas regiones, que sentía tan cercanas pero que solo conocía por los libros y por las imágenes. Finalmente, tampoco fui allí. Ciertos problemas de salud me obligaron a guardar cama durante todo el verano.
Unos problemas extraños, en verdad. Tenía accesos de tos y a veces, por la noche, dolor al respirar. Los médicos no lo entendían. Lo mismo hablaban de asma como de tuberculosis. No acababan de creerse que no hubiera padecido nada de aquello antes de llegar a Francia. En cierto momento, se preguntaron incluso si no estaría simulándolo todo.
No era así. No, en absoluto; ya se dará cuenta… Pero déjeme que repase primero, tal como la recuerdo, la cronología de aquella época. Seré breve. Múnich, septiembre del treinta y ocho, la guerra se aleja. Praga, marzo del treinta y nueve, la guerra se acerca. Ya nadie duda de ello y la mayoría de los jóvenes de mi entorno rivalizan en el ardor con el que se refieren a la capacidad de su ejército y a la impotencia del enemigo, un globo a punto de deshincharse. Opinar de forma distinta resultaba de mal tono.
¿Si yo habría opinado de otro modo? Sinceramente, no. No en aquel momento. Reconozco que les escuchaba con satisfacción y que me sentía feliz de compartir sus convicciones. Como ellos, tenía confianza. Y como ellos, lloré en junio del cuarenta, cuando la invasión alemana. Me sentía anonadado. Súbitamente, ya no era un extranjero, ¡ni mucho menos! Aquello era un entierro y yo formaba parte de la familia del difunto. Lloraba e intentaba consolar a los otros, del mismo modo en que los otros intentaban confortarme a mí.
Cuando habló Pétain, le escuchamos. Decía, en sustancia: las cosas nos han ido mal, atravesamos una penosa prueba, pero voy a esforzarme para evitaros lo peor. Eso es lo que entendimos.
En cuanto a De Gaulle, ni yo ni ninguno de mis amigos oímos su llamamiento aquel famoso día de junio. Pero íbamos a conocer su contenido bastante pronto, me parece que al día siguiente. Entonces no teníamos la impresión de vernos en la necesidad de elegir. Por un lado, era preciso salvar lo que aún se pudiera de la derrota; para ello, más valía contemporizar durante algún tiempo con el vencedor; era lo que hacía Pétain. Por otro, había que preparar la futura revancha con el apoyo de los aliados, sin componendas ni compromisos; es lo que hacía De Gaulle en Londres. Esta perspectiva nos tranquilizaba un tanto a los que estábamos de luto. ¿Cuánto duró? Para algunos, cuatro años; para otros, algunos días.
Para mí, una temporada: aquel verano, hasta octubre. Aún recuerdo el incidente que dio un giro a mi vida. Fue en una brasserie de Montpellier, «Au ballon d’Alsace». Durante una discusión regada de cerveza. Habría podido, una vez más, asistir a ella en calidad de espectador mudo. Pero aquel día no pude callarme. Una palabra de más, un vaso de más… ¿Quién es capaz de conocer los ardides del destino?
Éramos seis o siete alrededor de la mesa. Acababa de publicarse en Vichy la ley sobre el estatuto de los judíos, que establecía, entre otras cosas, los ámbitos —como el de la educación— de los que a partir de entonces serían excluidos. Un estudiante se puso a explicar hasta qué punto era astuta esta ley. Aún me acuerdo de él, de su cara; era mayor que nosotros, llevaba perilla y paseaba siempre con un bastón. No formaba parte del grupo de amigos que yo frecuentaba, pero a veces se unía a nosotros después de las clases. Según él, los alemanes habían exigido a Pétain que les dejase entrar en la «zona libre» para «encargarse» de los judíos que vivían en ella; y el mariscal, oliéndose la maniobra, los había cogido desprevenidos proclamando él mismo esa ley.
Satisfecho de su razonamiento, el joven vació su jarra de cerveza, pidió otra haciendo un gesto con un dedo, y luego se volvió hacia mí y se puso a mirarme de hito en hito. ¿Por qué a mí? No estaba sentado frente a él, pero algo en mi mirada le debía de haber resultado desagradable. «¿Qué opinas tú, Ketabdar? ¡Nunca se te oye! Habla, aunque sea una sola vez; ¡reconoce que es una ley astuta!»
Los otros se pusieron también a mirarme con insistencia. Hasta mis compañeros más allegados; deseaban saber lo que ocultaban mis silencios. Entonces, por no perder prestigio, hablé «aunque fuese una sola vez». Adoptando mi más humilde voz, dije, más o menos, esto: «Si te he entendido bien, es como si un hombre entrase ahora en esta brasserie provisto de un garrote para molerte a palos. Yo veo que se acerca, de modo que cojo esta botella y te rompo el cráneo. Y el hombre, al ver que no tiene ya nada que hacer aquí, se encoge de hombros y se va. ¡Bien se la hemos jugado!».
Como hablaba sin sonreír lo más mínimo y en el tono sumiso y vacilante del alumno que responde al maestro, mi interlocutor no comprendió en seguida que me estaba burlando de él. Incluso comenzó a decir: «Sí, muy bien, es algo así…», cuando los demás, en torno a nosotros, se echaron a reír a carcajadas. Solo entonces comenzó a ruborizarse y sus manos se crisparon sobre la mesa. Profirió un par de groserías y desplazó ruidosamente su silla para darme la espalda. Yo, por mi parte, me retiré inmediatamente después.
Solo una pelea de chiquillos, ¿no? Pero a mí me trastornó por completo. Tenía la impresión de haber hablado por un megáfono y de que toda la ciudad me había oído.
Puede que otro se hubiese sentido aliviado por haberse desahogado así, como suele decirse… ¡Yo no! Yo estaba furioso, furioso conmigo mismo. Esto me ocurre muchas veces. Permanezco mudo durante lustros, hasta olvidar el sabor de las palabras; y, de pronto, la presa se derrumba y dejo correr todo, todo lo que había retenido: un incontrolable irme de la lengua que comienzo a lamentar antes incluso de haber recobrado el silencio.